4
Heredero forzoso

 

La inminente visita del príncipe Bowen me despertó la curiosidad acerca de ese hermano del rey que, según se rumoreaba, rivalizaba con el rey Ranolf en atractivo físico y lo superaba en conquistas femeninas. Sin embargo, a la reina Lenore le contrarió que el emisario de Bowen solo tuviera una vaga idea de cuándo llegaría su señor.

—¿Cómo vamos a organizar un recibimiento como es debido si no estamos al corriente de sus planes? —preguntó preocupada tras otro día infructuoso esperando en vano a su cuñado.

—Bowen es un caso flagrante de falta de consideración hacia los demás —replicó el rey Ranolf ceñudo paseándose delante de la chimenea—. Es capaz de hacer un alto en el camino si le entran ganas de cazar.

—Tengo entendido que los zorros y los faisanes no son las únicas criaturas que temen su arma —señaló una de las damas más jóvenes de manera insinuante—. ¿No blandiría su espada ante cualquier moza hermosa que se le cruzara en el camino?

Las mujeres allí congregadas prorrumpieron en risas e incluso el rey Ranolf sonrió. La reina Lenore meneó la cabeza con desaprobación, pero por el modo en que se le curvó una comisura de los labios vi que se contenía.

—Al infierno Bowen y sus caprichos —declaró el rey cuando cesaron las risas—. Esta charla sobre la caza ha despertado mi nostalgia por la silla de montar. Mañana saldré con mis hombres.

Así, la reina se encontró sola para recibir a su cuñado cuando al día siguiente apareció sin previo aviso. En cuanto un paje anunció la llegada del príncipe Bowen, ella se miró enseguida en el espejo antes de sentarse en su butaca delante de la chimenea, e indicó a las damas que se colocaran a su alrededor. Yo dejé caer la falda de su vestido en una cascada de pliegues hasta el suelo.

Acabé en el preciso momento en que el príncipe Bowen cruzó la puerta a grandes zancadas y se detuvo para admirar la escena y dejar a su vez que lo admiraran. Era, en todos los sentidos, un hombre extraordinariamente atractivo, con la constitución robusta y el cabello castaño oscuro del rey Ranolf, y todo él irradiaba la energía herméticamente contenida de quien antepone la acción a la conversación. No obstante, mientras se acercaba, su aspecto me hizo pensar en un cuadro de pobre factura: a distancia poseía cierta grandeza, pero si se le examinaba de cerca se apreciaba la técnica descuidada. Sus ojos, acuosos y con el borde rosado, centelleaban flirteantes a las damas de honor de la reina Lenore. Tenía la piel curtida a causa de las horas que pasaba sobre una silla de montar, y aunque aún no había cumplido los treinta años, diez menos que el rey, parecía que había llevado una vida más dura.

—Estimada hermana —musitó, y tomando la mano de la reina Lenore, se inclinó sobre ella y apenas le rozó la piel con los labios.

—Hermano. —Ella curvó los labios en una sonrisa que no se reflejó en sus ojos—. ¿Habéis tenido buen viaje?

—Me he regocijado con cada milla que me acercaba a vos.

—Veo que habéis perfeccionado el arte de la lisonja. —La reina Lenore señaló con la cabeza la butaca que había a su lado—. Venid, habladme de vuestros viajes.

Atrajo mi mirada e hizo un gesto hacia la puerta, donde un lacayo había entrado con una jarra de vino y dos copas de cristal en una bandeja de latón.

—Dice la señora Tewkes que está preparando las habitaciones de siempre para el príncipe Bowen —me dijo.

—Se lo diré a la reina —respondí, cogiendo la bandeja con fuerza para evitar que me temblaran las manos.

Había desarrollado un atributo importante en una doncella y era el don de leer el pensamiento de mi señora, y percibí que a la reina Lenore le incomodaba recibir sola a su cuñado. ¿Por qué?

El príncipe Bowen estaba terminando una anécdota.

—De ahí la reputación que tienen las gitanas —concluyó con una sonrisa de bribón.

La reina Lenore se rió educadamente mientras las más bobas de sus damas jadeaban con fingido horror o se llevaban con exagerado recato una mano a la boca.

—Confío en que no le diréis a mi hermano que os he llenado la cabeza con escándalos —advirtió el príncipe Bowen a la reina Lenore—. No lo aprobaría.

—¿Esperáis que tenga secretos con mi marido?

—¿Cómo podríais, milady? Labios tan dulces como los vuestros están hechos para decir solo la vedad.

La reina Lenore me miró y sonrió agradecida.

—Aquí está el vino. —Me hizo una seña con la cabeza para que lo sirviera.

Crucé la habitación y dejé la bandeja encima de un gran arcón de madera que estaba justo debajo de la ventana. Consciente de que los ojos del príncipe Bowen estaban clavados en mí, sostuve el asa de la jarra con torpeza. Se me resbaló de la mano y salpiqué vino en la bandeja.

—¡Cuidado, muchacha! —exclamó—. ¡Déjanos algo para beber!

Me ruboricé de vergüenza y, dejando la bandeja mojada sobre el arcón, me acerqué con las copas. Serví primero al príncipe Bowen, quien al coger la copa me rodeó la mano con la suya, aprisionándola por un instante.

—Recién llegada de la granja, ¿verdad?

El insulto me dolió, pero bajé la vista en silencio. Era preferible que me tomara por tonta antes que por insolente.

—Se te nota en las manos. Son bastante ásperas para ser la doncella de una dama.

La reina Lenore cogió su copa mientras yo me zafaba del príncipe Bowen.

—Es posible ser de origen modesto y tener modales.

—Sabias palabras y sabia elección. Es menor el riesgo de que una muchacha sencilla haga volver la cabeza de vuestro marido.

