III

Como la resistencia había sido escasa en el río Cape Fear, ya que los rebeldes empezaron a disparar y replegarse casi de inmediato para huir de la ciudad, los cuerpos combinados del Ejército del Oeste no tardaron en cruzarla, y Fayetteville presentaba un aspecto azul marino, como si el color abstracto hubiera encontrado una vestidura orgánica con qué cubrirse. Las calles eran un hormiguero. Pero para alguien que viera desfilar a hombres y carromatos y cañones, cupés, calesas y landós de dos caballos, saltaba a la vista que no sólo un ejército estaba en marcha, sino una civilización desarraigada, como si toda la humanidad se hubiera echado a la carretera, mujeres y niños negros que caminaban junto a sus carros, o tiraban, como bueyes, de sus carretas de dos ruedas, y ciudadanos blancos del Sur en sus hermosos y chirriantes carruajes llenos a rebosar de fardos y extraños muebles. Los sureños que seguían a Sherman eran refugiados, incorporados a la marcha porque no les quedaba otra alternativa. Y todos, soldados y civiles, estaban calados por las recientes lluvias: el pelo pegoteado en la cabeza y la ropa cayendo flácida en la espalda. Con la mirada fija en el suelo, marchaban aquí varias generaciones, despidiendo vapor mientras el sol, con su calor, los libraba de un suplicio para sustituirlo por otro.

Pearl, sin embargo, olía la primavera. Mientras la caravana médica de Sartorius recorría la ancha calle Mayor, ella se puso en pie junto al cochero para sentir la brisa, para interpretarla: un olor a tierra de labranza removida, la podredumbre de los campos invernales y —¿era posible?— la fragancia de las lilas. En las aceras vio matas de azafrán de primavera que empezaban a retoñar y cepas de vid silvestre. En un hermoso jardín crecían forsitias de un amarillo verdoso. Quiso decirle a Stephen que se acercara a mirar, pero viajaba con el doctor Sartorius. Llamó a Mattie Jameson, que asomó la cabeza desde detrás del tendal, parpadeando como una marmota al despertar de la hibernación.

¿Huele la primavera, madrastra? ¿La huele?, preguntó Pearl.

Mattie esbozó su sonrisa ausente. Pero como si el anuncio de Pearl le diera una razón para arreglarse, se quitó las peinetas, se soltó el pelo y luego, tras atusárselo con los dedos, volvió a recogérselo con las peinetas.

Pearl se preguntó si la mujer la entendía. ¿A qué primavera podía referirse Pearl sino a la de Georgia, en la plantación donde había vivido toda su vida hasta su liberación? Todas las primaveras que viviera en este mundo le recordarían a esas primaveras iniciales de su uso de razón, cuando por unos instantes la vida le sonreía con generosidad y ella veía que existía algo más por encima de todo, algo por encima de su miedo y el látigo de su padre en la espalda de hombres con edad suficiente para ser sus abuelos, y del sufrimiento de su madre, y de los conmovedores cantos entre el algodón blanco, cuando toda esa blancura parecía enterrar a quienes allí trabajaban, ahogarlos, como si el algodón fuera agua y no pudieran salir de ella… por encima de todo eso, y no bajo su dominio, de modo que para ella, en su infancia, eso fuera el verdadero y auténtico amo y dijera: Aquí estoy, niña, para que entiendas que hay algo más que todo eso, como puedes ver en estas florecillas que nacen por doquier para que las mires y las huelas y veas que tu padre no puede hacer nada para evitarlo.

Pero tal vez Mattie Jameson si la entendía, pues, ante la mirada de Pearl, sonrió y tal vez pensó en Georgia y recordó que por aquel entonces habían compartido algo, quizá sin saberlo siquiera.

El buen tiempo fue un alivio para Sherman, quien no podía alegrarse más de haber salido de Carolina del Sur, un cenagal, a su juicio, con esos ríos que se bifurcaban continuamente y esas almas desdichadas y sediciosas. Con toda esa humedad mohosa se le había agravado el asma. Su pecho exhalaba música: se pasaba varios días seguidos como un armonio andante. Pero cuando estaba realmente mal, respirar era un acto de voluntad. Lo que más lo aterrorizaba en la vida era quedarse sin aire suficiente. Por eso detestaba el agua, por eso de noche en una habitación cerrada no podía conciliar el sueño tan bien como al raso bajo un inmenso cielo negro, con las estrellas asegurándole que había espacio y aire de sobra para respirar.

No quería que Fayetteville fuera otra Columbia. Había dado orden a las brigadas de que la gente de este estado debía recibir un trato respetuoso. Lo que había tolerado en el sur no debía repetirse allí. En su gran mayoría, los habitantes de Carolina del Norte habían sido secesionistas a regañadientes y le parecía que no merecían la clase de castigo que había infligido más al sur. Pero, con o sin órdenes, ese ejército estaba constituido por sesenta mil hombres, y hacía falta algo más que una orden general. Eligió a los regimientos del Cuerpo Decimocuarto para proteger la ciudad: aquellos de sus muchachos a quienes consideraba los más disciplinados, los menos alborotadores, procedentes en su mayor parte de la población devota y obediente de los estados del Medio Oeste.

Fayetteville era una ciudad hermosa, y no había gran cosa que destruir. Habían descubierto que el viejo arsenal de Estados Unidos, situado en una meseta que dominaba la ciudad, era un nido de armamento confederado: fusiles, cañones, miles de barriles de pólvora. Sus fundiciones habían estado fabricando napoleones y cañones de balas de nueve libras. Los talleres estaban repletos de estanterías llenas de culatas de fusil torneadas. Cuando el ejército se disponía a levantar el campamento, Sherman dio orden de prepararlo todo para su demolición. Es una lástima, la verdad, había dicho al coronel Teack. Pero no podemos prescindir de una guarnición para dejarlo bajo vigilancia. En un paseo a caballo por la ciudad, fue señalando una planta manufacturera aquí, una fábrica textil allá, y Teack lo anotó todo diligentemente para proceder a su destrucción.

Y estaba asimismo el asunto de los soldados asesinados. Sherman había contenido a Kilpatrick, que había jurado castigar cada asesinato de los rebeldes con uno perpetrado por él. Pero acababan de informarle de otro caso: a su llegada a Fayetteville, un miembro de la avanzadilla había sido capturado por los rebeldes que se batían en retirada y colgado de una farola. Los generales Hardee y Wheeler habían recibido mensajes comunicando qué sucedería si continuaban estas miserables prácticas criminales. Sherman ordenó una ejecución pública de un prisionero confederado elegido al azar.

