3
La señora de las penas

 

No conocí a la mujer que cambiaría mi vida hasta mi segunda semana en el castillo. El encuentro sigue vivo en mi recuerdo porque fue la primera vez que atisbé la oscuridad que acechaba bajo el fausto de la corte. El primer paso pequeño hacia la pérdida de mi inocencia.

Llevaba días siguiendo a Petra de cerca mientras atendía las habitaciones de las damas de honor de la reina. Había alrededor de una docena, y eran parientes lejanas e hijas de familias nobles que vivían en el castillo bajo la protección del rey. Se esperaba que hicieran la función de acompañantes, pero en ausencia de la reina se dedicaban principalmente a flirtear y chismorrear. Poco a poco yo había empezado a realizar las tareas sin ayuda: me levantaba antes del amanecer para barrer las cenizas de la noche anterior y encender la lumbre, vaciaba los bacines, llenaba las palanganas de agua fresca, e iba a buscar las bandejas del desayuno de la cocina y las llevaba cada vez que una dama se despertaba. En ausencia de la reina y de sus acompañantes más íntimas, el trabajo era más ligero que de costumbre, pero me acostaba exhausta cada noche, tanto por el esfuerzo de intentar adaptarme como por el trabajo en sí. Acostada en la oscuridad, anhelaba acudir a mi madre en busca de consejo. El no poder hacerlo a menudo me dejaba sollozando; ahogaba el sonido con la almohada para no molestar a Petra y a las demás sirvientas que dormían.

Pese a la confusión que sentía en mi interior fui capaz de llevar a cabo mis tareas lo bastante competentemente para que la señora Tewkes accediera a trasladar a Petra a la gran sala, donde serviría las comidas. Petra apenas podía contener su alegría por dejar atrás los bacines.

—Aún no estás dispensada de tus tareas —le advirtió la señora Tewkes—. Cuento con que apoyes a Elise un tiempo para asegurarnos de que su trabajo resulta aceptable.

Pero cuando la partida real que se hallaba de viaje regresó un día antes de lo previsto, nos pilló desprevenidas.

—Acaba de llegar una de las acompañantes de la reina —nos informó un lacayo en la sala inferior al mediodía, donde yo estaba terminando de comer—. ¡Su carruaje se encuentra a solo unos minutos de las puertas!

Subí corriendo las escaleras hasta la sala de espera de la reina para ver si podía ayudar en algo. Otras dos criadas barrían el suelo y pulían las sillas. Era una cámara de dimensiones impresionantes, en consonancia con el rango de su ocupante, y adornada con detalles decorativos que hacían más femenino el espacio. De las paredes colgaban tapices que representaban a doncellas en rosaledas y los respaldos de las sillas de madera estaban decorados con tallas de flores. En una esquina había un arpa; en otra, una mesa cubierta de pulcros montones de telas e hilos de colores. A través de una puerta situada al fondo de la habitación alcancé a ver la cama con dosel de la reina en su solitario esplendor, rodeada de cortinajes de terciopelo morado.

La señora Tewkes apareció detrás de mí y asintió en señal de aprobación.

—Bien, bien —murmuró—. Ahora a las cocinas. Si la reina quiere bañarse después del viaje necesitaremos mucha agua caliente.

Me disponía a seguir a las demás criadas cuando la señora Tewkes me puso una mano en el hombro.

—Elise, enciende la lumbre. Sigue haciendo un poco de fresco.

Después de años ocupándome de la chimenea de mi familia, había aprendido la manera más efectiva de arrancar una llama de un montón de ramas y yesca; de hecho, mi habilidad me había valido muchos elogios, así como la envidia de las demás sirvientas. El día anterior la señora Tewkes había decretado que yo encendería las chimeneas por las mañanas en todas las habitaciones de las damas nobles, entre ellas la reina cuando regresara. Con horror vi que los leños amontonados en la cesta junto a la chimenea de la reina estaban húmedos, y tardé más tiempo de la cuenta en encenderla. Solo había prendido una triste llama cuando oí voces agudas acercarse por el pasillo. Al entrar un grupo de damas me pegué a la pared. Tenía la cara vuelta hacia el suelo, pero levanté los ojos justo a tiempo para ver el revuelo de sus faldas. Me llegó una ráfaga de olor a flores mientras pasaban.

—Milady, acaban de encender esta lumbre —dijo alguien cerca de mí—. Quizá deberíais retiraros a alguna estancia mejor caldeada.

—Servirá —replicó una voz distante y cansina.

Levanté la vista hacia el sonido, pero se vio obstruida por una mujer entrada en años que me miró con ojos acusadores, apretando los labios en un gesto de desaprobación. Su nariz afilada parecía capaz de apuñalarme si no me movía lo bastante deprisa.

—¡Continúa! —replicó, señalando la chimenea.

—Señora, no puedo meter prisas a una llama —intenté explicarle, pero debí de parecerle impertinente, porque la mujer me golpeó la oreja con el dorso de la mano.

—No toleraré tu hablar descarado —resopló—. Atiende tus obligaciones.

Me arrodillé y eché otro leño, dándole la espalda para que no viera mis ojos llenos de lágrimas. Había hablado sin pensar, echando a perder la posibilidad de causar una buena impresión a la reina. ¿Me despedirían por unas pocas palabras pronunciadas de forma inconsciente?

—Dejad tranquila a la joven, Selena —dijo la misma voz débil que había oído poco antes.

La mujer que tenía ante mí debía de ser lady Selena Wintermale, que, según me había informado Petra, servía a la reina como primera dama de honor y mejor acompañante. No dudé de la capacidad de la mujer para mantener el orden en esas dependencias, pues no llevaba ni unos minutos en su presencia y ya la temía. Mientras atizaba el fuego, me coloqué ligeramente en ángulo para vislumbrar la habitación que tenía a mis espaldas. Lady Wintermale se paseaba de un lado para otro, dictando órdenes a un joven con la túnica morada y verde de un paje. Él asentía sin cesar, pero viendo la expresión de su cara me pregunté cuántas podría recordar.

—Traiga las palomas de milady de la torre y asegúrese de que hay agua en los bebederos. Los dorados, no los plateados.

—Sí, señora —respondió el paje.

