VIII
Una locomotora los había llevado a Morehead City, y allí se embarcaron en un vapor costero para el viaje de una noche hasta City Point. Aunque el mar estaba como una balsa de aceite, Sherman preguntó: ¿Qué puede hacer para el mareo? Wrede le recetó tintura de láudano y Sherman la tomó ávidamente.
Entre otras cosas, tengo que hablar con Grant de la ejecución de un negro, dijo Sherman. Los periódicos del Sur harían su agosto con eso. Y quiero que usted observe a Grant cuando lleguemos. Dígame si tiene bien el hígado. Espero que sí. Preferiría que siga bebiendo: piensa mejor cuando está borracho. Me doy cuenta cuando escribe sus cartas bajo los efectos… son precisas, al grano, claras y hermosas de leer.
Cuando Sherman se durmió, Wrede se fue a la cubierta de proa y contempló el mar. La vida militar requería una sumisión que a él no le salía de manera natural. Ahí estaba él, a bordo de ese vapor con su maletín de instrumental como único equipaje y la obligación de atender a un general como si fuera un factótum.
Esa noche encapotada costaba ver dónde se separaba el mar del cielo. Wrede Sartorius vio, como si se reflejara, su carácter inherentemente taciturno. Sonrió, un hombre que vivía solo, sin más compañía que su mente. Llevaba casi veinte años en América y, sin embargo, no se sentía más integrado aquí de lo que se sintió en Europa. Despreciaba el Departamento Médico del ejército y ya no veía ninguna razón para compartir sus hallazgos. La guerra casi se había acabado. Había llegado el momento de dimitir de su cargo.
La residencia del general Grant no era ostentosa, pero estaba bien situada en la orilla del río James, con vistas al puerto. Era una casa. No se movía. Sartorius de pronto se encontró sentado en una butaca tapizada, con las rodillas juntas y las manos en el regazo, mientras la señora Grant, sentada delante de él, intentaba sortear cordialmente sus silencios. En algún momento de la marcha, suponía Wrede, había perdido el talento para las charlas de salón. Era una mujer encantadoramente hospitalaria, la señora Grant, una anfitriona atenta, y él apreciaba su esfuerzo por entretenerlo mientras su marido y el general Sherman se hallaban recluidos. Pero eso sí, le consultó acerca de Ulysses, que tenía problemas de espalda. Después incluso reconoció tener ella misma dificultades para respirar cuando subía una escalera.
Grant, cuando apareció con Sherman, casi lo sorprendió por su falta de atractivo: más bien bajo, fornido, con una poblada barba castaña, un hombre tranquilo a quien obviamente no le interesaba causar impresión, a diferencia de Sherman, que al parecer no podía callar ni un momento. Grant presentaba buen color, y sólo tenía los ojos un poco inyectados en sangre.
Wrede fue incluido en el almuerzo, al que asistieron doce comensales, la mayoría del Estado Mayor del Ejército del Potomac, con la señora Grant en una punta de la mesa y el general en la otra. Con la guerrera desabrochada, Grant estaba encorvado en la silla, sin comer mucho ni beber más que agua. Uley, le dijo la señora Grant, el doctor Sartorius tiene un linimento para tu espalda, si te parece. Creo que es muy amable por su parte, ¿no crees?
Tras la comida todos se pusieron en pie y Wrede no supo qué hacer cuando Grant y Sherman abandonaron la estancia y se dispusieron a salir de la casa, pero Sherman volvió y le hizo una seña, y él se fue con los dos generales, que se dirigieron al muelle y subieron a bordo del River Queen, un gran vapor blanco con una bandera estadounidense ondeando en la popa. Tras la viva luz del día, Wrede necesitó un tiempo para adaptarse a la tenue luz del camarote de popa, donde un hombre alto se había levantado de su silla para recibirlos. Tenía la sonrisa débil y esperanzada de los enfermos, una mata de pelo sumamente rebelde, un chal sobre los hombros y zapatillas de andar por casa, y Wrede Sartorius se dio cuenta, sorprendido, de que éste no era el líder del país visionario y resuelto cuyas fotografías se veían por toda la Unión. Éste era un hombre consumido por la vida, con dolor en la mirada y una fisonomía casi cadavérica, y pese a todo, inconfundiblemente, el Presidente de Estados Unidos.
