9
Los pasos del cortejo
Aquel otoño y el invierno que lo siguió perduran en mi memoria no tanto como una ordenada concatenación de días sino como una confusión de recuerdos. Cuando la vida sigue el rumbo de los deseos es fácil dejarse arrastrar sin pensar. Solo ahora ciertos incidentes cobran una relevancia que no tuvieron entonces. Así como se resta importancia a una suave brisa hasta que se reconoce como el presagio de una tormenta violenta, yo subestimé todo signo de que se avecinaban problemas. Perdida en una bruma de enamoramiento, olvidé que todos y cada uno de nosotros estábamos expuestos a lejanas fuerzas concentradas en la venganza. Nuestros enemigos se contentaron con permanecer ocultos mientras conspiraban para hundirnos, desapareciendo en el fondo de nuestros pensamientos. Así, por medio de la ignorancia y la despreocupación, nuestros destinos fueron decididos.
Pero ¿quién de nosotros es capaz de predecir el resultado final de nuestras decisiones diarias? Yo misma pasé por alto con obstinación las repercusiones de mi enamoramiento de Marcus. De entrada él me había explicado, encantadoramente avergonzado, que los aprendices no podían casarse; cualquier conversación sobre matrimonio tendría que esperar a su ingreso en el Gremio de Comerciantes, previsto para el año siguiente. Yo no tenía prisas en renunciar al nivel de vida que había alcanzado en el castillo y la reina tampoco estaba impaciente por liberarme de mis obligaciones a su lado. Aunque se interesó amablemente por mi romance, en más de una ocasión me recomendó que no me precipitara en casarme, y yo enseguida la complací. Así, durante un tiempo mi rutina diaria no se alteró mientras el amor me transformaba.
Bajo la mirada penetrante y llena de admiración de Marcus me convertí en la mujer que siempre había querido ser. Caminaba con paso seguro y en presencia de él hablaba con más libertad y más franqueza que con nadie. Sin embargo, debajo de mi actitud segura había una joven atolondrada que se ponía nerviosa antes de cada encuentro, tan impaciente estaba por sentir el calor de su mano alrededor de la mía. Marcus, un caballero en todos los sentidos, nunca me apremió por el camino de la tentación, y yo sentía un orgullo desmedido por nuestro casto noviazgo. Pero el deseo de ir más allá latía bajo nuestras animadas conversaciones. Yo notaba cómo él temblaba en las pocas ocasiones en que nos dábamos un beso furtivo en la penumbra de un portal. Siempre me había intrigado el sereno autodominio de Marcus en nuestro primer encuentro, si bien vislumbrar esos sentimientos, espejo de los míos, hizo que me enamorara perdidamente de él.
Durante mis visitas a la ciudad Marcus nunca me llevó a su casa, aunque en varias ocasiones me aseguró que Hannolt me mandaba saludos y sus mejores deseos. Se refería de pasada a la enfermedad de su padre, de eso deduje que a sus padres no les gustaba recibir. Ver a semejante hombre postrado por la enfermedad debía de ser doloroso para un hijo, y yo evitaba el tema a no ser que Marcus lo sacara a relucir. En realidad era un alivio ahorrarme las charlas incómodas con sus padres, ya que atesoraba todos los momentos que pasábamos a solas. A veces no podía resistir el impulso de poner a prueba los límites de nuestro romance y apretaba el cuerpo contra el de él mientras nos besábamos; entonces notaba cómo me asía con más fuerza los hombros y observaba con qué pesar se apartaba de mí con las mejillas encendidas. Era emocionante comprobar el efecto que mi cuerpo tenía en el suyo, del mismo modo que cada caricia suya provocaba un jadeo en mí.
Esos meses dorados se intercalan en mi memoria con las imágenes de Rose convertida en una niña encantadora. Era hermosa incluso entonces, cuando cantaba canciones por los pasillos del castillo, y daba brincos por el jardín arrancando flores para ponérselas de cualquier modo detrás de la oreja. La reina Lenore trataba en vano de alisar su cabello dorado rojizo y evitar que se manchara los vestidos, ya que Rose siempre estaba lista para emprender una nueva aventura, impaciente por descubrir lo que aguardaba a la vuelta de la esquina.
Fue durante una de esas excursiones cuando Flora tiró de la manga de mi vestido con sus delgados dedos y me llevó aparte. Mirando con ojos parpadeantes a Rose, que se reía entre las flores silvestres, susurró:
—Ha llegado el momento.