—¿Así es como habláis de vuestro hermano ante su esposa? —preguntó la reina Lenore con rigidez.

El príncipe Bowen se rió.

—Os pido disculpas. He pasado tanto tiempo en las decadentes cortes extranjeras que he adquirido un gusto por el humor lascivo.

Apuró la copa y me hizo señas para que se la llenara de nuevo.

—¿Sabéis por qué Ranolf me ha pedido que venga con tanta premura?

El rostro de la reina Lenore se tensó. La visita del príncipe Bowen había sido comentada entre las damas como un acontecimiento social; esa era la primera noticia que yo tenía de que lo había llamado el rey. Al parecer también sorprendió a la reina.

—Las esposas no están al corriente de todas las decisiones de sus maridos —respondió.

—¡Dios nos libre! —exclamó el príncipe Bowen riéndose.

Oímos pasos que se aproximaban, y entró un joven delgado con una capa larga y botas de montar embarradas.

—Disculpad, milady —dijo con una reverencia—. Milord, me piden que os informe de que vuestras habitaciones están preparadas, por si deseáis cambiaros.

—Gracias, Hessler.

Entonces ese era el ayuda de cámara del príncipe Bowen, el futuro marido de Isla. Entendí que ella se hubiera quedado deslumbrada por él, con sus ojos azul claro y su porte alto y elegante. De no ser por la librea de sirviente lo habría tomado por un caballero. Paseó rápidamente la mirada por la estancia y la detuvo en Isla, que sonrió con timidez pero con visible placer.

El príncipe se levantó y agitó un dedo hacia mí.

—No te quedes mirándolo boquiabierta, joven. Mi hombre ya está ocupado.

Me ruboricé avergonzada de que me señalara y los ojos del príncipe Bowen centellearon jocosos.

—Debo estar presentable antes de que regrese Ranolf —añadió, inclinando la cabeza hacia la reina Lenore.

—Os veré entonces a la hora de cenar —dijo ella, levantándose para despedirlo—. Isla, usted también puede retirarse. Estoy segura de que tendrá muchos asuntos que tratar con su prometido.

El príncipe Bowen salió a zancadas de la estancia, seguido de Hessler e Isla, y la reina se desplomó en su butaca, agotado su encanto.

—Podéis retiraros para ocuparos de vosotras mismas —dijo a sus damas—. Esta noche debemos recibir a nuestro huésped y a sus hombres con la debida ceremonia.

Ellas charlaron animadamente mientras salían de la estancia, encantadas con la oportunidad de emperifollarse para un nuevo grupo de posibles admiradores. La reina y yo nos quedamos solas. Ella no se había movido.

—¿Milady? —dije con cautela.

—Siempre ha sido así entre nosotros. —Suspiró—. Bowen flirtea y halaga, pero hace todo lo posible por disminuir mi influencia con el rey.

—¿Os dejo descansar?

—Sí. Dile, por favor, a lady Wintermale que no quiero que nadie me moleste durante la próxima hora. Después podrás ayudarme a prepararme para esta noche.

—Sí, señora. —Puse las copas en la bandeja para llevármela. Mientras me dirigía a la puerta, ella me llamó y me detuve.

—¿Qué te ha parecido el príncipe? Habla sin rodeos.

Sorprendida por la confianza, intenté poner en orden mis pensamientos. Mi reacción inmediata fue decirle que el príncipe Bowen me había puesto la piel de gallina. Pero era el hermano del rey. Tenía que considerar con cuidado mis palabras.

—Irradia seguridad en sí mismo. Un hombre acostumbrado a atraer todas las miradas.

—En efecto —dijo la reina—. Sin embargo, sigue siendo un hermano menor sin título y vivimos en tiempos traicioneros.

Yo no sabía cómo responder a eso. Isla y la reina tenían una relación muy espontánea pero habían crecido juntas. ¿Cómo iba a ofrecer consejo yo a una noble? Me limité a asentir con rostro impasible.

—Sin heredero, el rey y yo nos hallamos en una situación precaria —continuó ella—. Bowen es el siguiente en la línea de sucesión a la corona, y es joven y vigoroso. Es posible que codicie el título antes de que estemos dispuestos a cedérselo.

Se me cayó el alma a los pies al pensar en el arrogante príncipe Bowen gobernándonos. Pero él era el heredero legítimo.

—Elise, ¿puedes decirle a la señora Tewkes que estoy mal del estómago? Me gustaría tomar pollo hervido y pan esta noche.

Parecía tan agitada que me habría gustado abrazarla como solía hacer mi madre para tranquilizarme cuando era niña. Semejante familiaridad era inimaginable, naturalmente. La reina Lenore era una figura de porcelana para ser expuesta y admirada desde la distancia. Se haría añicos si la tocaba.

Alzó la vista hacia mí con expresión exhausta y preocupada.

—No te dejes engañar por sus elegantes modales. En la corte, los enemigos se esconden a la vista de todos.

 

La señora Tewkes y el personal de la cocina prepararon un magnífico banquete para celebrar el regreso del príncipe Bowen. Me asomé a la gran sala mientras empezaban las festividades y me quedé asombrada ante la opulencia desplegada ante mis ojos: bandejas de plata llenas de codornices asadas, jamón curado y otras exquisiteces; copas de vidrio tallado en las que se reflejaba la luz de los candelabros; el destello de las piedras preciosas que adornaban las muñecas y los tocados de las damas. El príncipe Bowen hacía corro con un grupo de caballeros cuyas risas estridentes provocaron un ceño de desaprobación en su tía Millicent. Envuelta en una voluminosa capa negra, era la única mujer que no se había vestido con colores brillantes, y atrajo mi mirada como lo haría un cuervo en una reunión de pájaros cantores. Quizá fuera esa su intención. Millicent no era dada a pasar inadvertida en una multitud.