—Por último, dígale a la cocinera que milady tiene el estómago revuelto a causa del viaje. Un simple caldo para cenar será suficiente…

Miré más allá de lady Wintermale, hacia el círculo de butacas colocadas delante de la chimenea. En el centro había una butaca más grande y ancha que las demás, con un almohadón de terciopelo dorado en el asiento. Alrededor de él cuatro damas con vestidos relumbrantes hablaban con voces rápidas y animadas. Parcialmente oculta detrás de sus figuras había una mujer sentada, vestida con un sencillo traje negro. A primera vista la habría tomado por una monja. Solo las joyas que llevaba en el cabello trenzado la señalaban como un miembro de la realeza.

Entonces esa era la reina Lenore. Estaba muy callada en la bulliciosa habitación, distanciándose de la conmoción que la rodeaba. Incluso su cabello negro y su piel morena la diferenciaban de las damas. Tenía el porte y la elegancia de una aristócrata —no me imaginaba esas manos gráciles lavando sábanas o amasando pan—, pero sus ojos oscuros encerraban la mirada ausente que había visto en muchas granjeras sobrecargadas de trabajo. Jamás había esperado ver tanta tristeza en una mujer tan privilegiada.

Miré hacia lady Wintermale, preguntándome si me indicaría cuándo era aceptable la lumbre. Al sorprender mi mirada, torció el gesto con disgusto.

—Puedes retirarte —ordenó—. Asegúrate de que el fuego está encendido antes de que se haga de día. Milady se levanta con el sol.

—Sí, señora. —Hice una reverencia rápida y salí, aliviada al saber que, pese a todo, conservaría mi puesto.

Esa noche le conté a Petra que me había sorprendido la actitud desmoralizada de la reina.

—¿Siempre está así?

—Chitón. —Sissy, la criada que dormía al otro lado de Petra, se despertaba fácilmente y a menudo se quejaba del ruido que había en la habitación después del anochecer.

—¡Chitón tú! —siseó Petra. No había nada que le divirtiera tanto como los cotilleos de la corte, e iba a ser necesario algo más que las quejas de Sissy para silenciarla. Se volvió de nuevo hacia mí y susurró—: Deberías haber visto a la reina cuando se casó. Ha cambiado mucho desde entonces.

—¿Tú estabas aquí?

—Solo era una niña, pero mi hermana mayor estaba de servicio. Según ella, durante años el castillo fue un lugar muy aburrido. El viejo rey, el padre de Ranolf, se encerró en sí mismo tras la muerte de su esposa, y el rey Ranolf y su hermano, el príncipe Bowen, nunca estaban en casa. Preferían salir a buscar novedades en cualquier otra parte. Durante esos viajes el rey hizo sin duda un buen número de conquistas, pero llegó un momento en que se esperó que cumpliera con su deber y se casara. Cuentan que el anciano rey presentó a su hijo una lista de las jóvenes en edad casadera del reino. Solo tenía que señalar un nombre y sería suya. Sin embargo, Ranolf le comunicó a su padre que su corazón pertenecía a una joven princesa de un país tan lejano que su padre no supo localizar en un mapa. Desde el momento en que Ranolf la conoció no quiso a ninguna otra por esposa. ¿Te lo imaginas?

Amor a primera vista. Sonreí al saber que algo así era posible.

—Ningún heredero de la corona se había casado nunca con un extranjero. Dicen que la familia de la reina también se mostró reacia a mandar a su hija tan lejos de su reino. Pero ella era la hija menor y estaba muy consentida. Su padre le concedía todos sus deseos.

—¿Presenciaste los festejos?

—La princesa Lenore durmió en el convento de Saint Anne la noche anterior —dijo Petra—. El cortejo cruzó el valle por la mañana, y la gente la aclamó y arrojó flores al carruaje. Yo esperé con mis padres en el borde del camino, nunca había visto semejante conmoción. La princesa tenía el rostro oculto, pero sacó una mano por la ventanilla para saludar, y pensé que me iba a desmayar a causa de la emoción.

»Cuando el carruaje llegó a la puerta principal del castillo, el anciano rey salió al encuentro de la princesa para conducirla al altar. La ceremonia de la boda se celebró en la capilla y solo asistieron las familias de más alto rango. Pero antes del banquete de bodas, el rey Ranolf tomó de la mano a la novia y la condujo escaleras arriba hasta la alcoba dorada. Oí decir a una de las doncellas de las damas de honor que se reían como niños. Ranolf abrió de par en par las puertas que daban al patio interior del castillo y la hizo salir al balcón con vistas a la ciudad.

»“¡Os presento a vuestra futura reina!”, anunció. Mi hermana estaba en el patio, llevando a las mesas la comida y el vino para el banquete de los criados, y me dijo que era la pareja más hermosa que había visto jamás. Habían corrido rumores de que esa mujer extranjera traería costumbres perversas a nuestro reino, pero a partir de ese momento cautivó a toda la corte. También a su marido, ya que, por lo que oí, la noche de bodas duró hasta el día siguiente.

—¿Cómo? —pregunté, alarmada—. Los criados no hablarían de temas tan íntimos, ¿no?

Petra se echó a reír.

—¡No solo los criados! —dijo—. Las dos familias esperaban un informe de la consumación. La noticia de que el rey Ranolf no podía apartarse de los brazos de la novia fue recibida como un buen presagio.

Petra guardó silencio un momento. Me pregunté si se había quedado dormida, pero bostezó y colocó bien la almohada antes de continuar:

—Poco después de la boda el anciano rey murió y, una vez finalizó el período de luto, hubo grandes acontecimientos cada semana: justas, excursiones a caballo, bailes. Cualquiera habría descrito al rey y a la reina como la pareja más feliz sobre la tierra. Cuando llegué aquí hace unos años, una vez los encontré en la cámara de la reina cogidos de la mano como un par de tortolitos. Durante la cena se daban de comer el uno al otro del plato o se limpiaban la boca. Pero eso se acabó hace mucho. Desde que ella resultó ser estéril.

—Oh, no —murmuré.

—El rey lleva ocho años esperando en vano un heredero —continuó Petra—. En los últimos tiempos la reina pasa más tiempo consultando a los médicos que leyendo poesía. Y ahora que el rey yace con ella solo una vez al mes es aún menos probable que se quede en estado.

