XVI
Aquel día frío y oscuro, con las nubes surcando el cielo a baja altura desde el Estrecho, Savannah bullía de actividad por el movimiento de hombres y animales, hasta el punto de que parecía que las propias calles se movían, que la ciudad en toda su dimensión se había desprendido de la tierra y revoloteaba suelta en el aire. El viento entonaba su música al ritmo del traqueteo de los carruajes sobre los adoquines y las voces de los cocheros y las órdenes cadenciosas de los sargentos de sección. Columnas de soldados marchaban hacia el puente que cruzaba el río Savannah, y otras permanecían agrupadas en el muelle esperando para embarcarse en la flota de buques de guerra, cúters y paquebotes de la Armada, mientras los marineros contemplaban la escena desde los penoles como pájaros posados en una rama. En el trajín de los civiles se percibía también una sensación de apremio, como si el hecho de que el ejército se marchase, fuera a su modo tan temible como lo había sido su llegada. Sólo los soldados que debían guarnecer la ciudad permanecían inmóviles en sus puestos. Todo lo demás era febril determinación, con el viento arrastrando borra de algodón por los callejones e incluso los robles de Virginia doblándose y balanceándose en las plazas a causa del viento.
En medio de todo esto, esa mañana Wilma Jones sintió la pequeñez y la insignificancia de sus propios propósitos. Pero eso es la esclava que aún hay dentro de mí, pensó. Debo vigilar mis propios pensamientos: debo ser tan libre en mi alma como lo soy por ley. Miró a Coalhouse Walker, que no compartía tales problemas, como saltaba a la vista viéndolo allí de pie, a su lado, con los hombros rectos y una especie de alegría solemne en el rostro. La tenía cogida de la mano. La cola avanzaba lentamente, y por fin doblaron la esquina. Algunas de las personas que iban delante cantaban. No muy alto: cantaban para sí, un himno a modo de plegaria, para que esa bendición que había empezado a suceder siguiera sucediendo. Más adelante, frente a la escalinata del ayuntamiento, habían plantado una mesa en medio de la acera, con un oficial de la Unión sentado detrás, flanqueado por dos reclutas de pie, con los fusiles listos para disparar. Debido al viento, habían inmovilizado los fajos de papeles en la mesa con grandes piedras. Wilma no entendía por qué no podía hacerse todo eso más allá de la escalinata, en el propio ayuntamiento.
Era un proceso muy lento. Algunos de los negros creían que se les entregaría un título de propiedad allí mismo junto con un mapa para llegar a sus tierras. Pero en ese momento sólo se presentaban las solicitudes, y por lo visto fue necesario explicarlo una y otra vez. Y además, claro, la mayoría de los hombres no sabía escribir, así que el oficial tenía que escribir sus nombres por ellos y dejarlos firmar con una señal y luego el mismo oficial debía dar fe de la autenticidad de la señal. Y de vez en cuando el oficial se levantaba y entraba en el edificio por una razón u otra mientras todos aguardaban allí de pie y cantando y soplaba el viento húmedo a ras del suelo, oscureciéndole el dobladillo a Wilma y enfriándole los tobillos.
Cuando por fin les llegó el turno, Wilma leyó la solicitud y se la explicó a Coalhouse. Él asintió, miró al oficial y sonrió. Pero había un problema. El derecho de reasentamiento se reservaba exclusivamente a los cabezas de familia. ¿Ella es la señora Walker?, preguntó el oficial, señalando a Wilma. Coalhouse, con el entrecejo fruncido, negó con la cabeza. ¿Y hay una señora Walker?, preguntó el oficial con una sonrisa maliciosa.
Coalhouse se quedó inmóvil como una estatua y miró fijamente al hombre. Wilma lo cogió del antebrazo y sintió cómo se le tensaban los músculos. Deme ese papel, dijo ella. Se lo traeremos junto con todo lo que sea necesario.
Lo que usted diga, señora, dijo el oficial.
