Epílogo

 

¿Me cree mi bisnieta Raimy? La he visto abrir mucho los ojos tanto con admiración como con horror mientras le contaba la historia. Pero tal vez crea que no es más que otro cuento de hadas, las divagaciones adornadas de una anciana que chochea.

Le digo que Rose y Joffrey vivieron felices para siempre y en líneas generales es cierto, aunque ¿puede ser verdaderamente feliz una joven que ha visto su hogar convertido en una tumba? Por muy bendecida que haya sido con riqueza y honor, siempre sospechará que la muerte acecha entre las sombras. Las primeras noches que pasamos lejos del castillo, en el hogar de una parienta anciana del príncipe Owin, Rose se despertó gritando, atormentada por las mismas pesadillas que asaltaban mi propio descanso. Yo la abrazaba fuerte, temiendo que su pobre cuerpo debilitado cediera bajo la arremetida de sollozos tan desgarradores. Joffrey también se mostró atento y delicado. Cada noche intentaba despertarle el apetito con manjares, y yo lo veía acariciarle la mejilla, susurrándole palabras cariñosas cuando creía que nadie lo veía.

Prielle estuvo a la altura de su nuevo papel como si hubiera nacido para él, disfrutando con cada reverencia e inclinación que le dirigían. Si de vez en cuando tenía dudas acerca de alguna cuestión de etiqueta o precedencia, su titubeo, lejos de ser motivo de sospechas era contemplado como una secuela de la enfermedad. Y Prielle aprendió rápido. Tuviera o no la mira puesta en el príncipe Owin desde el principio, enseguida surgió entre ambos un entendimiento, y me figuré que él le pediría la mano. Para un joven príncipe enamorado de los gestos dramáticos ese sería el rescate supremo.

Si a Prielle y a Rose les había sido concedido un nuevo comienzo, a mí el viaje a Hirathion no me produjo más que pavor. Viviría entre desconocidos, como la viuda de un caballero a quien las damas de sangre noble mirarían por encima del hombro. Rose me necesitaba ahora, pero ¿durante cuánto tiempo más? Tendría un marido afectuoso y, si Dios quería, hijos. Empezaría una nueva vida. Yo no podía. No me veía con fuerzas para ello.

Después de todo lo que había perdido y lo que había visto, lo único que quería era un hogar propio. Un lugar donde me aceptaran tal como era. Por mucho que quisiera a Rose, echaba de menos a Marcus.

Me reprendí por albergar tales pensamientos basados en los escasos momentos que había estado en su presencia. Su mujer tal vez había sobrevivido a la viruela, en cuyo caso no tenía ningún derecho a reclamarlo. Aun en el caso de que hubiera enviudado, quizá no quisiera casarse de nuevo. Pero aquel día en su jardín había notado que todavía había cierta chispa entre los dos. Y esa sensación bastó para avivar mi determinación. Mi destino había estado durante demasiado tiempo en manos de otros. Esta vez hice el voto de abrirme mi propio camino.

Escribí a Marcus una carta. ¡Cuánto me costó redactar esas líneas! No creo que ningún poeta haya medido sus palabras con tanta precisión. Le preguntaba por su familia, y añadía con toda naturalidad que quizá le haría una visita en el futuro. En general era un intento respetable, afable pero sin excesivas familiaridades. Solo esperaba que él leyera los deseos que se entremezclaban con los sentimientos corteses.

El mismo mensajero que llevó mi carta con las primeras luces del alba regresó al anochecer con una respuesta. Marcus, en efecto, lloraba la pérdida de su mujer, quien había fallecido en casa de su hermana. La viruela parecía haber tocado a su fin en Saint Elsip y unos cuantos barcos incluso habían llevado suministros al puerto. Eran noticias alentadoras, pero ninguna tanto como la última frase de la carta.

«No deje de venir a visitarnos a la primera oportunidad que se le presente.» Seguido de un garabato añadido con prisas en el borde de la hoja: «Ven, por favor».

De haber tenido el alma de un poeta, le diría a Raimy que Marcus me levantó por los aires mientras me juraba amor eterno. En realidad fuimos muy cautos cuando volvimos a vernos, demasiado conscientes de que los niños no nos quitaban ojo. Yo era una mujer de treinta y dos años, no una joven obstinada, y hablamos como conocidos que no se han visto en mucho tiempo, intercambiando noticias con tono mesurado y procurando que la voz no trasluciera el peso de nuestras expectativas. Temerosos de pronunciar en alto nuestras ilusiones.

