13
Una mujer casada

 

Dorian y yo intercambiamos nuestros votos matrimoniales en la capilla real, con el rey y la reina como testigos. La reina Lenore me regaló un traje nuevo para la ocasión, de un terciopelo rojo intenso escogido para realzar mi cabello y mis ojos castaños, e insistió en prestarme el collar de oro con motivos de flores que había recibido como regalo de boda de su madre, el que algún día sería de Rose. Dorian sonrió satisfecho cuando me vio en la entrada de la capilla. Se le veía tan seguro de sí como si esa ceremonia fuera una justa, una expedición de caza o una divertida aventura en lugar de un acontecimiento que cambiaría su vida. Yo lo seguí en silencio hasta el altar, sin caber aún en mi asombro de que ese apuesto y robusto caballero me hubiera escogido a mí como esposa. El sol entraba a raudales a través de las vidrieras y lo envolvía en un aura lustrosa mientras yo terminaba las frases que empezaba el sacerdote, prometiendo obedecer a mi marido y poner sus necesidades por encima de las mías. Hasta que terminé de pronunciar las palabras en voz alta no comprendí del todo las consecuencias de mis actos. Dorian me deslizó una sortija de oro en el dedo y la irrevocabilidad del gesto hizo que me temblara la mano. ¿Me había precipitado renunciando a mi libertad?

Después de la ceremonia ofrecimos un banquete en la gran sala. El rey Ranolf entregó a Dorian su regalo de bodas, una daga de caza cuya hoja sobresalía de un mango incrustado de piedras preciosas. Los compañeros de Dorian contemplaron con envidia esa extravagante prueba del favor del rey, y sus esposas se miraron con callada desaprobación cuando tomé asiento entre ellas. Rose se acercó corriendo a mí y me arrojó los brazos al cuello, balbuceando palabras de felicitación, y suscité aún más desconfianza debido a esa inesperada brecha en la etiqueta del castillo. A juzgar por la expresión de mis compañeras de mesa, ellas tampoco daban crédito a mi repentino ascenso. Durante el resto de la comida miré con modestia mi plato para evitar incomodarlas con mi atención.

Solo Dorian parecía impasible. Se mostró tan jovial como siempre a lo largo de la comida, bromeando sobre su pericia como amante con los caballeros sentados a nuestra mesa. Me alborotó el cabello y me besó las manos, orgulloso de reclamar su posesión en público. A medida que se acercaba la hora de retirarnos yo estaba cada vez más nerviosa. Nos besábamos apasionadamente desde el día que nos habíamos prometido, si bien una y otra vez yo detenía sus manos inquietas, resuelta a esperar hasta la noche de bodas para la consumación. Pero ahora que el momento se aproximaba temí decepcionarlo. Ignoraba las formas en que una mujer complace a un hombre y Dorian había disfrutado de un amplio abanico de mujeres. ¿Lo aburriría?

Después de comer, tras una serie de brindis ebrios y farragosos, un grupo de amigos de Dorian nos escoltó desde la sala, tomando el pelo a mi nuevo marido sobre la gran prueba que tenía ante sí. Aunque yo sabía que esas bromas eran habituales en una noche de bodas, no hicieron sino aumentar mi inquietud. Apreté el paso y, oyendo cómo las voces se perdían a mis espaldas, entré en el dormitorio de Dorian. Lo había visto por primera vez ese día cuando había acompañado al criado encargado de llevar mis pocas posesiones al piso de abajo. Acostumbrada a la fastuosidad de los aposentos de la reina, el espacio me pareció sumamente constreñido y oscuro. En el centro había una cama sencilla, con columnas en las esquinas pero sin dosel, y dos sillas debajo de una pequeña ventana que daba a los establos. Una sencilla cruz de madera en una pared era el único intento decorativo. Una habitación tan sobria era un parco testimonio de la personalidad del hombre que dormía en ella.

Me paseé entre la cama y las sillas, la única parte de la habitación donde había espacio para caminar. Oí pasos y levanté la mirada, lista para oír más burlas. Dorian entró solo y cerró la puerta detrás de él.

—No me digas que esos imbéciles te han disgustado.

Se movía como si fuera una noche más, pasando por delante de mí mientras se quitaba la capa de los hombros y la arrojaba sobre una de las sillas. Tiró las botas con la misma actitud despreocupada. ¿Esperaba que me desvistiera con la misma indiferencia? Dorian se volvió y se detuvo ante mí, y reparé en la forma de su ancho pecho visible a través de la fina camisa de hilo. Con suavidad, me quitó el tocado y me soltó los rizos, provocando un cosquilleo en mi cuero cabelludo. Me deslizó las manos por los hombros, los brazos, la espalda, donde con destreza desató los lazos que me ceñían el vestido. El suave terciopelo cayó al suelo y me quedé en camisola, temblando de nervios. Dorian me contempló con calma mientras yo miraba al suelo, sin saber cómo actuar. De pronto estaba en sus brazos, tumbada en la cama y atrapada bajo el peso de su cuerpo.

—No sabes cuánto he esperado este momento —dijo con una voz que sonó como un suspiro ronco mientras me subía las faldas y me deslizaba una mano por las piernas.

El corazón me latía con tanta fuerza que parecía resonar entre ambos.

—Harás lo que te diga, ¿verdad, esposa? —preguntó con tono burlón.

—Te obedeceré —respondí, repitiendo los votos que había pronunciado horas atrás.

Pensé en su cuerpo como una tierra desconocida que debía explorar con cautela, pero él me trató como un territorio que había que conquistar. Guiándome a través de los pasos que unen a marido y mujer, me dio órdenes como si fuera un soldado, pero pronunciaba las palabras con la afectuosidad de una conversación entre amantes; la ferocidad de sus manos callosas habría sido una amenaza de no haberme sentido tan protegida en sus poderosos brazos. Porque poseía una habilidad que imagino que pocos hombres tienen: atenuar el peligro con ternura.

En esa cama envuelta en penumbra, iluminada por la llama de una única vela, mi nerviosismo se esfumó bajo los dedos seguros de Dorian. Cuando me desabrochó la camisola con una sonrisa y me la bajó por los hombros, dejando al descubierto mi desnudez, me ruboricé. Pero el contacto de su piel contra la mía mientras nuestras extremidades se entrelazaban no tardó en transportarme a un reino de puro placer. Alentada por su deleite, exploré desde los tensos músculos de sus piernas, endurecidos tras años cabalgando, hasta la piel sorprendentemente suave de su nuca; al levantarme para besarlo ahí él se estremeció de placer, y disfruté con mi poder para conmoverlo. Ansiando más, lo seguí mientras me apremiaba aquí y allá, probando su piel con olor a almizcle con una avidez cada vez mayor. Cuando su último asalto me dejó jadeando con un repentino y brusco dolor, apretó el rostro contra el mío y, susurrándome palabras tranquilizadoras al oído, me abrazó con fuerza mientras se estremecía hasta su culminación.

—No me equivoqué al fiarme de tu virtud —me dijo acariciándome el brazo mientras se daba la vuelta para tenderse a mi lado—. Un hermoso obsequio de bodas para tu esposo.

Me besó con delicadeza la frente y se apartó; su respiración no tardó en retumbar en forma de ronquidos. Después de tantos años durmiendo sola yo no sabía qué posición adoptar. Yací rígida y alerta, sintiendo el calor que irradiaba de su piel, agotada y sin embargo incapaz de dormir.

 

En virtud del matrimonio había dejado de ser la doncella de cámara de la reina para convertirme en la esposa de un caballero. La reina Lenore tomó una nueva asistente personal, una joven afable llamada Heva, y yo me convertí en su dama de compañía más nueva. En lugar de permanecer a un lado en la sala de estar de la reina esperando a que me llamara, ahora estaba autorizada a sentarme entre las mujeres de noble cuna y dirigirme a ellas de igual a igual. A pesar de que yo seguía tratándolas con deferencia, las damas de la reina no me acogieron en sus filas. En más de una ocasión me acercaba a un grupo de ellas que hablaban en susurros y callaban en cuanto me veían. Una me preguntó con impertinencia si estaba encinta, como si esa fuera la única razón por la que el soltero más notable del castillo hubiera sido engatusado para contraer matrimonio. Sin duda varias de ellas habían fantaseado con Dorian.