—¿Una vez al mes? ¿Cómo lo sabes?

—La lavandera que cambia las sábanas informa a lady Wintermale de cuándo tienen relaciones. Supongo que no es extraño que la reina esté desesperada.

—¿Qué quieres decir?

—Su peregrinaje. —Petra pronunció la palabra con desdén.

—Pensé que iba a visitar las aguas termales por motivos de salud.

—Ese es el pretexto oficial, pero sé por la doncella de lady Wintermale que las damas viajaron a un santuario de las montañas. La reina debe de estar a punto de perder la esperanza si pide la intercesión de un santo que solo importa a los campesinos. Sobre todo si eso significa estar una semana en compañía de lady Millicent. —Pronunció esa última palabra con tono desdeñoso.

¿Me recorrió el cuerpo un escalofrío de advertencia la primera vez que oí ese nombre aciago? Si pudiera afirmar que había tenido semejante premonición, sin duda el dramatismo de la historia aumentaría. En realidad me sentí más intrigada que preocupada.

—¿Quién?

—Ah, se me olvidaba. Aún no la has visto. Lady Millicent es la tía soltera del rey.

Muchas solteras vivían de la generosidad del rey, y la mayoría de ellas eran ancianas irritables que se quejaban de que la chimenea no calentaba lo suficiente o la comida no estaba lo bastante caliente cuando eran afortunadas de tener un techo sobre sus cabezas. Pero la expresión endurecida de Petra daba a entender que era una presencia más formidable que las demás.

—Fue ella la que convenció a la reina de que una semana de oración en una capilla helada sanaría su vientre —continuó Petra—. El rey estaba en contra, e insistió en que Dios oiría las oraciones también desde la capilla real. Pero Millicent, la vieja arpía, se salió con la suya.

No podía creer que una sirvienta pudiera hablar de forma tan irrespetuosa de un miembro de la familia real.

—Perdona, no debería hablar así —dijo Petra al ver mi estupefacción—. No digo que lance hechizos sobre un caldero negro, aunque algunos la creen capaz de semejantes tonterías. Lo mejor es evitarla, eso es todo. Se ofende fácilmente, y los que se cruzan en su camino lo pagan caro. Dicen que tiene doblegada a su propia hermana.

—¿Qué pasó?

Petra hizo un gesto de negación, apartando de sí la pregunta y el tema de Millicent.

—Ya he hablado más de la cuenta.

Se volvió en la cama, y el cabello extendido sobre la almohada brilló en la oscuridad. La respiración pesada y el cambio de postura de las demás criadas me recordaron que no estábamos solas y que debía tener cuidado con lo que decía.

—¿Petra? —susurré.

—¿Hummm?

—Puede que haya esperanza para la reina. Rezaré por ella.

No esperaba que respondiera, pero al cabo de un momento la voz débil de Petra rompió el silencio.

—Mi padre dice que es una maldición que ha caído sobre la familia. Una y otra vez el destino del reino ha recaído en la vida de un solo niño. El padre del rey fue el único hijo superviviente de sus padres, como su padre antes que él. El rey y el príncipe Bowen fueron los primeros hermanos durante generaciones que vivieron hasta la edad adulta. Todos creyeron que con ellos se iniciaba una nueva era de prosperidad. Sin embargo, ninguno de los dos ha procreado.

Criada en una familia de muchos hermanos, estaba acostumbrada a los gritos, el parloteo y los berridos de los bebés. ¿Era la ausencia de esos sonidos lo que hacían tan inquietantes los anchos y silenciosos pasillos del castillo?

—¿Heredará el príncipe Bowen el trono si el rey no tiene hijos?

—Supongo que sí.

—Pobre reina Lenore. No es de extrañar que parezca triste.

Lo que yo no sabía entonces era que el sufrimiento de la reina era más profundo de lo que podía imaginar siquiera. A mi corta edad no podía entender cómo la deslumbrante joven esposa de la historia de Petra se había convertido en la mujer retraída que yo había visto sentada delante la chimenea, porque aún no sabía lo lejos que una mujer desesperada era capaz de llegar para dar a luz a un hijo.

 

A la mañana siguiente entré con sigilo en la alcoba de la reina justo cuando los primeros rayos de sol iluminaban las ventanas. La reina solo era visible como un ligero bulto en el centro de la cama, casi enteramente oculto bajo un edredón bordado. De puntillas rodeé a su asistente personal, Isla, que roncaba sobre un colchón de paja en el suelo, y recogí las cenizas de la noche anterior de la chimenea. Con cautela puse en ella nuevos leños, procurando no hacer ruido, y encendí la lumbre. Cuando la llama estuvo firme, regresé al pasillo para buscar un cubo de agua y lo vacié en la elegante palangana de porcelana china que había sobre una larga mesa debajo de la ventana. Mientras el agua caía, dejé vagar la mirada hasta detenerla en un fragmento de pergamino que había ante mí en la mesa. Distraída, leí las palabras escritas en él con elegante y meticulosa caligrafía.

 

Cuando el amor ha florecido

sin duda acaba marchitándose,

un recuerdo de su perfume

es todo lo que queda…

 

—Muchacha.

Me volví, aterrada de que me reprendieran por estar ociosa. La reina Lenore estaba incorporándose y me miraba desde la cama. Tenía los ojos oscuros enrojecidos y las mejillas húmedas de lágrimas.

—Pásame un paño. —Su acento infundía un ritmo melodioso a las sencillas palabras.

Cogí un retal cuadrado de hilo que había en un montón junto a la palangana y se lo di. Ella se lo pasó por los ojos y por debajo de la nariz antes de devolvérmelo. Al tendérmelo, se le cayó la manga de la camisa de dormir dejando ver un corte rojo intenso en el interior del brazo, una herida que había empezado a sanar hacía muy poco. ¿Cómo una mujer de tantos privilegios podía haberse hecho una herida tan brutal?

Debería haber tomado el paño de manos de la reina sin decir una palabra y retirarme, como se esperaba que hiciera. Pero su expresión mustia hizo que me quedara un momento para distraerla de ese dolor.

—¿Habéis escrito vos el poema, señora? —pregunté, mirando el papel que había sobre la mesa a mis espaldas.

Ella abrió mucho los ojos con sorpresa y asintió.