Vi en su rostro una expresión de firme resolución, desprovista del habitual aire de melancolía. Por un instante escalofriante e inesperado fue como mirar a Millicent y oír cómo sus pensamientos dominaban los míos. «Te enseñaré todos mis secretos. Si te dejas guiar aprenderás a conquistar la misma muerte.» Hacía tanto tiempo que Flora me había sugerido ser su aprendiz que había olvidado la propuesta. De pronto se apoderaron de mí unas intensas ansias de aprender los conocimientos que ella me había prometido. La fuerza de ese repentino e inexplicable anhelo me aterró. ¿Era la prueba de los oscuros poderes de Flora? ¿Podía fiarme?
—Mi primera lealtad es para la reina —respondí con cautela.
—Lenore te dará permiso para que me visites. Ella entiende la importancia de nuestra labor.
Nuestra labor. De modo que ya lo habían hablado entre ellas y tomado la decisión.
—Si estáis segura.
—Lo estoy. —Me tomó las manos entre las suyas y el contacto me produjo un cálido hormigueo de satisfacción por todo el cuerpo. El atisbo de peligro que tanto me había asustado se desvaneció. Por primera vez me creí capaz de curar. Me vi a la altura de los desafíos que me aguardaran.
Eso no significa que realizara mis primeras tareas con gran habilidad. A medida que se acortaban los días ayudé a Flora a recoger las últimas hierbas y a colgarlas junto a la chimenea para que se secaran, luego empecé la lenta y laboriosa tarea de triturarlas. Como tenía poca experiencia con el mortero y la mano de almirez, mis mezclas salían grumosas y espesas, y los primeros ungüentos que preparé fueron a parar a la basura. Pero me cautivaron las posibilidades a mi alcance. Me enfrascaba feliz en los libros de Flora, llenos de misteriosos ingredientes de los que nunca había oído hablar, e intentaba hacer coincidir los nombres con las etiquetas de los frascos. Como a menudo sucede cuando nos marcamos un desafío, me sentía desmesuradamente orgullosa de cualquier pequeño logro, y mis encuentros con Flora me distrajeron de la lobreguez del invierno.
Con los vientos gélidos que azotaban Saint Elsip, Marcus y yo nos vimos obligados a refugiarnos en la sala inferior durante nuestras citas de los domingos, para las que rogaba a los cocineros sidra caliente y pan recién hecho. Sin querer herir mis sentimientos, Petra había admitido que algunas de las doncellas de las damas se mofaban de que me cortejara un zapatero, y yo era más consciente que nunca de que éramos blanco de chismorreos. Por primera vez vi a Marcus a través de los ojos de los demás criados: su burda ropa de colores apagados; su desconocimiento de los modales de la corte; sus ojos llenos de admiración ante lujos que nosotros ya dábamos por sentado. La parpadeante luz de las antorchas que colgaban de las paredes del castillo dejaba en la sombra sus numerosas virtudes, iluminando solo los defectos del hombre que creía ser la horma de mi zapato. Sin disfrutar nunca de un momento de intimidad o de un roce íntimo, nos relacionábamos cada vez más como dos hermanos en lugar de como futuros amantes.
La monotonía de aquel invierno también se hizo sentir en Rose, que ya contaba tres años. Su sueño, que nunca era tranquilo a causa de la inquietud de su madre, se volvió aún más agitado, y empezó a despertarse por las noches, gritando de horror por algo que no era capaz de expresar en palabras. La primera noche la conmoción fue lo bastante fuerte para despertarnos a la reina Lenore y a mí en la habitación contigua, y pese a las palabras tranquilizadoras de la niñera la reina insistió en atender personalmente a su hija. Rose se negó a cerrar los ojos, aterrada de lo que vería en esa oscuridad, y su madre la estrechó en sus brazos durante horas hasta que casi al amanecer se le cerraron por fin los párpados.
Los gritos se repitieron la noche siguiente, y la siguiente. El rostro de la reina empezó a acusar el agotamiento, y Rose se arrastraba durante el día con los ojos rojos e irritable. La cuarta noche, cuando la reina Lenore se levantó de un salto de la cama al primer grito procedente de la habitación de Rose, abrí los ojos y la detuve al verla pasar junto a mi camastro.
—Ya voy yo, milady.
—Debo ir yo. Soy la única que puedo consolarla.
—¿Me permitís intentarlo? Lleváis días sin descansar.
El cansancio hizo que la reina Lenore tardara en reaccionar.
—Puede que todavía me llame.