Me abrí paso por la sala inferior para participar en la cena de los criados y tomé asiento al lado de Isla y Hessler, intrigada por saber más acerca del hombre que algún día podría gobernar el reino.

—Felicidades por vuestra inminente boda —les dije después de las presentaciones—. ¿Ya habéis hecho planes para la ceremonia?

Si bien le deseaba sinceramente a Isla toda la felicidad, había empezado a temer su partida. Me preocupaba que, sin su ayuda, mi torpeza e ignorancia quedaran expuestas del todo.

—Dentro de unos pocos días estaremos intercambiando los votos —dijo Isla—. La reina se ha encargado de los preparativos.

Por su postura supe que estaba tocando la pierna de Hessler por debajo de la mesa.

—¿Adónde tiene previsto viajar el príncipe Bowen después de aquí?

—Ha estado cortejando a la hija del rey de Grenthia, así que imagino que querrá volver allí. —Isla se volvió hacia Hessler—. ¿Ya ha anunciado formalmente sus desposorios?

Él hizo un rápido gesto de negación.

—El padre de la joven se ha opuesto al enlace. No regresaremos allí.

Me impresionó su discreción. Los chismorreos eran una práctica común entre los criados, en particular aquellos que se disfrutaban de la gloria de su señor. Pero yo no había oído ni una palabra sobre el noviazgo del príncipe Bowen o de que hubiera sido rechazado.

Hessler llenó de nuevo la copa de vino de Isla y se dirigió a ella.

—No temas. Mi señor es un hombre de recursos y cuidará de nosotros.

Enseguida empezaron a cruzarse las miradas y los susurros afectuosos de una pareja anhelante de intimidad. Terminé rápidamente de comer y regresé a la cámara de la reina. Como era de esperar, ella ya había abandonado la gran sala, rehusando participar en los entretenimientos de sobremesa.

—Señora —protestaba lady Wintermale cuando entré—. El príncipe Bowen estaba dispuesto a cantar una canción en su honor. Retirarse antes de que…

—No tengo ningún interés en presenciar la falsa adulación de Bowen —replicó la reina Lenore.

Nunca la había oído hablar con tanta amargura.

El rostro de lady Wintermale traslució su escandalizada consternación.

La reina Lenore suspiró y agitó una mano, apartando de sí sus duras palabras.

—Disculpad mi arrebato. He hablado sin pensar.

—No debéis olvidar que son hermanos —dijo lady Wintermale con apremio—. Después de todos los años que llevo aquí sé muy bien que Bowen siempre ha sido un bribón. Pero sigue siendo el sucesor al trono. Una situación de la que vos sois directamente responsable.

—Como eternamente se me recordará.

—Sois muy libre de detestarlo, pero disimulad con palabras melifluas. Algún día podríais hallaros a merced de su compasión.

La compasión no parecía ser un atributo que distinguiera al príncipe Bowen. ¿Era esa la razón por la que me sentía tan intranquila en su presencia?

—Volved a la fiesta, os lo ruego —instó la reina Lenore—. Presentad mis excusas.

Lady Wintermale asintió con una silenciosa mirada rebosante de palabras no pronunciadas. Al verla salir con aire majestuoso, me aparté de la pared y le pregunté a la reina si deseaba acostarse.

—Le he pedido a su majestad que se reúna esta noche conmigo.

Las cámaras del rey y la reina eran contiguas y estaban comunicadas entre sí por una puerta oculta tras un tapiz colgado. En las semanas que llevaba de criada el rey la había utilizado en contadas ocasiones.

—¿Os traigo un camisón? —pregunté.

La reina Lenore sonrió con tristeza.

—Ay, no es esa clase de visita. Lo recibiré como consejera, no como esposa.

Al verla juguetear con los anillos de sus dedos, dándoles vueltas, comprendí que estaba nerviosa. ¿Cómo se había llegado a que la reina temiera hablar con su propio marido?

Estaba sentada frente al tocador y yo ocupé mi sitio detrás de ella. Con cuidado, le desabroché el collar, una maravilla de tres vueltas de delicadas flores de oro tan realistas que podrían haberlas sumergido en metal líquido. Ella sonrió al ver que yo no apartaba los ojos de él.

—Fue un regalo de boda de mi madre. Pensaba dárselo a mi propia hija algún día.

Muchas sirvientas habrían ofrecido falso consuelo, asegurándole que sus plegarias serían atendidas con el tiempo. Pero la reina Lenore valoraba mi honestidad. Yo no tenía palabras para arrancarla de su melancolía, por lo que me limité a dejar el collar con delicadeza sobre el tocador. Luego desprendí las horquillas y los lazos del cabello. En aquella época estaban de moda en la corte los peinados trenzados y sujetos con elaborados atavíos, pero la reina Lenore estaba muy hermosa sin más adorno que sus oscuros tirabuzones alrededor del rostro y sobre los hombros. Así, sin joyas, parecía una doncella de dieciocho años en lugar de una mujer que ya había celebrado su trigésimo cumpleaños.

Le cepillé el cabello hasta que brilló, y el ritmo de las cepilladas nos sumió a ella y a mí en un trance. Sentí una oleada de satisfacción al ver que era capaz de hacer olvidar a la reina sus preocupaciones aunque solo fuera unos breves momentos, y sonreí a su reflejo en el espejo mientras ella me devolvía la sonrisa. El ruido de la puerta al abrirse nos sacó de nuestra ensoñación con un sobresalto, y al volvernos vimos entrar al rey solo. Alzó una mano cuando su mujer se levantó para saludarlo.

—Sentaos, sentaos —la apremió.

