7
Un nuevo comienzo
La hoguera ardió durante toda la noche tiñendo los cielos con su luz desafiante. Todas las ruecas del castillo fueron destruidas y quemadas en el patio delantero, y al día siguiente, en un gesto de lealtad, las mujeres de Saint Elsip arrastraron sus propias ruecas hasta las puertas, al pie de la colina. La pila no tardó en elevarse por encima de la cabeza de los hombres más altos, y apoyaron escaleras de mano contra los lados para arrojar las últimas que llegaron. Me reuní con un grupo de damas de la reina ante las ventanas de la habitación de lady Wintermale, desde las que se dominaba la ciudad, y observé cómo un guardia se subía a una escalera al anochecer y prendía fuego a las ruecas. Era un espectáculo conmovedor y me descubrí fascinada ante la crepitante y resplandeciente pira. Al ver el taller vacío y silencioso de la reina Lenore me eché a llorar por todo lo que se había perdido, pero confié en que el ardiente despliegue que tenía lugar fuera de los muros del castillo demostrara a Millicent, dondequiera que se encontrara, que los súbditos del rey estaban haciendo causa común contra ella.
Sin embargo, al día siguiente oí a un grupo de lacayos murmurar que las precauciones del rey habían ido demasiado lejos.
—Ha ordenado destruir la iglesia de Santa Agrelle —comentó uno a quien había visto a menudo fuera de la Cámara de Consejo—. Y también el convento. El rey dice que es uno de los refugios favoritos de lady Millicent y no permitirá que se esconda allí.
—Me gustaría tanto como a cualquiera que estuviera muerta, pero esa no es razón para derribar una casa de Dios —terció otro de los hombres.
—Más que derribarlo, le prenderán fuego y dejarán que se pudra —dijo el primero—. «¡Dejad la tierra calcinada y yerma!», esas fueron sus órdenes. Los norteños lo utilizarán como un argumento contra él, no os quepa la menor duda.
Se calló al darse cuenta de que yo me había detenido a escuchar. Me volví rápidamente para que no me vieran el rostro, pues no quería que se extendiera por todo el castillo el rumor de que había sonreído aliviada al enterarme de la destrucción de una iglesia. Semejante acción sin duda sería tachada de sacrilegio por parte de los deRauley, los parientes desleales del rey que mantenían el dominio en el norte del reino. Pero con ella también se exponía a ofender a los súbditos más piadosos.
Si la destrucción de ese foso salpicado de sangre en el suelo pretendía tranquilizar a mi señora, no tuvo el efecto deseado. Ella insistió en que Rose durmiera en su cama, contraviniendo los deseos de las damas y del rey.
—No permitiré que se críe como una campesina —dijo él—. Ya va siendo hora de que se traslade al cuarto de los niños.
—Aún no —suplicó la reina Lenore—. No mientras sea tan pequeña.
Vi el dolor en los ojos del rey y supe que cedería.
—Haré todo lo que esté en mi mano para protegerla, os lo prometo.
Cumplió su palabra. El número de guardias apostados en las puertas del castillo se triplicó, y tanto los visitantes como los paquetes que llegaban eran sometidos a un concienzudo examen antes de permitir su entrada. Esas medidas suscitaron muchas quejas entre los comerciantes, que se veían obligados a esperar durante horas en la carretera, y las familias nobles protestaron formalmente cuando averiguaron que a ellas también les registrarían las capas y las bolsas. Para los que vivíamos detrás de las puertas, el castillo podría haberse hallado en estado de sitio. Yo apenas me ausentaba de los aposentos reales, pues la reina Lenore requería mi presencia allí a todas horas. Durante los meses que siguieron, solo en una ocasión me aventuré a ir más allá de los jardines para asistir al bautismo de la nueva nieta de la tía Agna. Sostuve en brazos al bebé, Prielle, y le di un beso en su sedosa cabeza, inhalando el olor a sueño que desprendía, y lamenté que la princesa Rose no hubiera sido recibida en el mundo con la misma serenidad. Prielle al menos llevaría una vida normal y corriente, libre de las terribles cargas de la realeza.
No se sabía nada de Millicent. El rey mandó a sus mejores hombres en su búsqueda, pero tal vez ella poseía poderes mágicos, después de todo, porque regresaron con las manos vacías. Se había esfumado como un fantasma. A la reina Lenore le angustiaba que pudiera estar conspirando contra la familia, lo que se hacía notar en noches de insomnio. Se inquietaba si perdía un momento de vista a Rose y no permitía que ninguna de las damas de compañía la cogiera en brazos. Era la niña más buena que yo había conocido, pero en lugar de agradecer su carácter apacible, a la reina le preocupaba que fuera presagio de alguna enfermedad.