—En ese caso vendré a buscaros —prometí. El llanto de Rose estaba adquiriendo un tono frenético y tembloroso, y alcancé a oír los intentos de la niñera de sosegarla—. Por favor.
La reina Lenore asintió y se apoyó en el marco de la puerta.
—Esperaré aquí, por si me necesitas.
Cuando entré en la habitación de Rose, sus berridos se volvieron más agudos y desesperados. En la oscuridad vi vagamente el brazo de la niñera alrededor de los hombros de la niña mientras esta forcejeaba para zafarse. En la chimenea solo quedaban unos rescoldos esparcidos, y el aire era húmedo y frío.
—¡Mamá! ¡Quiero que venga mamá! —exigió Rose.
—Chist. Está dormida. No debemos hacer ruido para no despertarla. —Hice un gesto a la niñera, que soltó a Rose y fue a encender una vela. Pasé una mano por la cara encendida de Rose mientras me arrodillaba al lado de su cama. Ella me miró llena de terror.
—Me quedaré contigo esta noche —dije con tono sosegante—. Solo dime de qué tienes miedo.
Rose cerró los ojos con fuerza y meneó la cabeza hacia uno y otro lado, desafiante.
¿Qué niño pierde la oportunidad de desahogarse?, pensé frenética. Luego acudió a mí la respuesta: el que teme que le castiguen por decir la verdad.
—¿Te han dicho que no le digas nada a tu mamá?
Rose asintió con los labios temblorosos.
—Pero puedes decírmelo a mí. Será nuestro secreto.
Rose consideró mis palabras con una mueca de indecisión.
—¿A quién has visto en sueños, cariño? ¿Quién te ha asustado tanto?
—¡La bruja!
Me quedé helada. Lo primero que acudió a mi mente, horrible en su claridad, fue la imagen de Millicent lanzando su maleficio en el bautismo de Rose. ¿Había conseguido atormentar los sueños de Rose?
—¿Una bruja? —pregunté con cuidado—. ¿Qué aspecto tiene?
—¡Horrible! —susurró Rose—. Tiene los dientes en punta. Y un sombrero negro. ¡Y los ojos rojos!
Casi me reí de alivio. No era Millicent. Yo misma debía de haberme visto atrapada en una pesadilla para imaginar que esa mujer podía alterar el sueño de Rose.
—¿Me comerá? —Los labios de Rose temblaban como si estuviera a punto de romper a llorar.
—Por supuesto que no —me mofé—. Las brujas se pondrían enfermas si se comieran a las niñas dulces como tú. Suelen comer colas de rata y ancas de rana, cuanto más podridas mejor.
—¡Puaj!
La vi esbozar una sonrisa e hice lo posible por bromear.
—La próxima vez que la bruja intente asustarte dile que se deje de tonterías. Mejor aún, dile que llamarás a tu padre. Él es un caballero valiente, ¿no?
—No hay ninguno mejor que él.
—Eso servirá. Tú solo piensa en tu padre con su armadura, y la bruja se irá volando en su escoba en un santiamén. —Le pasé una mano por el cabello—. ¿Estás mejor?
Rose asintió.
—¿Crees que podrás dormir ahora?
Ella me cogió la mano.
—¿Te quedarás aquí?
—Naturalmente.
Le dije a la niñera que dormiría con Rose y me deslicé bajo las mantas. A los pocos minutos Rose respiraba de forma acompasada, y cuando quise darme cuenta me estaba despertando mientras el cielo se iluminaba al otro lado de la ventana.
La noche siguiente Rose durmió de un tirón, aunque su sueño tranquilo no impidió que la reina estuviera un rato inclinada sobre la cama, escuchando su respiración pausada. La bruja regresó de forma intermitente a los sueños de Rose a lo largo de su infancia, pero no hablaba de ella mientras estaba despierta. Llegué a sospechar que las pesadillas de Rose eran consecuencia involuntaria de la vigilancia de sus padres. Al preguntarse por qué les preocupaba tanto su seguridad, la niña imaginaba que sus peores temores se hacían realidad. Solo mucho más tarde, después de que hubiera visto las horribles consecuencias de la ira de Millicent, me pregunté si mi primer instinto no había sido correcto, después de todo. ¿Poseía Millicent el poder de corromper los sueños de una niña inocente desde su lejano refugio?
Quizá a raíz de mi éxito al consolarla por la noche Rose empezó a exigir que le hiciera compañía con más frecuencia, siempre en busca de nuevas diversiones durante esos meses de confinamiento en el interior del castillo a causa del tiempo. Un domingo por la tarde se negó a apartarse de mi lado cuando la reina Lenore me despidió. La llevé de la mano hasta la entrada del castillo, donde me esperaba Marcus.