Ella se acercó a la cama, y el rey se sentó a su lado y posó unos instantes una mano sobre su cabello. Debía de amarla si era capaz de tratarla con esa delicadeza, pensé. Pero su rostro no traslucía ternura; más bien observaba a la reina Lenore como si fuera un súbdito más que acudía a él para hacerle una petición. Yo no sabía si salir o no de la habitación, aunque no quería atraer atención sobre mí persona preguntándolo. En realidad no quería irme; estaba desesperada por saber qué significaba el regreso del príncipe Bowen para todos. Si el poder era la verdadera moneda de cambio en la corte, como me había advertido mi tía, debía averiguar en qué manos se hallaban nuestros destinos. Me deslicé hacia la esquina de detrás del tocador, donde mi figura quedó parcialmente encubierta por las sombras.

—Disculpadme por haberme retirado tan temprano —dijo la reina Lenore—. Estoy demasiado cansada para participar de las festividades.

—Todo es exactamente igual que años atrás —dijo el rey—. Bowen pavoneándose ante las jóvenes ruborizadas bajo la mirada de desaprobación de la tía Millicent. Lo habéis visto miles de veces.

Se sonrieron y entre ambos hubo un destello de comprensión. Yo estaba acostumbrada a verlos en público, presentando el frente unido de los gobernantes ligados por matrimonio. Pero esa era la primera vez que los oía hablar en un lenguaje íntimo de recuerdos compartidos. No estaba bien que yo escuchara tal conversación, si bien ellos parecían ajenos a mi presencia. Criados en el privilegio, ambos habían estado rodeados de criados y sirvientes desde que nacieron, sin saber qué era estar de verdad a solas.

—Bowen me ha dicho que lo mandasteis venir vos —dijo la reina Lenore—. No sabía que su visita era cosa vuestra.

El rey se encogió de hombros.

—Ya os he dicho muchas veces que nuestra situación es precaria. Y ahora me han llegado voces de que Marl deRauley ha empezado a cuestionar la línea de sucesión.

Yo no había oído antes ese nombre, pero por el tono del rey deduje que esa misteriosa figura tenía cierto peso en el reino.

—Debemos detener cuanto antes esas habladurías —continuó el rey.

—¿Cómo?

—Bowen debe ser reconocido como mi heredero.

La reina Lenore tiró del bordado de su falda aunque el resto de su cuerpo permaneció inmóvil.

—Sé que es un hombre de escasa virtud —dijo el rey cansinamente, y el peso de la decisión resultaba evidente en su expresión solemne—. Quisiera algo mejor para mis súbditos. Aun así, él es mi hermano. No tengo otra elección.

La reina Lenore asintió despacio, pero su expresión no se alteró. Esa noticia no podía ser una sorpresa para ella. Sentí una punzada de compasión por su penosa situación, sabiendo que era su incapacidad para concebir un hijo lo que llevaría al trono al príncipe Bowen.

—Millicent dice que él traerá la ruina a este reino —musitó ella.

—¡Tonterías! —exclamó el rey—. No han congeniado nunca desde que él era niño. Él es la única persona de la familia que alguna vez le ha plantado cara.

—Ella me habló de un presagio…

—¡Las divagaciones de la tía Millicent carecen de importancia! —exclamó el rey—. Ya he convocado a todos los nobles del reino a una asamblea en la que declararé a Bowen públicamente como mi heredero.

—¡No! —Semejante vehemencia era tan poco propia de ella que él casi corrió su lado para reconfortarla—. ¿Por qué no me lo dijisteis? No creo que sean necesarias las prisas.

—Los mensajeros están en camino —dijo el rey con firmeza—. Ya está hecho, y debemos felicitar a Bowen como si no concibiéramos un sucesor mejor. Además, podría sorprendernos a todos. Una vez que haya sido reconocido su derecho al trono mejorarán sus perspectivas conyugales. Con la esposa adecuada podría sentar la cabeza y cambiar de costumbres.

—No abundan los maridos que conceden a sus esposas el poder de transformarlos —replicó la reina.

—No abundan, pero los hay.

El rey Ranolf asió los dedos inquietos de su mujer para detenerlos. Con delicadeza se los llevó a los labios y se los deslizó por la mejilla. Fue un gesto tan inesperado y tan tierno que contuve la respiración. Al instante el vínculo entre ambos, que con el tiempo se había aflojado, se estrechó, y observé, casi al borde de las lágrimas, cómo el cuerpo de la reina se relajaba bajo las caricias de su marido. Él la miró, ofreciéndole consuelo silencioso, y ella sonrió en respuesta, y la expresión llenó su rostro de una belleza radiante. Yo no había visto muchos matrimonios afectuosos en mi vida, pero Petra me había dicho que el rey y la reina se habían amado profundamente. Confié en que no fuera demasiado tarde para rescatar la felicidad pasada.

Del mismo modo que una buena criada se adelanta a las necesidades físicas de su señora, también sabe cuándo debe desaparecer. Me acerqué a la puerta que comunicaba con la sala de estar y la cerré tras de mí. Pensé en bajar de nuevo a la gran sala para ver bailar a los invitados, pero temí que la reina quisiera acostarse. De modo que me senté en el suelo junto a la puerta, que era lo bastante gruesa para que del interior solo llegaran voces amortiguadas.

Debí de dormitar a ratos porque me erguí sobresaltada cuando un leño crujió en la chimenea del salón. Me había quedado dormida con los brazos alrededor de las piernas y la cabeza inclinada sobre las rodillas, y me dolía el cuello a causa de la postura tan poco natural. Las velas de la sala de estar se habían extinguido y la lumbre estaba a punto de apagarse. Pegué la oreja a la puerta de la alcoba pero no me llegó ningún ruido.