Las únicas promesas que tenían algún peso para la reina en relación con la buena salud de Rose eran las que le había hecho Flora. En las semanas que siguieron al bautismo la tía del rey no renunció a sus hábitos excéntricos, pero poco a poco salió de su anterior aislamiento. Se ocupaba de sus hierbas a plena luz del día en lugar de al amanecer o al anochecer, y se convirtió en una asidua presencia en los aposentos reales. Después de tantos años de silencio autosuficiente, no era muy dada a la conversación trivial, y se escabullía como una liebre asustada cuando las damas de compañía pululaban con su incesante parloteo por los jardines. No obstante, era Flora, la insólita salvadora, quien libraba a la reina del miedo que amenazaba con paralizarnos a todos.
Hacía una luminosa tarde de primavera, la clase de tarde en la que en otras circunstancias la reina Lenore habría bajado a los jardines para preguntar por algo recién plantado o escoger las flores para su alcoba. Sin embargo, en los tres meses transcurridos desde que naciera Rose no había salido. Me detuve frente a la ventana de la sala de estar, contemplando los árboles y los arbustos recién floridos. Abajo, una figura familiar salió del huerto de hierbas medicinales y recorrió tranquilamente el serpenteante sendero, una ruta que yo anhelaba seguir.
Flora levantó la vista y la saludé con una mano. En respuesta sostuvo en alto una flor amarilla, la primera de la temporada.
Entusiasmada, le hice señas para que se reuniera con nosotras. Ella no tardó en aparecer en la sala de estar de la reina con su ofrenda floral.
—Venid a verlo, milady —exclamé entusiasmada—. ¡Ya han salido los narcisos!
La reina Lenore alzó brevemente la vista, y miró a Flora y las flores sin dar muestras de emoción. Todo lo que otrora le proporcionara placer —las flores, la música, la poesía— había ido cayendo en el olvido, reemplazado por el miedo por Rose. Flora soltó un profundo suspiro; en ese sonido cansino estaba contenida nuestra desesperación.
—Querida, esto no puede seguir así —dijo con suavidad.
La reina Lenore deslizó un dedo por los labios en forma de capullo de Rose, que torció la boca en respuesta, curvándola hacia arriba en una alegre sonrisa, la primera. La reina Lenore se quedó sin respiración y me miró.
—Elise, ¿la has visto? ¿Has visto la sonrisa de Bella?
—Ya lo creo, milady —exclamé alegremente.
La sonrisa debió de ser contagiosa, porque la reina Lenore enseguida se echó a reír y empezó a chasquear con la lengua, encantada. Eso hizo que la viera como una madre cualquiera que se deleita con su hija en lugar de temer cada respiración. Se levantó y enseñó orgullosa la nueva gracia de la niña a sus damas de compañía, luego miró a través del vidrio estriado de la ventana los jardines que se extendían abajo.
—Cómo pasa el tiempo —murmuró—. Quizá nos siente bien a todos dar un paseo.
Me apresuré a ir a buscar su chal antes de que cambiara de opinión. Las otras damas debían de estar tan impacientes como yo, porque se levantaron de un salto y esperaron cerca de la puerta. Si alguien nos hubiera visto salir por la puerta del castillo nos habría tomado por una alegre banda de aventureros, casi una docena de damas y sirvientes que anhelaban pasear por los jardines con la misma ilusión con que en otro tiempo habían esperado un baile real.
Flora se alejó distraída del grupo y yo la seguí, intrigada por ver los parterres escondidos que tan primorosamente atendía. Mi madre había cultivado algunas de esas mismas plantas en su huerto cuando yo era niña, y Flora sonrió satisfecha cuando identifiqué varios de los diminutos brotes. En su dominio privado, la timidez que la envolvía como una capa poco a poco desapareció.
—¿Tienen todas un uso medicinal? —pregunté.
—Sí —dijo, y la mata de su cabello osciló mientras asentía. Su voz, una vez le daba rienda suelta, fluía veloz, incluso con avidez—. La mayoría de ellas funcionan combinadas con otros tónicos. Algunos ingredientes no son fáciles de encontrar.
—Es un don maravilloso el de curar.
—¿Entonces crees que es un don?
Durante un instante desconcertante Flora me recordó a su hermana Millicent en su forma de arquear las cejas, contemplándome con una expresión que parecía penetrar en mis pensamientos más íntimos. Siempre es inquietante hallarse sin defensas ante alguien. Pero si las atenciones de Millicent siempre habían tenido un trasfondo de peligro, Flora no me inspiraba el mismo temor. Me pareció que me escudriñaba. ¿Con qué fin?
