8
La inocencia del amor
—¿Y quién era tu joven acompañante? —inquirió Petra con una sonrisa burlona.
Era el tercero y último día del torneo, y estábamos sentadas en las gradas donde se celebraba la justa. Los carpinteros habían trabajado día y noche en un campo abierto situado justo fuera de los muros del castillo, construyendo una serie de bancos de madera elevados alrededor de una pista central. El rey y la reina se hallaban bajo un toldo de terciopelo morado; junto con ciertos sirvientes privilegiados, se me había concedido asiento en un banco que se encontraba justo por encima de ellos, y había invitado a Petra a reunirse conmigo. Los preparativos para el torneo nos habían tenido tan atareadas la última semana que solo nos habíamos saludado con prisas por los pasillos, y yo estaba impaciente por disfrutar de su animada compañía.
—¿Mi joven acompañante? —repetí.
Un caballero ataviado con los colores del reino vecino avanzaba a lomos de su caballo para enfrentarse a lord Steffon, primo del rey y favorito de la reina Lenore. Era el encuentro más esperado de la tarde y por un instante la voz de Petra se perdió entre los vítores.
—El apuesto muchacho con el que te vi en la gran sala. Moreno y de mirada penetrante. ¿O tienes muchos admiradores así?
—Marcus. —El modo en que pronuncié su nombre debió de traicionar mis sentimientos, porque ella aplaudió con placer.
—¡Marcus! ¡Qué bien va su nombre con el tuyo! Marcus y Elise. ¿No es como un poema?
—¡Chist! —la apremié riéndome—. Solo es un conocido. Él y su padre son zapateros.
—¡Entonces debe de ser hábil con las manos! —exclamó Petra—. ¿O ya lo has descubierto por ti misma?
Le pegué en el brazo con fingido horror esperando distraerla al sentir cómo el rubor se agolpaba en mis mejillas. De la multitud que nos rodeaba se elevó un grito cuando el primo del rey se cayó del caballo derribado por la lanza de su contrincante. Yació por un instante inmóvil en medio de un creciente clamor que fue seguido de vítores al ponerse de rodillas. Sus sirvientes salieron corriendo y lo ayudaron a levantarse.
—¡Mira! —exclamó Petra, señalando el corro de gente que rodeaba a lord Steffon—. Allí está.
Un poco más alto que cuantos lo rodeaban, Dorian se conducía con un aire arrogante que le hacía parecer aún más esbelto, y con la mandíbula recia y las facciones cinceladas, encarnaba la imagen de un héroe de cuento de hadas. De abundante cabello rubio, ojos verdes e ingenio vivo, podría haber sido modelado con el propósito expreso de encandilar a las damas, y, como Petra, no aparté la vista de él mientras seguía a lord Steffon fuera de la pista.
—¿Lo has visto bailar? —preguntó Petra—. ¡Esas bonitas piernas! Tropezaría admirándolas.
—De lejos, imagino.
—Vamos, conseguiré que vuelva la cabeza. A un hombre así le gustan las jóvenes vivaces.
Me sorprendió oír hablar a Petra con tanto atrevimiento. Muchas criadas se consideraban afortunadas si conseguían un beso y una caricia de un joven noble antes de sentar la cabeza con un marido adecuado si bien menos emocionante, pero Petra nunca se había permitido esa clase de aventuras. Aunque la familia de él no era noble, Petra sabía que el hijo del consejero principal del rey no consideraría a una joven doncella como una perspectiva de matrimonio seria.
—¿Has hablado con él? —le pregunté, tratando de medir su interés.
—Naturalmente. Admito que nunca hemos pasado de «Tomaré más pan» y «Sí, señor», pero en mi imaginación ya me ha declarado amor eterno.
Sonreí, pues yo había mantenido conversaciones parecidas con Marcus.
—Hay ciertos hombres que no necesitan las palabras. Demuestran sus sentimientos de otro modo.
Lo dije con un tono despreocupado, pero recordé un incidente que una de las damas de la reina Lenore había contado meses atrás en relación con Dorian y cierta mujer de mala reputación que lo había saludado llamándolo por su nombre cuando la partida de caza del rey pasaba por la ciudad. Me había hecho recelar de la reputación de Dorian, ya que la atención de la ramera, lejos de avergonzarlo, parecía haberlo halagado.
El sol caía a plomo sobre nuestras cabezas, y Petra se pasó los dedos por el borde de la áspera cofia de hilo de su uniforme de doncella.
—No temas, no he sido deshonrada. Dorian no me ha dado más que una palmadita en la espalda, que es más de lo que puedo decir de otros presuntos caballeros de la corte.