Tras hacer una señal a los guardias para que lo dejaran entrar, él cruzó la puerta y se sacudió la nieve de las botas. Rose lo miró con curiosidad.
—¿Quién es?
Observé cómo la expresión de él pasaba de la sorpresa al interés mientras se volvía hacia mí esperando indicaciones.
—Es mi amigo Marcus. Marcus, te presento a la princesa Rose.
Marcus hizo una reverencia y, manteniendo la cabeza a la altura de su cara, dijo:
—Es un honor.
—Marcus ha venido a verme a mí y tú debes irte a tu habitación —le dije a Rose—. Vamos, te acompañaré.
—¿Qué es esto? —me preguntó ella señalando los copos blancos que cubrían el abrigo de Marcus.
—Nieve.
Rose se apartó de mí y se acercó a él, mirando sorprendida. Había visto nevar a través de las ventanas del castillo pero nunca había tocado la nieve. Alargó la mano y Marcus le puso un dedo cubierto de cristales de hielo sobre la palma.
—¡Oh! —exclamó Rose. Se volvió hacia mí, con los ojos centelleantes—. ¡Quiero verla!
Era una de las frases favoritas de Rose, seguida por lo general de «No puedes», o «Ahora no» de su madre. Rose se impacientaba con su encarcelamiento y sentí una oleada de compasión por ella. No podía pasarle nada malo si nos quedábamos unos minutos fuera.
—¿Me permite su capa, señor? —le pregunté a uno de los guardias apostados junto a la puerta.
El guardia se quitó la gruesa prenda de lana y me miró con recelo. Yo la doblé para impedir que se arrastrara por el suelo y envolví a Rose en ella.
—¿Te importa? —le pregunté a Marcus.
—Por supuesto que no. —Y sonrió a Rose, quien batió palmas con regocijada expectación.
Hicieron falta dos hombres para abrir las enormes puertas de madera y salimos al mundo congelado. El habitual bullicio del patio cesó, dando paso a una silenciosa quietud mientras los copos de nieve flotaban y cubrían todas las superficies lisas. Rose jadeó cuando el aire helado le golpeó la cara.
—¿Hace demasiado frío? ¿Regresamos? —le pregunté, sabiendo cuál sería la respuesta.
—¡No, no! —gritó ella. Alargó las manos para atrapar los copos y pareció hipnotizada cuando se fundieron sobre su piel—. ¿Adónde han ido? —preguntó, tendiendo las palmas hacia mí y luego hacia Marcus.
—A ver si conseguimos atrapar uno —ofreció Marcus, mirándome con expresión interrogante.
Sonreí asintiendo, aliviada al ver que no le disgustaba la compañía de Rose. En todo caso, su presencia había sacado a la luz un lado juguetón de él que yo desconocía.
Marcus se agachó y, colocándose a su lado, tomó la delicada mano de Rose en la suya. Juntos agitaron los brazos a través de la nieve que caía alrededor de ellos, rozando con los dedos las diminutas motas blancas. Rose guardó silencio con expresión concentrada.
—¡Eh, creo que tenemos uno! —exclamó Marcus—. ¿Tú qué crees, Elise?
Me acerqué a ellos atravesando con cuidado los montículos de nieve y bajé la vista hacia el dedo de Rose, tanto que casi lo rocé con la nariz. Visto de cerca, el copo de nieve era inesperadamente hermoso, un intrincado diseño de brillantes hilos blancos.
—Es perfecto.
Esa salida, aun a pocos pasos del castillo, habría llenado a la reina de inquietud y desatado las críticas de lady Wintermale, pero me traía sin cuidado porque había olvidado todo menos la expresión de Marcus. Se le veía feliz e impertérrito, y de pronto lo imaginé como padre. Sería uno excelente, amante de sus hijos, y se me hizo un nudo en el estómago al pensar en el futuro que nos aguardaba. Sabía que Marcus era capaz de provocar en mí tan pronto interés como lujuria, pero hasta ese momento no supe que lo amaba.
—¡Mira!
Rose se había arrodillado en la nieve, y cuando se levantó, la parte delantera de la capa estaba cubierta de blanco. Deslizó las palmas de las manos por ella y se rió mientras la desperdigaba. Me agaché para coger un puñado y la lancé a la cabeza de Marcus, y su cabello quedó salpicado de blanco. Enseguida empezamos a arrojar bolas blancas en todas las direcciones, una lluvia de cristales de hielo mientras Rose gritaba eufórica. Con las mejillas coloradas debido al frío, Marcus se reía con un abandono desconocido; el sonido era tan contagioso que yo también me reí, sin importarme la impresión que podían llevarse los guardias o quienquiera que nos observara desde las ventanas superiores.