Espero que nos reconozca, dijo Wilma. Vendremos directamente a la mesa, mañana no nos obligará a hacer toda la cola otra vez como la hemos hecho hoy.
En una plaza cercana encontraron un banco resguardado por un sauce llorón. Sin embargo, también allí hacía frío, y estaba oscuro. Coalhouse rodeó los hombros de Wilma con el brazo. Ella se apartó, quedándose encorvada con las manos en el regazo. Vamos a hablar de esto otra vez, dijo.
Yo quiero cultivar la tierra, señorita Wilma. Eso lo tengo claro.
Ya ha visto lo que ese hombre tenía en la cabeza. Sean quienes sean, son ante todo blancos.
En dieciséis hectáreas a la redonda no tendremos que ver ninguna cara blanca.
Lo que dan pueden quitarlo.
Eso sólo puede hacerlo ese Señor del que hablas. Ningún hombre me quitará lo que es mío.
Wilma meneó la cabeza.
Vamos, dijo Coalhouse, ¿dónde está ese ánimo? Bien que estaba ahí cuando le ha dicho a ese oficial cómo tenían que ser las cosas. ¡Usted nos verá mañana aquí mismo! ¡Sí! Ésa es mi Wilma. ¿Y ahora dónde está ese ánimo? No lo veo por ningún lado, dijo Coalhouse, mirándola a los ojos.
Guardaron silencio durante un rato. Escucharon el bullicio de la ciudad. En la calle, detrás de ellos, pasó una ruidosa procesión de cañones tirados por mulas.
¿Sabe mi juez Thompson?, dijo Wilma. A veces se iba a Nueva York, o a Saint Louis, o a Chicago. Iba a todos esos sitios. Cogía un tren y viajaba de aquí para allá. Y luego volvía a casa y lo contaba en la cena. Yo intentaba escucharlo desde detrás de la puerta cuando le hablaba a la señorita Emily de todas esas grandes ciudades en el Norte. De lo magníficas que eran. Cada una era un mundo, con toda clase de maravillas que uno jamás imaginaría. Claro que él iba para hablar con otros jueces y demás, y se alojaba en hoteles elegantes como un hombre de mundo. Pero me dio qué pensar. Me gustaría vivir en una gran ciudad. Podría hacerlo. Allí nadie te molesta, todo el mundo está demasiado ocupado con sus propias cosas para molestarte. Y tú vives tu vida. Eres libre.
La única manera de ir al Norte en esta guerra es con el ejército. ¿Se refiere a eso?
Sí, como antes. Si vamos, deberíamos hacerlo así.
Vivir en los pantanos, donde te pican las serpientes y te persigue la guerrilla. Donde te pegan un tiro en la cabeza. Ya nos ha traído hasta aquí.
Ay, mujer, no me diga que sabe lo que la espera. Hay mil, mil trescientos kilómetros, antes de ver siquiera su ciudad.
Se había puesto en pie y se paseaba de un lado al otro, alterado, nervioso. Así que escuchó a su dichoso juez. Claro. Las cosas buenas de la gran ciudad están hechas para gente como el juez. ¿Ésa es la misma ciudad que usted espera encontrar, mujer? Y para ganarse la vida, ¿qué? ¿Cómo? ¿Qué puede hacer?
Puedo trabajar en algo. En las ciudades hay empleos.
Sí, de esclava. Lavando los calzones del juez, lavando los calzones de diez jueces, de cien jueces.
Sé leer y escribir.
Pues yo no, maldita sea. ¿Es que no lo entiende, señorita Wilma? Yo no sé. ¿Qué clase de empleo cree que van a darme en su magnífica ciudad?
Sabe música. Toca música. Tiene buena voz. Yo lo he oído. Tocando el banjo, hizo feliz a aquella gente.