—En mis remedios no hay magia. Mi madre me enseñó todo lo que sé; me transmitió todo lo que le habían enseñado su madre y su abuela. Como yo deberé enseñárselo a alguien algún día. Sería una gran pérdida que estos conocimientos murieran conmigo.
Clavó sus ojos gris verdoso en los míos. Yo entendía el significado que había detrás de las palabras, pero no podía creer que me confiara tales secretos.
—Eres muy joven, pero salta a la vista tu devoción a la reina y a la niña. Ya veremos, ya veremos.
Antes de que pudiera responderle algo nos interrumpió el jardinero jefe, que estaba indicando a la reina Lenore dónde tenía previsto plantar nuevos setos. Ella estaba tan absorta en la conversación que había olvidado su habitual preocupación por Rose mientras sus damas de honor disfrutaban del sol y de la suave brisa. Cuando me di la vuelta Flora se había escabullido, como era su costumbre. Me quedé a la vez intrigada y aprensiva ante la perspectiva de convertirme en su aprendiz. El poder de curar enfermedades quizá era un don maravilloso, aunque la responsabilidad también sería grande. Tal vez fuera una penitencia adecuada por las numerosas veces que había aceptado las órdenes de Millicent.
La vigilancia de la reina quizá se relajó, pero la amenaza que caía sobre la niña siempre estaba presente. Rose durmió al lado de su madre hasta que cumplió dos años, momento en que la trasladaron a lo que había sido el taller de la reina. Yo la cogía en brazos y jugaban con ella tan a menudo como sus dos niñeras. Mientras la oía pronunciar sus primeras palabras o la veía reírse triunfal al caminar despacio sobre sus piernas temblorosas, me perseguían recuerdos de mis hermanos perdidos. Una y otra vez los había visto pasar por esas mismas fases, si bien en mi familia los niños por regla general no eran tenidos en cuenta hasta que alcanzaban la edad para trabajar. Me esforzaba para no pensar en mi vida anterior al castillo, porque pensar mucho en las pérdidas que había sufrido solo podía hacerme daño. Sin embargo, veía en Rose ecos de sus rostros, y a veces lloraba en la oscuridad por todas las veces que los había apartado de mi lado o había protestado por tener que compartir con ellos mi comida. Rose recibía más afecto en un solo día que el que habían recibido mis hermanos en toda su vida.
Yo intentaba comportarme bien con mi único hermano superviviente, Nairn, que continuaba viviendo en la granja con mi padre. Cuando me enteraba de que un carro viajaba en dirección al pueblo, preparaba un pequeño paquete de comida con un par de monedas envueltas dentro y pedía que lo llevaran a la granja. Daba instrucciones de que lo entregaran personalmente a Nairn, no a mi padre, pero nunca sabía si llegaban. Nairn jamás me mandó ningún recado de vuelta, aunque yo lo disculpaba diciéndome que era porque no sabía leer ni escribir. Me gustaba imaginar que escondía el dinero, ahorrando para el día en que podría escapar de allí como yo.
La maldición de Millicent había dejado una cicatriz permanente en la reina Lenore, que ya no volvió a reír con abandono ni se sentó más ante un telar con las mejillas coloradas de placer como solía hacer antes de que naciera Rose. Las noches eran particularmente mortificantes para ella, horas sombrías en las que vigilaba el sueño de su hija, atenta a cada respiración. No creo que la pobre niña disfrutara de una noche entera de descanso, pues su madre la sacudía para despertarla cada vez que su respiración se volvía demasiado superficial, temiendo que las oscuras artes de Millicent hubieran triunfado sobre las precauciones de su marido. Pero en el transcurso de esos dos años, a medida que Rose florecía, la reina Lenore recuperó sus sonrisas bondadosas y la tristeza de su mirada, si bien nunca se desvaneció del todo, disminuyó. Las ruecas regresaron a las habitaciones de las costureras, aunque nunca volvieron a verse en los aposentos reales, y a los nobles visitantes que se hallaban de paso en el reino se les recibía con banquetes en la gran sala. Aun así, los espectáculos suntuosos no eran muy comunes, por lo que el pueblo recibió con considerable alegría el anuncio de que el rey y la reina iban a recuperar una tradición que se remontaba a la época de los abuelos del rey: la celebración de un torneo a mediados de verano.
Los preparativos comenzaron con semanas de antelación, cuando todas las mujeres nobles del castillo se dedicaron a reemplazar su anticuado vestuario por galas más a la moda. Hasta los criados se vieron inmersos en el torbellino, pues los festejos se harían extensivos a ellos la última noche en la sala inferior. Petra me hizo prometerle que asistiría. Aunque siempre era consciente de cierta tensión entre nosotras a causa de nuestra distinta posición, las dos habíamos hecho un esfuerzo por recuperar nuestra amistad, proceso al que había contribuido nuestra creciente madurez. Petra había logrado medrar entre el personal de servicio gracias a sus aptitudes y a su encanto, y empezaba a correr el rumor de que con el tiempo ella sería la sustituta de la señora Tewkes.