Recibir alguna que otra mirada de desaprobación era un pequeño sacrificio a cambio de las ventajas de mi nueva posición. Ya no tenía que despertarme al alba para servir a otra persona, sino que podía amanecer con calma y holgazanear medio dormida en brazos de mi esposo. Los días eran míos para dedicarlos a lo que se me antojara, pues las damas de la reina podían ir y venir cuando querían. En realidad, después de tantos años de servicio, sin amigos de mi propio rango con quien pasar el rato, me costaba llenar las horas desocupadas que me aguardaban al comienzo de cada día. Por la fuerza de la costumbre así como por afecto hacia la reina, seguí pasando gran parte del tiempo en sus aposentos, lo que me permitía huir de las frías y masculinas estancias que sir Walthur y Dorian compartían.

Rose, que era una de las pocas personas que se alegraba de mi nueva posición, se convirtió en mi compañera más íntima. De pequeña había disfrutado de cierta libertad, escapando de las fortificaciones del castillo para montar con su padre por el campo o hacer visitas a fincas vecinas. Pero debido a las crecientes amenazas contra su seguridad, ahora se veía privada de tales salidas así como de la compañía de niñas de su edad, ya que la mayoría de las familias nobles criaban a sus hijos lejos de la corte. Desesperada por divertirse y sin ninguna amiga a quien recurrir, Rose acudía a mí buscando conversación y consejo. Poco después de mis votos matrimoniales me preguntó si la noche de boda había cumplido mis expectativas.

—¿Os referís a lo que pasó después del banquete? —respondí escogiendo con cuidado las palabras—. ¿La consumación?

—Oí a los hombres bromear con Dorian, pero no entendí lo que decían.

—¿No os ha hablado vuestra madre de esos temas?

Ella hizo un gesto de negación.

—Solo me dijo que una mujer debe cumplir con ciertos deberes. El resto podía esperar a que yo fuera mayor.

Debido a mi rústica crianza no podía imaginar llegar a los catorce años sin saber cómo los hombres y las mujeres yacían juntos. Desde que tenía memoria había visto a los corderos en celo en el campo, y oía a mi padre jadeando sobre mi madre en la oscuridad de la casucha. No me correspondía a mí instruir a Rose, pero me conmovió que me confiara tales preguntas.

—Debo respetar los deseos de vuestra madre. Os prometo que os diré lo que necesitéis saber cuando esté todo arreglado para vuestra boda.

—Eres feliz con Dorian, ¿verdad?

Una pregunta tan sencilla pero tan difícil de responder.

—Por supuesto —contesté con vehemencia.

—Yo espero ser feliz con sir Hugill. —Rose todavía no había conocido a su futuro marido, aunque a menudo contemplaba el pequeño retrato que tenía de él—. No sé nada de su forma de ser ni de su temperamento, pero debo estar unida a él toda la vida. ¿No te parece cruel?

—Así son las cosas —repuse con cautela.

Nada bueno saldría de poner en tela de juicio lo que le había tocado en suerte, y no quería que me acusaran de alimentar tales sentimientos.

—Soy una prisionera más que una princesa. Nunca me consultan ni me piden mi opinión, solo me informan de lo que debo hacer. Mi madre no me ha hablado ni una sola vez de amor en lo tocante a mi matrimonio. Cuánto te envidio.

La pobre Rose era demasiado joven para recordar la adoración con que en el pasado sus padres se miraban delante de toda la corte, o los poemas que leían en alto en la sala de estar de la reina Lenore. Ahora eran poco más que figuras decorativas, un rey y una reina que vivían en gran medida vidas aparte. Su padre pasaba los días obsesionado con amenazas reales o imaginarias mientras que su madre buscaba consuelo en las enseñanzas de su más reciente consejero, un monje errante que se hacía llamar padre Gabriel y que era capaz de perorar durante horas sobre los pecados de la vanidad humana. Alto y ascético, con un cuerpo flaco y larguirucho que hacía pensar en una grulla, se jactaba de dormir en el suelo de las cocinas envuelto en su capa. Con una presencia tan santa rondando por las habitaciones de la reina, no era de extrañar que el rey buscara diversión en otra parte; según Heva, ya no compartía lecho con su esposa. No me chocaba que, al compararlo con el de sus padres, Rose considerara que mi matrimonio era por amor.

¿Era feliz mi matrimonio? No lo sabía. Nuestros caracteres opuestos a menudo nos enfrentaban; cuando cabalgábamos por el campo Dorian se quejaba de que yo iba muy despacio, mientras que sus intentos de explicarme las complejas tácticas de las justas me provocaban bostezos. Divertido más que impresionado por la tutela de Flora, se refería a la colección de frascos y tarros que yo tenía en una esquina de nuestra habitación como las pociones de bruja, aunque se quedó encantado cuando le apliqué uno de mis ungüentos en sus músculos doloridos. Casado o no, no estaba dispuesto a renunciar a su papel de animador, buscaba la admiración tanto de los hombres como de las mujeres. En su eterno afán de divertir y divertirse Dorian disfrutaba convirtiéndome en objeto de mofa, lamentando su libertad perdida o quejándose de la lengua afilada de su mujer, aunque ambos sabíamos que yo nunca decía una palabra en contra de él. Cuando yo le decía que esas quejas me dolían, él ponía los ojos en blanco y respondía que el matrimonio me había atrofiado el sentido del humor, lo que demostraba por tanto su argumento.

¿Cómo explicar entonces la forma en que me cautivaba en privado? Las noches que le daba la espalda irritada, sintiéndome frustrada por un comentario o un gesto desconsiderado, él me deslizaba un dedo por el cabello o me besaba el pecho por encima del escote del camisón hasta que el cuerpo me traicionaba respondiendo a sus caricias. A diferencia de muchos hombres que tomaban lo que necesitaban de una mujer para satisfacer sus apetencias, Dorian disfrutaba dándome placer. El hecho de que yo fuera un modelo de discreción y recato en el castillo solo aumentaba su deseo de verme sometida. Yo revelaba ante él una faceta de mí misma que nadie más había visto, y el ocultamiento de esas identidades secretas puede unir a una pareja casada con más firmeza que sus votos matrimoniales.

No esperaba que Dorian me fuera fiel y no lo era. Lo acepté como el precio que había que pagar por pasar el tiempo haciendo lo que quería, pues él exigía poco de mí durante el día. Dorian podía ser burdo y arrogante pero también generoso y encantador, podía mostrarse involuntariamente ofensivo, si bien nunca deliberadamente cruel. Mis propios padres me habían enseñado que las mujeres podían correr mucha peor suerte. Yo confiaba en que la paternidad sosegara su mirada errante y sus costumbres juveniles, pero pasó un año, luego dos, sin que cambiara mi ciclo.

Los temores ante mi posible esterilidad no me impedían ver los peligros que acechaban al reino. Una aparente victoria —la captura del hermano menor de los deRauley— se convirtió con el tiempo en un nuevo acicate para los rebeldes. El juicio por traición del joven fue una farsa, porque no sabía nada de las conspiraciones de sus hermanos mayores, y la crueldad de su ejecución, alargada para hacerlo sufrir todo lo posible, solo endureció el corazón de quienes ya estaban en contra del rey. Sir Walthur pasaba los días encerrado con el Consejo Real, discutiendo sobre si había que mandar más tropas al norte, donde estaba en boca de todos que el príncipe Bowen tomaría el trono. Aunque el mismo Bowen eludía a los espías del rey, era evidente que tramaba algo en esa zona, promoviendo así el descontento hacia el reinado de su hermano.

Dorian pasaba los días montado a caballo y practicando formaciones de batalla con los demás caballeros, niños grandes que jugaban a la guerra hasta que llegara la de verdad. En la intimidad de nuestra habitación me enseñó a blandir la daga adornada de piedras preciosas que se había convertido en su posesión más preciada. Pegando el pecho a mi espalda, me sostenía la mano mientras hacía una demostración de una puñalada o un tajo. Era lo más cerca que yo había estado de entender la atracción hacia la vida de soldado, porque mis propios huesos parecían sostener el peso del acero, llenándome de una fuerza insólita. El trasfondo de peligro resultaba emocionante, y tales encuentros acababan invariablemente con la daga cayendo al suelo mientras nos buscábamos con las manos extendidas.