Debían de marchar unos trescientos secesionistas bajo la custodia del ejército, ya que en ese momento los intercambios de prisioneros eran escasos y poco frecuentes. Acampados en un prado al este de Fayetteville, estaban sentados en filas en el suelo cuando llegó al galope un sargento de caballería, agitó un lazo por encima de la cabeza y lo lanzó cuán lejos pudo. Uno de los prisioneros, un chico granujiento y escuálido, de cuello largo y nuez prominente, conocido como el payaso de la compañía, se levantó con una sonrisa y cogió la cuerda, creyendo que era uno de esos momentos de relajación de las hostilidades en que los dos bandos podían divertirse un rato. Poco después, con el lazo alrededor de la cintura, se vio arrastrado y alejado de los demás, los brazos inmovilizados firmemente a los lados. Unos cuantos prisioneros se pusieron en pie y empezaron a gritar y levantar los puños. Pero docenas de soldados de caballería montaban guardia, cada uno con un fusil en la mano.

La ejecución se llevó a cabo debidamente, con una marcha solemne hacia una plaza céntrica, donde el desafortunado prisionero, al son de los tambores, pasó entre dos filas de soldados en posición de firmes y oficiales a caballo. Para Sherman, esta ceremonia pública, ante una multitud silenciosa y apesadumbrada, era la mejor manera de comunicar a los generales sureños lo que debían esperar si sus hombres seguían asesinando a prisioneros federales.

Recayó en Wade Sartorius la responsabilidad de certificar la muerte del ejecutado. Retiró de los ojos la venda ensangrentada. Una bala le había atravesado la mejilla izquierda. Tenía el pecho acribillado, y un disparo le había traspasado la frente. Wrede asintió y una cuadrilla de sepultureros tendió el cuerpo en una camilla de madera con ruedas y se lo llevó.

Al día siguiente era domingo, y los escarmentados habitantes de Fayetteville marcharon con cierta indignación a sus iglesias, donde, para disgusto suyo, se vieron acompañados por hombres vestidos de azul. Pero era una mañana apacible, con el cielo despejado y, aunque no hacía calor, al menos no soplaba viento. Con los regimientos acampados por doquier de manera ordenada y la tropa relajada por primera vez después de las largas marchas de las semanas anteriores, el ejército parecía una enorme manada de rumiantes paciendo tranquilamente.

Incluso los contingentes de haraganes que peinaron los campos alrededor de la ciudad hablaban con amabilidad y se mostraban considerados cuando irrumpían en las casas y recogían mantas y almohadas de plumas, alfombras para sus sillas de montar y tiendas de campaña, y todo el forraje que encontraban.

Muchos hombres bajaban al río a lavarse la ropa o contrataban a mujeres negras para que lo hicieran por ellos, y fue esta comunidad de higienistas la primera en ver el humo de la chimenea de un remolcador de vapor que remontaba el río desde la costa. Empezaron a gritar y mover los brazos antes de que el barco apareciera por el recodo, y poco después, cuando se oyó el silbato en toda la ciudad, el efecto fue el de un jubiloso anuncio: tras el largo aislamiento en territorio enemigo, se había establecido contacto con otras fuerzas de la Unión.

Sherman sintió el mismo entusiasmo que los demás. Una semana antes, cuando estaban en la localidad de Laurel Hill, había enviado a un correo vestido de paisano a Wilmington por el río Cape Fear para informar al general de la Unión apostado allí de la inminente llegada del ejército a Fayetteville. Ahora, al oír el silbato, Sherman supo que el correo había llegado a su destino. También supo que el río estaba transitable y los buques de la Armada a su disposición.

En el muelle, los soldados se habían agolpado en torno al barco para comentar, en términos no muy amables, lo limpios que llevaban los uniformes los marineros.

Mientras el capitán del remolcador aguardaba en una antesala de las dependencias del arsenal, Sherman dictaba cartas al tiempo que deambulaba por la sala y el ayuda de campo escribía a toda velocidad para poder seguirlo. Tan infatigablemente trabajaba la mente de Sherman que Teack le buscó otros dos oficiales de bajo rango para actuar como secretarios. A Grant le explicó su intención de reunirse con el Ejército del Ohio del general Schofield en Goldsboro, lo que crearía una fuerza conjunta de noventa mil hombres. Preveía una importante batalla con las fuerzas rebeldes reagrupadas bajo el mando del general Joe Johnston, el único general capaz que tenían. No quería que Johnston se interpusiera entre él y Schofield, que venía de New Bern por el río Neuse, de modo que el factor tiempo era esencial.

En su carta a Stanton, en Washington, alardeó de los logros de su ejército desde Savannah: las vías de ferrocarril destruidas, las ciudades tomadas, el armamento capturado. Que Lee siga defendiendo Richmond, escribió, y nosotros destruiremos su país; ¿y de qué le servirá entonces Richmond?

La saca de correos llevaba cartas para el jefe del Estado Mayor, el general Halleck en Washington, el general Terry, al mando de las fuerzas en Wilmington, y, de hecho, para todos los generales de la Unión relacionados, por remotamente que fuera, con la campaña en el sudeste. He vuelto al mundo, parecía decir Sherman. Puede que mi larga hégira desde Shiloh se acabe antes del verano, escribió a su mujer. Tus brazos, mi querida Ellen, son mi Medina. Caminaba de un lado al otro, rascándose la cabeza, frotándose las manos, mientras las plumas, desaladas, transcribían sus palabras. Para el coronel Teack, la excitación de Sherman sólo podía significar una cosa: el general olía la victoria.

Pero no había detalle tan insignificante como para pasarlo por alto. Cuando acabó con sus cartas, Sherman llevó a Teack aparte. Esta tarde a las seis el barco zarpará rumbo a Wilmington, dijo. Esa preciosidad de refugiada que Kilpatrick se llevó de Columbia, ¿cómo demonios se llama? Marie Boozer, dijo Teack. Ah, sí, Marie Boozer, repitió Sherman. Pues la quiero a bordo de ese barco. Y también a su madre. Y ocúpese de que Kilpatrick no se vaya nadando tras ellas.