¿Es así como debería recordar a esas dos personas a las que tanto amé? Es tentador deleitarme en el recuerdo de ese día mágico. Sin embargo, no puedo evitar preguntarme si esa simple salida no plantó un peligroso germen en mi relación con Rose. Pese a saber que ella tenía prohibido salir del castillo, me dejé convencer por sus ruegos. Contemplé cómo daba brincos en la nieve sin pararme a pensar que podía pillar un resfriado y caer enferma. No la corregí cuando trató a Marcus como a un igual, aunque era de un rango muy inferior al de sus propios sirvientes. Como una hermana mayor indulgente dejé que campara a sus anchas; de hecho, disfruté viendo cómo lo hacía.
Incluso a esa tierna edad, Rose poseía un encanto capaz de obnubilar mi discernimiento. Luchaba contra las restricciones, cada año con mayor ímpetu, y yo me compadecía de su situación, poniéndome discretamente de su parte frente a sus padres. No podía saber que cuando Rose desafiara sus últimas órdenes muchos años después, las consecuencias serían funestas.
Con gran alivio vi cómo otro idilio enseguida sustituía al mío como principal blanco de chismorreos. Ante la abierta admiración de una criada tan atractiva como Petra, casi todos los hombres de la posición de Dorian se habrían aprovechado desvergonzadamente de la situación. Ella habría disfrutado con la persecución y permitido quizá un par de caricias antes de poner fin a sus avances. Aun experta como era en las técnicas para atraer la mirada de un hombre, Petra conservaba una virtud que las intrigas del castillo no habían mancillado. Creía en el amor.
Y Dorian estaba lo bastante enamorado —o era lo bastante astuto— para prometer amor. Lo que empezó con un despreocupado intercambio de palabras mientras Petra servía la cena se convirtió en conversaciones susurradas en la gran sala antes de las comidas y en abiertas y descaradas miradas de un extremo a otro de la estancia. Durante semanas Petra se tomó a risa mis preguntas, asegurándome que solo era un flirteo juguetón. Yo no estaba tan segura, y mis sospechas aumentaron cuando la encontré en un hueco junto a las escaleras traseras y vi que se guardaba rápidamente un papel en el delantal.
—¿Qué estás leyendo?
Yo no solía ser tan directa, pero algo en su actitud furtiva me preocupó. Hay que decir a favor de Petra que no alargó el momento con falsas reticencias. Sacó la nota y me la entregó.
El papel estaba cubierto de una caligrafía firme y segura. Las letras habían sido formadas de un modo desconocido por mí, con dramáticos ascensos y descensos en las efes y las haches, y tardé unos momentos en descifrarlas. Era un poema de amor que describía la pasión de un caballero por una dama que nunca sería suya. Yo había leído composiciones mucho peores, y cuando vi la enorme D al final, con una gran floritura, me sorprendió que Dorian fuera el autor de una prosa tan diestra. Siempre me había parecido más proclive a las fanfarronadas juveniles que al pensamiento contemplativo. Quizá los había copiado de otra fuente, aunque no expresé en alto esa sospecha.
—¿Es de Dorian?
—Sí. —Petra esbozó una tímida sonrisa—. Me lo ha dado antes de cenar.
—¿Se considera un caballero?
Petra me miró con rostro inexpresivo y de pronto comprendí. Ella sabía leer, pero había aprendido de un libro con las letras impresas con cuidadosa precisión. El poema de Dorian quizá estaba en otro idioma.
—Es una caligrafía muy poco corriente —repuse intentando ahorrarle la vergüenza—. ¿Quieres que te lea lo que creo que pone?
Señalando con un dedo para que Petra siguiera mi avance, pronuncié cada palabra sin emoción, con cuidado de evitar el énfasis en algún pasaje en particular. Petra se imaginaría esas palabras en la voz de Dorian, no en la mía. Cuando terminé, experimenté una perversa punzada de celos. Marcus, pese a toda su amabilidad, no era de los que declararían con palabras floridas su pasión, y dudaba que yo recibiera alguna vez una carta de amor o un poema escrito por él.
Petra recuperó el papel y lo dobló pulcramente en un cuadrado.