Aunque Dorian afirmaba estar impaciente por luchar, el rey y sus consejeros creían posible acobardar a los rebeldes sin recurrir a una invasión completa. Solo ahora, con la sabiduría que da el tiempo, veo que la guerra era inevitable. Sin embargo, durante meses —años— pusimos nuestras esperanzas en otras resoluciones. Capturaríamos al hermano mayor de los deRauley, poniendo fin a su conspiración, o la arrogancia del príncipe Bowen ahuyentaría a sus partidarios. El rey Ranolf haría un gran esfuerzo por construir una red de aliados que asentaría su dominio sobre un poder inquebrantable. Los gobernantes de las tierras vecinas tenían motivos para apoyarlo, porque cualquier levantamiento en nuestro país podía extenderse al suyo. La piedra angular de su estrategia era Hirathion, la tierra limítrofe con la nuestra por el norte y por lo tanto la que más posibilidades tenía de verse afectada por un posible derramamiento de sangre.

Si el rey de Hirathion nos expresaba públicamente su apoyo, el bastión de los rebeldes se encontraría rodeado por un territorio leal al rey Ranolf, lo que se asestaría un golpe mortal a la conspiración de los habitantes del norte. Así pues, pareció un signo de buen augurio que el rey de Hirathion anunciara su intención de mandar a un representante al castillo para hablar sobre una alianza formal.

No vi llegar la delegación de Hirathion, ya que desapareció casi de inmediato en la Cámara del Consejo para conferenciar con el rey. Sin embargo, no tardó en difundirse la noticia de que la delegación de visita estaba formada por unos pocos oficiales encabezados por un embajador cuyo nombre desconocía sir Walthur. Dorian entró a grandes zancadas en nuestra habitación, mugriento y exhausto tras una semana de ejercicios militares en la región occidental del reino, y se quejó de que la juventud del embajador era una prueba de la indiferencia de Hirathion hacia nuestros asuntos.

Aun así, entre las damas del castillo cualquier cambio en la rutina diaria era motivo de emoción. Se organizó un gran banquete para recibir al embajador en su primera noche, y hasta la reina Lenore estuvo a la altura de la ocasión, luciendo piedras preciosas que normalmente no llevaba. Yo me puse el vestido rojo que me había hecho para la boda, lo que provocó una sonrisa lujuriosa de Dorian al salir de nuestro dormitorio. Todos los miembros de la corte estaban presentes en la gran sala cuando llegaron los hombres de Hirathion precedidos por murmullos intrigados. A la cabeza iba un joven de facciones oscuras que se movía con una dignidad que no se correspondía con la edad que tenía. Recorrió rápidamente la estancia con la mirada, y enseguida percibí una intensa curiosidad, una avidez de observar y recordar todo lo que veía. Dorian me susurró que era Joffrey Oberliss, el embajador de quien dependía nuestro destino.

Reparé en que carecía de título —una nueva prueba de su relativa insignificancia—, aunque se conducía con la desenvoltura de alguien acostumbrado a los círculos aristocráticos, y se le concedió un asiento de honor al lado de la reina. Durante toda la comida mi mirada se vio atraída hacia él mientras entablaba conversación con la reina Lenore, escuchando con atenta concentración sus respuestas. Rose, que estaba separada del invitado de honor por sus padres, se echó hacia delante repetidas veces para escucharlo con una expresión visiblemente embelesada. Le lancé una mirada de desaprobación, pero no podía culparla de encontrar cautivador a nuestro visitante. Joffrey mostraba un refinamiento y una amabilidad poco frecuentes entre los robustos y escandalosos caballeros del círculo del rey Ranolf.

Una vez recogida la mesa, tras una serie de floridos brindis, el rey hizo señas a los músicos para que empezaran a tocar. Los cortesanos más jóvenes se levantaron y se dirigieron al centro de la estancia, donde se dispusieron unos frente a otros en hileras para bailar. Yo había aprendido recientemente los pasos, ya casada, y decliné con firmeza los ruegos de Dorian de que me uniera a él; no quería exponerme a resbalar en una ocasión tan formal.

Mientras los músicos tocaban el primer tema, Rose se volvió hacia su padre y le tocó el brazo. No oí lo que le dijo, pero el rey se levantó y pidió silencio.

—¡Un momento de atención! —anunció—. Bella desea participar en el baile, pero solo lo hará con nuestro huésped como pareja.

Se volvió hacia Joffrey con una sonrisa divertida y disfrutó con la sorpresa del joven. En el rostro de la reina Lenore se dibujó una expresión de alarma, pero fue tan efímera que pocos la habrían advertido, y enseguida apareció su habitual sonrisa educada. El atrevimiento de Rose al pedir bailar con un hombre de un rango muy inferior era una brecha considerable en las normas de la corte. Pero si el rey Ranolf había resuelto alentar los ánimos juveniles de su hija, la reina Lenore no podía demostrar su desaprobación.

Rose se acercó a la pista antes de que Joffrey se levantara. Como correspondía a su posición, se detuvo en la cabeza de la hilera de damas, a la vista de los invitados de alrededor. Me pregunté si Joffrey sabría seguir los pasos, ya que no todos los jóvenes tenían talento para moverse, y pareció titubear cuando ocupó su sitio.

Situados uno frente al otro, se miraron a los ojos, pues a los dieciséis años Rose había superado la estatura media. La música empezó a sonar, y Rose dio dos tímidos pasos hacia delante, y se deslizó por delante y alrededor de su pareja como si la envolviera con una red invisible. La afabilidad de su sonrisa derritió la cautelosa reserva de Joffrey, quien fue sucumbiendo con cada movimiento, siguiendo con la mirada cada inclinación y cada giro, sonriendo de placer al acoplarse a sus pasos. Cuando sus manos finalmente se rozaron, él sostuvo la palma contra la de ella un instante más de la cuenta, y ella la apartó riéndose con deleite.

Todos fuimos testigos. El embajador se quedó tan prendado con Rose que le traía sin cuidado que toda la corte lo notara. Bailaron otro tema y luego otro. El rey, que debía poner fin a ese favoritismo, estaba enfrascado en una conversación con sus cortesanos; la reina Lenore, siempre respetuosa con los deseos de su marido, no hizo ademán de reprender a su hija. El honor de una mujer era su posesión más valiosa, y yo temí que Rose llevara el suyo demasiado a la ligera.

Durante el descanso de los músicos, me levanté y me encaminé hacia los danzarines. Vi a Rose mirar con las cejas arqueadas a Joffrey, desafiándolo a desacatar una vez más la etiqueta con otro baile. Me acerqué para que me viera y meneé la cabeza despacio esperando que la seriedad de mi expresión sirviera de advertencia. La sonrisa de Rose desapareció, junto con su actitud coqueta, y me presentó al invitado con educada formalidad.

—¿Me permitís el honor? —me preguntó él, tendiéndome una mano.

Acalorado por el baile y prestándome toda su atención, era aún más atractivo de lo que parecía de lejos. No era de extrañar que Rose se hubiera quedado encandilada.

Hice un gesto de negación.

—Debo declinar con el mayor respeto. Por desgracia no se me da muy bien bailar.

—A mí tampoco se me daba bien hasta esta noche.

Su despliegue de ingenio me desarmó y me descubrí sonriendo junto con Rose. Luego, consciente de que todas las miradas estaban clavadas en nosotros, di un discreto codazo a Rose para conducirla de nuevo a la mesa.

—Es el momento de que ocupéis vuestro sitio —le susurré.

—Sí, sí —murmuró Rose y, alzando la voz para incluir a Joffrey en la conversación, añadió—: No me vendría mal un poco de sidra fría. No hay nada como bailar para que se te despierte la sed.

—Pediré que traigan —repuse, recorriendo en vano la sala con la mirada en busca de una criada.

