12
Segundas oportunidades
¿Es posible que diez años transcurrieran como uno solo? Para describir una sola tarde con Marcus necesitaría una hora entera: la luz del sol en su rostro, las miradas que nos cruzábamos, las palabras que me susurraba haciéndome ruborizar. Sin embargo, la década posterior a nuestra separación se resume en pocas palabras: mi vida siguió igual. En el interior del castillo un día sucedía a otro mes tras mes, y los rituales de la corte se mantenían inalterables por el paso del tiempo. Pero más allá de los muros las sombras se concentraban. El mal que habíamos intentado ahuyentar durante tanto tiempo se arremolinaba implacablemente más cerca, desperdigando sospecha y pánico a su paso.
El reino se había convertido en una tierra regida por el miedo en lugar de por la fuerza. El de lord Steffon fue el primero de una serie de fallecimientos misteriosos cuyas víctimas eran todas nobles que viajaban por regiones lejanas. Transcurría un año sin incidentes, quizá dos, pero al final llegaba la noticia de una caída terrible o un inexplicable colapso sufrido por un pariente de la familia real o el sobrino de un cortesano. ¿Era obra de Millicent? No podíamos estar seguros, y la incertidumbre indujo al rey Ranolf a gobernar con mano más dura. Mandó soldados al norte, donde confiscaron los hogares de los deRauley y de sus partidarios, y fortificaron las viviendas convirtiéndolas en ciudadelas desde las que patrullar la región. Redes de informantes remunerados comunicaban hasta el cuchicheo más inofensivo, y la mazmorra del castillo se llenó de súbditos imprudentes que habían expresado en voz alta pensamientos desleales. La reina Lenore se volvió retraída y se pasaba horas rezando en la capilla real. Desesperada por obtener el perdón y la protección de Dios, cambió sus más elegantes galas por trajes negros, y se convirtió en presa fácil de monjas errantes y presuntas videntes que le vendían sus talismanes religiosos para ahuyentar el mal.
Sin embargo, pese a los angustiosos rumores que nunca nos abandonaban, nos sentíamos seguros dentro de ese elevado círculo de piedras toscamente cortadas. Hasta el mismo final creímos que el castillo nos protegería.
Yo ya no era la tímida joven del campo que había temblado ante las imponentes puertas del castillo. Soltera a los veintiocho años, podría haber suscitado lástima a algunos, pero no a mí misma. Era parte integrante de la corte, y estaba segura de mi posición y de mi función. Las piedras de toque de mi vida anterior habían desaparecido: mi único hermano superviviente, Nairn, me mandó recado de que nuestro padre había muerto sin que nadie lo llorara y de que partía a ultramar en busca de fortuna. Marcus y sus padres hacía tiempo que habían cambiado de dirección en la ciudad, y Flora, mi maestra y aliada, se había convertido en una reclusa enferma y postrada en cama. Yo pasaba algún que otro domingo con la tía Agna, cuya casa se había vuelto menos alegre al casarse sus hijos y marcharse. Solo quedaban mi prima Damilla y su marido, que habían heredado el negocio familiar de telas, junto con su hija Prielle. Se había convertido en una niña callada pero curiosa que me recordaba a mí misma cuando tenía su edad. Yo hacía lo posible por cautivarla con mis historias sobre la vida en la corte, que ella escuchaba embelesada.
La reserva de Prielle no podría haber contrastado más con Rose, quien a los trece años disfrutaba con la conversación animada y no titubeaba en dar a conocer sus opiniones. Era un faro en esos tiempos sombríos, y su robusta salud constituía un desafío diario al odio de Millicent. Tenía el cabello castaño y abundante de su padre, y los ojos grandes y expresivos de su madre; sus labios rojos y carnosos recordaban el capullo de la flor del mismo nombre. Semejante aspecto le habría procurado propuestas matrimoniales aun sin su título y su enorme fortuna, si bien el rey no esperó para asegurar su porvenir y a los diez años la prometió en matrimonio a sir Hugill Welstig, un pariente lejano cuya familia era propietaria de un vasto estado en la parte occidental del reino. Las jóvenes de sangre real a menudo intercambiaban votos a los catorce o quince años, pero Rose suplicó que no la casaran hasta cumplir los dieciocho, y el rey Ranolf, que no podía negarle nada, accedió a sus súplicas.
Yo misma, al no sentir una gran atracción hacia el matrimonio, me solidaricé con la reticencia de Rose. Podría haberme casado con algún sirviente y conservado mi puesto, trasladando únicamente mi camastro a otra habitación. Más de un hombre me había dado a entender con miradas llenas de admiración y bromas pícaras que me tomaría por esposa. Pero yo había apuntado peligrosamente alto. Nunca volví a estar cerca siquiera de sentir lo que había sentido por Marcus. Había amado una vez y el afecto a pequeña escala no era suficiente para tentarme.