Se rió, y se me hizo un nudo en el estómago al recordar cómo había escapado por los pelos del príncipe Bowen. No le había contado a nadie el encuentro, ni siquiera a Petra, pues eso habría supuesto revivir el horror. Sin embargo, el recuerdo de ese vergonzoso episodio persistía en mi memoria. Para mí, las libertades que se tomaban esos cortesanos con las sirvientas nunca sería algo jocoso.
Petra se quitó la cofia dejando caer una cascada de cabello rubio claro. Lamenté no tener tanta seguridad en mí misma para imitarla, porque habría sido un alivio del calor. Pero yo era demasiado recatada. Petra se pasó los dedos por sus radiantes mechones y advertí cómo se volvían las cabezas a nuestro alrededor. Tenía una gracia natural que la distinguía del resto de las doncellas, y por un instante me convencí de que su belleza bastaría para despertar los sentimientos de Dorian, después de todo.
Petra se recogió el pelo en un moño tirante y volvió a ponerse la cofia, transformándose en una simple criada de apariencia anónima.
—Dorian no es más que una distracción agradable. Tramar cómo atraer su mirada me ayuda a pasar el rato durante las largas noches que me paso sirviendo mesas.
Lord Steffon y sus hombres se habían sentado en las gradas situadas debajo del rey y la reina. Observé cómo Dorian se reía y bromeaba con sus pajes como hacían los hombres cuando querían hacer alarde de su virilidad. A juzgar por el respeto que le demostraban los demás lo consideraban a todas luces un cabecilla.
¿Y en qué pensaba yo aquel verano de tanto tiempo atrás? Nunca me han atraído las personas que intentan ser el centro de la atención, pero recuerdo que lo observé intrigada. Ya entonces parecía un hombre destinado a acometer grandes hazañas, aunque nunca habría imaginado el papel que desempeñaría algún día en mi propia vida.
—Basta de Dorian —dijo Petra—. Volvamos a tu pretendiente.
—Ya te he dicho que Marcus no es mi pretendiente.
—Pero te gustaría que lo fuera, ¿no? —Petra se rió encantada cuando me ruboricé, y luego admití que lo había invitado a la fiesta de esa noche.
—Pero de eso hace casi dos semanas. No tengo ni idea de si vendrá.
—Sería tonto de no venir si te ha visto así de azorada.
La fiesta de los criados resultó tan desagradable como suelen serlo esa clase de acontecimientos: demasiadas personas bebiendo en exceso y obligadas a entablar conversación con conocidos que en circunstancias normales evitaban. Yo no tenía ningún deseo de quedarme, y de no haber esperado a Marcus, habría cenado rápidamente y me habría retirado. Lo busqué durante una penosa hora entre la multitud congregada en las puertas, saludando de vez en cuando a alguna compañera antes de reanudar mi búsqueda. El corazón me latía con fuerza de la expectación y los nervios.
—¿Te apetece dar un paseo?
Me volví sorprendida y me asaltó un hedor a alcohol y sudor. Era uno de los mozos de cuadra llamado Elgar, que se tambaleaba hacia mí con una sonrisa torcida.
Hice un gesto de negación.
—No, gracias.
—¿No estamos bien? —preguntó burlón intentando imitar mi acento—. Debería haber imaginado que te darías aires de grandeza. No eres mejor que los demás, encanto.
Furiosa, me alejé a grandes zancadas antes de cometer el error de decirle lo que pensaba. Pues era cierto que me consideraba mejor que Elgar y sus amigos borrachos. Desde que estaba al servicio de la reina Lenore había cambiado. Empezaba a apreciar las mismas cosas que mi señora: la belleza, la poesía, los buenos modales y la conversación ingeniosa. Curiosamente, me sentía más relajada en su compañía que entre la de los de mi clase, la mayoría de los cuales no sabían ni escribir su nombre.
—¡Elise!
Me volví y vi en medio de la multitud a Marcus, cuya estatura le brindaba ventaja para buscarme. En un instante el ruido y la aglomeración que había a mi alrededor cesaron. Mi alivio fue tan grande que me abrí paso con prisas hacia él, sin importarme si mi conducta era excesivamente atrevida para lo poco que nos conocíamos. Él llevaba lo que debía de ser su mejor atuendo, camisa de hilo blanco con unos pantalones de lana marrones inmaculados pero con signos de remiendos. La mayoría de los criados que nos rodeaban vestían con tejidos de mejor calidad, pues el rey daba gran importancia al aspecto y cada dos años renovaba los uniformes. Mi propio traje, que también me había pasado la reina, estaba ribeteado de encajes y cintas de terciopelo. Me pareció que Marcus era más observador de lo habitual; la humildad de su vestimenta al lado de la mía no debió de pasarle por alto.
Hizo una rápida y torpe inclinación, luego sonrió con ironía y meneó la cabeza.
—Lo siento. No sé cómo comportarme en estas circunstancias.