—Es hermoso.

—¿Sabes leer? —El tono de su voz tenía un indicio de burla—. ¿Cómo te llamas?

—Elise.

—Eso será todo, Elise.

Hice una reverencia y salí, y solo entonces me sorprendí de mi propia impulsividad. Había corrido un gran riesgo, pero el encuentro había jugado en mi favor. Pese a las miradas furiosas de lady Wintermale, mi posición podía estar segura, después de todo.

Al menos esa fue la impresión que tuve las semanas que siguieron. Todas las mañanas encendía la lumbre mientras la reina se despertaba, y le llevaba un paño para que se secara el rostro, como si fuera normal amanecer todas las mañanas llorando. Día tras día seguimos la misma rutina. La reina nunca me dirigía más que unas pocas palabras, pero yo sentía cómo se forjaba entre nosotras un vínculo afectivo que no guardaba proporción con el tiempo que pasaba en su presencia. Ella poseía una calidez innata que te impulsaba a compadecer su difícil situación, pese a la gran diferencia de edad y de rango. Como yo, allí era una intrusa, aislada de su familia y objeto de chismorreos desdeñosos, sin aliados naturales en la corte. Sin embargo, se desenvolvía como mi madre, con dignidad y resolución. ¿Era de extrañar que me sintiera atraída por ella?

Tal como Petra había adivinado, mi nombramiento como doncella en las cámaras de las damas de honor hizo que llovieran las quejas sobre la señora Tewkes, y los celos me aislaron de quienes podrían haber sido amigas mías. La aversión de los demás sirvientes hacia mí no hizo sino aumentar al verse reforzada por mi desconocimiento de la jerarquía de la sala inferior. Una noche que acudí a cenar y encontré el banco de Petra ocupado, me dejé caer en un asiento libre de una mesa cercana. Las mujeres que había sentadas allí —a todas luces sirvientas, porque todas llevábamos el mismo vestido de lana gris— me miraron en silencio y a continuación se miraron entre sí.

Me presenté, y las mujeres siguieron guardando silencio. Confusa y avergonzada, bajé la mirada hacia mi cuenco y comí lo más rápidamente posible, con la cara encendida de la humillación. Cuando salí del comedor, con lágrimas corriendo por las mejillas, oí que Petra me llamaba.

—No les hagas caso —dijo enfadada mientras me secaba la cara con su delantal—. Es un error muy común.

—¿Por qué no han querido hablar conmigo?

—Son costureras. —Al ver que continuaba confusa, suspiró—. Creen que son mejores que nosotras solo porque no han tenido que vaciar un bacín de orina. Les gusta creerse que son damas elegantes. —Una sonrisa empezó a dibujarse en una comisura de mi boca y, alentada por mi reacción, Petra continuó—: Por el modo en que se mueven, cualquiera pensaría que aquí nadie más sabe enhebrar una aguja. Como si alguien quisiera estar encerrada todo el día en la sala de la costura, inclinada sobre un par de prendas íntimas de lady Wintermale. Todas acabarán encorvadas y nosotras seremos las últimas en reírnos.

Solté una risita, y Petra me persuadió para que regresara con ella al comedor. En voz baja me comentó la disposición de los asientos que tanto me desconcertaba. Los pajes se sentaban con los ayudas de cámara, nunca con los lacayos. Los lacayos comían de vez en cuando con los carpinteros y otros obreros especializados, pero si algún empleado de los establos se atrevía a sentarse con ellos lo ahuyentaban, a no ser que fuera el encargado de los mozos de cuadra, pues en tal caso era un honor estar en su compañía. Como criada se esperaba que me sentara con las sirvientas más jóvenes e inexpertas; si era necesario se me permitiría unirme a las sirvientas de rango superior, pero hacerlo a menudo sería considerado presuntuoso. Las doncellas de cámara que asistían las necesidades de las nobles damas se sentaban aparte a un lado de la habitación, y solo hablaban unas con otras, haciendo el vacío de forma deliberada a las demás. Formaban la realeza de la sala inferior.

Petra, que Dios la bendiga, me vio como una novedad intrigante antes que un estorbo. Al parecer, la mitad del personal del castillo estaba emparentado de algún modo con ella, y disfrutaba hablando con alguien cuya vida no sabía de antemano. Me preguntaba por la granja con la expresión nostálgica de quien nunca ha tenido que ordeñar vacas al amanecer. Cuando le hablé de mi madre y mis hermanos —despacio y brevemente, porque todavía dolía la herida—, lloró conmigo. Y tras averiguar que sabía leer y escribir me pidió que le enseñara las letras. Mientras estábamos juntas, examinando las tiras de pergamino que le pedíamos a la señora Tewkes, pensé que así debía de ser tener una hermana. Sin Petra mi vida en el castillo habría sido horrible, y todo lo que conseguí se debió en parte a su espíritu generoso.

En esos breves momentos en que habían concluido mis obligaciones y Petra no estaba cerca para salir en mi defensa, me quedaba fuera de las habitaciones de la reina, esperando que me encomendaran cualquier tarea humilde que pudiera llevarme a su presencia. Fue allí donde me encontré cara a cara con la mujer que me había intrigado desde que a Petra se le había escapado su nombre de los labios.

He hecho el voto de contar mi historia sin la perspectiva que da el tiempo, narrando los hechos tal como ocurrieron. Si bien me resulta difícil separar mis primeros recuerdos de Millicent de lo que llegaría a saber con el tiempo, no creo alejarme de la verdad cuando afirmo que nuestro primer encuentro no me dejó indiferente. Había visto a la tía del rey en varias ocasiones de lejos, entre las demás damas ancianas de la corte. Pero al verla de cerca, me sorprendió percatarme de que había sido hermosa en el pasado. Aunque la edad le había dejado blancos los cabellos y flácida la piel, no había alterado sus rasgos más asombrosos: nariz recta y estrecha, grandes ojos verde grisáceos, labios carnosos, y una frente ancha y curvada. Llevaba el pelo recogido hacia atrás a la antigua, sin ondas que suavizaran las líneas de los pómulos, lo que resaltaba más su rostro regio. Caminaba con resolución, cada paso puntuado con el repiqueteo de un bastón que yo sospechaba que no tenía más utilidad que advertir a los demás de que se acercaba.