Abrí unos dedos la puerta. En la mesilla de noche seguía ardiendo una vela y a la tenue luz vi asomar el rostro de la reina Lenore debajo de la colcha. A su lado, rodeándola con un brazo, yacía el rey. Supe por la forma en que respiraban que dormían. Cerré la puerta y me acurruqué contra ella envuelta en una manta para proteger sus figuras durmientes de cualquier intromisión. Cuando Isla regresó y me despertó casi al amanecer, el rey se había ido.

 

En el transcurso de la semana que precedió a la asamblea, la reina Lenore pareció sumirse aún más a menudo en sus silenciosas ensoñaciones, por lo que yo tenía que repetirle dos o tres veces todo lo que le decía para que me prestara atención. Cuando no estaba absorta en sus pensamientos, la encontraba hablando con el rey o con Isla con el rostro tenso de la preocupación. ¿Percibí el peligro que entrañaban sus maquinaciones? ¿O es la sabiduría que da el tiempo lo que me mueve a detenerme y volver a examinar los susurros misteriosos y las expresiones que no supe descifrar? Sé que la callada complicidad entre el rey y la reina me inquietó, y me sentí tan desorientada como quien busca algo volviendo de un lado a otro, cada vez más mareado.

En aquel momento atribuí el ensimismamiento de la reina al pavor que le inspiraba una asamblea en la que proclamarían ante el mundo su frustrada fecundidad. ¿Quién recibiría de buen grado semejante humillación? Sus temores a duras penas se vieron atenuados por el comportamiento grosero del príncipe Bowen, que se comportaba como si la servidumbre del castillo ya estuviera a su entera disposición y se burlaba abiertamente de su tía Millicent cuando ella lo reprendía por su conducta indecorosa.

—Le soltó que un hombre de sus apetitos no aceptaría órdenes de una virgen ajada —me contó Petra, abriendo mucho los ojos al recordar—. ¡Deberías haberla visto! Y cuando ella regañó al rey por no mantener a raya al príncipe Bowen, él se limitó a mirarla con cara pétrea.

Pensé que esos incidentes solo demostraban que el rey Ranolf había aceptado su destino. Más preocupada por las miradas lascivas que de vez en cuando me lanzaba el príncipe Bowen, yo seguía sin saber la verdadera causa de la agitación del rey, del mismo modo que subestimé su orgullo.

Sintiendo tal vez el impulso de escapar de la creciente influencia de su cuñado en el interior del castillo, la reina Lenore empezó a pasar tiempo en los jardines. Fue durante uno de esos paseos cuando atisbé una vez más un movimiento entre los setos, un destello blanco que desapareció casi en cuanto reparé en él.

Me encogí y la reina Lenore se detuvo a mi lado.

—¿Qué ocurre, Elise?

—¿Habéis visto eso? —susurré.

—¿Qué?

El jardín se extendía silencioso a nuestro alrededor. Si empezaba a balbucear sobre fantasmas la reina Lenore creería que yo había perdido el juicio, pero estaba tan aterrorizada que di un paso más.

—Me ha parecido ver a alguien más adelante.

Con sorpresa vi que la reina sonreía.

—Ah, debe de ser Flora.

Sin saber si el nombre se refería a una leyenda del castillo o a una persona real, esperé una explicación.

—La tía del rey. La hermana de Millicent.

Recordé que Petra había mencionado de pasada a una hermana cuando me habló por primera vez de Millicent, aunque no había vuelto a oír hablar de ella desde entonces. ¿Era la misteriosa ocupante de la habitación cerrada con llave de la torre norte cuyo canto fúnebre persistía en mi recuerdo?

—Me temo que se ha convertido en una especie de reclusa —me contó la reina Lenore—. Tiene un pequeño huerto de hierbas medicinales, pero por lo demás no sale de sus aposentos. Según Ranolf, sufrió un colapso nervioso hace años. Él cree que está trastornada.

—¿Y lo está?

—Me parece que cualquier mujer que no actúa como se espera de ella se expone a tales acusaciones. No sé qué hay de verdad en todo eso. Hace años que apenas hablo con ella.

Picada por la curiosidad, aquella noche saqué a relucir el nombre de Flora delante de Petra. Ella me contó los rumores que corrían por el castillo; el triste declive de la tía del rey se atribuía a una repentina enfermedad, a un amor condenado, incluso a la brujería. La única persona que sabía la verdad era Millicent y yo jamás me atrevería a formularle tales preguntas.

El día de la asamblea empezó de modo poco propicio con una lluvia torrencial y un frío húmedo que caló todas las paredes del castillo. Compadecí a las criadas del piso inferior que se pasarían el día de rodillas limpiando las huellas de barro de los suelos. La reina me sorprendió anunciando que yo debía vestirla ese día, pues Isla estaba ocupada. Me pareció extraño que la asistente personal de la reina tuviera un compromiso más apremiante en una fecha tan trascendental, pero últimamente Isla parecía cansada y demacrada. Supuse que la reina Lenore estaba permitiendo que descansara antes de la boda.

Mi primer deber fue ir a buscar el traje ceremonial de la reina a la lavandería, situada junto a la sala inferior, donde lo habían sometido a un lavado concienzudo. Al subir con prisas la amplia escalinata central con el traje en los brazos, choqué con una figura que viró repentinamente hacia mí.

Era el príncipe Bowen.

Iba ataviado para la ocasión con una túnica de terciopelo azul intenso, botas de cuero bien lustradas y piedras preciosas en los dedos y en la empuñadura de la espada que le colgaba de la cadera. Flanqueado por compañeros que emulaban su actitud altanera, me contempló divertido.

—Te conozco. Eres una de las jóvenes de Lenore.

Asentí, inclinando sumisamente la cabeza.

—Eres de las mosquitas muertas, ¿eh? —El príncipe Bowen se dirigía a sus amigos más que a mí—. Quizá hay más de lo que se ve a simple vista.