—Es una fiesta de criados, no una audiencia real —repuse con una sonrisa alentadora.
Con la esperanza de que el alcohol disminuyera mis nervios le ofrecí una jarra de cerveza, y juntos hicimos frente a los grupos de juerguistas que rodeaban los barriles.
Nuestros primeros intentos de entablar conversación fueron forzados y titubeantes, pues traté torpemente de asegurarme de que no estaba prometido con nadie. Con la misma torpeza él me confirmó que no. Antes de que apuráramos las primeras jarras ya hablábamos con naturalidad de los chismorreos de la corte y de las novedades de Saint Elsip, aunque nuestros cuerpos sugerían temas más cautivadores. Empujado por la gente, Marcus me presionaba el brazo con el suyo, o yo le rozaba la mano con el hombro al inclinarme para susurrarle un rumor escandaloso. Cuando un artesano borracho se acercó tambaleante a mí y pareció a punto de vomitar, me aparté de su camino volviéndome directamente hacia Marcus y casi me caí al suelo arrastrándolo conmigo. Mientras intentaba recuperar el equilibrio y la dignidad, él me rodeó la cintura para sostenerme y lo oí reír. Pero no fue la risa burlona con que se habría mofado de mi aturdimiento cualquier otro hombre, sino un sonido alegre y gentil.
A mi alrededor hombres y mujeres se emparejaban, atenuadas sus inhibiciones por medio de la bebida y la emoción suscitada por el torneo. Era una noche en que los criados, libres de sus obligaciones, contaban con unas horas preciosas para satisfacer sus propios deseos, y por una vez anhelé unirme a ellos. Quise complacerme solo a mí, sin preocuparme de lo que pensaran los demás.
Cuando Marcus me soltó le cogí la mano.
—Hay demasiada gente aquí. Sígame.
Lo conduje por el patio hasta el interior del castillo, confiando en que mi rostro no delatara la emoción que me aleteaba dentro del pecho. En silencio recorrimos los pasillos que serpenteaban a través de los muros del piso principal, pasando por delante de la gran sala donde los nobles disfrutaban de sus propias festividades. Al salir de la sala de recepciones de la reina, que se encontraba vacía, continuamos andando hacia la puerta que comunicaba con el jardín tapiado. El sol de mediados de verano casi había completado su descenso sobre el horizonte, tiñendo de dorada bruma la escena. Los parterres de flores se hallaban en su mejor momento y flotaban fragantes aromas en el aire cuando pasamos junto a ellos. A escasa distancia había cientos de personas congregadas, pero en ese oculto refugio estábamos Marcus y yo solos.
Solos y lejos de miradas indiscretas. El corazón me latía con expectación.
—¿Nos sentamos? —pregunté, señalando el banco semicircular de madera situado en medio de la rosaleda.
Marcus dejó un palmo de distancia entre nuestros cuerpos cuando tomó asiento.
—¿Alguna vez…? —Se interrumpió, y me clavó una mirada tan penetrante que hizo añicos la educada formalidad que había entre nosotros—. ¿Alguna vez se ha maravillado del cambio de sus circunstancias? ¿De hallarse aquí en semejante compañía?
Una pregunta tan franca merecía una respuesta igual de franca.
—Ya lo creo, todos los días.
—Esta clase de vida le va —observó con una nota nostálgica.
—Congenio con la reina, pero el castillo es un mundo muy distinto de aquel del que procedo.
—¿Y dónde está ese mundo?
Nunca había hablado a nadie con mucho detenimiento de mi pasado con excepción de Petra. Mi historia podía contarse en unas pocas frases, pero Marcus escuchaba —escuchaba de verdad— y me sorprendí revelándole más de lo que me proponía. Le hablé de la dureza de mi padre, de los últimos momentos de mi madre, de mi desesperada esperanza de hallar en el castillo alguna clase de salvación. Pese a elogiar la amabilidad de la reina, hablé de la soledad que me asaltaba cuando no estaba en su compañía y del miedo constante a ser considerada una intrusa dentro de esos muros.
—Quizá por eso me trata de un modo distinto —dijo Marcus en voz baja—. Todos los criados miran con desdén a los artesanos de la ciudad. Usted es la única que no lo hace.
—Cuando nos conocimos acababa de llegar de la granja y seguramente aún tenía paja en el pelo. Sin embargo, usted me trató con amabilidad.
—¿Recuerda ese día en la tienda de mi padre?
—Por supuesto que sí —respondí con una sonrisa tímida—. ¿Y usted?
—No lo he olvidado —dijo él con voz ronca—. No he olvidado ninguno de nuestros encuentros.
Nos miramos a los ojos y ambos vimos nuestras esperanzas reflejadas en el rostro del otro. Alargué una mano buscando la suya y entrelazamos los dedos, acariciándolos con el más leve roce. Él se inclinó y me rozó los nudillos con los labios, y yo reí con tanto placer que lo contagié.