Como de costumbre, la mayoría de ellas había desaparecido al comenzar la música, si duda para disfrutar de su propia diversión en el piso de abajo. Crucé la puerta situada detrás del estrado que conducía a la sala de recepciones, recordando cómo había utilizado esa misma salida años atrás, el día del bautismo de Rose. Allí me había apiñado yo con el rey y Flora mientras la reina Lenore contaba la truculenta historia de los poderes oscuros de Millicent. Esa noche la habitación estaba vacía y silenciosa, y crucé rápidamente el espacio oscuro, apartando los ojos de las sombras que cambiaban al pasar. Sola, bajé las estrechas escaleras que conducían a la sala inferior, estremeciéndome cada vez que las paredes húmedas me rozaban el brazo. El ruido y la alegría de los festejos habían quedado atrás; el único ruido era el taconeo de mis zapatos contra las losas del suelo. Pese a los años que llevaba viviendo en el castillo, nunca había dejado de asustarme al caminar sola por esos pasajes, temiendo en secreto que un giro equivocado me llevara a una mazmorra o un túnel del que nunca regresaría.

Una vez en el piso de abajo, me acerqué a un lacayo medio ebrio y le encargué que subiera jarras de sidra fría a la mesa del rey. Regresé corriendo escaleras arriba, tan absorta que no vi la oscura figura que me obstruía el paso hasta que me topé con la sólida mole de su cuerpo. Sus brazos me aprisionaron, apretándome la cara contra su pecho para sofocar mi grito. Me cubrió la nuca con los dedos y me los deslizó por el cabello antes de echarme la cabeza hacia atrás, permitiendo que lo mirara. Era Dorian.

—Siento haberte asustado —me dijo en un susurro—. Era una broma.

¿Una broma? Furiosa, me aparté de él. Él me asió la mano con inesperada ternura, llevándose mis dedos a los labios para besarlos. La delicadeza del gesto bastó para que me detuviera, y Dorian se acercó más y me deslizó las manos por las mangas hasta los hombros.

—Cómo me atormentas —susurró, recorriéndome con la boca el arco de la nuca—. Parece que han pasado siglos desde la última vez que te toqué. Ha sido una tortura contemplarte toda la noche y verme privado de esto. —Me deslizó la mano con delicadeza por un lado del muslo. Sentí un hormigueo en la piel de la pantorrilla a medida que me levantaba la falda en el aire húmedo—. ¿Qué quieres que haga si se me sube la sangre? —Con una mano me apretó la curva de las nalgas para sostenerme mientras con la otra empezaba a acariciarme con firmeza el interior del muslo.

—No puedo quedarme —le dije, con una voz lánguida que contradecía mis palabras.

—Por favor. —Y el dolor que se traslució en su voz me cogió por sorpresa.

Desplazó su boca de mis labios a las mejillas, a la frente, a los oídos, movimientos desesperados impulsados por una necesidad que no era capaz de dominar. Le sujeté las caderas, presionándolo contra mí hasta que sentí su miembro duro. Sus dedos se deslizaron entre mis piernas, acariciando la avidez de mi deseo.

De pronto oí a lo lejos el estrépito de una olla cayendo seguido de débiles risas. El ruido me arrancó del arrebato momentáneo, y recordé que estábamos en lo alto de las escaleras de la servidumbre, a plena vista de quien pudiera subir. Aterrada, me quedé paralizada y miré a Dorian. Él me subió las faldas casi hasta la cintura con una sonrisa diabólica. Su osadía avivó mi propio deseo; no podía parar, no ahora. Busqué debajo de su túnica, y el miedo a que nos descubrieran aceleró mis dedos. Dorian me apretó contra la pared y me tomó donde estábamos, penetrándome con una fuerza que me dejó sin aliento. Aun después de alcanzar el clímax me sostuvo absorto, saboreando el instante.

Durante esos breves minutos de silencio lo abracé. Aunque habíamos llegado al orgasmo al mismo tiempo en un frenesí de lujuria, sentí una inesperada ternura hacia mi marido. Dorian había dejado ver una abolladura en su escudo, una necesidad de mí que yo jamás había sospechado. Tal vez en lo más profundo de su ser incluso me amaba.

Recordando mis obligaciones, lo aparté y me apresuré a bajarme el vestido. Dorian me observaba divertido mientras yo ocultaba todo rastro de desenfreno. Al entrar en la sala de recepciones el pánico se apoderó de mí al ver dos figuras en el umbral del otro lado. ¿Quiénes eran? ¿Habrían oído algo?

Mientras me acercaba vi que eran Rose y Joffrey enfrascados en una conversación. Por mucho ruido que Dorian y yo hubiéramos hecho, no habría llegado hasta allí, porque ambos se sobresaltaron al oír nuestros pasos y retrocedieron para aumentar la distancia entre ellos. Joffrey se quedó lo bastante avergonzado para rehuirme la mirada, pero Rose se dirigió a Dorian y a mí con su habitual tono jovial.

—Estaba enseñando a nuestro huésped los tapices.

—Todo un reto a esta débil luz —repuso Dorian con fingida preocupación.

Le lancé una mirada y di a Rose un firme empujón en el hombro.

—Mañana habrá tiempo de sobras para mostrarle los lugares de interés. Vamos, no está bien que desaparezca nuestro huésped de honor.

Cuando entramos de nuevo en la gran sala, sentí alivio al ver que nuestra desaparición no había causado mucho revuelo. Si bien la ausencia de Rose y Joffrey no había pasado inadvertida, mi papel de carabina rodeó de respetabilidad su breve salida. Solo yo sabía que habían estado a solas, sin que nadie los observara, un error que podría haber mancillado para siempre la reputación de Rose. Joffrey y ella se reunieron con el rey y la reina mientras Dorian y yo regresábamos a nuestra mesa. Él me rodeó la cintura con un brazo posesivo y, sonriendo de forma insinuante, se inclinó para susurrarme:

—Si supieran en qué has estado ocupada.

Sentí el cosquilleo de su aliento y me ruboricé. Miré alrededor, esperando que nadie hubiera oído las palabras de mi marido. El murmullo de voces que nos rodeaba continuó ininterrumpido pero de pronto noté una mirada clavada en mí. Vi en el umbral una figura alta, totalmente inmóvil con los brazos cruzados, su postura un rígido reproche por la diversión que se desplegaba ante sus ojos. Era el padre Gabriel.

Me sorprendí y luego me preocupé. A menudo se jactaba de que le eran totalmente indiferentes los asuntos terrenales; ¿por qué se dejaba ver entonces en esa velada? ¿Y por qué me clavaba su mirada desdeñosa? No podía estar al corriente de mi encuentro con Dorian en las escaleras, pero percibí que algo en mi postura, o en la forma relajada y posesiva en que me había ceñido la cintura mi marido, nos había delatado. Me disculpé rápidamente y me acerqué a él; y lo saludé con lo que esperaba que fuera una expresión inocente.

—No pensé que lo veríamos aquí esta noche, padre. ¿Desea hablar conmigo?

—Corre el rumor entre los criados de que la princesa Rose no ha seguido las normas de la corte durante el baile. —Resopló—. Y ahora la encuentro a usted escoltándola tras una reunión privada con el embajador. No esperaba tanta permisividad de usted ni de la reina.

—Es su padre quien consiente a Rose —repliqué sonriendo con ironía—. Pero no veo nada malo en que cautive a nuestro huésped. Puede que eso ponga al rey de Hirathion de nuestra parte.

La expresión de desaprobación del padre Gabriel, con los labios apretados, no cambió.

—Es hora de que la joven contraiga matrimonio. Necesita mano dura.

Sus palabras en sí mismas no eran escandalosas, aunque me sorprendió la vehemencia de su tono. Su papel en la corte era atender las necesidades espirituales de la reina, no sus asuntos personales. ¿Estaba utilizando su influencia sobre ella para interferir en asuntos de Estado? Por supuesto que no. Me reprendí, porque no había visto tales indicios. Había descubierto que los castos hombres de Dios no tenían compasión hacia las jóvenes de disposición coqueta, y no podía negar que la censura del padre Gabriel era merecida; no deberían haber permitido a Rose tales libertades.