Después de tantos meses de vida nómada en las tierras bajas del Sur, a Wrede le costaba aceptar la proximidad de Abraham Lincoln. La presencia real y el cargo mítico no casaban. Lo primero estaba aquí en un pequeño espacio, lo segundo era imposible de situar salvo en su propia cabeza. Lincoln conversaba con deferencia, con demasiada deferencia. Nadie imaginaría a un líder europeo mostrándose tan despectivo consigo mismo delante de subordinados. Había momentos en que el Presidente parecía una anciana, temerosa de la guerra y desesperada porque no se acababa nunca. General Sherman, preguntó, ¿está usted seguro de que su ejército ha quedado en buenas manos en su ausencia? Verá, señor Presidente, durante mi ausencia está al mando el general Schofield, y es un oficial muy capaz. Sí, asintió Lincoln. Seguro que lo es. Pero mantendremos nuestra pequeña conversación y no lo retendré.
Sherman estaba dispuesto a hablar de la guerra como si se hubiera acabado. Creía que para el ejército profesional en tiempos de paz no había que crear regimientos nuevos sino más bien reponer los regimientos existentes aprovechando la propia tropa. Ah, general Sherman, dijo Lincoln con una débil sonrisa, ¿cree, pues, que tenemos futuro? Sherman, que en situaciones así no tenía sentido del humor, contestó: El general Grant coincidirá conmigo en que con una buena batalla más, habremos ganado la guerra. Una batalla más, repitió Lincoln, inclinando la cabeza y cerrando los ojos.
El general Grant preguntó por la señora Lincoln, y el Presidente se disculpó un momento para ir a buscarla, y entonces Grant se acercó a Sartorius. El Presidente parece haber envejecido diez años. ¿Qué panacea tiene para animarlo? ¿Tiene algo? Esto es difícil para todos, pero nosotros estamos en el campo de batalla. Él no puede hacer otra cosa que esperar nuestras noticias, sentado en Washington sin la euforia que da una buena batalla.
Antes de que Wrede pudiera contestar, el Presidente volvió y anunció que la señora Lincoln estaba indispuesta y había pedido que la disculparan. El Presidente abrió entonces los ojos de párpados caídos y dirigió a Sartorius una mirada alarmantemente reveladora. A continuación se produjo un silencio incómodo.
En ese momento, el Presidente y sus generales se retiraron a otro camarote. Sartorius empezó a ir de un lado al otro, procurando no interpretar el sonido de la conversación que atravesaba la pared. No oía las palabras exactas, pero sí las voces: los murmullos del Presidente con su voz de barítono, las ocasionales palabras roncas de Grant y las exclamaciones más sonoras de Sherman, que parecía el advenedizo que aseguraba a sus superiores que lo tenía todo bajo control.
Finalmente se abrió la puerta del camarote y Sartorius, que estaba de pie cuando entraron, tomó conciencia en ese momento de lo alto que era el Presidente. Casi rozaba el techo con la cabeza. Tenía unas manos enormes y pies grandes y torpes; remangado, dejaba a la vista el vello negro y rizado en los antebrazos. La gran cabeza estaba en proporción a su tamaño, pero intensificaba los rasgos, de modo que había cierta belleza en su fealdad, con la boca ancha, profundas arrugas en las comisuras, una nariz prominente, orejas largas y ojos que parecían a punto de desaparecer bajo los párpados caídos. Sartorius pensó que la fisonomía del Presidente podía indicar algún tipo de enfermedad hereditaria, un síndrome de extremidades hipertrofiadas y rasgos toscos. El envejecimiento prematuro podía ser otro síntoma. Eso explicaría el aspecto angustiado, con los pesares de su cargo agravados por la enfermedad.