No era tan boba para creer que el amor era necesario para que funcionara un matrimonio. Las mujeres se casan para asegurarse un techo sobre la cabeza y un plato en la mesa. Se casan porque necesitan un protector y porque quieren tener hijos. Todas esas razones son totalmente respetables y ninguna tiene nada que ver con el amor. Pero mis necesidades estaban cubiertas: tenía un bonito hogar, comida abundante y ropa elegante. Como asistente personal de la reina, era una figura respetable y respetada aun sin un marido. Después de haber visto venir al mundo a tantos niños era un alivio para mí ahorrarme semejante suplicio, aunque cuando sostenía en brazos un bebé en pañales sentía una punzada. Me preguntaba qué debía de sentirse al estar unido de verdad a una criatura tan diminuta. El amor que habría prodigado a mis propios hijos fue a parar a Rose y a Prielle.
Solo una vez en todos esos años me cuestioné la decisión de no haberme casado. Mientras paseaba por las calles de Saint Elsip después de visitar a mi tía, un rostro conocido me arrancó de mis ensoñaciones. En los cinco años transcurridos desde nuestra ruptura, Marcus había perdido toda huella de juventud y se comportaba como un hombre acaudalado, cruzando la plaza de la catedral con una mujer baja y robusta, y una niña. Tenía una mano en la espalda de la mujer, guiándola en medio de la multitud, y recordé al instante y de forma visceral lo que había sentido siendo objeto de su delicada atención. Ante mí estaba la vida que podría haber tenido. Una oleada de ansiedad me hizo un nudo en el estómago y antes de que él pudiera verme me volví.
Pero era demasiado tarde. Marcus se había detenido y me miraba, esperando que fuera yo quien decidiera qué iba a ocurrir a continuación.
Mi primer impulso fue huir. Pero la reina había sido una maestra excelente. Esbocé una sonrisa educada y me acerqué. Marcus me saludó con los modales formales con que saludaría a cualquier conocido, y me presentó a su hija, Evaline, y a su mujer, Hester. Al examinarla de cerca comprendí la razón de su redondez: la prueba de que otro hijo estaba en camino. Sentí cierta satisfacción al reparar en su vestido sin gracia y en su rostro rollizo y pecoso; yo llevaba el cabello recogido a la última moda, con tirabuzones que me enmarcaban el rostro, y mi tez, protegida del sol por los muros del castillo, era tersa e inmaculada. Sin embargo, ella había reclamado el premio que en otro tiempo yo había creído mío.
—¿Cómo está? —preguntó Marcus.
A diferencia de tantas personas que hacen esa pregunta, él parecía sinceramente interesado en mi respuesta. Respondí lo mejor que supe, pues poco tenía que contar. Su vida se había transformado desde la última vez que nos habíamos visto; la mía, en cambio, no había cambiado gran cosa.
—¿Entonces no se ha casado?
Hice un gesto de negación. Si la noticia lo sorprendió o le produjo satisfacción, no lo demostró.
—La vida en la corte me ha parecido suficientemente rica sin un marido —no pude resistir añadir.
Hester frunció el ceño con desaprobación, pero Marcus hizo un débil intento de contener una sonrisa, no supe si causada por mis palabras o por la reacción de su mujer.
—Me alegro de que su lealtad a la reina y a la princesa Rose haya sido recompensada.
Nos miramos y la rigidez que había entre nosotros se destensó. Por un instante fue como había sido cuando Marcus era mi amigo. El tiempo había aliviado el dolor de la separación, y recordé la desenvuelta relación que nos había unido cuando nos comunicábamos con poco más que una mirada.
—Ha sido un placer verlo —dije, alegrándome de haber resistido mi primer impulso de evitarlo—. Es una satisfacción saber que es feliz.
Él sonrió con afecto, y yo recibí el mensaje que quería transmitirme sin necesidad de que lo expresara en palabras: «Del mismo modo que no doy mi amor fácilmente, tampoco lo retiro con facilidad. Pase lo que pase, siempre sentiré afecto por ti».
Y yo por ti, respondí en silencio.
Hester tiró de la mano de la niña para seguir andando.
—Vámonos ya —ordenó a Marcus—. El oficio está a punto de comenzar.
—La catedral. Es el cumpleaños de Evaline y hemos creído que debíamos dar las gracias especialmente en un día como hoy.
—Naturalmente. La reina también me estará esperando.
Nos separamos con amabilidad y sin rencor. Los dos gozábamos de salud y estábamos contentos, que era más de lo que la mayoría de la gente podía decir. Eso bastaba.
