V
A primera hora del domingo por la mañana, Hugh Pryce, cabalgando con la división del general Carlin al frente del ala izquierda de Slocum, supo que algo iba mal. Era esa clase de día primaveral vigorizante en que las energías del renacer parecen llenas de malos presagios y la propia sangre de uno corre nerviosamente por las venas. El cielo azul brillaba y se estremecía y todo en la tierra visible tenía un color sobrenatural: los bosques y el llano, las piedras y la hierba, e incluso el barro en la carretera, todo en la magnífica autodefinición de un mundo que Pryce sentía que estaba a punto de estallar. Por supuesto, tenía pruebas concretas de su premonición. La noche anterior habían llegado noticias de un gran movimiento de tropas rebeldes en los alrededores. Aunque los generales Sherman y Slocum les habían restado importancia —Sherman hasta el punto de partir a reunirse con el ala del general Howard a unos veinte kilómetros al este—, la orden de marcha del general de brigada Carlin auguraba una batalla. Y el propio Carlin miraba al frente con preocupación incluso mientras partían los primeros grupos hacia la caballería rebelde para organizar escaramuzas y comprobar así su posición.
Las brigadas de avanzadilla se acercaban a la encrucijada de las dos carreteras, la que conducía a Cox’s Bridge y Goldsboro, al este, y la que se desviaba hacia Bentonville. En la horquilla se extendía una plantación que los oficiales conocían con el nombre de Cole. Un par de kilómetros más allá, al noreste, había un espeso pinar. Quienquiera que fuera Cole, sus campos, sus ciénagas y sus bosques estaban a punto de ser disputados, no por su valor, ni para apropiarse de ellos, sino simplemente porque dos ejércitos se encontrarían allí. Una descarga de artillería procedente del flanco derecho de Carlin detuvo a sus avanzadillas, y se anunció el día.
Sólo cuando las tropas se habían desplegado y habían construido sus terraplenes precipitadamente —con la división de Carlin reforzada por los hombres del general de brigada Morgan—, los comandantes de la Unión empezaron a sospechar la verdadera magnitud de las fuerzas confederadas. El general Slocum había acudido a inspeccionar la posición y dio orden de avanzar. Las tropas de Carlin y Morgan salieron de sus trincheras, cargaron, y las recibió el virulento fuego de la infantería, no sólo procedente de su flanco sino también de una larga línea que se extendía hasta el pinar, que parecía iluminarse con los fogonazos de los mosquetes. Los federales se replegaron. Pryce se quedó con los dos generales, que observaban mientras un ayuda de campo dibujaba en un mapa extendido en el suelo los contornos de la posición rebelde deducida a partir de los informes de los oficiales superiores. La línea trazada sugirió a Pryce la forma de la Osa Mayor. O de una sartén. Y ellos estaban dentro. Pryce tomaba nota en silencio a su lado, seguro al menos de que en semejantes momentos de crisis, pese a su estatura, se había vuelto casi invisible para los oficiales. Slocum, cuyo bigote y pelo cortado al uno enmarcaban un rostro de barbilla hundida y aspecto de oficinista, dio orden de poner en acción la dotación entera de los dos cuerpos que constituían su ala. Luego hizo señas a uno de los oficiales de su Estado Mayor y se alejó con él, hablando en voz baja con la mano apoyada en el hombro del joven oficial. Pryce se quedó mirando mientras el oficial, un teniente, asentía, saludaba y montaba en el caballo de un salto. Poco después desapareció dando un gran rodeo, por detrás y alrededor de las líneas rebeldes. Pryce lo siguió con la mirada hasta perderlo de vista, pero la dirección estaba clara: iba hacia el este, seguramente a Cox’s Bridge y Goldsboro, adonde el general Sherman había ido a reunirse con la otra ala de su ejército.
A primera hora de la tarde, la noticia había corrido varios kilómetros hasta llegar a la caravana hundida en el barro en la carretera, y Sartorius, tras elegir sólo a su ayudante, a un enfermero y a Stephen Walsh para que lo acompañaran, se adelantó para instalar un dispensario en una tienda en el campo de batalla. Varios médicos del regimiento recibieron la misma orden. Sartorius y los demás fueron a caballo. Stephen llevó el carromato de cuatro ruedas con el material médico. La ida fue difícil porque gran parte del recorrido tuvo que hacerse campo a través. Stephen oía el tintineo de los frascos de medicamentos en los estantes. La mula bregaba, las ruedas se atascaban y luego rodaban por encima de las piedras, o se inclinaban peligrosamente en los surcos de barro, y Stephen saltaba en el pescante mientras avanzaba a toda velocidad. En ese momento los sonidos de una escaramuza eran intensos y precisos. Oyó gritos, detonaciones de fusiles y, siguiendo al coronel hasta la pendiente a la vista de la casa de la plantación, se encontró, una vez más, en zona de combate.