Cuando le pregunté más tarde a Rose lo que había ocurrido en la sala de recepciones, ella se ruborizó y no dijo una palabra. No supe decir si con su reticencia pretendía encubrir una conducta que yo habría desaprobado o disimular su decepción de que Joffrey no hubiera intentado tal conducta.

A la mañana siguiente, lleno de frustración, Dorian me dijo que Joffrey había hecho vagas promesas de apoyo, pero había admitido que el rey de Hirathion no enviaría soldados para ayudar a nuestra causa. Furioso, el rey lo acusó de engañar, y la delegación se marchó bruscamente del castillo sin las habituales despedidas formales.

—Estamos solos —murmuró Dorian.

Sir Walthur se unió a nosotros en la sala de estar de la familia. Las horas de conversación infructuosa lo habían dejado ojeroso y el agotamiento había suavizado su habitual severidad.

—Hirathion sigue siendo un aliado —dijo con solemnidad.

—Estamos defendiendo los derechos de una familia noble. Un rey amigo debería creer que merece la pena luchar por la causa.

—Debes tener en cuenta su posición. Si manda soldados aquí, dejará sus propias tierras mal defendidas.

—Que los cuelguen a todos —prorrumpió Dorian.

Sir Walthur aspiró bruscamente ante la irreverencia de su hijo. Yo guardé silencio, como solía hacer cuando padre e hijo discutían sobre asuntos de Estado. A ninguno de los dos le importaba la opinión de una mujer.

—El rey Ranolf está al mando del mejor ejército que se ha visto jamás en estas tierras —continuó diciendo Dorian—. Es hora de que demostremos lo que valemos.

Sir Walthur meneó la cabeza con tristeza. Luego se volvió hacia mí.

—Hay un asunto que debo tratar contigo, Elise. Cuando los hombres de Hirathion han partido esta mañana, los he acompañado al patio para despedirme. Mientras se alejaban, su embajador, Joffrey, ha virado para hablar con una persona en las puertas. Iba envuelta en una capa oscura, y no habría prestado atención al encuentro si el viento no hubiera cambiado, bajándole la capucha. Era Rose. He reconocido al instante su cabello.

Me sorprendió pero no me chocó. Debería haber imaginado que Rose querría despedirse de forma teatral del joven que tanto la había fascinado. Solo esperaba que ninguno de los hombres de Joffrey hubiera presenciado su gesto impetuoso.

—¿Los ha visto alguien más?

—Creo que no, gracias a Dios. Pero creo que es mi deber notificárselo al rey.

—No, no, por favor, no lo hagáis —le supliqué—. Yo hablaré con ella.

Sir Walthur estaba sentado como un anciano, encorvado y con los brazos inertes y planos apoyados sobre la mesa.

—Esa joven no se detiene ante las consecuencias. Al igual que los que anhelan librar batalla. —Miró a Dorian—. Cuando se enteren de que no tenemos refuerzos a los que recurrir, no sé cómo se evitará la guerra.

—Yo acudiré encantado —replicó Dorian, desafiante, y por un instante su obstinado anhelo de un derramamiento de sangre hizo que me estremeciera.

Como sir Walthur había advertido, su hijo era implacable en la persecución de sus objetivos, a cualquier precio. Del mismo modo que Rose se negó a admitir su error al reprenderla por correr tras Joffrey como una mujer disoluta. Cuando apelé a su sentido común, diciendo que era peligroso estar tan cerca de las puertas del castillo, ella se burló.

—¿Más peligroso que pasear por Saint Elsip? —preguntó—. Porque lo he hecho y he vuelto ilesa.

—¿Cómo? —le pregunté horrorizada—. ¿Habéis salido sola?

—Nadie mira dos veces a una muchacha vestida de criada.

Yo comprendía que luchaba con las restricciones de su posición, pero jamás hubiera creído que llegaría al extremo de escapar de ellas. Le supliqué que no volviera a hacerlo y supe, incluso mientras me daba su palabra, que no haría honor a la promesa. Aun así nunca se lo dije a sus padres ni pedí a la criada de Rose que me informara de sus movimientos. No tomé medidas para detenerla. Las salidas de Rose más allá de los muros alimentaban una pieza vital de su alma. Si no apoyaba tácitamente sus furtivos intentos de independencia me exponía a perder su confianza —y su amor— para siempre.

 

Los temores de sir Walthur resultaron proféticos. Menos de dos semanas después de que Joffrey y sus hombres se hubieran marchado recibimos la noticia devastadora. La fortaleza de Embriss, que otrora fuera sede de la familia de deRauley pero que durante la pasada década había estado bajo el control de soldados leales al rey, había sido invadida. Yo estaba en el patio delantero con Dorian cuando llegó el jinete, aterrado y sin aliento, a lomos de un caballo tan exhausto que apenas era capaz de poner una pata delante de la otra. Dorian ordenó a uno de los mozos del establo que tomara las riendas. El hombre que desmontó era joven pero tenía la mirada de quien ha visto demasiadas desgracias para su edad.

Dorian medio arrastró al mensajero hasta la Cámara del Consejo, donde el rey estaba reunido con sir Walthur y sus consejeros. Aunque no me correspondía estar allí, los seguí a una distancia prudencial acompañada por otros miembros de la corte que también percibieron la trascendencia de su repentina llegada.

El rey esperó a que el joven entrara y le comunicara el mensaje. Desde el pasillo solo alcancé a entrever a los hombres en el interior, pero oí claramente la terrible historia del joven. Dos días atrás unos maleantes habían atacado Embriss sin previo avisto, cruzando las puertas como una manada de lobos ávidos de sangre. Sus acciones habían sido rápidas y crueles. Arrojaron cuerpos desde los torreones y las llamas devoraron los muros mientras el joven observaba horrorizado la escena desde una colina cercana.

—¿Vio a los atacantes? —le preguntó el rey.

—Los hombres que dirigían la embestida llevaban el emblema de los deRauley, tres cabezas de oso en un campo amarillo —respondió el joven—. Uno montaba un caballo negro, el más grande que jamás he visto.

—Marl —dijo el rey en apenas un susurro.

Las historias acerca del hermano mayor de los deRauley ya eran legendarias: sacaba una cabeza a cualquier otro hombre y montaba una enorme bestia negra que tenía más de toro que de caballo. Si Marl en persona había encabezado el asalto era un acto de guerra.

Sin embargo, ¿cómo era posible que semejante bastión hubiera caído con tanta rapidez? Cuando poco después despidieron al mensajero, me ofrecí a llevarlo a la sala inferior para que comiera algo.

—¿Vio a los jinetes acercarse al castillo? —le pregunté.

El muchacho asintió.

—¿Cómo entraron? Los muros están bien defendidos.

—Desde donde yo estaba no veía las puertas. Pero casi al instante llegaron gritos del interior.

No se había producido ataque ni cerco. Un traidor había abierto Embriss a sus enemigos, una prueba más de que el dominio del rey sobre su pueblo se había debilitado con el tiempo. Dorian y sus amigos quizá presumieran de ser los soldados más valientes sobre la tierra, pero el arte del manejo de la espada no defendía contra la traición.

Después de años de rumores y amenazas inciertas, trazar planes para la guerra fue un alivio catártico para el rey y sus hombres. Los altos mandos pusieron a prueba a sus soldados en el vasto campo de torneo situado al sur de los muros del castillo y el estruendo de cascos hendió el aire. Los fuelles de la armería del castillo estaban encendidos hasta bien entrada la noche; yo yacía en la cama escuchando el tintineo del metal. La reina Lenore pasaba los días rezando en la capilla. Gobernaba en ausencia del rey, y temí que el peso de semejante tarea le pasara factura. Sin embargo, afrontó la perspectiva de la partida de su marido con una serena aceptación que atribuí a regañadientes a los servicios del padre Gabriel. Podía perdonar su actitud distante hacia mí y hacia el resto de la corte siempre que los rezos le infundieran fuerzas a la reina.

Más allá de los aposentos reales, los días anteriores a la partida del ejército hubo un auge de apareamientos desenfrenados, ya que muchas jóvenes que habían negado a sus pretendientes sus favores de pronto dejaron a un lado los escrúpulos. Cualquier hombre con armadura provocaba arrobamientos, sus defectos eran pasados por alto y su coraje ensalzado. Yo misma me descubrí aferrándome a Dorian de un modo que contradecía totalmente mi reserva habitual durante las pocas horas que se separaba de sus hombres.