Ay, Señor, Señor. Coalhouse iba de un lado al otro, retorciéndose las manos. Creía que era más sensata que Coalhouse, esta buena mujer. Pero tiene la mente trastornada. Oiga, dijo, y se puso de rodillas ante el banco. Soy un hombre cariñoso, señorita Wilma. No guardo rencor en el corazón por lo que me han hecho en la vida hasta ahora. Tengo las marcas de los azotes de esa vida grabadas para siempre en la espalda como prueba de lo que he soportado. Soy fuerte. Pero sólo puedo darle lo que hay dentro de mí, y lo que hay es que sé trabajar la tierra. Ese papel que tiene en la mano es del señor Lincoln, que me da lo que se me debe: dieciséis hectáreas de buena tierra y un arado y una mula y semillas. Y con eso forjaré una vida para nosotros. Un hombre dueño de su propia tierra es un hombre libre. Trabaja para él, para nadie más. Canta y baila para él, para nadie más. Se sirve en su mesa la comida que ha sacado de la tierra. ¿Y qué hay mejor que eso? Por la noche, nos sentaremos ante el fuego y usted podrá enseñarme a leer y escribir. Después nos iremos a dormir y despertaremos con el canto del gallo y haremos lo mismo un día tras otro, bajo el cálido sol de Dios. Y si usted no ve la dicha que hay en todo eso, ahora mismo me meteré en el río y me ahogaré.
No lo hará.
Lo juro.
Wilma se inclinó hacia delante, le echó la mano al cuello, lo acercó a ella y lo besó. Es usted muy guapo, dijo. Lo sé.
Sería una lástima perder tanta belleza.
Él se encogió de hombros.
¿Qué le parece si en lugar de eso vamos a buscar un predicador?, preguntó ella. ¿Conoce a alguno?
Él levantó la cabeza y sonrió. Es imposible doblar una esquina sin toparse con alguno.
Venga, levántese y siéntese a mi lado, dijo Wilma. Y ahora mire, aquí en este papel hay dos líneas para poner nuestros nombres: una para usted como cabeza de familia y otra para mí como verdadera cabeza de familia.
¡Ah, cómo rieron!
Y así eligieron su camino. Abandonaron la plaza y corrieron hacia uno de los campamentos de negros. De nuevo les sorprendió el movimiento militar en toda la ciudad. Las calles estaban atestadas de carromatos y soldados en marcha. Esperaron en una esquina.
¿Y qué me dice de su servicio?, preguntó Wilma.
Se acabó cuando tiré la guerrera, contestó Coalhouse. El oficial blanco no sabrá quién se ha ido, porque para él somos todos iguales, ¿no?
Así me gusta mi hombre, pensó ella. Es valiente y listo. Y piensa bien. Quien defiende un derecho defiende su libertad. Al fin y al cabo, ¿cómo han podido los blancos ejercer su dominio tantos años si no es porque eran dueños de la tierra?
A Wilma no le cabía duda que él daría su vida por ella. Pero, santo Dios, ¿y si las cosas llegaban a ese punto? Sabía lo que sucedía a los esclavos tenaces y obstinados. Pero, Wilma, no seas tonta, ya no somos esclavos, ¿no? Coalhouse es más joven que yo, pero tiene convicciones más firmes. No piensa en las cosas hasta que ya no sabe qué pensar. Yo dejaré de preocuparme, sin más. Hemos tomado una decisión y la mantendré.
Pero al mismo tiempo sabía que si pasaba el resto de su vida en Georgia, siempre sentiría recelos.
Cuando acabó de pasar el desfile, siguieron caminando. ¿Cómo quiere llamarse?, preguntó Wilma. Tendré que poner su nombre en la solicitud.
Ponga Coalhouse Walker, padre.
¿Ah, sí? Miró a derecha e izquierda. No veo a ningún hijo por aquí.
Señorita Wilma, dijo Coalhouse con una amplia sonrisa. Venga conmigo a buscar al predicador, si es tan amable, y le prometo que sin darse ni cuenta habrá ya un Coalhouse Walker, hijo.