Montaron el dispensario de campaña junto a un roble a unos doscientos metros y por detrás de un terraplén de troncos y broza que los soldados aún no habían acabado de construir. En cuanto se iniciara la batalla y trajeran a los heridos para atenderlos, llegarían, teóricamente, las ambulancias de la brigada para llevárselos después. El enfermero y el ayudante montaron la mesa de operaciones sobre unos caballetes, y Stephen se subió a la rama más baja del roble para sujetar las esquinas de la tienda en lugar de usar estacas. A continuación, aprovechó para trepar un poco más alto y ver la vista desde allí. Había otra línea de la Unión a la derecha, desplegada tras un parapeto improvisado que cruzaba la carretera. Las posiciones le parecieron poco sólidas, inconsistentes y desvinculadas. No había artillería. Se preguntó dónde estaban los rebeldes, por qué no acometían contra unas fuerzas de la Unión a todas luces poco preparadas.
Los disparos se apagaron y, en el silencio, al cabo de un momento, oyó el canto de un pájaro.
A media tarde los oficiales en las fortificaciones vieron que sus avanzadillas se detenían, y luego se daban la vuelta, echaban a correr y trepaban por la trinchera, gritando y cayendo unos encima de otros. Ya vienen, muchachos, dijo un sargento. Bobby Brasil apoyó el fusil en la tronera. Miró por la abertura. Efectivamente, ya venían y, habida cuenta de sus intenciones, resultaba una visión de extraña belleza, pero sus filas estaban en perfecto orden, con los oficiales a caballo blandiendo los sables y los portaestandartes con las banderas de batalla flameando al viento y ellos entonando su grito de guerra, capaz por sí solo de ponerle a Brasil los pelos de punta. ¿De dónde han sacado a tantos? ¡Esto es todo un ejército!, masculló Brasil. ¡Fuego!, ordenó el sargento a pleno pulmón, y eso hizo Brasil, y eso hicieron todos, de modo que la conmoción lo ensordeció. En medio del fuego y el humo, veía caer a los hombres, pero la carga no vaciló, siguió adelante, y entonces de reojo Brasil vio que también avanzaban por el flanco, como un único estandarte ondeante de fuego y chispas, las balas acribillando la madera, levantando la corteza, cuando de pronto se irguió ante él un oficial rebelde a lomos de un caballo encabritado, y el oficial lo revolvió e hizo señas a sus hombres para que avanzaran, dando la ancha espalda a Brasil, como un regalo. Y qué triste destruir a un galán humano tan grande, tan impasible, con sólo el mínimo movimiento de un dedo. Pero habían traspasado la barricada, estaban llegando, y Brasil clavó la bayoneta en uno de ellos, y como no pudo retirarla del muchacho, allí la dejó junto con el fusil, se dio media vuelta y echó a correr, y descubrió que no estaba solo, el ataque era imparable, y el barullo de voces y chillidos no salía sólo de su garganta. Y corrió y corrió por el bosque hasta que llegó a las líneas de la reserva, donde se echó al suelo para recobrar el aliento, jadeando y resollando tras la masa de uniformes azules que empujaban para ocupar su lugar. Y os deseo suerte a todos, pensó Brasil, porque no he vivido terror tan grande desde que en tercer curso me castigó la hermana Agnes Angelica.
En la carretera, a tres kilómetros, Pearl oía la batalla, todos la oían, los cocheros que andaban por allí y conversaban, los oficiales que deambulaban, los caballos que relinchaban y erguían la cabeza a cada cañonazo. A algo más de un kilómetro por detrás de ella, el ganado mugía y, en el carromato dentro de su caja de viaje, Albion Simms hacía pum pum pum como si no bastara con oír los tiros de verdad. Pearl pensaba en Stephen Walsh. Ese hombre lo hacía todo tan bien que ahora el coronel médico confiaba en él casi como en nadie más. Desde luego, no en mí. Pero tampoco es que estuviera preocupada por Stephen, simplemente le daba miedo perderlo de vista. Allí sentada en ese carromato, en Carolina del Norte, con la fresca brisa primaveral y la marcha detenida por una batalla, tuvo la clara sensación de no estar atada a nada ni a ningún lugar, ni siquiera a una vida miserable en las viviendas de los esclavos. Era sólo una muchacha libre, pensó. Y ante ella se extendía un espacio de vida grande y vacío sin nada con qué llenarlo, sin nada con qué consolarse. No veía más allá de ese número 12 y ese Washington Square de Nueva York. Y cuando se despidiera de la pobre gente de esa casa y saliera por la puerta, ¿dónde estaría su vida, qué dirección tomaría, y por qué calle, y con quién?