—Sé que lo desapruebas. —El desafío que encerraba su tono me sorprendió.
Enseguida le aseguré a Petra que nunca había puesto en tela de juicio su criterio. Era mentira, pero ella parecía ansiosa por creerme.
—Ha sido muy difícil, Elise, mantener en secreto la verdadera naturaleza de nuestra relación. Él valora mis opiniones y me habla con el mayor respeto como a una mujer de su rango. Se fija en cosas que digo de pasada, como si el mero hecho de que yo las pronuncie las haga más valiosas. —Bajó la voz hasta susurrar—: Dice que me adora.
Me quedé atónita. Una cosa era un despreocupado coqueteo, pero atraer los afectos de un caballero de alto rango podía ser peligroso. Si Dorian estaba realmente enamorado de ella, rechazar sus atenciones implicaba dejar de servir en el castillo. Y si cedía a sus súplicas perdería su reputación de casta ganada con gran esfuerzo, reputación con la que contaba hacer un buen matrimonio.
—¿Qué piensas hacer?
Petra meneó la cabeza despacio.
—No lo sé. Te envidio, Elise. No hay obstáculos para que te cases con Marcus. En cambio, yo no veo un desenlace feliz para Dorian y para mí.
Yo tampoco lo veía.
—Pase lo que pase, debes ser fiel a ti misma —la apremié.
Cuando ella asintió, creí que había comprendido la importancia de salvaguardar su virtud.
Hasta al cabo de varios días no averigüé que había interpretado de otro modo mis palabras.
Me dirigía a la torre norte para reunirme con Flora. En cuanto hubo transcurrido lo más crudo del invierno, ella empezó a clasificar las semillas para plantarlas en primavera, una labor tediosa que yo creía más apropiada para un jardinero que para una curandera. Pese a la emoción inicial, los remedios que me había enseñado Flora hasta entonces eran los de una comadrona de pueblo. Acostumbrada a ser la única que cruzaba esa ala del castillo, me sorprendió oír ruido de voces procedentes de lo alto de las escaleras que cruzaban el centro de la torre. ¿Había subido Flora? ¿Con quién estaría hablando?
Subí con cautela, pero la intuición de que me aguardaba un peligro en potencia me paralizó la lengua. Al llegar a lo alto las voces cesaron. Ante mí había una amplia entrada abovedada que conducía a una habitación revestida con paneles de madera. Me llegó un susurro. La curiosidad pudo más que el miedo y seguí avanzando de puntillas. Apoyé una mano en la jamba de la puerta para sostenerme y atisbé en el interior.
Petra tenía el rostro oculto en el hombro de Dorian, pero la reconocí al instante por el brillo de su cabello rubio claro que asomaba debajo de la cofia. Apretaba la espalda contra una columna situada en el centro de la habitación, con los brazos tensos a causa del esfuerzo de asirse a la cintura de él. Una de las manos de Dorian estaba ahuecada sobre su nuca y la otra le había subido la falda, dejando ver mitad de muslo. La calza ya estaba enrollada y arrugada alrededor del tobillo. Petra dejó escapar un débil gemido pero continuó tan inmóvil como las estatuas que adornaban los pasillos de la torre norte.
Aun horrorizada como estaba, no podía apartar la mirada. Esa no era la clase de encuentro de embestidas y gruñidos que se sabía que los pajes y las criadas se permitían tener en los establos o los almacenes. Los dedos de Dorian acariciaban el interior del muslo de Petra, atormentándola a medida que se acercaba a sus partes más íntimas. Ella se apretaba contra él, alentando sus avances, aunque él movía la mano sin prisas. Inclinó la cabeza para mordisquearle la oreja y ese ligero cambio de postura lo dejó con el rostro vuelto hacia la puerta.
Se me cayó el alma a los pies. Por un instante Dorian se quedó inmóvil. Pero justo cuando mi cuerpo se ponía tenso para echar a correr, él torció el gesto en una sonrisa divertida. Poco a poco, con deliberación, besó la mejilla y el cuello de Petra mientras ella gemía de placer. Sin dejar de mirarme le subió un poco más la falda. Petra no protestó; en realidad pareció apretarse más contra él. Yo no podía irme de allí. Abrumada por una ansiedad lujuriosa, imaginé que me acariciaban de ese modo, ajena a todo menos a las manos de mi amante. Dorian lo vio todo: mi envidia, mi vergüenza, mi deseo. Por ello nunca lo perdonaré ni me perdonaré a mí misma.