—El rey nunca escatima la cerveza —me aseguró con los ojos centelleantes—. Si le has echado el ojo a alguien, esta es la noche para reclamar un beso.
Me ruboricé, como ella sabía que haría, pues no había nadie especial en mi vida. Ningún hombre me había cogido de la mano todavía. Sentimientos confusos y lujuriosos habían recorrido mi cuerpo de diecisiete años en el silencio de la noche mientras yacía en mi camastro, recordando las historias que me había contado Petra sobre lo que ocurría en las dependencias de la servidumbre al caer la noche. Con tanta gente joven y soltera viviendo bajo un mismo techo, los encuentros sexuales seguían un patrón aleatorio. Pero al dormir aparte de los demás criados yo me mantenía al margen de esos incidentes. Los únicos idilios que me permitía eran fruto de mi imaginación. Había aprendido bien la lección que podía extraerse de la vida de mi madre.
—¿Y tú, a quién le harás ojitos? —pregunté en broma, impaciente por desviar la atención de mí.
—Cierto paje podría haber llamado mi atención —respondió con una sonrisa astuta, desafiándome a adivinarlo.
Los pajes del castillo constituían un grupo variopinto y muy cambiante de jóvenes procedentes en su mayoría de familias nobles que eran enviados a la corte para instruirse en el manejo de la espada y los modales elegantes. Algunos venían unos meses y se marchaban sin distinguirse, otros se quedaban años, y los mejores ascendían a caballeros al servicio del rey. Yo solo conocía a unos pocos por su nombre.
—Vamos, cuéntame —la apremié.
—Dorian.
Al instante supe de quién hablaba, pues era el hijo del consejero principal del rey, sir Walthur. El rango de su padre le otorgaba ciertos privilegios; a diferencia de los demás pajes, menos afortunados, él estaba exento de hacer de mensajero o recadero, atendía a las visitas más selectas del rey y a menudo participaba en las partidas de caza. Me sorprendí al sentir una repentina punzada de celos. Dorian era un hombre extraordinariamente bien parecido y gozaba de gran popularidad entre las damas de honor más jóvenes de la reina. Aunque su aire autosuficiente me resultaba poco atractivo, no podía evitar seguirlo con la mirada cuando se cruzaba en mi camino. Había dado por hecho que un hombre así nunca se dignaría a charlar con una doncella. Sin embargo, allí estaba Petra, riéndose de expectación, sin miedo a flirtear con el joven más atractivo del castillo. ¡Si por lo menos yo no fuera tan tímida! Quizá admirara a un joven de lejos, pero no sabía hablar con ninguno si no era sobre algo relacionado con mis obligaciones.
—Dudo que los pajes renuncien a la celebración en la gran sala para acudir a los humildes festejos del servicio —señaló Petra—. Pero ¿qué hay de malo en fantasear?
—Nada —respondí sonriendo aliviada.
Dorian era una fantasía pasajera, nada más. No tendría que quedarme atrás, callada e incómoda, mientras mi amiga bailaba y susurraba con complicidad a su nuevo admirador. Sin embargo, sabía que tarde o temprano llegaría el día. Petra era demasiado agraciada y respetada para permanecer mucho tiempo en su situación. Y cuando conociera a su compañero, ¿me asaltarían los celos al contemplar su felicidad?
Agobiada quizá por esos pensamientos, al día siguiente tuve un encuentro fortuito que me causó una fuerte impresión. Regresaba de mi excursión semanal por los jardines para cortar flores cuando casi choqué con un hombre bajo y corpulento que se había detenido justo en mi camino, fuera de la gran sala.
—¡Señorita Elise! ¡Qué placer verla después de tanto tiempo!
Era Hannolt, el zapatero, e iba acompañado de un joven a quien tal vez no habría reconocido si me lo hubiera cruzado en la ciudad. Marcus había crecido más de una cabeza desde la última vez que lo había visto, por lo que era mucho más alto que su rechoncho padre, y tuve que echarme hacia atrás para verle el rostro. Aunque era más ancho de hombros, le seguía colgando la camisa de su cuerpo delgado. A través del cabello moreno que le tapaba parte del rostro vi unos ojos ribeteados de gruesas pestañas y unas mejillas coloradas que indicaban salud. De no haber ido con la túnica de zapatero seguramente habría pasado por un hombre de rango.
Hannolt y yo nos saludamos, y Marcus inclinó la cabeza.
—Dile algo, muchacho —lo apremió Hannolt—. Recuerdas a Elise, ¿verdad?