—¿Eso os complace, milady? —me preguntó él con exagerada cortesía—. Debe de tener muchos admiradores suplicándole el privilegio de un beso. Quizá alguno que le canta canciones de amor con un laúd.
Detrás del tono jocoso percibí cierto temor. Yo siempre me consideraría una pobre chica de campo poco apropiada para el cargo, pero a los ojos del hijo de un zapatero podía parecer inalcanzable.
—Soy la misma muchacha que conoció en la tienda de su padre. No me interesan los cortesanos que se las dan de poetas.
Mientras permanecíamos allí sentados amigablemente, cogidos de la mano, el corazón me palpitó con fuerza. Impaciente por fortalecer el vínculo de honestidad que había surgido entre ambos, le conté lo mal que había cumplido con mis deberes los primeros días al servicio de la reina Lenore y disfruté con sus carcajadas.
—Mírese, es igual que las damas a las que sirve. Desde el primer día que la vi supe que había nacido para ser algo más que una criada.
—Todo lo que he conseguido es mérito de mi madre. No teníamos dinero ni perspectivas, pero ella me hizo creer que podía ser algo más que la esposa de un campesino.
—¿Y la esposa de un zapatero? —Su tono era despreocupado, aunque percibí la trascendencia de las palabras.
—Lo único que me importa es que mi futuro marido sea bueno.
—Pediría lo mismo de mi futura esposa.
Anhelaba tanto besarlo que cuando sus labios se posaron de pronto sobre los míos, pensé que la fuerza de mi deseo los había atraído allí. O quizá precipité el desenlace inclinando mi cuerpo hacia el suyo. Si era así no le ofendió mi atrevimiento, porque respondió al instante acariciándome la boca con la suya y posando una mano con delicadeza en mi rostro. Una oleada de deseo recorrió mi cuerpo y me incliné más, apretando los labios contra los suyos con más fuerza, pidiendo más. Fue Marcus quien me apartó al advertir que venía alguien.
Nos levantamos de un salto del banco y pusimos una distancia decorosa entre ambos mientras oíamos cada vez más cerca las risas y los pasos sordos. Atisbé a través de los setos y vi a lord Steffon y a una de las damas de Lenore caer al suelo fundidos en un abrazo y explorarse mutuamente, yendo mucho más lejos que unos besos.
Me llevé un dedo a los labios para pedirle a Marcus que guardase silencio y lo conduje lejos de los intrusos, hacia el jardín de hierbas medicinales de Flora y la puerta oculta que conducía de nuevo al interior del castillo. Una vez allí nos reímos con complicidad de lo poco que había faltado para que nos descubrieran, pero la presencia de otras personas enfrió la familiaridad con que nos habíamos tratado a solas. No le ofrecí mi mano y él no la buscó.
Marcus me siguió de nuevo a través de los pasillos de la servidumbre, pasando por delante de las cocinas, y salimos al patio trasero. Las losas del suelo situadas frente a los establos se habían convertido en una pista de baile, y el ruido de los pies al golpear el suelo y los cantos roncos casi ahogaban los violines y los tambores.
—Es muy tarde —dijo Marcus—. Mi padre se preocupará si tardo mucho más.
No pude disimular mi decepción. Había esperado que me sacara a bailar, y disfrutar de la presión de sus manos en mis hombros y mi cintura.
—Verás…, últimamente no ha estado muy bien —añadió Marcus, tuteándome—. Tiene reúma en las piernas y ahora se le ha extendido a los brazos. Contará conmigo mañana temprano para que lo ayude.
—Entiendo. Deja que te acompañe a la puerta.
Juntos nos abrimos paso en medio de la multitud, acercándonos cada vez más a las puertas del castillo y al momento de la despedida. Apostados en los muros había grupos de guardias que lanzaban piropos a las muchachas bonitas y se reían. Me aferré las faldas, llena de frustración. ¿Cómo podíamos separarnos así, hablando educadamente de la salud de su padre, como si no hubiera cambiado nada? Desde que estaba en la corte escuchaba a la reina Lenore recitar innumerables poemas que celebraban el romance. En esas historias bastaba un beso para sellar un amor eterno, pero Marcus no se había derretido por mí ni me había declarado su fervor. Yo no era la heroína de un cuento de hadas que hablaba en elegantes rimas y él distaba de ser un príncipe. ¿Cómo adivinaban sus sentimientos dos personas así?
Llegamos a las puertas.
—Me alegro de que hayas venido —dije, obligándome a controlar la voz.
—Yo también me alegro.
Pensé que eso sería todo. Pero entonces Marcus se inclinó sobre mi cuello, acercándose tanto que noté el cosquilleo de su aliento en la piel.