Los años transcurridos habían sido piadosos, pues difuminaron el recuerdo de los ávidos besos de Marcus, del tacto de sus dedos en mi piel. Cuanto más tiempo pasaba sin un hombre menos necesitaba uno. No bien me resigné a vivir sola apareció un pretendiente que no pude rechazar fácilmente. Un pretendiente que me demostró lo poco que comprendía mis propios deseos.
Fue la reina Lenore quien me lo comunicó. Acababa de volver de visitar a Flora y me sentía abatida por los signos que había percibido de un mayor deterioro. Sus remedios eran impotentes contra los implacables estragos de la vejez: las piernas debilitadas que ya no le permitían pasear por los jardines, mala vista y una mente que se encendía más fácilmente con las anécdotas del pasado que con los acontecimientos del día anterior. Yo acudía a ella más como acompañante que como alumna, para asegurarle con mi presencia que no había sido olvidada.
—¡Elise! ¡Qué gran noticia! —canturreó la reina con un entusiasmo insólito en ella cuando entré en su alcoba.
Dio palmaditas a su lado en la colcha apremiándome a que me sentara. Cuando estábamos a solas le traía sin cuidado la etiqueta adecuada entre una doncella y su señora.
—No vas a creerlo. Has recibido una propuesta de matrimonio.
Me quedé tan perpleja que tardé un momento en responder. A lo largo de los años la reina Lenore me había preguntado de vez en cuando si había algún hombre especial y yo siempre le respondía que no. Con el tiempo dejó de preguntar.
—No es posible —protesté, pensando que solo podía ser fruto de un malentendido—. No tengo ningún pretendiente.
—¿Seguro que no has notado el interés de cierta persona? —me preguntó con los ojos muy abiertos de la satisfacción.
—De verdad que no.
Mi perplejidad saltaba a la vista, porque la sonrisa de la reina Lenore desapareció y me miró con curiosidad.
—¿Dorian no te ha dicho nada?
¿Dorian? Mi desconcierto ante el inesperado nombre era prueba de que me habían confundido con otra mujer. El talento de Dorian para montar a caballo y cazar lo había introducido en el círculo íntimo del rey, y había regresado hacía poco después de permanecer dos años al mando de una tropa en el norte, misión que se consideró como un especial signo de favor. Por lo que yo había visto, sus hazañas de caballero solo habían aumentado su atractivo entre las jóvenes nobles del castillo, y cualquiera de ellas se habría casado con él en el acto. Era absurdo que pidiera mi mano.
—Apenas nos hemos cruzado unas palabras en todo el tiempo que he vivido aquí —dije—. Debe de ser un malentendido.
La reina parecía desconcertada.
—Mandaré llamar a sir Walthur —dijo—. Es él quien me ha hablado de las intenciones de su hijo.
Una visita de sir Walthur a los aposentos de la reina haría estallar una tormenta de chismorreos de la que yo sería el centro.
—Por favor, milady —ofrecí, levantándome y quedándome de pie a su lado—. Es mejor que sea yo quien aclare esta confusión.
Los consejeros del rey y sus familias se alojaban en un pasillo situado justo encima de la Cámara del Consejo. Como consejero principal del rey, sir Walthur contaba con la estancia más amplia, que era más luminosa y espaciosa que las habitaciones del interior. Cuando entré en la habitación delantera, lo vi sentado ante un gran escritorio. Aunque no era un hombre grueso, todo él ofrecía una impresión de solidez, desde sus anchos hombros hasta sus carrillos flácidos y su nariz ancha. Su cabello abundante y blanco era como un gorro sobre la frente y las orejas, y resaltaba aún más en medio de la lúgubre ropa negra que le gustaba vestir. De no haber sido por la pesada cadena de oro con el sello real que le colgaba del cuello, podrían haberlo confundido con un monje particularmente bien alimentado. Pero no tenía la humildad de un clérigo, ya fuera verdadera o fingida. Sir Walthur ostentaba su posición con orgullo y cultivaba la reputación de ser alguien que se atrevía a cantar las verdades al rey. La seriedad de su actitud contrastaba sorprendentemente con la jocosidad de su hijo; no creía haber visto reír nunca a sir Walthur.
Levantó la vista cuando entré, y vi un eco de Dorian en su forma de pasear la mirada por mi cara y a través de mi cuerpo. Era normal en un hombre acostumbrado a evaluar los encantos de una mujer, o la ausencia de ellos.
—Sir Walthur, ¿puedo hablar con vos? —le pregunté haciendo una reverencia.
Él asintió bruscamente, señalando con una mano las butacas que tenía delante. Me detuve un instante, debatiéndome. Por regla general una sirvienta no tenía autorización para tomar asiento en presencia de un oficial de tan alto rango. Despacio, me senté frente a él temiendo a medias que me amonestara por la impertinencia.