Me miró con unos ojos tan penetrantes que me quedé clavada donde estaba, incapaz de hacer una reverencia como exigía la etiqueta.

—¿No tienes nada mejor que hacer? —inquirió. Su voz era ronca y profunda, y pronunció cada palabra con imperiosa autoridad.

La mentira brotó sin esfuerzo de mis labios.

—Me han dado permiso para asistir a las damas de la reina.

—Hummm. —No supe ver si el sonido reflejaba satisfacción o recelo—. En ese caso haz algo útil. He olvidado la capa encima de la cama. Ve a buscarla.

—Sí, señora —repuse, bajando la cabeza de forma respetuosa—. Disculpad, pero ¿dónde se encuentra vuestra habitación?

Millicent exhaló bruscamente, disgustada con mi ignorancia.

—En la torre norte. La primera puerta en lo alto de la escalera de mármol. Vete.

Sus palabras me llenaron de confusión, pero no podía exponerme a desagradarla aún más con nuevas preguntas. Mientras se alejaba hacia los aposentos de la reina, me abrí paso hasta la escalera central que utilizaba la servidumbre. En aquel momento no conocía la triste historia de la torre norte y no podía imaginar el terrible papel que tendría un día en mi propia vida. Sin embargo, un presentimiento me asaltó mientras recorría el estrecho pasillo que uno de los lacayos me señaló, una prolongación solitaria y desierta de los corredores por lo demás bulliciosos del servicio.

Atribuí mi nerviosismo al temor a decepcionar a Millicent, un temor que no hizo sino aumentar cuando abandoné el pasillo y me adentré en una grandiosa sala. Me quedé sobrecogida de inmediato por la sensación de luminosidad y amplitud que impartía la estancia. A diferencia del resto del castillo, que conservaba el aire de fortaleza, en esa sección había grandes ventanales y paredes encaladas. Estatuas de caballeros en poses heroicas colocadas en hornacinas se intercalaban con tapices que representaban escenas de la naturaleza. Reinaba una sensación de proporción y elegancia de las que carecían incluso los aposentos de Lenore. ¿Por qué no habitaba nadie esas dependencias con excepción de Millicent?

Millicent. Sabía que no debía provocar su ira retrasándome, pero no veía por ninguna parte la escalera de mármol de la que me había hablado. Giré en un sentido y luego en otro, y acabé desorientándome del todo. Los ángulos de las paredes de piedra hacían que mis pasos resonaran desde direcciones tan inesperadas que me sentía perseguida por un enemigo que tan pronto estaba delante de mí como detrás. Instándome a no perder la calma, utilicé las ventanas para orientarme y discernir dónde se unía la torre con la fortaleza central. Unos cuantos giros más y llegué al objeto de mi búsqueda: una escalera revestida de mármol rosa. En lo alto había dos puertas, ambas cerradas.

Subí buscando indicios de que viviera alguien detrás de ellas, pero no advertí ninguna diferencia entre ellas. De pronto oí un sonido débil y trémulo que llegaba de detrás de la puerta de la derecha. Di un paso hacia ella. El sonido se elevó y descendió de tono. Era la voz de una mujer cantando. Las palabras eran indiscernibles, pero las notas poseían una belleza melancólica que transmitía el peso de una pérdida.

Llamé a la puerta con delicadeza.

—¿Hola?

El sonido cesó bruscamente. Aferré el pomo, pero la madera no se movió cuando la empujé. Se me erizó la piel al percatarme de que había alguien más, y sentí un repentino impulso de salir huyendo de la torre y de los extraños que ocultaba. Me acerqué rápidamente a la puerta de al lado, que cedió con un crujido cuando la toqué. Mientras entraba supe que había encontrado la habitación de Millicent.

La mayoría de las damas que pasaban sus últimos años en el castillo tenían pocas pertenencias, esa era la principal razón por la que vivían de la caridad del rey. Varias de ellas poseían broches con retratos de sus difuntos maridos; otras concedían un lugar de honor a sus pequeñas cruces de plata o marfil. En calidad de tía del rey, a Millicent le correspondían unas dependencias más amplias que las de la mayoría de las damas, pero aun así me sorprendió la suntuosidad de la estancia, con sus altos techos y el deslumbrante brillo de piedras preciosas y oro. Una cama enorme ocupaba el centro de la habitación, con columnas con intrincadas tallas que se elevaban muy por encima de mi cabeza; había un copete de cuatro árboles dispuestos alrededor de un jabalí y en la cabecera de la cama otra pieza de caza tallada. Al otro lado de la cama vi sillas pesadas y arcones, todos de un tamaño y una suntuosidad inauditos para ser la habitación de una solterona.

Al adentrarme más en ella advertí que había objetos esparcidos por todas las superficies planas: en la pesada repisa de piedra de la chimenea, encima de los arcones y en los bordes de la mesa donde Millicent guardaba la palangana para lavarse y los peines para el cabello. Delicadas cucharas de plata, sortijas con piedras preciosas de colores que nunca había visto o un cuenco de pétalos de flores aromáticas; cada nuevo descubrimiento me llenaba de asombro. No obstante, lo que más me intrigó fueron las figuras en miniatura alineadas encima de la chimenea. Unas cuantas tenían aspecto de santos, pero otras representaban mujeres con vestimentas desconocidas por mí. Había una diminuta talla de madera tosca sin ropa, lo que destacaba más los pechos hinchados y el vientre abultado de embarazo. Otra, apenas más grande que un pulgar y hecha de una extraña piedra verde muy pulida, brillaba tanto que mis manos se vieron atraídas involuntariamente hacia ella. Esa mujer también estaba desnuda, aunque a pesar de que la falta de recato me incomodó, me sentí extrañamente aliviada al deslizar las yemas de los dedos por las lisas curvas, preguntándome quién la habría hecho.

—¿Qué estás haciendo?

Avergonzada, me volví y vi a Millicent en el umbral. Hice una apresurada reverencia, con las piernas temblorosas a causa del miedo.

—Pensabas quedarte con lo que te gustara, ¿no es cierto?

—No —protesté—. Me he perdido. Acabo de llegar…

Millicent me interrumpió con una voz gélida mientras señalaba.

—¿Qué tienes ahí?