El general Kilpatrick no había vuelto a ver a Marie Boozer desde la refriega con la caballería rebelde en Solomon’s Grove, cuando encabezó con éxito un contraataque en ropa interior. Más tarde, uno de sus hombres le contó que la habían visto alejarse a caballo sin más vestidura que el estandarte de batalla de Kilpatrick. La pérdida de su estandarte de batalla personal era la mayor humillación que podía sufrir un general, pero para Kilpatrick la pérdida simultánea de Marie y de sus colores fue un golpe casi insoportable. ¿Adónde se había marchado, y con quién? Pues era poco probable que se hubiera ido sola del campo de batalla. Sus bolsas y baúles también habían desaparecido. Al llegar a Fayetteville, la había buscado por todas partes. Era un hombre obsesionado. Pensó que si la encontraba, se la llevaría a los Mares del Sur y viviría con ella en una playa. Se alimentarían de la pesca y los cocos. O si ella quería ser la esposa de un general famoso, acabaría la guerra gloriosamente y se presentaría a las elecciones presidenciales. Si lo que ella necesitaba era dinero, él ya lo tenía: se las había arreglado para amasar una buena fortuna en esta campaña. En Carolina del Sur, sus hombres habían encontrado una caravana que atravesaba un bosque furtivamente, con todo el tesoro de un banco comercial en dos carromatos cubiertos. Las cajas fuertes estaban llenas de lingotes de plata, monedas de oro, dinero en metálico, bonos. Por supuesto, se entregó casi todo al intendente de Sherman. Pero mis hombres merecían una recompensa, y yo también. Igual que en el mar, existe una ley de salvamento.

El Estado Mayor de Kilpatrick se preocupó al verlo pasear por el campamento tan pensativo, cosa poco habitual en él, con la cabeza gacha, las manos a la espalda, y esos toscos rasgos faciales, tan aptos para un guerrero en campaña, ya no eran más que la máscara de un hombre voluptuoso moribundo. Había enviado a varios hombres a la ciudad para buscarla y averiguar cuanto pudieran. Acababan de llegarle noticias: la habían visto con su madre en la ribera.

Era última hora de la tarde, y el sol brillaba fríamente en el horizonte mientras la ciudad palidecía bajo la tenue luz. Kilpatrick llegó a la ciudad al galope, dispersando a los peatones a su paso, y se detuvo en el muelle junto al remolcador de Wilmington, resonando los cascos de su semental contra las tablas de madera. Se había congregado una multitud para despedir el barco. Acababan de retirar la pasarela, y los marineros en la proa y la popa se disponían a cobrar los cabos. Allí estaba ella, en la barandilla, la magnífica putilla, con la mano apoyada en el brazo de un joven oficial, repelente de tan atractivo. Lo miraron. Kilpatrick, desde su caballo, se afirmó en los estribos como si fuera a saltar desde la silla a la cubierta del barco. Mientras el caballo, excitado, caracoleaba, la conversación parecía girar como las agujas de un reloj. ¿Qué fue lo que ella dijo? Ese comandante —Kilpatrick no lo reconoció—, que llevaba partes a Washington, se había ofrecido amablemente a escoltar a Marie y su madre en el barco que enlazaba con Wilmington. El maldito caballo, nervioso, no se estaba quieto. Marie, gritó, escúchame, yo… Pero en ese momento le traspasaron los tímpanos dos penetrantes pitidos del barco de vapor. El caballo se encabritó. Marie se echó a reír, y el galante oficial le tapó los oídos con las manos enguantadas de blanco. No eran los únicos pasajeros: había más civiles sureños a bordo. Se despedían de la gente del muelle, y la gente del muelle vitoreaba y se despedía también. Poco a poco el barco se alejó del atracadero. Una franja de agua empezó a separarlos. Un marinero se acercó a Marie y le dio algo: era un paquete, ¿no? ¡General!, la oyó gritar, y su caballo giró otra vez en redondo, y cuando Kilpatrick volvió a estar de cara al barco, algo surcó el aire, se desplegó, revoloteó en la brisa, y se pegó a la cara y el pecho de Kilpatrick. Oyó la risa de Marie, y la del oficial, y cuando se quitó de la cara lo que se le había pegado, el barco ya estaba en medio del río, blanco y esbelto contra la ribera verde de enfrente. Y Kilpatrick se quedó con su estandarte de batalla y el agua azul revuelta donde había estado el barco, y la risa de esa muchacha desalmada alejándose con el viento.

Al día siguiente llegaron lanchas cañoneras y buques de la Armada con café y azúcar para el ejército. Debían trasladar a Wilmington a más blancos fugitivos que se habían incorporado a la marcha. Sherman había iniciado otra de sus operaciones de aligeramiento. No quería que nada lo estorbara en la siguiente campaña. Los esclavos liberados que los habían seguido desde Savannah ahora sumaban más de veinticinco mil bocas inútiles. Había que organizar con ellos otra marcha y, proporcionándoles los pocos carromatos y provisiones que le sobraran, enviarlos a la costa bajo la custodia de unos cuantos oficiales. Que sigan con su éxodo, murmuró Sherman, pero no en la misma dirección que yo.

El número de enfermos y heridos fue en aumento durante la marcha; también ellos recibieron órdenes, y llegó un buque por el río para llevárselos. Se vio, pues, una lenta y triste procesión de ambulancias serpentear por las calles de Fayetteville tras una banda militar. En teoría la música de la orquesta debía honrar el sacrificio heroico de los hombres en los carromatos pero, en realidad, tenía la finalidad más práctica de ahogar sus gritos y gemidos. Aun así, los ciudadanos se detuvieron igualmente a mirar, atónitos por los costes de la guerra.

En el muelle, los médicos militares y sus ayudantes y los enfermeros del ejército supervisaban el traslado de los pacientes en las camillas por la pasarela hasta sus literas a bordo del barco. Pearl acompañaba a los pacientes, hablándoles mientras gemían, aplicándoles compresas húmedas en la frente afiebrada, cogiéndolos de la mano, sonriendo y asegurándoles que iban a hospitales del Norte donde los curarían y enviarían de vuelta a casa. Mientras trabajaba a su lado, Stephen Walsh se maravilló de la serenidad de Pearl. Qué fortaleza la suya para ser tan joven, y aunque él había visto suficientes horrores en el campo de batalla, no soportaba las intervenciones quirúrgicas, y se desmoralizaba al oír los sonidos del dolor en general, y al ver las muchas enfermedades a las que se exponía un ejército de hombres, enfermedades que los volvían patéticos y grotescos y terribles de ver con sus distintos tormentos —las lesiones en la piel o los delirios o las hinchazones o los efluvios asquerosos—, todo ello en una burla clara e impía del concepto de dignidad humana. Pearl parecía capaz de ver más allá de la dolencia hasta llegar a la persona que el enfermo había sido y que, con suerte, volvería a ser.