—Debo verte de nuevo. ¿Cuándo?
Experimenté el nudo en el estómago que me había provocado el roce de sus labios en los míos. Me acarició la palma con la yema de un dedo, un gesto lo bastante discreto y rápido para que pasara inadvertido a los guardias, y yo deslicé un brazo a través del suyo, notando cómo la tela de su camisa me fruncía la manga.
—Estoy libre de obligaciones casi todos los domingos por la tarde —murmuré—. Pero aquí hay pocos sitios donde pueda recibir.
—¿Podríamos vernos en Saint Elsip? Te llevaré a donde tú quieras.
—¿A donde yo quiera? —pregunté con una sonrisa pícara.
Nuestros pensamientos, no expresados pero nítidos, estaban ahí. «Iré a donde sea con tal de poder abrazarte una vez más, sentir tu boca en la mía y acompasar mi respiración a la tuya, mirarte a los ojos y saber que aquí por fin está lo que he estado esperando…»
Sabía que Marcus no me besaría delante de los guardias vocingleros, pero me permití imaginármelo. Él alargó los dedos y me asió los míos, y yo hice todo lo posible por no abrazarlo. Pero guardé la compostura. Tenía práctica en mostrar al mundo un rostro inexpresivo, conteniendo los sentimientos que rugían en mi interior.
—Hasta el domingo entonces —dije—. Mandaré recado a la tienda de tu padre en cuanto haya recibido permiso de la reina.
Solo cuando vi su figura alejarse despacio por la colina me permití dar curso libre a mi deleite. Corrí hacia los aposentos de la reina tropezando por las escaleras, con las piernas de una marioneta accionadas por cuerdas invisibles. Entré de puntillas en la alcoba, esperando encontrar a la reina dormida, pero estaba vacía. Regresé a la sala de estar a tiempo para verla salir de la habitación contigua de Rose.
—Lo siento, milady —dije sorprendida—. ¿Me estabais esperando para acostaros?
—No, no —se apresuró a decir ella—. Estaba velando a Rose. —No me miró a los ojos, y me pregunté si estaba volviendo a su viejo hábito de vigilar los movimientos del pecho de la pobre niña, dándole golpecitos hasta que un gimoteo le confirmaba que seguía viva.
—¿Lo has pasado bien? —me preguntó obligándose a sonreír.
Un momento atrás no habría podido contener la felicidad y le habría hablado de Marcus. Pero algo en el rostro de la reina me detuvo. Esa noche no era momento para confidencias juveniles.
—Jamás pensé que pudieran apretujarse tantas personas en el patio sin morir asfixiadas —respondí—. Se ha brindado por vuestra familia por todo el castillo.
—Algún día se lo contaremos a mis nietos.
Vi en sus ojos el deseo desesperado de creer que Rose se haría mayor, se casaría y tendría hijos, proyectando el linaje del rey hacia el futuro.
—Ya lo creo —respondí con confianza—. Junto con toda una vida de felices recuerdos.
Las promesas necias brotaban fácilmente de labios de una joven todavía embriagada por su primer beso. Para mí, la maldición de Millicent se había desvanecido en un susurro y su crudeza se había desgastado con el tiempo. Poco podía imaginar, por tanto, hasta qué punto persistían en la memoria de la reina Lenore las odiosas palabras, envenenando toda la alegría que le proporcionaba su hija, porque no era capaz de mirar a Rose sin recordar el espantoso pacto que había hecho al prometer sumisión ciega a Millicent a cambio de dar a luz a una criatura. Cuando el nombre de Millicent volvió a resonar través del castillo, la única que no se sorprendió fue la reina, pues ella nunca había perdido de vista la sombra que se cernía sobre todos nosotros.
Hacía un calor sofocante aquella tarde, no mucho después de que terminara el torneo, y yo seguía con la mente atrapada en pensamientos sobre Marcus, a quien volvería a ver dentro de unos días. Le había dicho a la reina que pasaría el domingo por la tarde en Saint Elsip, pero le había permitido creer que iba a ver a mi tía. Mi carácter cauto me advirtió que los acontecimientos de una sola noche no constituían una base lo bastante estable para cifrar en ella todas mis esperanzas, y me aterraba tener que enfrentarme a sus preguntas si el encuentro no salía bien. ¿Y si Marcus y yo ya no nos veíamos del mismo modo a la luz del día, sin cerveza para desatar la lengua?
Estaba cepillando el cabello de la reina Lenore, que era parte de los preparativos de antes de dormir, cuando el rey irrumpió por la puerta que comunicaba su alcoba con la de su esposa.
—¡La han encontrado!
Confusa, me detuve con el cepillo en el aire. Pero los hombros de la reina se pusieron rígidos y su rostro adquirió una expresión dura. Supo de inmediato de quién hablaba el rey. A través de la puerta alcancé a ver varias figuras conversando en corro. La reina asió el brazo de su marido y la mano palideció con la fuerza de la presión.