Alargó una mano hacia mis dedos cerrados y me los abrió. Pareció sorprendida cuando vio la figura verde. Seguí sosteniéndola en la mano unos momentos mientras su mirada iba de la extraña figura femenina a mí. Yo estaba muerta de miedo. Si Millicent pensaba que yo estaba robando podía expulsarme del castillo deshonrada. Mi palabra no contaría nada contra la suya.

Desesperada por evitar semejante destino, caí de rodillas.

—Por favor, señora, solo estaba admirándola. Nunca he visto nada parecido.

—De eso estoy segura —replicó Millicent, cortante.

Le tendí la figurilla y se la puse en las manos. Mi postura servil y mi visible agitación parecieron aplacarla, porque resopló e hizo un ademán para que me levantara.

—Mi capa —ordenó con aspereza.

Sobre los pies de la cama había una franja de terciopelo verde profundo. Mientras la cogía, la tela se onduló y vi que estaba ribeteada con un bordado de rombos y estrellas alternados. Lo reconocí al instante. Mi madre había bordado laboriosamente el corpiño de mi mejor vestido con el mismo diseño; alcancé a ver las diminutas diagonales de hilo tan características. Desde que había llegado al castillo buscaba en vano algún rastro de mi madre, y por fin estaba en mis manos. Deslicé los dedos por las puntadas, siguiendo las líneas cosidas años atrás. Millicent me miró con impaciencia y yo sostuve la capa detrás de ella conteniendo un sollozo. Ella se volvió y miró con confusión mi rostro crispado por el dolor.

—Lo siento mucho —musité—. La capa me ha recordado las labores que hacía mi madre. Mi difunta madre.

—Debes de estar confundida. La hizo una de las costureras del castillo.

—¿Mayren? —pregunté en voz baja.

El nombre la pilló por sorpresa. Luego la confusión cedió paso a la comprensión, y alargó una mano para sostenerme la barbilla. Mientras me examinaba el rostro, fue como si viera más allá del uniforme de sirvienta y se encontrara con la joven que había dentro, la implacable ambición que yo había mantenido oculta bajo una fachada humilde. Mis esperanzas de medrar, mi miedo a la humillación, la vergüenza de mi nacimiento ilegítimo; ella no me condenó por nada de todo ello. El poder que emanaba fluyó de su piel a la mía, y se me erizó todo el cuerpo a causa de la expectación.

—Sí —murmuró—. Ahora lo veo.

Dejó caer la mano y, recogiendo los lados de la capa alrededor de su cuerpo, se acercó a la repisa de la chimenea y colocó la figurilla verde. Luego se detuvo con una mano en el aire, pensativa. Con un revuelo de tela, se volvió y me entregó la figura.

—Si esto es lo que más te ha llamado la atención, debes quedártelo.

Hice una profunda reverencia y le di las gracias. Esa diminuta figura femenina me fascinaba y repelía al mismo tiempo, pero no podía dejar de deslizar los dedos por la brillante piedra.

—¿Quién es? —pregunté—. ¿Una santa?

Millicent resopló divertida.

—Qué va. Esta clase de tallas se llaman piedras de deseos. Si se le frota el vientre, los deseos más profundos se hacen realidad. —Pronunció las palabras con una sonrisa, pero le centellearon los ojos con picardía. ¿Se tomaba a la ligera las sospechas de los criados de que tenía poderes de brujería o reconocía que las murmuraciones eran ciertas?

Me apresuré para no quedarme atrás cuando volvimos a los aposentos reales; pese a su edad, Millicent caminaba a paso rápido y sus piernas eran más largas que las mías. Se detuvo con brusquedad en el umbral de la alcoba de la reina y me preguntó cómo me llamaba.

—Elise, señora.

—Eres una muchacha muy curiosa, Elise. Me pregunto cómo te desenvolverás aquí.

Era imposible saber por su enigmática mirada si lo que veía era éxito o fracaso. Curiosamente, la incertidumbre no me inquietó. El hecho de que la tía del rey supiera cómo me llamaba era una prueba de que estaba descollando entre las demás sirvientas, aunque no sabía qué ventajas podía reportarme.

Esa noche retiré la piedra de los deseos de mi arcón y la escondí debajo de la almohada. A partir de ese día todas las noches la frotaba con los dedos de forma rítmica hasta que me quedaba dormida. ¿Poseía poderes mágicos? No correré el riesgo de condenarme afirmándolo. Pero lo cierto es que a los pocos días de que la piedra estuviera en mi poder, la reina me nombró inesperadamente doncella principal de sus aposentos. El primer día que asumí mis nuevas tareas, Millicent pasó por mi lado en el pasillo y asintió con la cabeza hacia mí. No fue más que una mirada fugaz, pero entendí al instante el significado. Ella me observaba e iba tomando nota de mis progresos, evaluando mis aptitudes. ¿Con qué fin?

 

Pese a ser una mujer de avanzada edad que vivía a expensas de la generosidad de su sobrino, Millicent no se comportaba como un suplicante. Al contrario, nacida y criada en el castillo, avanzaba por los corredores con aire de importancia y era pronta a reprender a sirvientes y cortesanos por igual. Según la señora Tewkes, en otro tiempo había desempeñado un papel prominente en la corte, sentándose incluso en el Consejo Real tras la muerte del padre del rey. Pero cansado de su actitud autoritaria, el rey Ranolf la había relegado a una posición inferior como supervisora de las necesidades de las demás solteras. Sin embargo, ella nunca había dejado de intentar influir en los asuntos de Estado, y prestaba tanta atención a la reina Lenore que su presencia en los aposentos reales era habitual.

A medida que avanzábamos hacia mediados del verano me daba la impresión de que Millicent siempre estaba a la vista, merodeando alrededor de la reina y deleitándose con las miradas celosas de lady Wintermale. ¿Cómo explicar, con simples palabras, el efecto que eso tenía en mí? Era como si el mismo aire soltara chispas en su presencia. Cautivada por el aura de misterio que la envolvía, me descubrí irguiéndome más y llevando a cabo mis tareas con renovado vigor, henchida de orgullo, cuando ella miraba en mi dirección.