Me sostuvo el rostro entre las palmas de las manos para examinarme como si fuera un plato que se disponía a devorar; y me asió por un hombro mientras me conducía a un hueco junto al rellano, una de las incontables puertas que proporcionaban acceso a los angostos y mal iluminados pasadizos de la servidumbre. Se me tensaron los músculos de los hombros cuando el príncipe Bowen me acorraló contra la húmeda pared. A unos pasos de distancia pasaban cortesanos y guardias, pero nadie podía verme.

—Sí, aquí hay algo que me gusta bastante —murmuró, deslizando los dedos por la mejilla y bajándolos hasta introducírmelos por el hueco entre los senos. Me estremecí, y confundiendo mi reacción con placer, sonrió muy ufano.

—Lo que me imaginaba. Eres joven pero no precisamente inocente.

Con una mano apartó el traje que yo sostenía en los brazos y se abrió paso entre mis muslos.

—Milord —supliqué aterrorizada—. Soy una muchacha honrada.

—Ah, querida —repuso él sin interrumpir el examen de mi cuerpo tembloroso—. Todas las inocentes acaban echándose a perder. ¿Por qué no dejar que realice la hazaña alguien experimentado en estos asuntos?

Yo no sabía si sus palabras pretendían tranquilizarme o encerraban una amenaza. No me importaba. El terror me dio fuerzas para golpearle el pecho con el hombro y la repentina sacudida bastó para que me soltara. Me escabullí escaleras arriba, aterrada de que ordenara a sus hombres que me llevaran a rastras hasta él. Alcancé a oír las roncas risas masculinas abajo, burlándose de mis pasos atemorizados. De pronto una mano me asió el brazo y me detuve en seco. Ante mí estaba Millicent, con el rostro desfigurado en una mueca de repulsión.

Tardé unos momentos en comprender que su ira no iba dirigida a mí. Me volví para seguir su mirada y vi al príncipe Bowen, que se inclinó con exagerada reverencia. Llamó a sus hombres con un gesto impaciente y bajaron juntos las escaleras hasta que se perdieron de vista.

—¿Qué te ha hecho? —exigió saber ella con aspereza, mirándome de arriba abajo.

—Nada, señora —murmuré. Poco ganaría despotricando contra el príncipe Bowen ante su tía.

—Es un bruto —poco menos que espetó ella—. Podría haber sido alguien en la vida, pero se negó a seguir mis consejos. Peor para él.

La intensidad de su aversión me alentó a hablar con franqueza.

—¿Cómo voy a evitar otro encuentro así? Puede llamarme a su presencia cuando le plazca.

Millicent soltó una carcajada áspera.

—No temas. Pronto estarás a salvo de sus magreos.

Yo no veía cómo podía hacer semejante promesa, pero su actitud confiada me ayudó a recobrar las fuerzas. Una vez más Millicent había optado por ser mi paladín. ¿Por qué? ¿Qué interés podían tener los forcejeos de una criada para una de las damas de más abolengo de la corte? Entonces ignoraba los medios de los que se servían los cortesanos para que sus conversaciones tuvieran un efecto público. Millicent se había propuesto que su severo juicio sobre príncipe Bowen llegara a oídos de todos los criados y nobles que pasaran por allí. Al evitar la confrontación, él había permitido que su tía se declarara victoriosa en esa escaramuza.

Empezaban a dolerme los brazos bajo el peso del traje de la reina Lenore.

—Estaréis de acuerdo en que mi señora no debe ser molestada con este asunto —dije—. Ya tiene bastantes preocupaciones.

Millicent sonrió burlona, como si estuviera al corriente de un secreto que le producía una inmensa satisfacción pero que no podía compartir.

—Como quieras.

Me despidió con un movimiento de la cabeza y se alejó con aire majestuoso, y el repiqueteo del bastón resonó por todo el pasillo. Logré recobrarme antes de reunirme de nuevo con la reina Lenore en su cámara, pero tuve que hacer un gran esfuerzo para dominar la agitación de mi cuerpo. La vestí con el traje de terciopelo verde y le recogí el cabello en un intricado peinado entretejido con sartas de perlas y rubíes. Isla habría hecho lo mismo en la mitad de tiempo, si bien me sentí orgullosa del resultado. Por vergonzoso que pudiera resultar para la reina asistir a esa asamblea, ella no debía tener el aspecto de una mujer derrotada.

Sostuve el espejo en alto y ella examinó su velado reflejo.

—Lo has hecho bien.

Por un instante nuestras miradas se encontraron en el espejo: una mujer hermosa y regia al lado de una joven resuelta a demostrar un aplomo poco habitual a su edad. Yo ya me veía a mí misma como otra persona, haciendo gala de una seguridad que no existía en mi interior.

La reina Lenore deslizó las manos una y otra vez por la falda. Tenía una expresión impenetrable pero yo conocía el revoloteo de sus dedos. Estaba asustada.

—Bien, Elisa —dijo, reponiéndose—. ¿Estás preparada?

—¿Debo ir con vos? —pregunté sorprendida.

—Sí, puede que te necesite.

Mi temor al príncipe Bowen casi pudo más que mi sentido del deber. ¿Cómo iba a estar al lado de la reina cuando a solo unos pasos se encontraba el hombre que me había atacado? Estaba a punto de balbucearle lo ocurrido en las escaleras; sin embargo, recordé cuál era mi lugar: mi deber era apoyar a la reina dejando a un lado mis propios sentimientos.

El rey llegó enseguida para escoltar a su esposa hasta el piso inferior. Le ceñía la cabeza la corona real que solo llevaba en las ceremonias más importantes, y le cubría los hombros una capa de terciopelo roja orlada de pieles. Juntos el rey y la reina ofrecían tal estampa de nobleza que no cabía en mente alguna que fueran a anunciar el final de su reinado. Quizá el rey Ranolf ocupara el trono otros veinte años, pero ese anuncio menoscabaría para siempre su autoridad. Todo el que quisiera granjearse el favor de la corona acudiría a su hermano, no a él; era una senda amarga para un hermano mayor.