—¿Le ha hablado la reina de nuestra propuesta? —preguntó.
Se me pasó por la cabeza preguntarle si él y su hijo se proponían tomarme por esposa conjuntamente. Pero asentí y esperé a que continuara.
—Confío en que aprecie el honor que se le hace. —Le retumbó la voz mientras hablaba, infundiendo autoridad a las palabras más sencillas—. No es mi intención ofender cuando digo que Dorian ha tenido ofertas más ventajosas. Sin embargo, dadas las circunstancias, debemos hacer todo lo posible. Espero que esté a la altura de la ocasión.
—Disculpad.
Sir Walthur no estaba acostumbrado a que interrumpieran sus monólogos, porque frunció el ceño irritado.
—¿Sí?
—Os ruego que me perdonéis —dije de la forma más servil—, pero su hijo no me ha hablado de matrimonio. De hecho, no me ha hablado de nada que yo recuerde. ¿La propuesta viene de él o de usted?
Sir Walthur me miró impasible, sin delatar ninguna emoción.
—¿Sabe algo de mi familia?
Hice un gesto de negación.
—Tengo dos hijos. Dorian es el menor y Alston el mayor. Alston es un hombre de nervios templados y pocas ideas. Nunca hará grandes cosas, pero cuida de la hacienda que tengo en el campo y cumple bien con sus obligaciones. Se casó con una joven respetable de un pueblo vecino hace unos años y han tenido tres hijos, y si Dios quiere, vendrán más. Con la sucesión del linaje asegurado no había prisa para que Dorian se casara. ¿Por qué iba a hacerlo? Tenía libre acceso al castillo y los jóvenes de su disposición necesitan tiempo para correrla antes de sentar la cabeza.
Sentí deseos de interrumpir su petulante torrente de palabras y hablarle de la estela de mujeres desconsoladas que los jóvenes ricos como Dorian dejaban a su paso. Pero cerré la boca y adopté una expresión respetuosa.
—Vivimos tiempos inciertos —prosiguió sir Walthur—. Hemos mantenido la paz gracias a los esfuerzos de mi hijo y de sus soldados. Pero los deRauley son diablos astutos y siguen promoviendo el descontento. Solo es cuestión de tiempo que nos enfrentemos a una rebelión abierta.
Me quedé perpleja. Aislada como estaba del resto del reino, no tenía ni idea de que el gobierno del rey descansaba en cimientos tan inestables.
—Dorian es lo bastante joven para recibir con entusiasmo la idea de un derramamiento de sangre. Confío en su habilidad en el campo de batalla tanto como en la de cualquier hombre, pero no puedo apartar de mi mente el pensamiento de que tal vez nunca regrese. Sería una tranquilidad para mí si dejara un heredero. Si lo impensable ocurriera y lo mataran debe dejar atrás un legado. ¿Lo comprende?
Asentí, pues creía que era lo que debía hacer, pero todavía no veía qué tenía que ver yo en todo ese asunto.
—Cumplí mi deber como padre y busqué una joven para casarla con Dorian, una pariente lejana de mi difunta esposa. Se prometió hace unos años y la boda debía de tener lugar este verano, cuando la joven alcanzara la mayoría de edad. Lamentablemente nos han informado de que una fiebre se la ha llevado. Las otras mujeres que yo había considerado como posibles esposas se han casado o ya están prometidas. Estaba dispuesto a buscar en lugares más alejados hasta que Dorian acudió a mí con una sugerencia. Usted.
La propuesta había partido del mismo Dorian. Aun así yo no tenía ni idea de por qué.
—Una criada, y de su edad, además, no era lo que había imaginado para mi hijo —continuó sir Walthur—. Sin embargo, ha llegado a mi conocimiento que su linaje es menos humilde de lo que me pensaba.
Sir Walthur clavó en mí sus ojos grandes y saltones, con la clase de mirada que hacía que hombres más débiles se desmoronaran ante sus exigencias. Él lo sabía. Sabía que el príncipe Bowen me había engendrado, y esa era la única razón por la que había aprobado esa unión.
—Nunca he hablado a nadie de mis orígenes y por una buena razón —me apresuré a decir—. Os ruego que no habléis de ello ni siquiera con el rey o la reina. —Si descubrían que era hija de Bowen podía perderlo todo: la confianza de la reina Lenore, mi posición en la corte, la amistad de Rose.
—Estoy de acuerdo en que debemos guardarlo en secreto. Bien, ¿qué dice?