La voz de Petra susurrando a Dorian que lo amaba me sacudió del aturdimiento y me escabullí. Él repitió esas mismas palabras con voz firme y lo bastante alta para asegurarse de que yo lo oía.
Al cabo de unos días, una tarde particularmente desapacible, anunciaron a la reina Lenore que tenía visita. El hombre en cuestión defraudó las expectativas de sus damas de compañía de contar con entretenimiento, porque resultó ser un herrero ambulante que iba de pueblo en pueblo reparando ollas y cazuelas. Hizo una profunda reverencia y dijo que le habían pagado para que entregara en mano una carta a la reina. Al examinar el papel blanco que contenía el mensaje, ella preguntó:
—¿Quién la envía?
El hombre meneó la cabeza.
—Me la dio una mujer en Greysgate hace dos días. Al parecer le había llegado a través de alguien como yo. —Los comerciantes a menudo llevaban cartas por una pequeña cantidad; poca gente tenía medios para contratar un mensajero.
Con el ceño fruncido, la reina Lenore abrió el sobre, pero su sorpresa dio paso al júbilo cuando reconoció la caligrafía.
—Es de Isla.
Pidió a lady Wintermale que le diera dos monedas de oro al herrero por las molestias y se concentró de nuevo en la carta con una sonrisa.
Yo me ocupé en retirar las flores marchitas de uno de los jarrones para ocultar mi consternación. Nunca podría reemplazar a Isla en los afectos de la reina; las dos habían crecido y alcanzado la mayoría de edad juntas, compartiendo secretos de los que nunca me harían partícipe. Pero aceptar que tus sentimientos son pueriles no siempre los sofoca. ¿Lamentaba Isla haber antepuesto el amor de un hombre al de su señora?, me pregunté. No era un gran honor servir en el séquito del príncipe Bowen desde su caída en desgracia, y corría el rumor de que él y sus hombres viajaban por tierras extranjeras como soldados mercenarios.
—¡Elise! —exclamó la reina Lenore.
Intenté fingir interés. Las damas de compañía se encontraban en la habitación contigua, donde lady Wintermale estaba reprendiendo a una desafortunada mujer por llevar un escote indecoroso.
—El príncipe Bowen se ha casado —dijo sin apartar la mirada de la carta.
Me acerqué y eché un vistazo a la hoja de papel lo justo para ver que estaba escrita en la lengua nativa de la reina y que era, por tanto, impenetrable para mí.
—¿Y adivinas a quién ha tomado como esposa? A Jana deRauley.
Así pues, Bowen se había aliado con la familia de mala reputación que había causado conflictos poco antes del nacimiento de Rose. Por lo que yo sabía, su reivindicación del trono había sido rechazada al ser proclamada Rose heredera del rey Ranolf. ¿Por qué me alteró tanto la noticia de ese matrimonio?
—Una extraña elección para un hombre de su rango —señaló la reina Lenore—. Los deRauley tal vez sean lores en sus tierras, pero su territorio es pequeño y su fortuna aún más reducida.
—El príncipe Bowen no es de los que se casan por amor —dije, y de inmediato lamenté mi tono mordaz.
Nunca le había contado a la reina cómo me había acosado. Pero ella no pareció sorprenderse de mi manifiesta aversión.
—Lo más probable es que la mujer estuviera encinta y el padre lo haya obligado a casarse con ella a punta de espada.
Recordé al príncipe Bowen levantándome las faldas y advirtiéndome de que podía hacer conmigo lo que quisiera. Cuánto odio se reflejó en su rostro el día de la asamblea real. No pude evitar sospechar que esa alianza formaba parte de un complot más amplio. Y, a juzgar por la expresión preocupada de la reina Lenore, ella pensaba como yo.
—¿Isla no cuenta nada más?
La reina Lenore hizo un gesto de negación.
—El resto son recuerdos de cuando éramos jóvenes.
Isla había renunciado a todo para seguir a su marido, y me pregunté si escribir esa carta era una forma de huir de sus actuales circunstancias menguadas y refugiarse en la época de la juventud. Yo sabía que su partida había causado un dolor en el corazón de la reina Lenore que nunca sanaría, y me pregunté si el temor de perderme también a mí explicaba su titubeo a la hora de alentar mi noviazgo con una persona de la ciudad. Si me casaba con alguien que vivía en el castillo yo seguiría a su lado, y poco después de recibir la carta de Isla le pidió al rey que me procurara una pequeña dote.