Las demás damas se quejaban de la influencia cada vez mayor que ejercía Millicent sobre la reina, y yo me preguntaba sobre qué hablaban en susurros las dos mujeres. En mi señora todavía había algo incierto, como si sus pensamientos estuvieran muy lejos de las rutinas cotidianas de la vida en la corte. Cuando le permitían disfrutar de alguna intimidad —a última hora de la tarde, en el momento en que sus damas de honor se dispersaban para ir a cenar, o a primera hora de la mañana de los domingos, antes del oficio religioso en la capilla—, la encontraba mirando por la ventana con expresión atormentada. Aunque la veía sonreír, e incluso reír, tenía el aletargamiento que viene del sueño agitado, y caminaba por los pasillos con el paso titubeante de alguien que avanza con el agua hasta la cintura. Las raras ocasiones en que el rey organizaba algún pasatiempo nocturno, ella solía disculparse y se retiraba pronto.

Donde la reina Lenore parecía sentirse más tranquila era en su lugar de trabajo, una cámara contigua a su sala de estar en la que había instalado una rueca, y mesas cubiertas de las telas más lujosas que yo había visto jamás. Si bien se esperaba que una mujer de su rango tuviera cierta experiencia en las labores de aguja, ella prefería las tareas más humildes de tejer y tricotar, y llegaba al extremo de hilar sus propios carretes. Tales entretenimientos quizá eran contemplados con impaciencia por parte de ciertas damas nobles, pero yo admiraba la destreza en esas artes femeninas. Viéndola sentada ante la rueca, absorta en la tarea que tenía entre manos, podría haber sido cualquier otra esposa orgullosa de sus propios logros.

A pesar de que pasaba cada vez más tiempo en su presencia, la reina Lenore y yo nunca habíamos cambiado más que unas pocas palabras corteses el día que su asistente personal, Isla, me llamó a la cámara real para una audiencia privada. La reina estaba junto a la cama; su cabello y sus ojos oscuros contrastaban notablemente con el carmesí intenso del vestido. De haber tenido una actitud más imperiosa me habría sentido intimidada por su regio porte. En lugar de ello ella me sonrió con afectuosidad y me indicó por señas que me acercara.

—Elise, me siento muy satisfecha con tu servicio —empezó a decir.

Contuve una necia sonrisa de satisfacción y adopté otra más modesta.

—Mi marido acaba de comunicarme que antes de que acabe el mes seremos honrados con la visita de su hermano, el príncipe Bowen —continuó.

Yo aún no conocía al hermano menor del rey Ranolf, de quien se decía que prefería una vida de viajes y aventuras a las rutinas de la corte. El corazón empezó a palpitarme con fuerza a causa de la expectación. ¿Debía participar en los preparativos de su llegada?

—El ayuda de cámara del príncipe Bowen, Hessler, hace más de un año que corteja a mi Isla —continuó la reina Lenore—. La mayor parte de ese tiempo han estado separados, pero ha escrito para pedir su mano y he dado mi consentimiento. Se casarán cuando regrese el príncipe Bowen.

Yo sabía que Isla había acompañado a la reina desde su tierra natal con ocasión de su boda y que a las dos mujeres las unía un estrecho vínculo. De hecho, en los ojos de la reina había muestras de aflicción cuando añadió:

—Pese a lo grande que es mi deseo de que Isla continúe a mi lado, no mantendré separados a dos seres que se aman. Tras la boda el lugar de Isla será en el hogar del príncipe Bowen, no en el mío.

Asentí con lo que esperé que fuera una actitud gentil, impaciente por oír los planes que había hecho la reina Lenore para mí. ¿Me concederían el honor de servir al príncipe Bowen durante su visita?

—En consecuencia, pronto necesitaré una nueva asistente personal —continuó la reina—. He informado a la señora Tewkes de que me gustaría que tú asumieras esas obligaciones.

Ni en mis sueños más descabellados habría imaginado semejante propuesta. Una oleada de placer me inundó hasta que comprendí, horrorizada, las consecuencias que entrañaba ocupar el puesto de Isla. Sabía encender bien una lumbre, pero se esperaba que la doncella de una dama fuera tan refinada como su señora. No podía permitirme avergonzar a la mujer que tanto reverenciaba.

—Mi… milady —tartamudeé—, es un gran honor, pero hay doncellas mucho más preparadas para el puesto.

—Eres muy joven —dijo, mirándome con amabilidad—, pero todo lo que necesitas saber lo aprenderás con el tiempo. Te he elegido porque tienes cualidades que no se pueden enseñar.

Se acercó más a mí y se inclinó; la sonrisa desapareció de sus labios. Su voz se convirtió en un débil susurro:

—Todas las mañanas me ves llorar. ¿Le has hablado a alguien de mis lágrimas?

Hice un gesto de negación.

La reina miró alrededor para asegurarse de que no nos oía nadie.

—Estoy acostumbrada a que me observen —continuó—. Lady Wintermale me mantiene informada de los chismorreos de la corte; quizá sea esa su tarea más importante. Si hubieras revelado mis secretos a tus compañeras, ella se habría enterado enseguida. Sin embargo, no has mencionado a nadie mi debilidad. Has demostrado tu lealtad.

Nada deseaba más en el mundo que servir a la reina, pero temía no estar preparada para dar semejante salto. Solo podía decepcionarla y deshonrarme. No obstante, mientras miraba los oscuros y penetrantes ojos de la reina Lenore noté cómo me envolvía su gracia. Esa mujer, tan amable y sin embargo tan melancólica, confiaba en mí. Y yo haría lo que fuera por hacerla feliz.

—Quedo a vuestra disposición —respondí.

De haber sabido los sacrificios que mi servicio a la reina Lenore entrañaría a la larga, ¿habría respondido lo mismo?

 

Aquella noche entré en la sala inferior para cenar, impaciente por darle a Petra la noticia. Pero no la vi en la mesa a la que solíamos sentarnos durante las comidas. Una de las sirvientas meneó rápidamente la cabeza al ver que me acercaba.

—Este es tu sitio ahora —dijo con tono brusco, señalando la mesa donde se reunían las doncellas de las damas.

Sorprendida y avergonzada, titubeé.

—Sí, ya nos hemos enterado de tu buena fortuna —añadió ella—. En las dependencias de la servidumbre las noticias vuelan. Enhorabuena. —No había afecto en sus palabras, ni en los rostros de las jóvenes sentadas alrededor de ella.