Mi primer impulso fue decir que no era digna de semejante honor; estaba bien adiestrada en fingir humildad. Sin embargo, mientras escudriñaba el rostro arrogante de sir Walthur, mi benevolencia se endureció dando paso a la furia. Sir Walthur había urdido ese plan como si mis preferencias fueran algo secundario. Contaba con que accediera sin titubear y cayera de rodillas agradecida. Pero no lo haría. Una oleada de imprudencia me recorrió, chocando con el comedimiento que llevaba como armadura. Era la misma sensación que había experimentado al marcharme de la granja, resuelta a forjarme una nueva vida por mí misma. La misma sensación que me había invadido en los brazos de Marcus en ese prado, lista para dejar a un lado la precaución y la virtud. Era una sensación que estaba por encima de toda lógica, exigiendo ser satisfecha.
Clavé en sir Walthur mi más dulce sonrisa y respondí:
—Difícilmente podría aceptar una propuesta de matrimonio sin ver lo que mi futuro marido tiene que decir por sí mismo. Hablaré con Dorian antes de daros una respuesta.
Que se sulfure con mi grosería, pensé temerariamente mientras salía a grandes zancadas de la estancia de sir Walthur. Pero antes de enfrentarme a Dorian debía buscar a la única otra persona en el castillo que conocía la verdad sobre mis orígenes. Una persona que había creído que nunca me traicionaría.
Entré como un vendaval en la habitación de la señora Tewkes sin llamar a la puerta. Ella estaba sentada ante su mesa, escribiendo en un libro de cuentas, y se sobresaltó al verme.
—¿Cómo ha podido? —pregunté. Aunque sentía una opresión en el pecho a causa de la rabia, mi voz sonó como un gemido.
—Cálmate, Elise —me dijo bruscamente. Años de experiencia con doncellas histéricas la habían preparado. Dejó el bolígrafo y me sujetó por los hombros con firmeza, y me sentó en un taburete frente a la chimenea. Se sentó en una mecedora frente a mí y se echó hacia delante, con las manos en las rodillas.
—Bien, ¿a qué viene todo esto? —me preguntó con suavidad.
—Sir Walthur. Sabe lo de mi parentesco con el príncipe Bowen. Fue usted quien dijo que debía ser un secreto.
—Siempre y cuando pudiera entrañar un peligro para ti —replicó la señora Tewkes.
—¡No lo sabe ni la reina! —exclamé—. ¿Qué le importa a sir Walthur? ¿Qué quiere Dorian de mí?
La señora Tewkes se recostó y juntó las manos sobre el pecho. Me miró con una expresión que yo conocía bien y que proclamaba su experiencia en los entresijos del mundo. Era la mirada que solía utilizar para hacer callar a las criadas jóvenes que se atrevían a poner en tela de juicio sus edictos.
—Veo que ha sido un golpe para ti, de modo que seré indulgente, pero debes comprender que se trata de un gran privilegio. Esperaba que me dieras las gracias, no que me soltaras una reprimenda.
La miré anonadada.
—Sí, he sido yo quien te ha propuesto como posible esposa para Dorian, y no me arrepiento. ¿Crees que tu madre habría querido que te quedaras soltera? Sé que alguien te rompió el corazón, pero casi todas hemos pasado por eso. Y aprendemos a superarlo y a seguir adelante.
»A los veinte o veintiún años se puede hacer una buena boda. Pero tú has parado los pies a todos los hombres que han mostrado algún interés. ¿Qué crees que ocurre con una mujer soltera cuando envejece? ¿Cuando ya no es lo bastante vigorosa para atender a la reina? No tiene familia ni hogar propio. Quizá haya ahorrado lo suficiente para vivir en una pensión y pagarse una o dos comidas al día. Pero ¿no deseas algo mejor?
Tal vez los demás me consideraran una doncella mayor, pero yo no lo era; nunca me había parado a pensar en lo que sería de mí dentro de veinte o treinta años. Al considerar de pronto las palabras de la señora Tewkes, caí en la cuenta de que no había criadas entradas en años en el castillo. Por supuesto que no. Solo se concedía alojamiento y comida a las que podían trabajar. Si te oían jadear al subir la escalera o no tenías el pulso lo bastante firme para sostener una bandeja, te despedían. ¿Y entonces qué?
—Te contaré cómo sucedió y podrás juzgar por ti misma al final —dijo la señora Tewkes—. Ayer Dorian se acercó a mí en la gran sala, con esa gran sonrisa suya, y me dijo: «Señora Tewkes, tengo un problema que solo usted puede resolver». Me comentó que su padre estaba presionándolo para que se casara, y quería saber si conocía algún buen partido. «Usted está mucho mejor informada que mi padre sobre todo lo que ocurre en la corte», me dijo, y es cierto. Yo le mencioné a unas cuantas damas de familia y edad adecuadas, y él carraspeó y murmuró algo, pero vi que ya las había considerado y rechazado. No sé qué me llevó a mencionar tu nombre. Fue una sugerencia improvisada que hice de pasada, pero él se animó al instante.