Yo nunca había visto la gran sala tan llena. La estancia solía parecer enorme, pues aun con las mesas dispuestas para un banquete seguía habiendo grandes espacios vacíos. Sin embargo, aquel día la aglomeración de gente era tal que el rey y la reina a duras penas se abrieron paso hacia sus tronos sobre el estrado. Todas las cabezas de familia de la aristocracia rural del reino habían sido convocadas y al parecer nadie había declinado la invitación. Justo delante del estrado había una larga mesa ocupada por los miembros del Consejo Real. A otras familias con título las sentaron justo detrás. El resto de la estancia la llenaban, de pie, los terratenientes, algunos luciendo grandes galas pues probablemente residían en una ciudad, otros vestidos con ropa de campo muy anticuada.

Sonaron las trompetas cuando el rey entró en la sala. Los pajes abrieron un sendero entre la multitud para que pasaran el rey y la reina, y los siguieron de cerca. A medida que avanzábamos se oían saludos murmurados a nuestro alrededor. Al acercarnos a la parte delantera de la estancia vi a Millicent sentada con las demás damas ancianas de la corte. Miró con intensidad a la reina, que pasó por su lado sin volver la cabeza.

Solo vimos a una persona en el estrado al que nos dirigíamos: el príncipe Bowen, observando con sombrío placer. Me asombró la temeridad que lo había impulsado a reclamar su sitio antes de que el rey entrara en el salón. Los protocolos ya parecían estar cambiando a su favor. ¿Lo envalentonaría eso aún más a hacer conmigo lo que quisiera? Al mirar su arrogante y altivo rostro me sentí desfallecer de aprensión. Todavía sentía entre los muslos la violación de sus manos.

—Quédate a mi lado —susurró la reina Lenore mientras subíamos los escalones.

Me senté detrás de su trono, y observé a la multitud que se encontraba en la sala y que aguardaba en una quietud antinatural.

—Milores, damas de la corte —empezó a decir el rey, e inclinó la cabeza hacia su esposa y las mujeres presentes en la estancia—. Habéis sido convocados hoy aquí para tratar de un asunto de suma importancia. Un asunto podría decirse que de supervivencia. La supervivencia de este reino.

El silencio que siguió fue tan absoluto que se habría dicho que todos se habían olvidado de respirar.

—Hace tiempo que me llegan murmullos de descontento. Un heredero, me pedía mi pueblo. Mis plegarias y las de mi reina se unían a las vuestras, pero Dios no nos concedía nuestro deseo más ferviente. En los últimos años la cuestión de la sucesión se ha vuelto más apremiante. En particular mi primo, Marl deRauley, ha dado a conocer sus preocupaciones.

Recordé que el rey había mencionado el nombre en la alcoba de la reina. ¿Era posible que alguien más tuviera derecho al trono?

—Nada me dolería más que se librara en estas tierras una guerra a mi muerte —continuó el rey—. Mi padre, y su padre antes que él, se afanaron por instaurar la armonía en nuestro reino. Es mi deseo que siga siendo así. Debemos asegurar que en el futuro haya tanta paz como en el presente.

El príncipe Bowen cambió de postura en su asiento, disfrutando de antemano el momento en que se pondría de pie para ser aclamado por la multitud. Para quienes lo observaban tal vez tenía un aspecto adecuadamente regio, pero para mí siempre sería el hombre que se había reído ufano de mi impotencia. Con el estómago revuelto a causa de la aversión que me inspiraba, me escondí mejor detrás del trono de la reina para evitar llamar su atención.

—Es sabido por todos que mi hermano menor es el siguiente en la línea de sucesión al trono, pero aún no ha sido reconocido formalmente como mi heredero. El nombramiento acallaría los rumores que se han extendido por estas tierras.

El príncipe Bowen sonreía. Había llegado su momento.

—Cuando convoqué esta asamblea estaba dispuesto a nombrar a mi hermano como mi sucesor.

¿Estaba? ¿Había optado por otras medidas?

—Me proponía pediros que lo aceptarais como vuestro próximo rey. Sin embargo, las circunstancias han cambiado enormemente. Hoy estoy aquí para anunciaros algo mucho más trascendental. Mi esposa está encinta.

Oí gritos ahogados a mi derecha procedentes de las damas de la corte. Miré a la reina Lenore, que había bajado cabeza con modestia. ¿Encinta? Llevaba meses a su servicio y no sabía nada al respecto. Los pensamientos se me agolpaban en la mente, una mezcla de alegría ante la noticia y dolor por que no hubiera confiado lo bastante en mí para revelármelo.

Poco a poco empezó a extenderse un sonido por toda la estancia. Primero unos pocos aplausos, luego murmullos que se hicieron cada vez más fuertes hasta convertirse en un eufórico grito al unísono. La ola del sonido alcanzó una gran altura llenando el salón. El rey se levantó de su trono, disfrutando del regocijo general, y alzó las manos pidiendo silencio.

—Mi esposa y yo os agradecemos vuestros buenos deseos. Para celebrar tan feliz nueva, invitamos a los miembros de la corte a unirse a nuestras plegarias en la capilla. No podemos dejar pasar este día sin dar las gracias al autor de este milagro. Después del oficio religioso estáis todos invitados al banquete que se servirá en la gran sala. ¡Os prometo que hoy nuestros cocineros se han superado!