Eres muy valiente, Pearl Jameson, dijo él un día, tras retirar los detritos de uno de los dispensarios de campaña del coronel Sartorius. Por estar dispuesta a ver estas cosas.

Y tú eres un chico de ciudad del gran Norte, Stephen Walsh. Porque si no lo fueras, sabrías que lo que veo en esta marcha no se diferencia de lo que ve una niña esclava desde el día en que nace.

Cuando se curó de las quemaduras, Stephen pidió que lo destinaran al Departamento Médico para poder estar con ella. Wrede Sartorius, que siempre necesitaba ayuda, firmó los documentos necesarios. Aunque las tareas médicas no solían atraer a voluntarios y, de hecho, a veces los traslados al departamento se hacían a modo de castigo, Wrede no cuestionó a Stephen ni le preguntó por sus motivos, y tampoco se paró a pensar en ellos. En lugar de eso, cuando el ejército se marchó de Columbia, indicó a Stephen que se sentara a su lado en el carromato y trazó un dibujo: era una caja vertical de cierto tamaño, con un asiento y correas de sujeción y una barra desmontable para las manos. La estructura debía clavarse a la plataforma de un carromato. Stephen no necesitaba que le explicara para qué era. Mientras deambulaba por el hospital esa primera noche en Columbia, había visto al soldado con la púa en la sien. El soldado, sentado a una mesa, le había sonreído y saludado con los dedos. Después, esa noche, el coronel Sartorius había pedido que sujetaran al hombre con correas a un camastro tumbado boca arriba para que no se diera la vuelta dormido. Pero a Stephen le sorprendió que Sartorius, sin preguntárselo, diera por sentado que sabía trabajar la madera. De hecho, sabía, y también se le daban bien las herramientas mecánicas. Le gustaban los trabajos manuales.

En el pueblo de Cheraw, muy cerca de la frontera con Carolina del Norte, el arsenal local tenía un taller y un almacén de madera. Partiendo del esbozo, Stephen puso manos a la obra. Fuera, los soldados infligían al pueblo el suplicio de rigor y se oía el alboroto del saqueo. Después los pusieron a desfilar, pues ese día se celebraba la segunda investidura del presidente Lincoln. Se alinearon cañones y el suelo tembló con una salva de veintitrés cañonazos. Stephen midió y serró y cepilló. Trabajó con la misma meticulosidad que si hubiese tenido que hacer el armario más elegante. Se sintió satisfecho al construir esa caja en la que debía sentarse un hombre. Puso paneles laterales en el armazón sólo hasta la cintura. Empleó madera maciza, elegida con esmero. Atornilló las esquinas. Para las correas de sujeción, utilizó arreos, y cortó la barra de hierro para que el hombre se sujetara cuando el carromato se balanceara y diera bandazos por los baches y los caminos de troncos.

Qué paz le proporcionaba concentrarse en un objeto concreto. Le daba la certeza de que era posible. Encontraría su forma y sería eso. En los dispensarios de campaña, parecía que nada se resolvía salvo con la muerte. En la marcha no había un punto a partir del cual podían medirse todos los demás. Era como si la propia tierra se replegara bajo sus pies, era como si los ejércitos pendieran de nubes flotantes.

Cuando acabó la caja, se sentó dentro y cerró los ojos. El coronel le había confiado su construcción, y él la había construido. Lo invadió un sentimiento de fervorosa lealtad hacia aquel hombre. Y cuando Wrede fue a verlo y dio el visto bueno, Stephen Walsh se echó a reír, porque se sintió como si le hubieran concedido la Medalla de Honor del Ejército.

Sartorius y su equipo médico se alojaron en una casa en el extremo oriental de Fayetteville. El ejército llevaba allí cuatro días, y al amanecer del día siguiente debía reanudar la marcha. A medianoche todos dormían a excepción de Pearl y Stephen. Habían bajado del desván donde estaban alojados para ir a la cocina porque Pearl quería darse un baño. Encendieron velas y Stephen echó leños y broza en el fogón para encenderlo. Sacó agua del pozo detrás de la casa. Dejó un cubo fuera y puso el otro a calentar. Juntos entraron la artesa de estaño del zaguán.

Pearl se desnudó mientras Stephen llenaba la artesa de agua caliente y ponía el segundo cubo a calentar. Me gusta el agua caliente de lo más caliente posible, dijo Pearl. No hay nada mejor que un baño de agua caliente. Él procuraba no mirar, pero a ella no parecía importarle que la vieran así, aunque se había asegurado de que la puerta estaba cerrada y las cortinas corridas. Le había crecido el pelo y, allí de pie, se lo recogió con una cinta. Él echó el segundo cubo, y ella apoyó una mano en su hombro mientras metía la punta del pie en el agua y sonreía. Stephen nunca se había sentido tan estúpido ni había quedado tan atónito como en presencia de esa esbelta muchacha negra blanca, allí desnuda ante él.

Pero ella se sentó en el agua con las piernas cruzadas, como una niña, y se echó agua a la cara y se sumergió hasta los hombros para mojarse y volvió a sentarse con una pastilla de jabón marrón, que se pasó por el cuello y los pechos, mirándolo con tal expresión de placer en los ojos que él se sintió vil por los sentimientos que albergaba. Aun así, se dio cuenta de que Pearl era muy consciente del efecto que causaba.

¿Me enjabonas la espalda, por favor?, preguntó ella.

Él acercó un taburete y se sentó detrás de ella y, le pasó el jabón por los hombros y la espalda, concentrándose compungido en cada vértebra.

A ver, Stephen Walsh, yo ya sé lo que tienen los hombres en la cabeza. ¿Cómo no iba a saberlo? ¿Cuántos años tienes? Diecinueve.

Pues yo no sé cuántos tengo. Creo que trece; no mucho más de catorce, eso seguro. Lo sé porque los hijos de mi madrastra, el hermano primero y segundo, esos dos, ya estaban allí desde que tengo memoria, y el hermano segundo cumplió quince este verano. Y los dos son más altos. Así que lo sé por eso.