Mi rígida postura poco a poco se había relajado junto con mis recelos, y escuché con atención.
—Recuerdo sus palabras exactas: «Me intriga». ¡Te imaginas a alguien de su rango diciendo eso de ti! Pero así suele ser con los hombres. La mujer que sucumbe rápidamente pierde su encanto, mientras que la que se mantiene aparte conserva su atractivo. Puede que tú seas la única mujer atractiva de la corte a la que nunca le ha puesto una mano encima.
—Por buenos motivos —repliqué indignada.
—Siempre ha sido un sinvergüenza —coincidió la señora Tewkes—. Pero ahora es un hombre maduro y está mirando hacia el futuro. ¡Imagínate, ser la nuera del consejero del rey!
—De modo que endulzó la poción hablándole de mis orígenes.
La señora Tewkes meneó la cabeza.
—No. Dorian ya estaba dispuesto a tomarte como esposa. Fue a su padre a quien tuve que convencer. Entró sin llamar, como has hecho tú hace unos minutos, y exigió que le rindiera cuentas de su pasado y su carácter. Le hablé de su lealtad hacia el rey y la reina, y le aseguré su virtud, pero aun así él titubeó. De modo que le ofrecí un último argumento a su favor y fue tal como había esperado. Al oír el nombre de tu verdadero padre dejó a un lado las objeciones.
Me encorvé en el taburete, agotada la fuerza de mi rabia justificada.
—Ánimo, muchacha —me apremió la señora Tewkes—. ¡Tu futuro está asegurado!
El hombre más apuesto de la corte deseaba casarse conmigo, y su padre, la señora Tewkes y la reina aprobaban la unión. ¿Qué importaban mis deseos? Como había dejado claro la señora Tewkes, una oportunidad así no volvería a presentarse.
—No he olvidado las promesas que hizo Dorian a Petra, solo para apartarla luego de su lado. ¿A cuántas criadas más habrá seducido?
La señora Tewkes se encogió de hombros.
—Ha tenido a todas las que ha querido. Pero ninguna de ellas fue seducida contra su voluntad. Y solo una, que yo sepa, le dio un hijo. Sir Walthur se encargó de que la atendieran bien.
Asentí, pero ella vio mi repulsión.
—Las cosas no siempre son tan claras como te imaginas —advirtió—. Karina nunca negó sus favores a un hombre. El niño tal vez no fuera suyo siquiera. Puede que engatusara a Dorian para que mantuviera al hijo bastardo de otro hombre.
No era un pensamiento muy reconfortante. Todo lo que había oído decir de mi futuro marido no hacía sino confirmar mis peores sospechas.
Cuando regresé a los aposentos de la reina Lenore, en la sala de estar había unas cuantas damas de compañía, cosiendo en silencio.
—Ha recibido una visita —me dijo una de ellas. Sin levantar la vista de sus puntadas pronunció el nombre de Dorian, y advertí cómo la curiosidad amenazaba con estallar a través de su aire de indiferencia—. Ha dicho que estará en la armería si desea hablar con él.
Me pregunté si ya habían corrido por la corte los rumores acerca de su propuesta. En cuanto salí de la cámara oí a las damas de Lenore susurrar. Al no haber sido nunca el blanco de sus chismorreos, el sonido me inquietó.
La armería era un edificio de ladrillo situado detrás de los establos y colindante con los muros del castillo. Era un territorio de marcada masculinidad, lleno de espadas y picos, y del nocivo humo que se elevaba de los fuelles de los herreros. Miré hacia sus lóbregas profundidades desde la entrada abovedada antes de entrar con cautela, preocupada por que me alcanzara un arma errante. Ante mí había dos hombres empapados en sudor, insultándose a gritos furiosos y desagradables. Al advertir mi presencia interrumpieron la discusión, y al advertir mi nerviosismo y mi delicado vestido fruncieron el ceño con recelo. Temí haber cometido un error al entrar.
—¡Ah, señorita Elise!
Dorian salió del centro de la habitación mal iluminada y se acercó a mí con una espada que destelló al reflejarse en ella las llamas cercanas. Con sus anchos hombros y su vigoroso paso, era la viva imagen de un soldado. Su cabello había perdido el brillo dorado de la juventud, pero seguía siendo impresionante: ojos azul claro que parecían incapaces de enfadarse, mandíbula recia, piernas y brazos musculosos. En la armería en penumbra, solo él parecía iluminado por un resplandor mágico. No pude evitar que mi mirada se viera atraída hacia él.