Hubo más aplausos y la multitud se abrió para dejar paso al rey y la reina. Me descubrí volviéndome hacia el príncipe Bowen, que seguía sentado totalmente inmóvil, con los labios apretados en una línea tensa. Aunque era un gran alivio saber que pronto se marcharía del castillo, al ver su mirada iracunda me estremecí. Me volví, alterada, y sorprendí a Millicent con una sonrisa de autosatisfacción. De pronto lo comprendí. Ella sabía que la reina estaba encinta y que tendría lugar ese anuncio.

Ciega a las formas en que la sed de poder puede atrapar a un hombre obcecado, yo no podía comprender por qué el rey Ranolf querría humillar públicamente a su propio hermano. El rey había proclamado su dominio, pero se había creado un enemigo peligroso. Uno que jamás olvidaría el agravio cometido contra él.

 

Me reuní con el resto de la corte en la capilla, donde recité mudamente las palabras de acción de gracias mientras me daba vueltas la cabeza. Sentada justo detrás de la reina Lenore, viéndole inclinar la cabeza al rezar, no pude evitar sentirme traicionada. ¿Cómo podía habérseme escapado el estado de mi señora? ¿Y por qué ella no me lo había comunicado?

Cuando la reina pidió permiso para retirarse al término de las plegarias, el rey la despidió con un beso en la frente. De nuevo solas en sus aposentos del piso superior, me coloqué detrás de ella para desabrocharle la capa, consciente de que era mi deber ocultar mi dolor en aras de su felicidad, y la felicité por la buena noticia.

La reina Lenore levantó las manos y me asió las mías.

—Gracias, Elise. —Su voz sonó tan afectuosa y su gratitud me pareció tan genuina que mi pueril enfado se desvaneció—. No sabes lo difícil que ha sido guardar silencio. Pero me he llevado tantos chascos que no quería dar falsas esperanzas hasta no estar completamente segura. Isla y yo incluso le ocultamos la noticia al rey, hasta que el regreso de Bowen no me dejó otra salida.

Isla. Seguro que ella sabía hacía meses que su señora no necesitaba utilizar paños femeninos. Su secreto compartido era una prueba más del vínculo que las unía, un vínculo que yo no aspiraba a reemplazar cuando Isla estuviera casada.

Casada con un criado del príncipe Bowen.

—¡Isla! —exclamé de pronto—. ¿Qué hará ella?

La reina Lenore me miró con tristeza.

—Ha seguido a su futuro marido, como he insistido en que hiciera. Tenía el equipaje listo en caso de que fuera precipitada la partida.

Isla no celebraría su boda en el castillo, ni podría despedirse con calma de la mujer que había sido su señora y su amiga. Mi anterior rival había marchado, dejándome sola para atender todas las necesidades de la reina. Todavía recuerdo el terror que se apoderó de mí ante la magnitud de la tarea que tenía ante mí. Aunque estaba acostumbrada a comportarme como alguien de más edad, descubrí que los pensamientos que se me agolpaban en la mente eran los de una niña asustada: ¡No estoy preparada! ¡Necesito más tiempo!

—Este debería ser un día de gran felicidad —murmuró la reina Lenore—. Pero temo que mi marido ha cometido un terrible error.

Recordé el rostro del príncipe Bowen, el odio que refulgía en sus ojos. ¿Me correspondía a mí advertir a mi señora de lo que había visto? Cuesta creer que en otro tiempo me asustara tanto decir en voz alta lo que pensaba. Pero entonces era joven y carecía de experiencia, y creyendo que la etiqueta dictaba un silencio respetuoso antes que una conversación honesta, callé.

—Protesté. —La reina casi susurró las palabras, como si quisiera convencerse a sí misma de que había obrado bien—. Le dije a mi marido que debía informar a Bowen en privado de la noticia para prepararlo de antemano. Pero no hay quien disuada a Ranolf de algo una vez que ha tomado una decisión. —Agotada por los acontecimientos del día, suspiró—. ¿Quieres bajar tus cosas ahora? Convendría que te instalaras antes del banquete.

La doncella de una dama dormía en la cámara de esta para servirla a todas horas. Me abrí paso por última vez hasta las dependencias de la servidumbre, situadas bajo los aleros. Mientras reunía mis pocas posesiones dejé a un lado un delgado volumen que me había regalado la señora Tewkes, una colección de oraciones que hacía mucho que había memorizado y el único libro que había poseído. Lo dejé sobre la cama de Petra, recordando las noches que nos habíamos acurrucado las dos juntas a la luz de un preciado cabo de vela, pronunciando en alto las letras mientras yo elogiaba sus progresos. Su deseo de aprender era una de las cualidades que apreciaba en ella y, aunque la vida nos llevara por distintos caminos y a distintos puestos, yo estaba resuelta a no permitir que nuestra amistad languideciera.

Solo más tarde esa misma noche, mientras yacía en un rincón de los aposentos de la reina Lenore, empecé a regocijarme de todos mis logros. Renunciar a la compañía de las celosas criadas no suponía un gran sacrificio para mí; ahora dormía a pocos pasos de la reina en persona. Pronto habría en esas habitaciones un bebé al que tal vez le siguiera otro. En pocos meses había ascendido a una posición de gran prestigio y me había ganado la aceptación de la más bondadosa de las señoras. Sonreí en la oscuridad pensando en cómo se habría maravillado mi madre ante el cambio de mis circunstancias.

Con la piedra de los deseos de Millicent en una mano, recé —¿a Dios?, ¿a Millicent?— por la salud de la criatura de la reina Lenore, por un heredero que iluminara el futuro del reino. Sobre todo recé para que el príncipe Bowen no regresara jamás. Qué ignorante era yo al creer que la distancia debilitaría su capacidad para hacer daño. El príncipe se vengaría. Y yo aprendería que los deseos que se nos conceden se pagan caro, pero no podemos preverlo hasta que es demasiado tarde.