No tienes por qué preocuparte.

Ah, no… ya lo sé. No estaría aquí contigo si no lo supiera.

Y a continuación a él casi se le cayó el jabón de las manos, porque ella dijo: Y cuando yo sienta que ha llegado el momento, supongo que será contigo, Stephen Walsh.

Encontró toallas y la envolvió con una mientras ella se ponía de pie en la artesa. Permaneció inmóvil mientras él le Frotaba los hombros, la espalda, el trasero y los muslos a través de la toalla.

Todos los soldados escriben cartas para el barco correo, ¿tú también?, preguntó Pearl.

No. No hay nadie a quien quiera escribirle.

¿No tienes familia?

No lo leerían si les escribiera.

Ella se volvió y lo miró, sujetándose a la altura de la garganta la toalla que la envolvía. Qué triste, dijo ella. Triste triste triste. Y eso que eres de Nueva York, donde está la Unión perfecta. Yo voy a ir allí, ¿sabes?

No. ¿Cuándo?

Sí, cuando acabe la guerra. Tengo esa carta del pobre teniente Clarke; ya te lo conté, ¿te acuerdas?

¿Sí?

¿Por qué iba a mandarla por el barco correo si ahora puedo leer la dirección en el sobre? Llevaré yo esa carta a sus padres, que viven en Nueva York, y así se lo contaré.

Contarles ¿qué?

Cómo cuidó a Pearl y la escondió y la convirtió en tamborilero para protegerla. Necesitarán consuelo.

¿Cuál es la dirección?

El número 12 de Washington Square, según he leído. Sí, ya sé, es un barrio de ricos.

Pues también hay buena gente entre los ricos, parece, si su hijo se alistó para liberar a los negros.

Pearl sonreía, con la cara todavía húmeda y los ojos color avellana muy abiertos, y se le había soltado la cinta del pelo. En el pecho de Stephen brotó un sentimiento tan dolorosamente maravilloso que a duras penas consiguió reprimir el deseo de estrecharla contra sí.

¿El número 12?, preguntó, aclarándose la garganta. Ajá, en Washington Square.

Sé dónde está, dijo. Puedo acompañarte.

Pearl despertó a causa de la luz de la luna que entraba por la pequeña ventana del desván. La luna se había elevado y le iluminaba los ojos. Se dio cuenta de que tenía la espalda contra Stephen. Él le había apoyado el brazo en el hombro. Estaban acostados en un colchón de crin de caballo que habían sacado de la cama del desván y extendido en el suelo. Aunque estaban totalmente vestidos, la manta que los cubría era fina, demasiado para el frío de esa noche plateada. No se movió. De pronto la irritó ese brazo que la rodeada. Pesaba, y ella se apartó hasta que el brazo cayó en el espacio entre los dos.

Cerró los ojos e intentó dormirse otra vez. Unas horas antes, esa tarde, su carromato había pasado junto a los campos donde harían noche los negros. Ahora tenía esa imagen en la cabeza. Todos sentados en torno a las hogueras, los niños correteando por todas partes, el olor a comida, las pequeñas tiendas para dormir, los carros con sus cosas. Y las voces al cantar, las voces al cantar himnos tristes: eran como el suave murmullo del viento, eran como un sonido salido de la tierra. Era el sonido con el que ella había nacido, la tristeza suplicante de los suyos en la tierra. Y ahora cantaban así, todas esas personas iguales a ella, sólo que ella no estaba con ellos, sino que iba en un carromato del ejército, con ropa del ejército encima y buena comida del ejército en el estómago y este chico blanco a su lado, unido a ella como con una cadena. Pero esa gente había oído que no seguirían la marcha con el general Sherman sino que irían a otro sitio, y no sabían adónde, ni lo que encontrarían allí, ni si podrían ser hombres y mujeres libres sin la protección del ejército.

No podía volver a conciliar el sueño. ¿Por qué había mentido a Stephen Walsh? Sabía exactamente qué edad tenía, quince años, se lo había dicho su madre, y que había nacido el diez de junio, cuando el aire era como una bebida dulce y las hojas de los árboles todavía jóvenes y delicadas, como si pudiera percibirse el sol en ellas. Pero le había contado a él la historia sobre los hermanos Jameson primero y segundo tan bien, y con tanto detalle, que casi se la creyó ella misma. ¿Por qué? Stephen la atraía, la impresionaba, y en el fondo le halagaba que se hubiera prendado de ella, que ese hombre hecho y derecho estuviera tan claramente loco por ella. Le hacía sentirse bien y distinta, lo que la animaba a ser más atrevida de lo que nunca había sido en su conducta mundana. Porque si él se había prendado de ella, ella se aseguraría de que tuviera razones para ello.

¿Por qué mintió, pues? Se le había escapado antes de saber qué decía. Qué se proponía, porque sí sentía algo por él. Le gustaba su voz y su manera de ser, el hecho de que cuando hablaba siempre era para expresar una idea clara. No parloteaba sin ton ni son. Tenía una manera de callar en la que se veía que no era un idiota, sino una persona profunda que sabía más de lo que decía. Y que estaba enfadado por algo en su vida, igual que ella —era un hombre blanco con sus propios problemas—, y eso a ella le interesaba, y que no se rebajaba a hablar de ello como si tal cosa. A partir del momento en que le cogió las manos quemadas, se había sentido distinta. Y le encantaba su boca: a veces tenía que contenerse para no acercarse y besarla.

Pero de pronto la asaltó una idea que la hizo incorporarse y casi gritar. ¿Qué había hecho desde que se fue de la plantación sino unirse a hombres blancos? Desde el día en que el teniente Clarke la cogió en volandas y la sentó en su silla de montar, e incluso cuando estuvo con el mismísimo general Sherman, que la tomó por un tamborilero, e incluso a través de la señorita Thompson que la había ayudado a ser enfermera del coronel doctor, y ahora con Stephen, se había comportado como una blanca, y vivido con los blancos con una madrastra blanca, y cubierto su negrura con un uniforme cedido por el ejército blanco de la Unión. Ay, Señor, qué vergüenza tan grande, tanta que se sintió mal. ¿Acaso Jake Early no fue profeta cuando se presentó con Jubal Samuels y la llamó Jezabel? Pero para ser una Jezabel hay que ser una mujer puta, y yo no soy una mujer puta. Ah, no, por Dios, pero soy algo peor, soy una mujer que les da coba para ser como uno de ellos, que intenta caerles bien como los esclavos para protegerse, que hace reverencias y fregotea para los blancos y sonríe como una imbécil, e incluso sirve a la señora Jameson y la vigila y la cuida. ¿Acaso no sabía yo que ella quería que mi padre me vendiera cuando era pequeña? Y ahora ya me ves: nadie tuvo que venderme en una subasta, me he vendido yo sola, y me he convertido nada menos que en una esclava, una esclava como mi madre, Nancy Wilkins.