Me quedé atrás, esperando. Él me señaló con la cabeza y dijo unas pocas palabras al herrero que estaba a su lado. Movió la espada a un lado y a otro, quizá para exhibirse, porque sabía que hacía resaltar su atractivo y era muy consciente del efecto que tenía su físico en las mujeres. Satisfecho, entregó el arma y se acercó a mí.
—Es hora de que hablemos. Sígame.
Él estaba acostumbrado a ser obedecido y yo a ser conducida. Sin preguntar adónde íbamos, lo seguí por delante de los establos hacia una escalera que subía por el muro del castillo.
—¿Ha estado aquí alguna vez? —me preguntó, señalando el pasaje que rodeaba la parte superior del muro.
Meneé la cabeza.
—Las vistas valen la pena. Además, aquí es menos probable que alguien nos oiga. —Subió los escalones de piedra de dos en dos; preocupada por mis faldas, lo seguí despacio, notando cómo me daba vueltas la cabeza a medida que me acercaba a lo alto. Dorian se detuvo en el estrecho pasaje de piedra en lo alto del muro y me tendió una mano para sostenerme. Luego me guió unos pasos hacia una pequeña torre de vigía.
Señaló la ventana y a través de ella vi exuberantes tierras de cultivo que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. A mi derecha estaba Saint Elsip, y justo delante se alzaban las montañas de Allsbury sobre el horizonte. Contemplando la tierra desplegada ante mí reconocí con un sobresalto los bosques a los que Marcus me había llevado hacía años. En algún lugar entre esos árboles estaba el prado donde nos habíamos besado. Y cerca de allí se encontraba la curtiduría, su curtiduría, el lugar donde él trabajaba y vivía con su mujer y su familia. Aparté la mirada y miré más allá. Campos de cultivos de final de verano cubrían la tierra en un diseño de dorados y verdes, y entre ellos serpenteaban senderos marrones como viñedos retorcidos.
—Es precioso.
—Los soldados acaban acostumbrándose a estas vistas. Usted las mira con nuevos ojos.
El sonido de su voz me recordó el motivo de nuestra visita.
—Dorian… —empecé a decir.
Él me apretó los labios con un dedo. La familiaridad del gesto me sorprendió. No estaba segura de si sentirme halagada u ofenderme por la presunción.
—Primero debo pedirle disculpas. Esperaba acudir personalmente a usted para presentarle mi propuesta como un caballero. Pero me he enterado de que mi padre ha estropeado mi galante plan entrometiéndose. No era mi intención que mi propuesta fuera discutida por la mitad del castillo antes de que tuviéramos oportunidad de hablar.
Me deslizó la mano por la cara hasta detenerla en mi brazo. Noté calor debajo de la manga.
—Apenas nos conocemos, Elise, pero usted tiene todas las cualidades que busco en una esposa. Lealtad, discreción, paciencia. Y otros encantos no tan fácilmente visibles. Su modestia ha mantenido muy oculta su belleza.
El calor que notaba en el brazo se extendió a mi rostro. Recordé avergonzada el día en que él me había visto espiarlo seduciendo a Petra y el placer que le había causado mi atención. Cuánto deseé no ruborizarme, porque revelaba emociones que prefería enmascarar.
—Me siento muy honrada —murmuré, apartándome de él—. Pero tengo entendido que ya ha estado prometido antes a una mujer más hermosa que yo.
—¿Friedig? —preguntó él, sorprendido, y supuse que era la esposa con la que tenía previsto casarse y había fallecido hacía poco—. Dios la acoja en su seno, pero no era precisamente una belleza.
¡Qué pronto la había olvidado! Vi el desconsolado rostro de mi amiga con tanta claridad como si acabara de separarme de ella, y se me revolvió el estómago de la rabia ante su traición. Cuando se le demudó el rostro, vi de pronto otra faceta del hombre que había despreciado durante tanto tiempo.
—Petra. —Pronunció el nombre en un susurro y eso bastó. Bastó para saber que la había amado—. ¿Está bien? —me preguntó, y su voz volvió a adoptar al tono educado y firme de un cortesano.
—Se casó y se marchó de la ciudad hace muchos años. —Decidí no decirle nada de su marido. Un hombre de la posición de Dorian no consideraría a un herrero como un gran partido.
—¿Y no ha vuelto a saber nada de ella?
Hice un gesto de negación.
Por un breve instante el rostro de Dorian se ensombreció. Se volvió y miró hacia el patio, donde un grupo de jinetes se preparaba entre empujones y gritos para partir. Si él tenía intención de unirse a él, debía de haber cambiado de opinión, pues enseguida volvió hacia mí su atención.
—Siempre habló bien de usted.
—Ella también tenía mucho que decir sobre usted.