Solo en la oscuridad nos revelamos nuestros verdaderos sentimientos, en actos más que en palabras. Una vez que los niños se acostaron, nos sentamos ante las ascuas moribundas de la chimenea. Él buscó mi mano y yo la suya. Sus labios me acariciaron la mejilla, mis manos le asieron los hombros. Nos exploramos el uno al otro con cautela, las curvas y la cálida piel que eran y no eran familiares, porque ya no éramos jóvenes y el tiempo nos había cambiado a los dos. Fue durante esas horas a la luz de la luna cuando nos prometimos de nuevo, susurrándonos palabras cariñosas mientras él me asía el rostro entre las manos. Descubrí alborozada que mi amor por él era como esas brasas crepitantes: el tiempo y la distancia habían apagado el calor, pero la delicada persuasión de los tiernos besos de Marcus se lo devolvió rápidamente.

Me quedé dos días. Lo suficiente para saber que el hogar de Marcus sería el mío algún día, que el lazo entre los dos era lo bastante fuerte para construir sobre él un futuro. Aunque habíamos esperado mucho para vivir juntos, pospusimos aún más nuestros votos; Marcus tenía que observar el período de luto por su esposa, y yo me negaba a separarme de Rose y de Prielle hasta que las viera asentadas.

La boda de Rose fue modesta, pero estuvo impregnada de una alegría de la que suelen carecer las grandes ceremonias. Joffrey contempló a su nueva esposa con deleite durante todo el banquete, maravillándose de que esa criatura pudiera ser suya. Ella a su vez parecía recrearse en la admiración de su marido como si se tratara de un elixir, cautivando a todos, cortesanos y sirvientes sin excepción, con su radiante sonrisa y su ingeniosa conversación. Aunque Joffrey la llamaba Prielle en público y corrió la voz de que era la hija de un comerciante de telas, en privado se dirigía a ella como Bella, y yo sabía que su secreto compartido los uniría para siempre.

La mañana de la boda cumplí mi último deber para con la reina Lenore, entregándole a Rose el collar con las flores de oro que su madre me había confiado la última vez que la vi. Rose acarició las frágiles flores con afecto, recorriendo los mismos relieves que los dedos de su madre habían seguido en otro tiempo. Luego reunió las sartas, volvió a meter el collar en su bolsa de terciopelo y me lo puso en las manos.

—Pronto te casarás tú, Elise. Este es mi regalo.

Yo me negué a aceptarlo, pero Rose enseguida me hizo callar.

—Sé que siempre lo has admirado. Ella querría que lo tuvieras tú como una muestra de agradecimiento por todo lo que has hecho.

Silenció mis nuevas protestas al recordarme que esa joya era demasiado extravagante para la hija de un comerciante.

—Nunca podría llevarlo sin suscitar preguntas. Tú en cambio fuiste la esposa de un caballero. Debes quedártelo tú.

Así pues, llevé una joya digna de una reina en los esponsales del príncipe Owin, que se celebraron con la debida prodigalidad. Prielle se condujo de un modo regio durante toda la ceremonia, noble en la postura y gentil en la actitud. Aclamada como la princesa Rose, dio muestras de genuino afecto hacia su reciente esposo, lo que era un buen presagio de su futuro juntos. Pero su matrimonio no solo señalaba la unión de un hombre y una mujer. Con esos votos el reino de Rose y el de Owin se unieron, y el linaje del rey Ranolf tocó a su fin. Su castillo, sede de un reino que ya no existía, se abandonó a la ruina.

Rose lloró el día que nos separamos y yo lloré con ella. Dicho sea en su honor, ella nunca me suplicó que me quedara. Aficionada como era a las historias románticas, no iba a negarme una segunda oportunidad con el hombre a quien llamó mi verdadero amor. El príncipe Owin había concedido a Joffrey un título y una hacienda con motivo de su matrimonio en reconocimiento por su leal servicio, y Rose y su marido se trasladarían a una mansión al pie de las montañas Trillian, con vistas al mar. Rose me dijo que la visión del agua le sosegaba el espíritu, y yo recordé sus furtivas salidas al puerto de Saint Elsip, cuando se quedaba mirando con añoranza el mar abierto. Supongo que era fruto de su herencia materna, porque la reina Lenore provenía de un pueblo marinero.