—Quiero que goces de todas las ventajas cuando llegue el momento de resolver tu futuro —me dijo con una sonrisa tranquilizadora—. Eres muy guapa, y muchos hombres de la corte te contemplarán como una perspectiva seria si hay dinero por medio.
Ella nunca había desdeñado a Marcus en mi presencia, pero el golpe que le asestaba era claro. No pude evitar contrastar la cautelosa reticencia por parte de Marcus a hablar de nuestro futuro con el deseo irresistible e imprudente que Petra y Dorian sentían el uno por el otro. Pronto averigüé que la sumisión de ella ante él no era un momentáneo error de cálculo. Había abierto su cuerpo a las caricias de Dorian porque él le había dado algo a cambio: una promesa de matrimonio.
Estábamos sentadas ante la chimenea de la sala inferior, disfrutando de la relativa calma de un domingo por la noche, cuando me anunció que tenían previsto casarse. La abracé y la felicité fingiendo una alegría que no sentía.
—Dorian me ha dicho que no diga nada, pero sé que puedo confiar en ti —dijo Petra, aturdida de felicidad—. Casarse conmigo supone desafiar a su padre, por lo que debemos hacerlo con discreción.
El padre de Dorian, sir Walthur, era un hombre duro y serio que no parecía que fuera a dejarse influenciar por las súplicas de dos jóvenes amantes. Después de haber pasado de unos orígenes relativamente humildes a una posición de gran importancia, se enfurecería al pensar en que su hijo iba a casarse con alguien inferior a su rango. No obstante, era inútil advertir a Petra de los obstáculos de seguir ese camino, pues ella los conocía mejor que yo.
—Si el padre de Dorian lo deshereda, él tendrá que buscar un puesto al servicio de otro lord —continuó Petra—. No quiere anunciar nuestros planes hasta que hayan concluido esos arreglos. Pero ha sido difícil llevar en secreto una noticia así.
—No tienes por qué tener secretos conmigo.
Petra hizo un gesto de negación.
—No. Ya no.
Sin embargo yo tenía secretos para ella. No le hablé de la mirada que Dorian y yo nos habíamos cruzado en la torre norte. No le expresé mis dudas acerca de su fidelidad ni le describí la escena que había presenciado en la cocina el día anterior, cuando él introdujo audazmente un dedo en un cuenco lleno de rebozado y, sosteniéndolo en alto, preguntó a las criadas que se reían bobamente quién quería probarlo. Ella misma lo había visto flirtear. Si pasaba por alto semejante comportamiento yo debía hacer lo mismo o me exponía a perder su amistad. Aun así, me pregunté, como tantas veces había hecho, qué clase de hombre era Dorian bajo su apariencia dorada. La lujuria sola no podía haberlo inducido a proponerle matrimonio a Petra. Tomarla como esposa a Petra arruinaría sus perspectivas en la corte y sería una vergüenza para su familia. Solo podría hacer un sacrificio así por amor.
¿Habría corrido Marcus semejante riesgo por mí? La triste realidad era que yo no lo sabía. Para mi decimoctavo cumpleaños me regaló una pulsera de cuero trenzado en el que había grabado nuestras iniciales. Le dije que lo atesoraría y así lo hice, apretándolo contra mis labios cuando yacía sola por las noches, imaginándome cómo sus fuertes dedos moldeaban el cuero hasta que cedía a sus órdenes. Con la versátil naturaleza de la juventud yo había empezado a sucumbir a los lujuriosos anhelos que en otro tiempo había tachado de debilidad en los demás. En mis fantasías Marcus me deslizaba los labios por la mejilla hasta el cuello para acabar en el nacimiento de mis pechos en una trepidante sucesión de jadeantes descubrimientos. Tales libertades solo podríamos tomárnoslas una vez que estuviéramos casados o al menos formalmente prometidos. Pero Marcus no sacaba el tema; y yo me sentía vergonzosamente aliviada al ver que no lo hacía.
En el fondo no podía evitar comparar el tierno afecto de Marcus con la pasión que había visto en el rostro de Dorian al acariciar a Petra. En una ocasión descubrí horrorizada que había soñado con Dorian. Estaba tendido a mi lado con los dedos entrelazados en mi cabello y me susurraba pícaramente lo que se proponía hacerme. ¿Era capaz Marcus de tanta pasión? ¿O me había enamorado de un hombre que era en gran medida una creación de mis propios anhelos?
La reina Lenore y Flora creían que yo podía aspirar a ser algo más que la esposa de un zapatero. Y aunque me detestaba por albergar pensamientos tan desleales hacia Marcus, empecé a preguntarme si tenían razón.