En su angustia, no había oído despertarse a David. El niño salió y se sentó en su regazo, todavía bostezando y frotándose los ojos. Vaya, mi niño, dijo ella, menudo dormilón estás hecho, ¿eh? ¿Oyes eso? Es una guerra.
Sí, señora, la oigo.
¿Y no te preocupa nada?
Nada. Tengo hambre, dijo él.
Pearl cogió una galleta de la caja de víveres y se la dio, y pronto él masticaba tranquilamente, observando la galleta en la mano y dando un bocado, y observándola otra vez conforme se hacía más pequeña.
Pearl se apeó del carromato y se quedó allí de pie en la carretera, con las manos apoyadas en los riñones para desentumecerse. Se desató la cinta que le sujetaba el pelo y se lo volvió a recoger y atar, y cuando tenía las manos detrás de la cabeza, vio que dos oficiales habían interrumpido su conversación para mirarla. Se volvió para acabar de arreglarse y pensó: Y ahora, Stephen Walsh, más te vale volver a mi lado porque no eres el único y me he vuelto hermosa.
Al retirarse las fuerzas de Carlin, Morgan se vio superado por el flanco, y sus tropas fueron atacadas por detrás al mismo tiempo que repelían una carga por delante. Los hombres disparaban en una dirección, daban media vuelta, y disparaban en la otra. El general Davis, del Cuerpo Decimocuarto, dio orden de que acudiera una brigada de reserva a la brecha, enviándola a paso ligero, y Hugh Pryce eligió ese momento para dejar a los generales. Haciendo caso omiso a las voces a sus espaldas, se abrió paso hacia la acción. Se subió primero a una cureña en movimiento, se bajó poco después y, sin dejar de correr, saltó por encima de las piedras y pasó entre arbustos enmarañados, casi con un júbilo enloquecido, su larga bufanda ondeando como si fuera su estandarte personal. Ningún periodista de la competencia podría informar de lo que él iba a ver con sus propios ojos.
El terreno pasó a ser pantanoso. Se hallaba en una espesa arboleda. Oía disparos, y encontró un árbol enorme y se encaramó a la horqueta de la rama más baja y pasó las piernas por encima donde, sentado a horcajadas, escrutó a través del humo, le llegó el ruido de la batalla desde su mismo centro: hombres que gritaban, que gruñían, balas que rebotaban en troncos y rocas. Y hasta podía sentir las oleadas de calor que desprendía la masa de armas disparadas. La guerra cambió la meteorología, blanqueó el cielo: un humo acre flotó a su lado como las almas de los muertos con prisa por ascender al cielo. Sólo cuando de pronto se abrió un claro en la densa atmósfera, se dio cuenta de que había calculado mal su posición y no estaba a la distancia de la acción que él creía. La guerra había llegado a él. Filas de hombres luchaban cuerpo a cuerpo debajo de él, derribándose mutuamente, blandiendo cuchillos, bayonetas, agitando fusiles por encima de la cabeza, con una desesperación que producía sonidos coordinados desde lo más profundo de su ser como los acordes del órgano de una iglesia. Nunca había visto la guerra tan de cerca como en ese momento, y toda su capacidad de observación periodística se concentró en la visión terrorífica de un estallido antediluviano. Esto no era la guerra como aventura, ni la guerra por una causa solemne, era la guerra en su esencia más pura, una rabia ciega generalizada, aislada de cualquier causa, ideal o principio moral. Era como si Dios hubiera decretado este revoltijo indefinido de fuerzas irracionales en respuesta a la presunción humana. Y después pensar fue imposible, porque Pryce oyó el horrendo silbido de una bala de cañón, y al llevarse las manos a los oídos, se dio cuenta, cuando ya era demasiado tarde, de que la copa del árbol se había desgajado y caía sobre él.
En cierto momento, el avance rebelde llegó a la zona de los dispensarios. Pasó a toda prisa un tumulto de soldados de la Unión, que sólo se detuvo para disparar un tiro a sus perseguidores antes de continuar con su huida. Pocos minutos después de los casacas azules, llegaron los grises. Un oficial confederado se acercó al galope, seguido por varios soldados de infantería. ¿Quién está al mando aquí?, preguntó a voz en cuello.
Sartorius salió de la tienda, sin sombrero, las manos ensangrentadas, el delantal embadurnado también. ¿Qué quiere?, preguntó. En el suelo junto a la tienda yacían una docena de heridos y dos muertos. Considérese prisionero, dijo el oficial. Muy bien, dijo Sartorius, y volvió a entrar en la tienda.
El oficial frunció el entrecejo, sin saber obviamente qué más debía hacerse en una situación así. Algunos heridos gemían, gritaban. Revolvió el caballo, dejó a dos hombres de guardia y se marchó, seguido por sus hombres al trote.