Nos despedimos entre votos de amistad y exclamaciones de devoción, aunque temí que nuestras distintas circunstancias formaran con el tiempo una barrera entre nosotras. El hogar de Rose adquirió renombre por el gusto elegante, la animación del ambiente y la cultura de la anfitriona, quien recibía a poetas, músicos y artistas como invitados de honor. Pero yo no participaba en esas diversiones. Mientras Rose supervisaba cómo colgaban tapices y colocaban muebles, yo estaba de nuevo en las afueras de Saint Elsip inmersa en una nueva vida, durmiendo y despertando al lado de un marido que era socio en los negocios y amante, viejo amigo y nuevo conocido, y cuidando hijos que no eran míos de sangre pero a quienes tenía que atender. No estaba acostumbrada a llevar un hogar; de hecho apenas sabía cocinar y no sabía una palabra de curtir. Sin embargo, hice todo lo necesario para mantener unida a mi improvisada familia.

Iba a ver a Rose cuando podía, y me alegra decir que estuve a su lado en el alumbramiento de su primer hijo. Solo a mí me confesó las visiones que todavía la atormentaban, las lágrimas que afloraban inesperadamente y que no estaba en su poder detener. Hice lo que pude por aliviar su dolor. No obstante, el hogar de Rose se hallaba a varios días de viaje del mío. Cuando a mi vez fui bendecida con una hija, mi querida Merissa, me resultó más difícil ausentarme. Eso es lo que ocurre cuando los amigos permanecen demasiado tiempo separados, por grande que sea el afecto que los una. Es inevitable que los lazos que se extienden demasiado se debiliten con el tiempo.

Cuando Rose me preguntó si mi matrimonio con Dorian era feliz, no supe qué responder. Con Marcus la respuesta era clara. Algunos días, agobiada por los berridos de Merissa o la lengua viperina de Evaline, me perdía en mi aflicción y pensaba en la vida que podría haber tenido al lado de Rose. Pero el abrazo de Marcus me hacía recuperar el equilibrio, y la alegría que le proporcionaba nuestra caótica e improvisada familia me servía de estímulo para dar las gracias por los abundantes dones recibidos. Incluso lloré al ver a Evaline casada. Jamás habría imaginado que su nieta Raimy resultaría ser mi mayor alegría en mis últimos años.

En cuanto a Rose, trajo al mundo tres hermosas criaturas, dos varones y una niña. Siempre pienso en la más pequeña con una punzada porque fue ella quien se llevó la vida de Rose. Fue un parto difícil y ella ya tenía cuarenta años, pasada la edad de tener hijos. Saludó a su hija con lágrimas de gozo antes de sucumbir a la hemorragia que se ha llevado a más de una madre. Sir Joffrey fue lo bastante amable para enviarme una carta de su puño y letra, a pesar de que no logró aliviar mi dolor.

Saint Elsip nunca se recobró del todo del azote de la viruela, aunque las casas que durante años habían permanecido abandonadas poco a poco recibieron a nuevos habitantes, y corren rumores de que un noble ambicioso desea habitar el castillo todavía imponente. Pronto llegará un momento en que nadie recordará la viruela. La sombra que se cernió sobre la torre de piedra se levantará, y el edificio albergará de nuevo torneos y festividades.

Raimy sin duda así lo desea. Si el castillo vuelve a cobrar vida estoy segura de que encontrará un lugar en él. Las cortes siempre están abiertas a las jóvenes dotadas de belleza y encanto.

En cuanto a mí, no tengo ningún deseo de recorrer esos pasillos de nuevo. En mis últimos años me contento con sentarme ante la lumbre con el estómago lleno. Pese a que los dolores en las piernas y los dientes se agravan con los años, la aflicción del pasado ha menguado. Puedo pensar de nuevo en la reina Lenore y en Rose tal como eran, paseando por los jardines del castillo, el sol arrancando destellos del cabello castaño de Rose y haciendo brillar los ojos negros de su madre. Recuerdo la risa de las dos, y el olor de las hojas y los pétalos que yo estrujaba entre los dedos. Me veo a mí misma caminando detrás de ellas, satisfecha con tener un papel secundario en su historia.

En cierto momento del pasado decidí ocultar los recuerdos de mi vida anterior en lugar de reconocer todo lo que había perdido. Ahora hallo consuelo en tales recuerdos. El brazalete de cuero que Marcus me hizo hace mucho, cuando éramos unos niños, vuelve a rodear mi muñeca, como testimonio de un amor que perduró más allá del enamoramiento juvenil. El collar de oro de la reina Lenore quedaría ridículo adornando mi cuello escuálido, pero a menudo me siento con él en el regazo, admirando la delicadeza de la talla y recordando las noches en que apartaba el cabello negro de la reina para cerrar el broche.

Me reconforta saber que la historia de la Bella Durmiente nos sobrevivirá a todos como un cuento del mal vencido y el bien victorioso que resonará a través de los siglos. Y así es como debe ser. Porque la verdad no es un cuento de hadas.