Marcus tartamudeó las primeras palabras y eso me enterneció aún más.
—Hum…, es… un placer verla, Elise…, quiero decir, señorita…
—Con Elise es suficiente —me apresuré a decir—. Para mí también es un placer.
Podría haber sido una de las damas de la reina Lenore conversando educada en una recepción, pero se me hizo un nudo en el estómago de la emoción. Al ver que Marcus sonreía se me aceleró el pulso. En su rostro se traslucía su deleite ante el repentino reencuentro. Un agradable hormigueo, inesperado y espontáneo, me recorrió todo el cuerpo. La atención de un joven nunca me había provocado una respuesta física tan intensa, y tuve que bajar la mirada para evitar que vieran el rubor que se me agolpó en las mejillas.
Hannolt se embarcó, como siempre, en una conversación.
—Parece que todas las damas elegantes quieren calzado nuevo para asistir al torneo, y el zapatero del castillo ha tenido la amabilidad de divulgar mis talentos. ¡Hasta lady Wintermale me ha hecho un encargo!
—Sin duda le parecerá una clienta exigente.
—Nada por lo que no haya pasado antes. Imagino que usted debe coincidir a menudo con lady Wintermale si está al servicio de la reina. —Bajó la voz como si habláramos de importantes asuntos de Estado—. ¿Sigue atendiéndola?
—Sí, precisamente estaba llevando estas flores a sus aposentos —dije señalando el ramo que tenía en las manos.
—Espero no haberla distraído de sus obligaciones. Si su señora la espera, no se entretenga más por mí.
Resistiéndome a interrumpir el encuentro, endilgué las flores a una criada que pasaba para aplacar la inquietud de Hannolt. Me pareció ver a Marcus relajar los hombros con lo que solo podía ser alivio. Mirando alrededor en busca de alguna diversión, me ofrecí a mostrarles la gran sala donde todos los criados, incluida Petra, estaban concluyendo los preparativos para la cena. Conduje a mis asombrados invitados por la estancia explicando la complicada distribución de los asientos y describiendo alguno de los fastuosos platos que se habían servido en otros banquetes reales. Hannolt contempló boquiabierto los intricados tapices y las fuentes de plata. La reacción de Marcus fue más contenida. ¿Pecaba de engreída al creer que su mirada recaía en mí más a menudo que en las maravillas que me rodeaban?
Yo parloteaba nerviosa. Las pocas preguntas que me hizo Marcus fueron reflexivas y bien meditadas, pero el resto del tiempo se contentó con escuchar, como si mis palabras fueran importantes y dignas de consideración. En una corte donde todos, incluidos los criados, se peleaban por destacar y despertar admiración, su reserva me resultó extrañamente atractiva. Él no se pavoneaba ni intentaba hacerse notar; de hecho, parecía cohibirle el esplendor que lo rodeaba. Sin embargo, cuando nos miramos, nuestros ojos revelaron unos sentimientos profundos que no estaban en consonancia con lo poco que nos conocíamos. Yo lo intrigaba en la misma medida en que él me atraía a mí, por razones que se me escapaban. Al cruzar la puerta del vestíbulo, su proximidad a menos de un palmo de distancia causó en mí semejante atracción física que estuve tentada de rozarlo con los dedos. Casi noté la oleada de placer que me recorrió el brazo.
De pronto una conmoción en las escaleras principales me distrajo de esos pensamientos. En un frenesí de pasos y voces alzadas, el rey, la reina y otros miembros de la corte bajaban a comer. Llevé a un lado a Hannolt y a Marcus, pero no sin que antes la reina Lenore me viera. Se acercó a hablar con nosotros, y me apresuré a hacer las presentaciones, avergonzada de que me hubiera sorprendido perdiendo el tiempo en lugar de ocuparme de su vestido y su cabello. Sin embargo, ella no parecía disgustada y sonrió cuando Hannolt se inclinó tanto que casi rozó el suelo con la frente.
—Milady, es un verdadero honor —dijo él con la actitud más servil—. Para un hombre humilde como yo estar en presencia de semejante esplendor es una experiencia que atesoraré toda la vida…
Bien versada en los signos de la locuacidad, la reina Lenore lo interrumpió rápidamente.
—Elise, ¿recomendarías la artesanía del maestro Yelling?
—Sí, señora. Todavía llevo los zapatos que él me hizo cuando llegué al castillo.
—Hummm. —La reina Lenore permitió que Hannolt temblara por un instante de la expectación y lo dejó encantado al añadir a continuación—: Quizá yo misma le haga un encargo algún día.