Lo más importante, decía el Presidente, a modo de conclusión, es que no debemos enfrentarnos a ellos con una severidad tal que la guerra siga en sus corazones. Queremos que los insurrectos vuelvan a considerarse ciudadanos de Estados Unidos.
En ese momento apareció finalmente la señora Lincoln, una mujer robusta con el pelo recogido y muy tirante en torno a un rostro redondo y una mirada llena de recelos indiscriminados. Apenas consciente de la presencia de los generales de visita, y no digamos ya de Wrede, fue derecha a su marido y le habló de algún plan que tenían para ese mismo día, como si allí no hubiera nadie más. A continuación, frunciendo el entrecejo en respuesta a una molestia invisible, se fue tan repentinamente como había llegado, dejando abierta la puerta del camarote al salir, que Lincoln se acercó a cerrar.
A los generales, que se habían puesto en pie para saludarla, no se les ocurrió otra cosa que reanudar la conversación.
Wrede se sorprendió al descubrir ante sí al Presidente. La extraña agitación que le sobrevenía a uno cuando el señor Lincoln le dirigía la palabra casi impedía prestarle atención. Había que apartar la mirada para poder escuchar. El general Sherman me dice que usted es lo mejor que tiene, dijo el Presidente. Ya sabe, coronel, que esta guerra ha sido tan dura para la señora Lincoln como para el más veterano soldado exhausto por la batalla. Me preocupan los nervios de mi esposa. A veces pienso que ojalá pudiera disfrutar ella de las ventajas del pensamiento médico más moderno, el mismo del que dispone cualquier soldado herido en nuestros hospitales militares.
Sólo unos minutos después, cuando Wrede Sartorius acompañó al general Sherman al vapor que aguardaba para el viaje de regreso, se le dio a entender en qué consistía un deseo presidencial. Lo siento, coronel, dijo Sherman. Pero para usted se acabó la marcha. Ha sido asignado a la oficina de la dirección general de Sanidad en Washington. Viajará con el séquito del Presidente.
Sherman hizo ademán de embarcar, pero de pronto se volvió. A veces se dan incongruencias trágicas en la vida de un hombre, dijo. Y así es como un gran líder nacional padece un matrimonio con una neurasténica desagradable. Es verdad que perdieron un hijo. Pero yo también, y el general Hardee. Todos nuestros Willies se han ido. Pero mi esposa, Ellen, es firme como una roca. No me acosa con sus recelos y sospechas cuando tengo que atender una crisis nacional. Haré que le envíen sus pertenencias. Suerte, dijo Sherman, y recorrió la pasarela.
En City Point, Sartorius se compró ropa y una maleta donde llevarla y se fue al River Queen para el viaje a Washington. Tenía que aceptar su situación, no le quedaba más remedio. Puede que el señor Lincoln se haga ilusiones acerca de la calidad de la atención en los hospitales militares, pensó. Si es así, sólo son ilusiones.
No tengo ninguna panacea: ninguna. Tengo unas cuantas hierbas, y pociones, y una sierra para cortar miembros.
No podía dejar de pensar en el Presidente. Parte de lo que sentía empezaba a convertirse en veneración. En retrospectiva, la humildad del señor Lincoln, que Wrede había percibido como debilidad, ahora parecía un favor a sus invitados, para que no vieran el páramo oscuro donde habitaba. Tal vez su tormento era el punto donde convergían sus seres público y privado. Wrede se entretuvo en el muelle. La capacidad moral del Presidente hacía difícil estar en su compañía. Para explicar su mal aspecto, la preocupación por lo público reflejada en la frente, no bastaba con un síndrome heredado. Un diagnóstico correcto no pertenecía al ámbito de la ciencia. Su dolencia, al fin y al cabo, podían ser las heridas de la guerra que había asumido como propias, la personificación del sufrimiento acumulado de este país desgarrado.
Wrede, que había asistido a toda clase de muertes en el campo de batalla, no recordaba haber sentido tal tristeza por otro ser humano. Permaneció en el muelle, reacio a embarcarse. En ese momento, la vida le pareció llena de siniestros augurios.