—¿Dónde? —susurró.
—Lejos de aquí, amor mío. No temáis.
El rey Ranolf empezó a pasearse por la habitación; las palabras le salían atropelladamente al ritmo de sus pasos.
—La tía Millicent es astuta, lo admito. Haber permanecido escondida todo este tiempo, pese al oro que he ofrecido de recompensa por cualquier noticia, es todo un logro. Ahora por fin sabemos dónde se ha refugiado. En Brithnia.
Lo poco que sabía yo de Brithnia era de las historias que nos contaba mi madre a mis hermanos y a mí a la hora de dormir. Hablaba de un paisaje agreste y escarpado, un país donde unas fortalezas rocosas vigilaban las desnudas cimas de las montañas y la gente extraía mena de misteriosas cavernas en lo más profundo de la tierra. Para mí el lugar no era más real que un cuento de hadas.
—Un país dejado de la mano de Dios, si ha existido uno —dijo el rey Ranolf—. Viajé allí en mi juventud y una semana bastó para que lo recordara toda la vida. Sea como fuere, el rey de Brithnia compartía mi afición por el arte del manejo del caballo y a él también le advertí de la desaparición de Millicent, aunque dudaba que hubiera huido en esa dirección. Cruzar las montañas hasta Brithnia es una empresa que derrota hasta a los más jóvenes y saludables. Pero al parecer ella lo ha logrado.
La reina Lenore abrió mucho los ojos.
—¿Por qué iría a un lugar así?
El rey Ranolf meneó la cabeza.
—Sean cuales sean sus razones, la ha sacado de su apuro. Al llegar a la corte de Brithnia, Millicent le pidió refugio a la reina y esta le concedió protección. Los habitantes de Brithnia tratan a sus mayores con gran respeto, y se consideraría una abominación que el rey traicionara su promesa de protegerla.
—¿Está viviendo allí como huésped de honor? —inquirió la reina, alzando la voz en un tono casi histérico—. ¿Para recobrar fuerzas antes de un nuevo ataque?
Se me aceleró el pulso. Si Millicent volvía, ¿de qué modo se vengaría de mí por haber desobedecido sus órdenes la noche del nacimiento de Rose? ¿O actuaría de una forma más taimada, asegurándose con sus tretas de que me convertía de nuevo en un títere? En el fondo temía no estar nunca segura de mis propias lealtades.
El rey Ranolf sujetó a su mujer por los hombros. Se inclinó y la miró a los ojos, tranquilizándola con la intensidad de su atención.
—En su carta el rey afirma que no puede tomar medidas contra ella, pero que no me detendrá si hago lo que creo que debo hacer.
Se dejó caer pesadamente sobre la cama de su esposa, encorvado por el peso de la decisión. Fue la única vez que presencié cómo la certeza lo abandonaba. Toda su indulgencia se había desvanecido con la traición de su tía, y se convirtió en un monarca brusco y exigente a quien solo lograba arrancarle una sonrisa su hija, a quien llamaba Bella. Sin embargo, sus precauciones nos habían mantenido a salvo.
—Si doy la orden de matar a una mujer de mi familia, mis enemigos lo utilizarán contra mí. Me tendrán por un monstruo.
Para mí la decisión era tan clara que me sorprendieron sus dudas. ¡Os quiere muertos a vos y a vuestra hija!, quería gritar. ¡Ella es el monstruo, no vos!
—¿Qué haremos? —le preguntó la reina Lenore.
—Pediré a los habitantes de Brithnia que me mantengan informado de su paradero, pero eso es todo por ahora. Es una anciana. La naturaleza no tardará en seguir su curso y su muerte no caerá sobre nuestras cabezas.
Lenore habló con voz fría, con una expresión de sombría resolución.
—Si creéis que es lo mejor.
¡Dios mío! ¿Por qué no exigió la cabeza de Millicent? El rey habría hecho cualquier cosa por ella si se lo hubiera pedido. Pero ella optó por ser una buena esposa y acatar los deseos de su marido, y Millicent se nos escabulló de las manos. ¿Quién habría imaginado que aquel era un momento decisivo, la última oportunidad para desbaratar sus monstruosos planes? Al conceder un indulto a Millicent el rey firmó su propia sentencia de muerte.
La voz estridente de lady Wintermale resonó en la sala de estar.
—¿Es cierto lo que dicen?
Irrumpió por la puerta con su habitual actitud autoritaria, pero en cuanto vio al rey se detuvo.
—Os ruego mis disculpas. No era mi intención interrumpir.
—Si os referís a los rumores sobre Millicent, son ciertos —respondió el rey Ranolf con tono tranquilo—. La reina os dará los detalles. Debo irme.