Hannolt sonreía tanto que pareció que se le iban a partir las mejillas de la tensión. Hice todo lo posible por no reírme, y Marcus me miró también divertido con una sonrisa de complicidad. Fuera, un trueno anunció la llegada de la tormenta que llevaba toda la tarde amenazando con caer.
—Debemos irnos —dijo Hannolt con otra reverencia—. Os ruego que me disculpéis por haberla entretenido.
La reina Lenore bajó la vista hacia el bastón que él llevaba. El repentino restallido de un relámpago nos hizo dar un respingo.
—No puedo permitir que regresen a la ciudad con este tiempo —dijo ella—. Les ruego que acepten que los lleve uno de nuestros cocheros.
—No puedo permitirlo —dijo Hannolt.
—Insisto. —Se volvió hacia mí—. ¿Decías que el señor Yelling vive en el mismo edificio que tu tía?
Hice un gesto de asentimiento.
—Puedes hacerle una visita, si lo deseas. Indícale al cochero que espere y te traiga de vuelta.
Mi tía era la clase de mujer a la que no le gustaban las visitas inesperadas a la hora de cenar. Pero estaba dispuesta a soportar sus gruñidos si eso significaba pasar más tiempo con Marcus.
—Bien —concluyó la reina Lenore, tomando mi silencio por una respuesta—. Quédate todo el tiempo que quieras.
Después de despedirme de la reina, conduje a Hannolt y a Marcus por el pasillo hacia las escaleras. No se me ocurría nada que decir ahora que se me había concedido mi deseo, y Marcus parecía sufrir la misma falta de inspiración. Por suerte, Hannolt tenía suficientes palabras para todos.
—¡Qué gran honor estar en presencia de la reina en persona! ¡Qué dama más hermosa! Es usted afortunada, Elise. ¿No es cierto, Marcus, que hasta se parece a su señora físicamente?
Visiblemente avergonzado por la pregunta, Marcus murmuró algo ininteligible y bajó la vista. Era cierto que yo había aprendido a peinarme al estilo de la reina, domeñando mi rebelde cabello en elegantes tirabuzones que enmarcaban los bordes de la cofia. También imitaba su forma de andar, con pasos tan silenciosos que mi falda parecía deslizarse por el suelo. Me había sorprendido la estatura y la virilidad de Marcus, y él debía de haber advertido también los cambios operados en mi aspecto desde la última vez que nos habíamos visto. Pero quizá para un hombre de ciudad mi forma de hablar y de vestir resultaba poco atractiva. Peor aún, dado mi origen humilde, tal vez él pensaba que me gustaba darme aires de superioridad con la gente de mi condición.
Conduje a Hannolt y a Marcus por el patio hasta los establos de la parte trasera. Los caballos y los carruajes del castillo, como cualquier otro privilegio en el castillo, eran distribuidos según el rango. Cuando los criados no acompañaban a sus señores se les facilitaba un simple carro de madera para desplazarse por la ciudad. Eso era lo que esperaba que me ofrecieran cuando transmití las órdenes de la reina al señor Gungen, el encargado de la cuadra.
—Esta noche hay poco movimiento. Toma el verde, si lo deseas. —Señaló un carruaje cubierto con asientos con cojines, de los que se reservaban para las mujeres nobles.
Al ver mis dudas él se encogió de hombros.
—No te preocupes. No podemos permitir que la doncella de la reina se empape y acabe cubierta de barro en una noche como esta. ¡Horick!
Mi sonrisa desapareció. Ese iba a ser el precio de viajar con tanta comodidad. Horick era el huraño cochero a quien a menudo se le ordenaba llevar mercancías o criados a la ciudad, obligaciones que a todas luces consideraba por debajo de su cargo. Su amargura al ver que se le privaba de trasladar a la realeza solo aseguraba que no recibiera nunca ese honor, pues tenía fama de gritar imprecaciones y hacer restallar el látigo a los transeúntes que no se apartaban lo bastante deprisa de su camino. Me había llevado alguna vez a la ciudad para hacer un recado de la reina y su compañía me resultaba poco grata.
El señor Gungen fue a avisar a Horick, que salió blandiendo una pata de pollo con su habitual rostro crispado.
—Justo cuando empezaba a cenar —se quejó.
—¡Vamos! —bramó el señor Gungen—. Son órdenes directas de la reina.
La gran ventaja del carruaje cerrado era que evitaba que nos llegaran los gruñidos de Horick mientras lo conducía. Hannolt había insistido en que yo subiera primero. Él ocupó el asiento de delante y extendió los brazos, dando palmaditas en los mullidos asientos con una sonrisa de placer. Marcus se sentó a mi lado. Aunque yo era muy consciente de su presencia, miré al frente y vi con el rabillo del ojo que él hacía lo mismo. A medida que avanzábamos hacia la casa de mi tía, los latidos de mi corazón marcaron los segundos que faltaban para despedirnos. ¿Cuándo volvería a ver a Marcus? Recordé a Petra hablando del torneo y del apuesto paje que ella se proponía encandilar. El carruaje dobló la última esquina, adentrándose en la calle de mi tía. No quedaba tiempo.