Ante esta idea Pearl se puso en pie: tengo dueño.

Miró a Stephen Walsh, con la cara tan bañada por la luz de la luna que parecía un espectro. ¿Quién era ese hombre blanco que se había creído con el privilegio de abrazarla? ¿Qué clase de negra era ella que lo consentía y que arrimaba su cuerpo al de él en busca de calor? Su madre se había acostado con su padre Jameson igual que ella esta noche junto a Stephen Walsh, y seguro que el brazo de él le pesaba tanto a ella como el de Stephen me pesaba a mí. ¿Cómo voy a ser libre, pues? Nunca lo seré siendo negra, y tampoco lo soy ahora siendo blanca.

Poco después corrió descalza escalera abajo. Salió de la casa y cruzó la calle hacia el prado donde, a cierta distancia, estaban acampados los negros. Lo veía todo nítidamente a la luz de la luna, las elevaciones y las hondonadas, las hojas de hierba pálidas, los toldos y los carromatos más adelante, y las ascuas de las hogueras resplandecientes como estrellas en los campos. Al cabo de diez minutos, recorría los senderos de este asentamiento improvisado, y había mucha gente despierta, arrebujada en las mantas en torno a la lumbre, o meciendo a bebés en brazos, o simplemente de pie junto a sus carretas y carromatos, gente que la miraba al pasar. A los ojos de esos negros era una mujer blanca, una mujer del ejército, y si sintieron curiosidad por saber qué hacía entre ellos, no se rebajaron a preguntarlo. Habían recibido orden de seguir solos en la dirección indicada por su héroe y salvador, el general Sherman. Ellos lo único que habían querido era alabarlo, reverenciarlo, y ahora él los echaba, obligándolos a irse por su cuenta, sin que nadie supiera cuál sería su destino ni qué sería de ellos cuando llegaran. Para esa gente que la seguía con la mirada, ella representaba al general, como si fuera la responsable de su triste decepción tan sólo por su color y su uniforme. Pearl meneaba la cabeza como si discutiera con ellos, a pesar de que no decían nada, porque sabía qué pensaban. Además, ¿qué hacía ella allí? No lo sabía. Buscaba a alguien que la conociera. Tal vez buscaba a Jake Early y Jubal Samuels el Tuerto, aunque seguro que hacía tiempo que se habían quedado por el camino. O a Roscoe, el de la plantación, un hombre bueno, sencillo, amable como ningún otro, que había echado a sus pies las dos águilas de oro envueltas en su pañuelo. Se palpó el bolsillo para asegurarse de que continuaban allí, gesto que repetía al menos diez veces diarias. Y por un instante, cuando pasó junto a un hombre, un hombre flaco y calvo de ojos grandes y oscuros que le sonrió dulcemente con la boca desdentada, estuvo a punto de exclamar ¡Roscoe!, creyendo que era él.

Y ahora, al ver lo enorme que era el campamento, extendiéndose interminablemente por los campos, puesto que iba más allá de la carretera hasta el borde de un bosque, Pearl se sintió tan desvalida como se había sentido en la plantación, y en ese momento todas las comodidades y satisfacciones de su vida de trabajo en el ejército de la Unión le parecieron un verdadero escándalo, una manera de pensar en sí misma y en nadie más que no la diferenciaba del egoísta de su padre negrero. De modo que lo que Pearl heredó de la piel blanca de su padre fue lo peor de él, y todos estos desdichados alrededor eran las personas a las que ella había dado la espalda y había abandonado a su suerte igual que, según ellos, el general Sherman, tras concederles la libertad, los dejaba seguir por su cuenta en una tierra que continuaba sin ser suya. ¿Y qué había conseguido salvo cierto refugio durante la tormenta, como una esclava doméstica que miraba por la ventana a los negros en los campos y olvidaba que también ella tenía dueño?

Antes, esa misma noche, Hugh Pryce había dicho a David, el niño, que le buscaría un lugar entre los suyos, y en cuanto lo dijo, David, no conforme con ir cogido de su mano, se aferró a su pierna, de modo que el inglés renqueaba por el campamento de los negros como si llevara sujetas una cadena y una bola. Qué incomodidad, qué vergüenza.

Pryce había conseguido llegar con el niño a Fayetteville a lomos de la pequeña mula, y para él tener a un niño a su cargo era una severa prueba. David no vestía ropa adecuada para el tiempo que hacía, y Pryce se quitó el jersey y, empleando una cuerda a modo de cinturón, le confeccionó un abrigo. El niño tenía hambre constantemente. Pryce, con su despreocupada cordialidad británica, siempre había conseguido gorronear raciones. Pero ahora, con un niño negro a rastras, era como si hubiera perdido su don: los haraganes pedían dinero por todo.

A esas alturas estaba más irritado consigo mismo que conmovido por la carrera del niño hacia la libertad. No era responsabilidad suya liberar a los esclavos —¿no?— y, sin embargo, había subido al niño a su silla de montar. Una acción precipitada, con la que violó el imperativo de ser un observador estrictamente neutral. De algún modo, sin pensárselo demasiado, había supuesto que ya le quitarían el peso de encima, que las autoridades de Fayetteville lo librarían de David. Pero ¿qué autoridades? La ciudad se hallaba sumida en el caos. El ejército estaba en todas partes, y la vida se había vuelto antinatural para sus habitantes. Nadie parecía saber nada. En Londres, existían asilos para huérfanos, circunstancia que aprovechaban las clases bajas para abandonar a la ligera a sus recién nacidos ante sus puertas a fin de que los criara la sociedad. Claro que eran expósitos blancos, pero ¿tan raro era, con o sin guerra, dar por sentado que una sociedad civilizada tenía hogares para sus niños no deseados, aunque fueran negros?