Di media vuelta y, bajando la vista para evitar las miradas intrigadas de las demás sirvientas, me alejé. Cuando llegué a la mesa donde estaba sentada Isla se movió para hacerme sitio en el banco. Las demás sirvientas se limitaron a inclinar la cabeza hacia mí. Rehuirme del todo habría sido un insulto para la reina, pero su silencio casi absoluto me dio a entender que no era bien recibida en sus filas.

Lo peor estaba por llegar. Cuando aquella noche me retiré a las dependencias de la servidumbre encontré a Petra acostada en su cama con los ojos cerrados, pero advertí por su respiración que no dormía.

Susurré su nombre y le tiré de las sábanas.

—¿Qué? —murmuró ella.

—Por favor, Petra. Quiero hablar contigo.

—Pensé que no tendrías tiempo con tus nuevas obligaciones. —Nunca la había oído hablar con ese tono tan amargo.

—Quería decírtelo yo personalmente —intenté explicarle—. Pero la reina tenía tantas instrucciones que darme que no pude escaparme antes de la cena.

La voz de Petra sonaba amortiguada contra la manta.

—Te habrás quedado abrumada. Disculpa, pero mi experiencia en las numerosas tareas de la doncella de una dama es limitada.

—No más limitada que la mía —repuse con una débil sonrisa.

Petra, siempre pronta para reír, no pilló mi broma.

Observé cómo su cabello rubio se deslizaba por la almohada al volverse hacia mí, apoyando la cabeza en una mano.

—¿Por qué tú? —preguntó con una mezcla de asombro y orgullo herido—. La he servido durante más de un año y no ha tenido queja de mi trabajo. Sin embargo, sigo siendo una criada mientras que tú te has convertido en la asistente personal de la reina. ¿Por qué?

Pensé en la piedra de la suerte que tenía escondida debajo de la almohada y en todas las noches que la había acariciado, esperando que me sonriera la fortuna. Por fin me sonreía más allá de mis sueños más descabellados.

—Te prometo que no sabía nada de esta propuesta —le aseguré a Petra—. Me ha sorprendido tanto como a ti.

Petra dejó caer la cabeza sobre la almohada.

—Lo siento. No puedo evitar ser franca cuando creo que se han portado mal conmigo.

—Para mí lo único que importa es que sigamos siendo amigas.

—Y seguiremos siéndolo.

Su voz denotaba la falsedad de las palabras, porque las había pronunciado con el mismo tono formal que utilizaba cuando servía la mesa. Desde el día que llegué al castillo Petra había sido la persona a quien había acudido para que me orientara, pero aquel día había pasado por encima de ella en la jerarquía. Y con el cambio de posición, el vínculo que se había creado entre nosotras se debilitó. Petra era demasiado buena para romper del todo conmigo; una vez que el dolor desapareció me saludaba con las mismas palabras amables con que saludaba al resto del personal. Pero temí que los tiempos de compartir confidencias hubieran terminado. Fue una pérdida que me dolió más de lo que habría imaginado.

Aunque seguí durmiendo en las dependencias de la servidumbre, pasaba prácticamente todo el día en compañía de la reina Lenore. Mis nuevas obligaciones eran aún más abrumadoras de lo que esperaba. Observaba cómo Isla consultaba a la reina sobre el vestuario del día, la ayudaba a vestirse, la peinaba y la seguía como una sombra durante todo el día, adelantándose para colocarle bien el vestido o recoger su labor de punto. En mi primer intento de ondular el cabello de la reina del intrincado modo que le favorecía, se lo enredé y ella hizo una mueca. Aunque le restó importancia, me sentí culpable de haberle causado dolor y esperé que no lamentara haberme elegido.

Una noche, después de enmarañar los lazos del vestido de la reina Lenore hasta el extremo de que llegó tarde a cenar, me desplomé contra la pared sintiéndome derrotada.

—Vamos —dijo Isla, elevando y bajando la voz con el mismo ritmo melódico que el de la reina—. ¿Estás llorando?

Me volví para que no viera mis lágrimas. Al otro lado de la ventana las sombras se prolongaban por el jardín, un remanso de tranquilidad aislado del ajetreo de los establos y los almacenes en el extremo sur del castillo. Había sido hábilmente diseñado con una serie de senderos curvados desde los que se dominaban distintas vistas: un fragante jardín de hierbas medicinales, un pequeño campo de flores silvestres, una fuente de piedra con sirenas talladas, y una gran rosaleda que transportaba a la tierra natal de la reina Lenore. Yo aprovechaba ávidamente cualquier oportunidad que se me brindaba para salir a buscar flores frescas, porque ese refugio era el único lugar donde se veían árboles y hojas en lugar de sombría piedra gris. Por unos instantes me imaginaba en las abiertas tierras de mi niñez.

Al bajar la mirada contemplé cómo las sombras creaban diseños de filigrana a lo largo de los senderos, y capté un repentino destello de blanco en un rincón lejano situado al otro lado de la entrada. Seguí el movimiento solo un momento antes de que desapareciera detrás de los arbustos.

Debí de ponerme tensa a causa de la sorpresa, porque Isla preguntó:

—¿Qué ocurre?

—El jardín —dije titubeante—. Me ha parecido ver… —¿Un fantasma? Fue el primer pensamiento que acudió a mi mente, aunque no me atrevía a decirlo en alto.

—¿Qué?

—Nada —dije—. Ha sido una ilusión óptica.

Sumisa y tranquila por naturaleza, Isla rara vez hablaba de temas personales. De modo que me sorprendí cuando me apretó el brazo.

—No te preocupes. La reina está contenta con tus progresos.

—He sido una gran decepción —dije con voz temblorosa—. No puedes negarlo.

—Has sido discreta y eso es lo más importante. Necesita mucha lealtad, ahora más que nunca.

Me pregunté a qué se refería Isla, pero ella ya estaba despejando el tocador. De haber tenido más práctica en interpretar las señales que tenía ante mí, habría adivinado lo que tanto inquietaba a la reina. Pero dejé transcurrir los días preocupándome por los peinados y preparándome para el regreso del príncipe Bowen, ajena a los enormes cambios que se avecinaban.