Stephen miró desde la tienda a los guardias, que parecían avergonzados de estar allí. Uno se agachó, dispuesto a dar agua de su cantimplora a un herido, y Stephen tuvo que decirle que no lo hiciera. Cuando hubo que llevar a otro hombre al dispensario, Stephen dijo: Échenme una mano, y los guardias casi parecieron agradecérselo.
A los pocos minutos, los elementos rebeldes que habían llegado hasta allí se batían en retirada, atravesando el campo del dispensario a todo correr hacia sus líneas. Acto seguido, apareció detrás de ellos una vociferante compañía de la Unión y los dos guardias que habían ayudado a Stephen fueron abatidos. A uno, herido en el estómago, no pudieron salvarlo. El otro recibió una bala en la pierna, que quedó hecha añicos. Aguardó con los heridos de la Unión, y cuando le llegó el turno, Stephen y el enfermero lo llevaron a la tienda y Sartorius practicó una amputación de doble colgajo justo por encima de la rodilla.
El teniente Oakey había ido al cuartel general de campaña del general Slocum con un mensaje de Kilpatrick. La caballería, acampada a unos kilómetros al sudoeste, estaba lista para entrar en acción.
Slocum, que en ese momento desplegaba el Cuerpo Vigésimo para cerrar las brechas en las líneas de la Unión, dijo: Por el amor de Dios, lo que me faltaba. Mientras no reciba órdenes en sentido contrario, el general Kilpatrick deberá mantener la posición.
Cuando intentó marcharse, el joven Oakey, que había sido maestro de primaria antes de la guerra y quería estudiar para clérigo cuando acabara, se vio acorralado por el movimiento de tropas. Se perdió en las ciénagas y sin querer se metió de lleno en la batalla, donde las unidades en combate del general Morgan hacían frente a un intenso ataque rebelde. Oakey desmontó rápidamente y se unió a la refriega. Las tropas estaban dispuestas en dos filas detrás del parapeto, la primera de rodillas y la segunda en pie, y a las voces de mando de los comandantes disparaban en descarga cerrada contra la línea rebelde que avanzaba. Tras numerosas pérdidas causadas por el fuego devastador, los rebeldes se retiraron, y en ese momento los hombres se vieron atacados por la retaguardia, pues otra brigada del general Carlin y una brigada de refuerzo de la reserva bajo el mando del coronel Fearing habían sucumbido. Los hombres de Morgan saltaron por encima del parapeto y ocuparon sus puestos al otro lado para responder al ataque de flanqueo. Pero vieron casacas azules entre los agresores. Durante unos fatídicos instantes vacilaron. ¿Debían disparar contra sus propios hombres? Oakey reconoció la treta: lo mismo había sucedido con Kilpatrick en Monroe’s Corners, los rebeldes vestían de azul para sembrar el caos y la confusión. ¡Rebeldes, son rebeldes!, advirtió, agitando la pistola, y al cabo de otro minuto habían atravesado el parapeto y uno de los agresores vestidos de azul lo derribó y se abalanzó sobre él.
Oakey era un hombre menudo con gafas. Éstas salieron disparadas cuando dos grandes manos mojadas lo agarraron por las orejas y le golpearon la cabeza repetidas veces contra el suelo. El rebelde era enorme. Oakey tenía la mano derecha, que sostenía la pistola, aplastada por el peso. Pero el rebelde, al intentar dar un último golpe para partirle el cráneo, se irguió lo suficiente para permitir a Oakey recurrir a la pistola: giró el cañón hacia arriba y disparó directamente al estómago del hombre. Volvió a disparar una y otra vez, hasta que el peso que se había desplomado sobre él dejó de moverse. Con un esfuerzo apartó el cuerpo y buscó las gafas a tientas, y las limpió un poco con la manga antes de volver a ponérselas. Seguía sin ver bien a través de las manchas de barro en los cristales, pero no intentó volver a limpiarlas. Como no veía gran cosa, se tranquilizó.
Mientras la batalla se encarnizaba alrededor, Oakey permaneció allí en la trinchera sentado recobrando el aliento. Le dolía la cabeza. Tenía la guerrera empapada de sangre. Miró la masa inerte que yacía en el suelo y pidió perdón a Dios. Mientras forcejeaba bajo el peso de esa bestia, había sentido la furia de una intención inhumana. Era como si un oso se hubiera lanzado sobre él y simplemente hubiera actuado según las exigencias de su naturaleza animal.
Pocos minutos después, no sabía cuántos, llegó una brigada del Cuerpo Vigésimo para contener el ataque y Oakey, sin dirigirse a nadie en particular, dijo: Yo tenía un caballo por aquí.