—Habrá una celebración la última noche del torneo —balbuceé, volviéndome hacia Marcus.
—Oh —dijo él sorprendido, pero no disgustado, ante mi repentino estallido. Se inclinó para oír lo que le decía a continuación, infundiéndome coraje para continuar.
—Puede venir si lo desea.
—¿Está segura? —preguntó él rápidamente, nervioso—. ¿No está reservado para los que viven en el castillo?
—No, no, los invitados son bien recibidos —lo tranquilicé—. Algunas de las doncellas han convidado a sus novios de la ciudad.
En cuanto pronuncié esas palabras me ruboricé avergonzada, temiendo que Marcus se pensara que lo incluía en esa categoría. ¿Y si ya estaba solicitado? ¡Qué ridícula le parecería!
—Una atractiva propuesta —intervino Hannolt, siempre listo para incorporarse a una conversación—. Marcus asistirá encantado, ¿no es cierto, muchacho? ¡Ah, ya hemos llegado!
Cuando el carruaje se detuvo, Marcus abrió la portezuela y bajó ruidosamente. Esperó abajo para ofrecerme una mano y extendió la capa sobre mí para resguardarme de la lluvia. Procuré bajar lo más grácilmente posible, permitiendo que mis faldas se arremolinaran a mi alrededor como habría hecho la reina Lenore. Si le sostuve la mano un instante más de lo necesario él no pareció tener prisa por que se la soltara.
—¿Debo esperar? —preguntó Horick ceñudo desde el asiento del cochero.
—¿Quiere que una doncella de la reina regrese sola al castillo en medio de la oscuridad? —replicó Hannolt, indignado.
Me apremió a acercarme al portal de la casa de mi tía, donde un techo nos cobijó de la tormenta. Cuando mi tía abrió la puerta, se sorprendió al ver nuestras figuras empapadas y sacudidas por el viento.
—Saludos del castillo —anunció Hannolt, impaciente por presumir de haberse codeado con la nobleza—. La reina en persona ha ordenado que nos trajera de vuelta uno de sus carruajes y ha instado a su sobrina a hacerle una visita. ¿No es la amabilidad en persona?
—¿Tengo su autorización para esperar en los establos, señora? —gritó Horick desde el carruaje.
La amargura de su tono mancilló la cortesía de sus palabras.
—A la izquierda, rodeando la casa —indicó mi tía.
De pronto se detuvo en el umbral para mirar más de cerca al cochero.
—Usted es Horick, ¿verdad?
Se miraron, y en sus rostros se reflejó el reconocimiento. El tono áspero de él se suavizó convirtiéndose en poco más que un susurro.
—La recuerdo. Usted es la hermana de Mayren.
Al oír el nombre de mi madre me animé, pero la tía Agna puso rápidamente fin a la conversación.
Retrocedió en el umbral y, volviéndose, replicó bruscamente:
—Hable con el mozo de cuadra. Se encargará de darle de comer.
Horick agitó las riendas de los caballos y se alejó.
—Señorita Elise —dijo Hannolt con una sofisticada inclinación—, ha sido un placer ser su escolta. Espero verla en el castillo en mi próxima visita.
—Gracias por su amable invitación —dijo Marcus rígidamente.
Estaba visiblemente azorado bajo la mirada vigilante de su padre y de Agna, y sentí una oleada de compasión. ¿Qué nos habríamos dicho si nos hubieran dejado un momento a solas? Lo único que podía hacer yo era sonreír de forma agradable y decirle que me reuniría con él en las puertas del castillo el próximo domingo a las ocho de la noche. El placer que traslució su rostro fue suficiente para alentar quince días de fantasías.
—Vamos, Elise —ordenó Agna—. Cenarás con nosotros. Sin duda querrás ver a Prielle antes de que la acuesten. Se ha vuelto parlanchina desde la última vez que la viste.
La cogí del brazo antes de que ella pudiera invitar a los demás.
—¿Horick, el cochero, conocía a mi madre?
Agna apretó los labios sin saber qué responder. Le supliqué con la mirada. Ella suspiró y me condujo a la habitación delantera.
—No me resulta agradable volver a visitar el pasado o hablar mal de los difuntos —me dijo—. Lo hecho, hecho está, y todos sufriremos las consecuencias de nuestras acciones que Dios nos imponga. Pero si estás resuelta a saber lo que le ocurrió a tu madre, no te lo ocultaré. Tómalo como una historia aleccionadora.