Lo peor de todo era que, con ese apéndice que colgaba de él, nadie lo tomaba en serio como periodista profesional. Estaba perdiendo noticias. Le había llegado el rumor de que los secesionistas por fin estaban reuniendo un ejército equiparable al de Sherman. Dónde se hallaba y qué tamaño tenía y dónde opondría resistencia eran preguntas importantes. Había ido al ajetreado cuartel general de Sherman, y bastó con un imperioso ceño del comandante de una de las alas de Sherman, el general Howard —una fugaz mirada del hombre al niño— para que se acercara un ayuda de campo y le dijera a Pryce que allí no se le había perdido nada. Sin embargo, también rondaba por allí la competencia: corresponsales del Herald Tribune, el Telegraph de Londres, el Baltimore Sun. Estaba fraguándose la mayor noticia de la campaña, y Hugh Pryce veía que se le escapaba de las manos.

Pero había noticias de las que nadie podía privarlo. Esa tarde había llevado a David a toda prisa cuesta arriba hasta el arsenal de Fayetteville, donde los soldados demolían los edificios y les prendían fuego. Aquello era curiosamente festivo, brigadas de hombres embistiendo paredes de ladrillos con arietes, recuas de doce o catorce mulas o caballos arrancando los cimientos. La gente se había agolpado para mirar, y de vez en cuando tenía que apartarse de las llamas y las chispas que saltaban por todas partes. David le tiraba de la manga a Pryce. No me gusta, decía una y otra vez, no me gusta. Y de pronto se produjo la voladura de uno de los edificios con un estruendo monstruoso, y éste se desmoronó en un infierno de fuego y humo, fraguando tal vez la relación entre ellos para siempre en la cabeza del niño, porque a partir de ese momento, David, que había sido un muchachito valiente, se volvió llorón y quejica y pegajoso. Y tampoco mejoró esa noche cuando Pryce lo llevó al campamento de los esclavos liberados y le dijo que había llegado el momento de encontrarle un lugar entre los suyos.

Ciertamente los había en cantidad suficiente, y constituían la masa humana más pobre y desharrapada que había visto Pryce. En su mayoría eran mujeres, más viejas que jóvenes, y había gran número de ancianos, pero sólo algún que otro hombre en la flor de la vida. Pryce, acostumbrado al aire libre, no vio el menor patetismo en este campamento, donde el cielo era el único techo y el espacio en torno al fuego el único hogar. La gente había vivido así desde tiempos inmemoriales. Pero por un momento le llenó el pecho de rabia el estado de estos seres, de tantos lisiados y encorvados, consumidos y marchitos, que en el pasado habían sido mantenidos, como se mantiene a caballos o mulas. Con todo, ahora necesitaba a una de ellas por el servicio que podía proporcionar: necesitaba a una mujer con fuertes instintos maternales, alguien todavía con fuerzas para acoger a un niño, o a otro niño, sin pensárselo dos veces. Necesitaba a una mujer sana, con un delantal y un pañuelo en la cabeza y brazos grandes y fuertes. Pryce sonrió. Necesito una mami.

Sólo tienes que cogerle la mano a Hugh, David, dijo. No te preocupes, no te soltará.

Todavía no era de noche, y le costaba entender la organización del campamento: si se habían instalado según las plantaciones de las que procedían o sencillamente se habían colocado en cualquier sitio al azar, como bañistas en una playa. De pronto se encontró en la periferia de un corro que escuchaba a un anciano subido a una caja. El hombre tenía una barba blanca descuidada, de aspecto muy bíblico, un distinguido patriarca, pese a ir en harapos y apoyarse en un bastón. Somos los hermanos azabache, decía con voz grave y armoniosa, y somos más apacibles de carácter y más nobles en nuestra tolerancia que estos americanos europeos que nos encadenaron y azotaron y enviaron a los campos. Porque conocemos a nuestro Dios, que de una sola sangre creó a todas las naciones de hombres para morar en la ancha faz de la tierra. Y aunque este general nos haya liberado, ¿no es también él uno de ellos? Adorar a este tal Sherman es una blasfemia, porque no es vuestro Dios. Sherman tiene sus propios propósitos, sus propias motivaciones. Los hebreos que partieron en su éxodo no pidieron a un general egipcio que los guiara. Esos hebreos siguieron a los suyos, como debemos hacer nosotros ahora, puesto que también somos un ejército. No tenemos armas —ni cañones ni mosquetes—, pero somos un ejército de hombres libres y honrados que trazan su propio camino y encuentran su propia vía por la gracia del Señor.

Una mujer gritó: ¿Y tú quién eres, viejo? ¿Eres Moisés? Se oyeron risas, pero el hombre dijo: No, hermana. Soy un pobre y viejo esclavo del campo que ahora es libre para morir como un hombre. Pero nuestro Señor sabe que digo la verdad. Si deseáis que el general os proteja, es que todavía no sois libres. La libertad debería llenar vuestro corazón y animar vuestro espíritu. No acudáis a los mortales blancos en busca de comida y refugio y salvación. Buscadlo vosotros mismos, y Dios proveerá, y Dios nos señalará el camino. Llevamos mucho más de cuarenta años en tierra inhóspita. Ahora es la tierra prometida. Sed fértiles y multiplicaos y hacedla vuestra.

Amén, gritaron varios, y otros lo abuchearon. Hugh Pryce se veía ya mandando por cable un artículo sobre los sentimientos sediciosos entre los negros. Pero antes tenía que resolver su problema. Mientras deambulaba, no veía a nadie propicio a quien abordar. Acompañado de David, a quien de tanto en tanto debía desenganchar de su pierna, caminó entre los negros hasta que por fin vio una posibilidad: una mujer con dos niños cenando junto a una hoguera. La mujer había frito buñuelos de harina de maíz, y miró a David y después a Pryce y después a David.

¿Te has perdido, hijo?, preguntó.

No, señora, contestó David con la mirada fija en los buñuelos de la sartén.

¿Cómo te llamas?

Se llama David, intervino Pryce. Es huérfano. Necesita que alguien lo acoja.

¿Ah, sí? Si no te has perdido, ¿quién es éste?, preguntó la mujer a David. ¿Es tu padre quien habla?

Sí, señora, repuso David.

Yo no soy el padre del niño. Me llamo Hugh Pryce. Soy del Times de Londres.