La víspera de la partida Dorian irrumpió en nuestra habitación ya entrada la noche. Exhausto por los acontecimientos del día, se desplomó en la cama con un gruñido de satisfacción. Fui a buscar la jarra de agua y le lavé el rostro sucio mientras él yacía de espaldas, con los ojos cerrados, agotado de los esfuerzos. Con suavidad le aparté el cabello greñudo de la frente mientras escuchaba su lenta y acompasada respiración. Cuando creía que se había quedado dormido, alargó las manos y me estrechó contra su pecho. No hablé mientras me despojaba del vestido ni cuando le quité la túnica por los hombros. Alcanzamos el clímax juntos en silencio, mientras sus recias manos de soldado acariciaban mi delicada piel como si pudiera grabar recuerdos con sus caricias.

Esperé que se quedara dormido inmediatamente después, como solía hacer, pero su inminente partida despertó una ternura insólita en él. Volviéndose de lado, me miró mientras enroscaba mis tirabuzones alrededor de sus dedos.

—La perspectiva de quedarme aquí contigo es suficiente para que lamente la llegada de la guerra.

No siguió una sonrisa burlona ni una carcajada despreocupada. Durante ese breve instante vi cómo podrían haber sido las cosas entre nosotros si hubiéramos aprendido a hablar el uno con el otro con confianza y franqueza. Quizá cuando terminara la guerra todavía estuviéramos a tiempo de forjar una verdadera relación.

—Quédate un poco más entonces —murmuré, frotándole el pecho con las palmas.

Rebosante de afecto, me planteé contarle el secreto que llevaba semanas guardando. Una falta en el período menstrual no era una prueba fiable de embarazo, y temí darle esperanzas a él y a mí misma antes de tiempo. Me pregunté si era mejor esperar y presentarle un vientre prominente a su regreso. Lo imaginé volviendo a caballo del campo de batalla, exhausto y cubierto de barro, y a mí en las puertas del castillo esperándolo para darle la noticia.

—Echaré de menos esas manos suaves cuando esté acostado en medio de una horda de soldados mugrientos.

—Estarás tan ocupado presumiendo que no tendrás tiempo de extrañarme —respondí tomándole el pelo.

—Me conoces demasiado bien —me dijo con una sonrisa irónica—. No puedo negar que estoy listo para combatir. Y listo para resolver este conflicto de una vez.

Los pensamientos de Dorian ya estaban en esos campos de batalla del norte. Desviando su atención hacia otros asuntos no le haría ningún favor, de modo que decidí no decirle ni una palabra sobre mi estado. Si esa falta de menstruación no era más que un error, no era necesario que se enterara.

Me dormí en brazos de Dorian, acurrucada contra su robusto cuerpo. Cuando al amanecer me despertó un tierno beso, abrí los ojos y lo vi de pie al lado de la cama, ya vestido.

—Voy a reunirme con los hombres.

—¿Tan pronto? —pregunté, atontada.

—Hay mucho que hacer. —Luego añadió con suavidad—: ¿Saldrás a despedirme?

—Por supuesto.

Dorian miró mis hombros desnudos, la curva de mis senos bajo la colcha, y titubeó, tentado a regresar a mi lado para un último abrazo. Yo me moría de deseo. Aún no se había marchado del castillo y ya echaba de menos su cálida y sólida presencia.

—Te buscaré —dijo por fin, inclinando la cabeza en señal de despedida.

El marido que me había susurrado la noche anterior había desaparecido; Dorian era ahora un guerrero, listo para enfrentarse a su destino.

Los soldados partían con gran ceremonia del patio delantero. Habían erigido una plataforma elevada para que la reina y sus damas estuvieran a la misma altura que sus hombres montados a caballo cuando se despidieran de ellos. Alrededor de los muros había una aglomeración de gente; al parecer todos los habitantes del castillo, nobles y sirvientes, se habían congregado allí para mirar. La reina Lenore se conducía como siempre con gran dignidad, contemplando impasible la confusión desde su trono dorado. Solo sus ojos negros dejaban ver la melancolía que había ido apoderándose de ella. A mi lado estaba sentada Rose, quien no podía estarse quieta; daba golpecitos con los pies bajo las faldas de su vestido mientras paseaba la mirada por la escena.

Llegó la estridente llamada de los clarines procedente del patio trasero, donde el ejército se estaba reuniendo. Las voces zumbaban llenas de expectación, y la impaciencia de Rose repercutió en mis nervios. Los primeros en cruzar la arcada fueron los heraldos, avanzando al compás de sus cornetas. Los seguían los abanderados, marchando en columna de seis en fondo, cada uno blandiendo orgulloso el escudo de armas del rey. Dorian me había dicho que esos estandartes tenían gran importancia durante la batalla, ya que señalaban la posición de cada alto mando durante el combate. Dorian iría a la cabeza de la caballería del rey y me pregunté cuál de esos abanderados cabalgaría a su lado.

En medio del tintineo de los escudos y el estruendo de las pisadas desfilaron ante nosotros hilera tras hilera de soldados vestidos con uniforme completo de combate. Por el patio resonaban vítores eufóricos. Unos pocos hombres agitaron la mano y gritaron insinuaciones procaces a las jóvenes que despertaron su interés, pero la mayor parte de ellos desfilaron ante nosotros en un silencio solemne y sin decir una palabra salieron por las puertas del castillo. Reconocí muchos rostros entre los lacayos y los artesanos que se habían prestado a tomar las armas al servicio del rey. A muchos los conocía desde que eran niños. Otros procedían de familias leales que habían recorrido todo el reino para unirse a nuestra causa. Una multitud bordeaba el camino que conducía a la ciudad, y sus gritos se sumaron a los nuestros a medida que el ejército desfilaba ante ellos. A mi lado Rose enronqueció a fuerza de vitorear; solo la reina Lenore guardó silencio.

Los últimos en salir fueron el rey y sus caballeros. Montaban los más hermosos caballos de los establos reales, alimentados para ser fuertes y veloces, y ese día iban engalanados con los colores de la casa real. Los animales tiraban con impaciencia de las riendas mientras los hombres los conducían hacia la plataforma. Eran los afortunados que encabezarían la ofensiva, apremiando a los otros con su valor. Los seguían sus criados, listos para atender a sus señores ya fuera en un campo embarrado o en una alcoba.

Solo unos pocos rizos del cabello dorado de Dorian se habían escapado de la parte delantera de su yelmo, pero yo habría reconocido su amplia figura incluso de espaldas. Al verme sonrió alborozado. Por fin había llegado el momento para el que se había preparado toda su vida. Se me henchió el corazón de orgullo. Nunca me había sentido más feliz de llamarlo mi marido.

El rey se acercó a caballo a la reina Lenore y tiró de las riendas para detenerlo. Ella se levantó y le ofreció un pañuelo bordado con el sello real. Él se lo llevó a los labios antes de guardarlo debajo de la silla de montar y, rompiendo la formalidad de la ceremonia, asió las manos de la reina y se las besó. Un clamor ensordecedor se elevó de la multitud; seguramente se oyó un sonido parecido cuando el rey Ranolf abrazó a su recién esposa muchos años atrás. A la reina Lenore se le anegaron los ojos de lágrimas, nublando la que podría ser la última visión del hombre a quien había amado profundamente. Años de amenazas habían minado a ambos y ese instante avivó mi esperanza de que no todo estaba perdido.

El rey se volvió hacia Rose, que se arrojó a sus brazos. Él se permitió ocultar el rostro en el cabello castaño de su hija y rodearle la espalda con las manos. Me recordó una imagen de una nitidez desgarradora: esas mismas manos ahuecadas alrededor de su diminuto cuerpo el día que nació, y él sonriendo con gratitud cuando otros hombres habrían estado despotricando contra el destino. Poco a poco, con suavidad, se apartó de Rose y se bajó la visera del yelmo. Esa señal de resolución arrancó de los espectadores otra oleada de vítores, pero me pregunté si él no lo había hecho para ocultar su expresión después de semejante despedida.