Dorian dejó escapar una carcajada, y su inesperada jovialidad me cogió por sorpresa. ¿Se burlaba de mí o admiraba mi espíritu?
—Me lo imagino. Petra nunca tuvo pelos en la lengua. Era una de sus cualidades más admirables.
—Cualidades que no fueron suficientes para que la hiciera su esposa.
Dorian me miraba fijamente, y las arrugas que la risa había surcado en su rostro desaparecieron. De cerca vi los signos de una vida dura grabados en su rostro, pero en lugar de estropear su belleza la realzaba. Yo había sentido poca atracción hacia el niño bonito por el que Petra se derretía, pero el nuevo Dorian se había ganado el derecho a moverse con la arrogancia de un caballero.
—Nunca quise tratar a Petra injustamente. Éramos jóvenes y necios, y hablamos de matrimonio como dos muchachos enamorados, sin pensar en el futuro.
Durante años creí que Petra había sido víctima de la astucia de Dorian. Pero ¿y si me estaba diciendo la verdad? ¿Y si creyó sus promesas cuando las hizo?
—Yo seguía las órdenes de mi padre desde que era un chiquillo —continuó—. Él escogía a mis compañeros y a mi caballo cuando era niño, y yo sabía que elegiría a mi esposa cuando llegara el momento. Como cualquier joven obstinado que se cree un hombre jugueteé con la idea de desafiarlo. Pero nunca tuve el coraje de hacerlo. Hasta ahora.
Me tomó las manos entre las suyas.
—Elise, hablaré sin rodeos. Nada le gustaría más a mi padre que arreglar otro matrimonio con una joven rica y adecuada. Pero esta vez escogeré por mí mismo.
—¿Y me escoge a mí? ¿Por qué?
—Creo que hacemos una buena pareja. Usted entiende los entresijos de la corte y sabrá cuidar de sí misma si he de acudir al campo de batalla. Yo no tengo madera para ser un marido perfecto, pero le prometo todo el honor de mi apellido.
Sus ásperos pulgares acariciaron la delicada piel de mis muñecas.
—¿Me acepta?
Distaba de ser la declaración de amor que había imaginado de mi futuro marido. Pero no hizo falsas promesas y quizá eso era más valioso que la poesía.
—No soy digna.
—Ha hablado como una verdadera dama —dijo él con una sonrisa satisfecha—. He visto a mujeres de mejor cuna convertirse en una vergüenza para sus maridos. No temo eso de usted.
Deslizó las manos hasta mi cintura y me atrajo poco a poco hacia sí.
—Si acepta, podríamos ser marido y mujer hacia la época de la cosecha.
Apretó sus caderas contra las mías, y me presionó la espalda con sus poderosas manos, atrayéndome aún más hacia él hasta que nuestros cuerpos se fundieron. Podría haberme desmayado pero me mantuve erguida, tal era su dominio sobre mí. Se inclinó para besarme la frente, la mejilla y al final los labios. Cerré los ojos y me entregué a la cálida sensación que me recorrió la piel, adormeciendo mi resistencia. Indiferente como me creía a sus ardides, no podía negar el deseo que sus caricias provocaban en mí, el pulso repentinamente acelerado, el intenso apremio que me impulsó a devolverle los besos con mayor fuerza incluso. Liberando mis brazos, le recorrí la espalda con las manos y seguí deslizándolas hacia abajo; noté la dureza de sus piernas a través de las faldas y la sensación debilitó la poca resolución que me quedaba.
Poco a poco Dorian apartó los labios de los míos, sonriendo divertido.
—¿Puedo tomarlo como un sí?
Me ruboricé y, rehuyendo su mirada, asentí avergonzada de mi audacia. Dorian me sostuvo el rostro entre las manos y lo volvió hacia él. Al principio pensé que se reía a mi costa, pero enseguida me di cuenta de que estaba satisfecho con mi fervor. Renunciando a cualquier intento de recobrar la compostura, me sometí de buen grado cuando él deslizó los dedos por debajo de la cofia, atrayéndome una vez más hacia sí.
Me había tomado a pecho las advertencias de la señora Tewkes. Sabía que el prestigio y la fortuna de la familia de Dorian me asegurarían un futuro acomodado y que en calidad de esposa o viuda sería atendida en mi vejez. Pero esa no fue la razón por la que acepté la propuesta de Dorian. No lo amaba, y no confiaba del todo en él. Pero en cuanto me besó mi cuerpo se sometió al suyo. Una vez que estuviéramos casados esos abrazos apasionados dejarían de ser motivo de vergüenza. Me imaginé la noche de bodas, y de pronto me encontré anhelando descubrir los placeres que hallaría en brazos de mi futuro marido.