Hice un gesto de asentimiento. Agna no sabía que yo estaba al corriente de mi nacimiento fuera del matrimonio, y yo no tenía ningún deseo de volver a contemplar la deshonra de mi madre al hablar de ello. Pero nunca había dejado de preguntarme por qué había tomado un giro tan trágico su vida.
—Conocí a Horick hace muchos años —continuó mi tía—. Ha cambiado y no precisamente para mejor. Cuando lo conocí era uno de los mozos de cuadra y aún no había cumplido los veinte años. Tenía una figura elegante, aunque distaba de ser atractivo y hedía a caballo como todos los mozos. Pero tenía la dentadura completa y una buena mata de pelo, así como la risa fácil. Mayren podría haber elegido peor.
—¿Horick fue un pretendiente de mi madre? —Eso era imposible. ¿Mi hermosa y grácil madre se había sentido atraída por ese hombre amargado? Pero, como decía Agna, eso había ocurrido hacía muchos años, cuando Horick tenía la risa fácil. Me costaba imaginarlo.
—Hicieron alguna clase de trato, aunque no sé las palabras exactas que se intercambiaron —respondió mi tía—. Supongo que Mayren se creyó que estaba prometida, aunque Horick enseguida dio muestras de lo contrario. —Se levantó, absorta en sus pensamientos, mientras yo trataba de seguir sus palabras.
—¿Por qué no se casaron?
—Él la tomó por tonta —respondió Agna, aunque el tono de su voz dejó claro que culpabilizaba a su hermana más que a Horick—. La indujo a creer que estaban prometidos y luego se negó a casarse con ella.
Mi madre. Horick.
—Mayren cometió muchos errores —continuó Agna—. Harías bien en aprender de su ejemplo. Una joven que sirve en el castillo debe cuidar en todo momento de su reputación. Un simple revolcón puede bastar para arruinarla.
La verdad de mi nacimiento quedó suspendida entre nosotras como un hilo invisible que se entrelazaba con sus palabras. Pese a la aspereza de su tono, yo sabía que Agna se consideraba buena persona al callarse que yo era ilegítima. No quise admitir que ya lo sabía.
—Mayren pagó cara su imprudencia. En cuanto a él, no parece que le haya ido muy bien. Me sorprendería que le quedara la mitad de los dientes.
Durante años yo había hecho conjeturas acerca del hombre que me había engendrado, tejiendo tramas de amantes desventurados y pasión prohibida. Por fin había llegado al final de la búsqueda, pero no había satisfacción en ello. Se me marchitó el alma a causa de la decepción.
—Te ha ido bien en el castillo, Elise —dijo Agna—, mucho mejor de lo que me esperaba. No dejes que las palabras zalameras y la buena apariencia te aparten de todo lo que has logrado.
Era como si mi tía hubiera leído mis lujuriosos pensamientos acerca de Marcus. Asustada por su clarividencia, la tranquilicé asegurándole que mi conducta era irreprochable.
Durante la cena me imaginé encarándome con Horick durante el trayecto de regreso. ¿Qué me diría al soltarle el nombre de mi madre? ¿Me pediría perdón? ¿Ofrecería una endeble excusa para justificar su traición? Cuando me abrió la portezuela del carruaje, escudriñé su rostro ceñudo buscando algún indicio que me resultaba familiar, si bien no alcancé a ver ningún rasgo de mi aspecto en sus mejillas arrugadas y su barbilla caída. Maldiciendo en mi fuero interno mi cobardía, subí y regresamos al castillo en silencio a través de las calles oscuras. Si él me hubiera dirigido alguna palabra cortés cuando me bajé en el patio tal vez me habría armado de valor para hablar. Pero su actitud cortante e irrespetuosa hizo que temiera su reacción si me enfrentaba con él. Oírlo insultar a mi madre habría sido más de lo que yo podía soportar. Peor aún, una admisión de parentesco por parte de Horick podría otorgarle algún derecho sobre mí, y yo no quería tener obligaciones hacia un hombre así.
Aquella noche, aunque me sentía capaz de dejar la almohada empapada de lágrimas, me obligué a concentrarme en Marcus. El triste destino de mi madre y el papel que Horick había desempeñado en él constituían un fragmento de mi pasado que debía enterrar y olvidar. Yo estaba en la cúspide de un nuevo comienzo y Marcus me hacía señas para que siguiera adelante. Por fin descubriría lo que era tener un pretendiente, una persona que anhelaba mis caricias tanto como yo las suyas.
No obstante, un pensamiento perturbador no cesaba de traspasar mis fantasías infantiles. ¿Era así como se había sentido mi madre la noche que se había entregado a Horick?