Los seguidores del rey avanzaban hasta ocupar su sitio detrás de él en las puertas. De pronto Dorian tiró de las riendas de su caballo y viró en dirección a mí.

—Elise.

Sorprendida, me acerqué al borde de la plataforma para que no tuviera que gritar.

El rostro de Dorian se suavizó con la misma expresión meditabunda que yo había visto fugazmente la noche anterior. Despojado de su desenvuelta seguridad parecía mayor pero también más sereno.

—Has sido mejor esposa de lo que merezco —me dijo—. Puede que te haya dado motivos para lamentar tus votos, pero yo nunca he lamentado los míos.

Ruborizada, hice un gesto de negación, y de pronto sentí no haber pensado en darle una prueba de mi apoyo.

—Cuando esto termine me esforzaré más. No espero que creas que es fácil cambiar, pero me haré digno de ti.

Esperé la carcajada que demostrara que todo era una broma a mis expensas, pero no llegó. En lugar de ello Dorian me asió de la manga y me atrajo hacia sí, y delante de todo el mundo me besó descaradamente en los labios. Me ruboricé de vergüenza y placer, y oculté la cabeza en la curva de su cuello, como había hecho tantas veces en la intimidad de nuestra alcoba.

¡Cuánto me habría gustado darle la noticia! ¡Cuánto se habría alegrado de saber que había engendrado un hijo! En lugar de ello reparé en las miradas escandalizadas de las otras damas de compañía y bajé la mirada con modestia, sin decir una palabra. Rose volvió rápidamente la cabeza en un vano intento de fingir que no había oído nada. Sonaron las cornetas mientras el rey Ranolf ocupaba su lugar frente a sus hombres en las puertas. Dorian puso los pies en los estribos y, espoleando su caballo, lo condujo hacia los hombres que estaban bajo su mando.

Mientras observaba cómo mi esposo se preparaba para hacer frente a un derramamiento de sangre, recé con todo mi corazón para que regresara sano y salvo. Pese a sus defectos, sería un padre orgulloso y afectuoso, y yo quería que mi hijo o mi hija tuviera lo que yo nunca había tenido.

 

La superioridad numérica aseguraba cierta victoria a nuestras tropas, nos repetimos sin cesar ese verano. Sir Hugill, el futuro marido de Rose, había reunido un ejército de cientos de hombres de sus tierras, y a estos se habían unido otros nobles de todo el reino para apoyar la causa. En un campo de batalla abierto el tamaño de nuestro ejército habría disfrutado de una clara ventaja. Pero todos los mensajes que nos llegaban hablaban de escaramuzas y trampas, porque los deRauley y sus seguidores eran lo bastante astutos para evitar el enfrentamiento directo. Engañaron a los vigías del rey para que informaran de posiciones falsas, y mientras las tropas se reunían en otra parte asaltaron la caravana de provisiones del ejército. Preferían hacer sus matanzas a escondidas, sin honor. Solo muy de vez en cuando iban y venían mensajes de los soldados, pero las pocas líneas que recibí de Dorian daban que pensar.

«Hoy dos de mis hombres han caído muertos por unas flechas —me escribió con una caligrafía tosca e irregular—. Todavía no he visto al enemigo que he venido a derrotar.» La carta terminaba con promesas de victoria, no de amor, pero yo no era tan boba para esperar semejantes declaraciones. El solo hecho de que se hubiera tomado el tiempo para escribir era un prueba de su afecto.

En aquellos días resultaba fácil ser presa del pesimismo. Las suntuosas estancias y los anchos pasillos parecían sumidos en un silencio inquietante sin los gritos y las resonantes pisadas de los hombres que habían partido a la guerra, y yo me retiraba todas las noches a un dormitorio que parecía vacío y desolado sin la bulliciosa presencia de Dorian. Los tiempos inciertos enfriaron la rebeldía de Rose, que ya no se quejaba de aburrimiento ni suplicaba que hubiera baile después de cenar. Sumisa, consultaba a sir Walthur las noticias de la guerra y pidió que le dibujaran un mapa para seguir el avance del ejército. Sin embargo, no había renunciado del todo a sus paseos secretos. Un día que le señalé que tenía barro en el bajo del vestido, admitió que había estado en el puerto de Saint Elsip. La reprendí advirtiéndole de los peligros de mezclarse con los sujetos desagradables que frecuentaban los muelles, pero ella rechazó mis inquietudes con un ademán.

—Me sentía atraída hacia el agua, Elise. Tal vez fuera la visión de todos esos barcos, tan llenos de posibilidades. ¿Imaginas cómo sería partir hacia una tierra que nunca has visto? La emoción de no saber dónde estarás el mes siguiente, o el año siguiente.

—Duermo mejor sabiendo exactamente dónde estaré el mes que viene —repliqué cortante—. En mi cómoda cama.

Ella se rió, pero los días que siguieron se cernió sobre Rose cierta melancolía. Como ocurría a menudo, no comprendí la profundidad de su descontento hasta que contemplé su vida con los ojos de un extraño. Varios meses después de que las tropas hubieran partido al norte, mi sobrina Prielle acudió al castillo para comunicarme la noticia de la muerte de mi tía Agna. No fue inesperada, pues hacía un tiempo que su salud era precaria, pero me resultó duro aceptarlo. Otro lazo entre mi madre y yo se había cortado, y si bien la tía Agna no tenía un carácter efusivo, me había acogido en su casa en un momento en que yo no tenía nada, y por ello siempre le estaría agradecida.

Hice pasar a Prielle a la sala de recepciones, aunque solía estar reservada a visitas de más alto rango. Ella me describió las últimas horas de la tía Agna, y cuando le pregunté cómo se sentía su madre, Prielle se mostró evasiva, algo nada propio de ella. Poco a poco, con delicadeza, le saqué la verdad: el negocio de telas de la familia había sufrido serios reveses tras el cierre de las rutas del norte, y las relaciones entre sus padres se habían vuelto tensas a raíz de los apuros económicos. Hacía tiempo que sospechaba que el marido de mi prima Damilla era uno de esos hombres que creían que pegar a su mujer era una necesidad más que una opción, y temí que una caída en la fortuna de la familia empeorara su carácter. Pero ¿qué podía hacer yo? A los dieciséis años Prielle todavía estaba bajo la tutela de sus padres, y yo no me hallaba en posición de cuidar de ella.

—Es usted muy afortunada, tía Elise.

Recordé haber oído esas mismas palabras en boca de Rose años atrás al referirse a mi matrimonio por amor con Dorian.

—Mi padre era un hombre difícil —le dije a Prielle—. Sé lo que es encogerte en un rincón durante una pelea.

—No, me refiero a que envidio su vida aquí, rodeada de objetos hermosos. —La mirada de Prielle se paseó con admiración por los tapices y los muebles dorados que yo contemplaba como algo normal hacía tiempo—. Daría cualquier cosa por vivir como la princesa Rose.

Y ella daría cualquier cosa por gozar de tu libertad, pensé. En ese momento me pareció una cruel broma del destino que esas dos jóvenes hubieran nacido en circunstancias tan contrarias a su naturaleza: Rose, con su mente ágil y sus opiniones tan definidas, habría hecho un magnífico papel como la hija de un comerciante, mientras que el carácter manso y la sensibilidad hacia la belleza de Prielle habrían sido valorados en cualquier familia real.

—Su vida no es tan fácil como crees —respondí con cuidado—. Debemos hacer todo lo posible en la posición que se nos ha concedido. —Esas mismas palabras se las había dicho a Rose en otra ocasión, aunque era más probable que Prielle las tomara en cuenta—. Espero que recuerdes que estoy aquí si alguna vez me necesitas.

Prielle me apretó la mano en señal de gratitud, y me ofrecí a enseñarle la gran sala y los jardines del castillo para distraerla de temas más serios. Pero no podía mirar a esa dulce e inocente muchacha sin temer por su futuro. La ausencia de la severa presencia de la tía Agna daría rienda suelta a la hostilidad entre sus padres. Sin embargo, yo no podía hacer nada por cambiar las circunstancias de Prielle. Mi influencia en la corte, aunque no valiera gran cosa, no podía ejercerla en su favor; ella provenía de una familia demasiado humilde para servir como dama de compañía, y era demasiado educada y refinada para ser criada.