Sus palabras sonaron cortantes, pero mostró una actitud tierna al detenerse para besar a su esposa en la mejilla. Ella se ablandó con el gesto.
En cuanto el rey se retiró, lady Wintermale inquirió acerca de lo ocurrido y resopló disgustada al enterarse de la decisión tomada por el rey de dejar en paz a Millicent. Estoy segura de que, de haber sido un hombre, habría partido hacia Brithnia sin pensárselo para derribar personalmente a Millicent.
—Los habitantes de esas tierras son poco menos que unos salvajes —dijo echando humo—. ¡Imaginaos, ofreciendo asilo a alguien que ha maldecido a una criatura, a un heredero del trono!
—Nada puede hacerse ya —repuso la reina Lenore—. Mi marido ha tomado una decisión. Debemos hallar consuelo al pensar en lo lejos que se encuentra Millicent.
—Cierta persona podría haberos librado de la preocupación —musitó lady Wintermale.
La boca de la reina Lenore se tensó en señal de desaprobación.
—Flora me ha asegurado repetidas veces que desconoce el paradero de Millicent. —Se volvió hacia mí—. Elise, debes comunicarle la noticia de inmediato y averiguar si tiene algún consejo sobre cómo proceder.
—¡Consejo! —farfulló lady Wintermale.
Después de que yo me despidiera, salió detrás de mí y me aferró de la manga para detenerme.
—La reina quizá crea lo que dice Flora, pero yo no. Es la hermana de Millicent, no lo olvides.
—Flora prometió a la reina que protegería a Rose.
—Palabras —repuso lady Wintermale con desdén—. Se dicen con la misma facilidad con que se olvidan. Flora siempre ha vivido dominada por Millicent. El vínculo entre ellas… —Titubeó, y sus ojos recelosos reconocieron en silencio que estaba pisando terreno peligroso—. No es natural. Me crié en este mismo castillo y vi cómo su padre las consentía. Construyó la torre norte para Flora y Millicent, ¿lo sabías? Creó los aposentos más suntuosos que se han visto jamás en el reino para que sus hijas se quedaran aquí y formaran sus familias a su lado. Sin embargo, ninguna de las dos se casó, pese a lo ricas y hermosas que eran. ¿No es extraño?
—Pero debieron de tener algún pretendiente.
Lady Wintermale se encogió de hombros, dando a entender con la expresión de su rostro que sabía más de lo que decía.
—Millicent espantaba a la mayoría de los hombres. Nunca intentó ocultar lo inteligente que era y ningún marido quiere ser aventajado por su esposa. Flora tuvo un pretendiente serio durante un tiempo, pero los celos de Millicent lo ahuyentaron. Él murió joven y la pobre Flora enloqueció de dolor. Al menos eso se cuenta. Seguro que has oído alguna versión de esa triste historia. Pero espero que no sea tan ingenua para consentirle sus caprichos por ese motivo. Puede que ni siquiera sea verdad. Hay quien dice que las hermanas nunca se casaron porque preferían compartir cama y fue el sentimiento de culpa lo que debilitó el cerebro de Flora. Aunque yo nunca extendería esos rumores. —Al contármelos a mí acababa de hacer precisamente eso, si bien no dije una palabra—. Solo te lo digo porque te he visto charlar con Flora en el jardín. Sé que te ha tomado aprecio. Puede que parezca inofensiva pero puede invocar los mismos poderes peligrosos que Millicent. Nunca olvides lo que es capaz de hacer.
La advertencia de lady Wintermale resonó en mi interior mientras me dirigía a los aposentos de Flora situados en la torre norte. Al pasar junto a las silenciosas estatuas, sobre suelos con exótico mármol incrustado, me imaginé los espacios vacíos tal como habían sido concebidos: un hogar para dos hermanas de la familia real, sus maridos y su prole, donde habrían resonado las risas de los niños y los pasos de los criados. Todo lo que quedaba de las ilusiones del anciano monarca eran esas mismas habitaciones, hermosas pero desoladas, cargadas con el peso de las expectativas no cumplidas. ¿Cómo soportaba Flora vivir allí sola?
De vez en cuando me mandaban a la habitación de Flora para darle un recado, pero nunca había entrado en la cámara en penumbra. Sin embargo, esa noche, en cuanto le di la noticia sobre Millicent, ella abrió la puerta un poco más de lo habitual.
—Pasa. Tenemos que hablar.