¿No es el padre?

No. A la vista está, digo yo.

La mujer se echó a reír. Para mí no, dijo. A estas alturas nunca se sabe de qué color puede salir un niño.

Buena mujer…

Mía es la venganza. ¿No dijo eso el Señor? Y volvió a reír. ¿De verdad cree…?

La mujer miró a Pryce de arriba abajo. Este chico le honra. Tiene la piel de su madre pero los ojos de su padre. Y mírele las manos y los pies. Será un hombre alto, como usted.

Tonterías. Le daré dinero.

¿Qué dinero? Frunció el entrecejo.

Billetes federales.

Vaya, vaya. Se envolvió la mano con un trapo, sacó la sartén del fuego y puso un buñuelo en una hoja de papel de periódico doblada. Todavía está caliente, dijo a David. Espera un poco a que se enfríe.

¿Y?

La mujer se levantó con esfuerzo, apoyando una rodilla en el suelo al tiempo que dejaba escapar un gemido. Se sacudió la falda y, llevándose una mano a la frente, miró en distintas direcciones. Necesito a un soldado de la Unión, dijo. Necesito que alguien venga a arrestarlo.

¿Arrestarme a mí?

El tráfico de esclavos se acabó, ¿es que no se ha enterado? Ya no se puede comprar ni vender a las personas.

No estoy vendiendo a nadie. Le estoy dando dinero para que cuide de este niño.

Sí, claro. Si el niño fuera mayor, me pediría que se lo pagara yo. Es demasiado pequeño para tener utilidad, así que paga usted. En cualquier caso, está prohibido por la ley de la emancipación, por si no se ha enterado.

Yo sólo pretendo darle los medios para su manutención.

Veo que usted ya tiene dos hijos y entiendo la responsabilidad que conlleva.

Toma, David, dijo la mujer. Se agachó, formó un cucurucho con el papel que contenía el buñuelo y se lo dio al niño. Coge esto y vete con tu papá antes de que lo mande a la cárcel. Y prefiero no hablar de un hombre que pretende vender a su propio hijo, recriminó a Pryce.

Entrelazó las manos y alzó la vista al cielo nocturno. Dios mío de mi vida, dijo, llena de vergüenza el corazón de este blanco. Llénalo de tu gloria. Haz que se arrepienta y que te dé gracias, Señor, por haberlo bendecido con este niño tan hermoso que es David. Te lo pido en nombre de nuestro Señor Jesucristo. Amén.

¿Por qué has mentido?, preguntó Pryce pocos minutos después, ¿es que no sabes que está mal mentir? ¿No lo sabes? Casi gritaba. Pero David, que ya se había comido el buñuelo, cogió a Pryce de la mano y optó por no contestar. Caminaba preparándose con serenidad para lo que se avecinaba. Era como si Pryce fuera el niño y David el adulto que se negaba a consentir sus pataletas infantiles. Dios santo, pensó Pryce, hable con quien hable, ¿qué le impedirá volver a hacer lo mismo? Dirá que soy su padre y ya no habrá nada que hacer.

Consciente de que David había sido más listo que él, Pryce notó que se sonrojaba. Ese niño poseía la astucia de un esclavo. Y su carrera instintiva a la libertad… ¿de verdad había sido eso? Qué tonto fue al pensarlo. Lo más probable era que el pobre infeliz se hubiera echado a correr para huir del látigo. Sí, claro, no fue más que eso. Probablemente merecía lo que estaba a punto de sucederle.

Pryce sintió la mano en la suya como si fuera algo que se le había pegado. La imposición se había vuelto intolerable. Pero yo soy más grande y mayor y más fuerte y más listo que tú, mi querido amigo. Tu padre electo no cometerá el mismo error dos veces.

El niño que es acogido, pensó Pryce, es el niño al que encuentran solo.

Y así fue como más tarde esa misma noche, Pearl, mientras erraba en su estado de aflicción por el campamento, se encontró con un grupo de gente alrededor del niño, quien se había arrancado la ropa. Nadie podía tocarlo. Sentado en el barro con las piernas cruzadas, se daba puñetazos en los muslos y sollozaba. Si alguien se le acercaba, los sollozos se convertían en alaridos. La gente, al ver a Pearl con su uniforme de enfermera, se hizo a un lado. Ella se arrodilló delante de David. A la luz de la luna, el color de la piel del niño perdió calidez y adquirió un hermoso tono negro azulado. Y en el breve momento que él paró de llorar para observarla, ella pudo ver en su semblante tranquilo que era un niño guapo. Pearl calculó que debía de rondar los seis o siete años. Asintió como para darle a entender que tenía todo el derecho del mundo a llorar y ella lo comprendía, y sonrió con compasión. Tendió la mano, y aunque él echó la cabeza atrás, Pearl pudo tocarle la frente, y él se dejó. La notó caliente. Los ojos, hinchados de llorar, le parecieron ojos de enfermo. ¿Cuánto llevaría allí sentado? Ella misma, descalza, tenía los pies entumecidos por el frío desde hacía rato, y pensó que, al margen de cuánto tiempo llevase allí el niño, no le haría ningún bien estar sentado en el suelo mojado. Recogió su ropa, empapada y sucia de barro.

¿De quién es este niño?, preguntó. ¿Es que nadie ha reclamado a este niño?

Varias voces aseguraron que no era de nadie que supieran.

A ver, ¿qué hacen todos ahí mirando? Esto no es un fenómeno de feria, dijo Pearl. Que alguien me traiga algo para taparlo.

¿Te has perdido, niño?, preguntó Pearl.

Él movió la cabeza en un gesto de negación.

¿Tienes a una mamá por ahí que te ande buscando? Él movió la cabeza en un gesto de negación.

Pearl aceptó una manta, y cuando se volvió otra vez hacia David, él la miraba fijamente. Sus sollozos se habían convertido en un resuello espasmódico, y con el dorso de la mano se frotó la nariz.

Poco después Pearl, con el niño en brazos, envuelto en una manta, desandaba el camino a través del campamento. Él pesaba más de lo que parecía, y ahora tiritaba y le castañeteaban los dientes. Pearl se sentía desafiante. Me lo llevaré en la marcha, se dijo. Y si Stephen Walsh pretende casarse conmigo, tendrá que entender que, aunque blanca, por sus molestias Pearl podría llegar a darle algún día un niño de alquitrán.