La abracé con fuerza cuando nos despedimos, esperando infundir algo de mi vigor a su cuerpo delicado.

—No debemos permitir que el miedo asfixie nuestro espíritu. —Lo dije tanto para mí como para ella.

Mi inquietud por Prielle se sumaba a la preocupación que sentía por la reina Lenore, Dorian y todos los soldados que lo servían. Prielle esbozó una tímida sonrisa que dejaba ver una belleza en ciernes. Su cuerpo todavía inmaduro tenía la angulosidad que llega con el rápido crecimiento, pero en cuanto su rostro y su figura se llenaran sería bastante hermosa. Tal vez lo bastante para conseguir un buen matrimonio, pese a la precaria situación de su familia.

Yo intentaba abordar cada día más con esperanza que con temor, pero no podía decirse lo mismo de la reina Lenore. Responsable del gobierno del reino en ausencia de su marido, cada vez más a menudo buscaba orientación a través de la oración con el padre Gabriel en lugar de consultar a los consejeros del rey. Lleno de frustración, sir Walthur murmuró que era como si el monje tuviera un asiento en la Cámara del Consejo, y él mismo atendía la mayoría de los asuntos a espaldas de la reina. Esperando lograr con ello que se reconciliaran apremié a la reina a asistir a una reunión del consejo.

—El pueblo os mira buscando orientación. Sería un gran estímulo para su espíritu veros atender los asuntos del Estado.

—No, no —protestó ella—. Sir Walthur y los demás solo se ocupan de los asuntos terrenales. Yo debo velar por mis súbditos a través de la oración.

—Una misión muy digna. Sin embargo, una reina no puede retirarse totalmente del mundo.

Pronuncié las palabras delicadamente con una sonrisa, pero ella reaccionó como si la hubiera abofeteado.

—¿No lo entiendes? Estamos sumidos en el pecado, todos y cada uno. Nuestras almas corren peligro. —Pese a su creciente interés por los asuntos religiosos, yo nunca la había oído hablar de sus creencias en términos tan crudos.

—Milady, Dios es compasivo con quienes se arrepienten. Sean cuales sean las transgresiones que hayáis cometido, hace tiempo que os han sido perdonadas.

Ella estalló en sollozos incontrolables que sacudieron sus frágiles hombros. Ver a una mujer a la que tanto había admirado destrozada por la tristeza era tan sobrecogedor que por un instante no supe qué hacer. Con cautela, la rodeé con mis brazos y la consolé como consolaría a una niña, murmurando que todo saldría bien. No sé si me oyó, consumida como estaba por el dolor. Con el tiempo el llanto se apagó dando paso a gimoteos. Se secó los ojos con la manga del vestido y me miró con recelo. Sus ojos oscuros y expresivos, todavía hermosos e hipnotizadores, me escudriñaron con desesperada intensidad.

—¿Realmente crees que he sido perdonada?

—Sí.

—Para recibir perdón uno debe ofrecerlo. Eso es lo que dice el padre Gabriel.

Una oleada de celos me recorrió, y recordé mis primeros días como doncella de cámara de la reina Lenore, la envidia que había sentido cuando Isla y ella se reían juntas en su lengua materna. Una vez más me veía desbancada por otro.

O quizá no, porque yo tenía un secreto que podía forjar un nuevo vínculo entre la dos.

—Dejaré al padre Gabriel los asuntos espirituales —dije, tragándome mis celos infantiles—. Pero debo pediros que añadáis a alguien a vuestra lista de oraciones.

Ella abrió mucho los ojos de sorpresa y acto seguido de deleite cuando le anuncié que en mis entrañas crecía un hijo. Todavía eran los primeros días, aún no había notado que se moviera, pero sospechaba que eso distraería a la reina de su estado melancólico, y no me equivoqué. Le pedí que no se lo dijera a nadie, ni siquiera a Rose, y ella saboreó el secreto como un precioso regalo, una ofrenda de esperanza hacia el futuro.

Con la llegada del calor nuestras aspiraciones disminuyeron, y los días de verano dieron paso a un letargo soporífero. Yo paseaba por los jardines, hacía labores con las otras damas de compañía e intentaba enfrascarme en uno de los áridos libros de filosofía de sir Walthur. Casi todos los días iba a ver a Flora, y a veces me acompañaba Rose, cuya vivacidad provocaba en los ojos de la anciana un brillo de alegría perdido hacía mucho. La mayoría de las jóvenes de la edad de Rose se inquietan al ver los signos de deterioro en un cuerpo, pero ella nunca se encogió ante sus encías desdentadas o el tacto de sus dedos nudosos. Escuchaba con paciencia las intrincadas historias de su tía abuela sobre los tiempos pasados aun cuando ciertas anécdotas a veces volvían a repetirse palabra por palabra de un día para otro. Yo esperaba con preocupación que salieran a la luz las historias sobre Millicent; Rose solo sabía que la hermana de Flora se había marchado hacía muchos años del castillo envuelta en la deshonra y que a mí me aterraba enfrentarme a sus preguntas. Pese a mis temores, Flora nunca mencionó el nombre de Millicent. Era como si jamás hubiera existido.

La mayoría de las noches transcurrían tranquilamente, pues todas las damas se retiraban poco después de cenar, pero una noche destacará siempre en mis recuerdos de aquella época. Unas monjas errantes buscaron refugio en el castillo porque habían oído hablar de la generosa hospitalidad de la reina con los peregrinos religiosos y, tras compartir una comida, la mayor de todas se ofreció a tocar el arpa. La música era un don del Señor, le dijo a la reina Lenore, y tocar por su gloria era para ella una forma de oración. Yo sentí la presencia de lo divino mientras la mujer arrancaba notas a las cuerdas, tocando con una delicadeza y a una velocidad que podría haber sido fruto de una intervención divina. La tranquilidad de espíritu perduró aun después de que me hubiera retirado a mi habitación, y me dormí arrullada por el recuerdo de la música a mi alrededor.

Me desperté en mitad de la noche atormentada por el sueño de que me ahogaba en un baño. Me moví de un lado para otro, tratando de sacudirme la sensación, antes de darme cuenta de que la humedad que sentía entre las piernas no era una ilusión. A la tenue luz de los rescoldos moribundos de la lumbre vi una mancha granate en las sábanas. Grité, y me brotó un gemido desesperado y pavoroso. Nunca olvidaré el rostro de sir Walthur cuando irrumpió en la habitación con una palmatoria en la mano, cómo la repulsión ante lo que veía ante sí le demudó el rostro. Retrocedió, murmurando que iba a llamar a una doncella.

—¡A la señora Tewkes! —supliqué—. ¡Por favor, llamad a la señora Tewkes!

Yací allí unos minutos antes de que ella acudiera. Cuando entró afanosamente, con los ojos que se le cerraban de sueño pero llenos de preocupación, no hizo falta que dijera nada. Había perdido la criatura.

Ella ya se había enfrentado a escenas tan descorazonadoras antes. Con brusca serenidad retiró las sábanas manchadas de la cama y me quitó el camisón por los hombros. Mientras yo tiritaba desnuda, ella me lavó la sangre de los muslos con agua tan fría que me heló la piel. Me puso unos paños limpios entre las piernas antes de pasarme un camisón por la cabeza.

—Anika vendrá enseguida con sábanas limpias. Le pediré que encienda de nuevo el fuego.

Yo no podía dejar de temblar. La señora Tewkes se tendió a mi lado en la cama y me abrazó.

—¿Quieres que me quede hasta que te duermas? —murmuró.

Yo no sabía cómo iba a llegar de nuevo el sueño. La señora Tewkes me estrechó entre sus brazos mientras yo lloraba, sacudiendo el cuerpo con tanta fuerza que los alaridos amenazaban con abrirse paso a través del pecho. Luego mi voz se redujo a un gimoteo exhausto y, agotadas las lágrimas, se me cerraron los ojos. Cuando quise darme cuenta ya era de día y me despertaba en mi lecho conyugal, sola.