La habitación era más grande de lo que parecía desde el umbral, pues tenía unos veinte pasos de profundidad, con nichos a cada lado en los que había sillas de repuesto y arcones. Desde las superficies de mármol de las mesas hasta los candelabros de oro sobre la enorme chimenea, los muebles brillaban en su magnificencia. Pero lo que más me llamó la atención fue el olor, una mezcla acre de especias y aromas de la tierra que contrastaba totalmente con el entorno opulento. Al adentrarme más en ella vi que había una pared forrada de estanterías de madera con una veintena de frascos y botellas de cristal alineados por tamaño en pulcras filas. Justo enfrente se hallaba una mesa de trabajo cubierta de las herramientas de un boticario: morteros y manos de almirez, cuencos grandes y escurrideros donde se secaban hojas y flores. Más de dos años habían transcurrido desde que ella me hablara de instruirme como su sucesora, pero yo no había vuelto a oír una palabra sobre ese asunto. ¿Me había evaluado y encontrado defectos? Este pensamiento me causó cierto desasosiego, aunque con las sospechas de lady Wintermale todavía frescas en la mente ya no estaba tan segura de si anhelaba tan onerosa responsabilidad. Flora tal vez me enseñara conocimientos que era mejor no saber.
—¿Cómo ha encajado Lenore la noticia?
—Está disgustada. Cree que Millicent sigue tramando algo contra nosotros. —La miré directamente, suplicándole con los ojos que me tranquilizara. «¿Y vos? ¿Qué sabéis de los planes de vuestra hermana?», le preguntaba en silencio.
—¿Y Ranolf? —me preguntó Flora.
—No va a tomar medidas contra ella. Cree que la edad la hace menos amenazadora.
Flora meneó la cabeza despacio.
—Millicent quizá se sienta más débil, pero no está cerca de la muerte.
Así pues, lady Wintermale tenía razón: Flora sabía desde el primer momento dónde estaba su hermana. Me sorprendió que fuera capaz de semejante engaño.
Al ver mi cara afligida Flora se apresuró a justificarse.
—Te doy mi palabra de que no se ha puesto en contacto conmigo. Pero no hace falta que me escriba para saber cómo piensa. Millicent y yo siempre hemos compartido más que un lazo familiar, es casi como si pudiéramos leernos mutuamente el pensamiento. Si alguien le hiciera daño o le fallara la salud, yo lo sabría.
Habló con tal convicción que la creí de inmediato. Lady Wintermale tal vez se mofara de la intimidad antinatural que existía entre las hermanas, pero yo recordaba con qué facilidad los pensamientos de Millicent se habían introducido entre los míos. Si ella había sido capaz de provocar sentimientos tan intensos en mí, que era prácticamente una desconocida, su influencia sobre su propia hermana debía de ser muy fuerte.
—¿Qué podemos hacer entonces? —pregunté.
—No lo sé —dijo Flora, y la angustia de su voz era inconfundible.
¿Por qué?, casi grité de frustración. Flora estaba rodeada de brebajes que podían derrotar la enfermedad y el dolor; tenía el poder de combatir la enfermedad. Sin embargo, se declaraba impotente contra su propia hermana. Lo que una joven de mi edad no podía saber era que la salvación no siempre viene de grandiosos gestos públicos. Flora nos observaba a todos, siempre alerta a cualquier signo que revelara que su hermana había vuelto. Pero yo no veía ante mí a una heroína sino a una simple anciana tímida.
—Debo regresar junto la reina —dije con brusquedad—. Se acostará enseguida.
Flora me miró con aflicción pero no dijo una palabra. Antes de regresar a los aposentos reales, mi cólera se había debilitado dando paso a la compasión. Durante décadas Flora había llorado por su amor perdido en esa torre desierta; ahora lloraba por la hermana que había sido su compañera más íntima. Me pregunté, como tantas veces, qué clase de relación las unía. ¿Era posible que Flora sintiera amor y odio hacia Millicent?
La reina Lenore cantaba muy bajito cuando entré en la alcoba. Me alegré al ver que el humor de mi querida señora había mejorado y le preparé su camisón más bonito esperando que el rey Ranolf regresara después del anochecer para susurrarle palabras tranquilizadoras debajo de la colcha.
Todavía recuerdo el tacto de ese camisón, de un encaje tan delicado que parecía confeccionado con alas de mariposa. Yo solía imaginarme envuelta en esa tela, viendo cómo a Marcus se le iluminaban los ojos al verme con semejante prenda. El hombre de mis sueños se movía con segura tranquilidad mientras me bajaba el vestido por los hombros y me confesaba su pasión con floridas palabras de fervor. Gestos tan grandiosos iban en contra de todo lo que yo sabía de un Marcus parco en palabras, que tartamudearía avergonzado si le pidieran que recitara un poema de amor. Pero eso no impedía que las fantasías más desenfrenadas me dejaran el cuerpo arrebatado de deseo.
A los diecisiete años habría estado prometida o incluso casada si me hubiera quedado en la granja. Las mujeres de la corte intercambiaban sus votos matrimoniales más tarde que la gente de la ciudad, pero a todas las jóvenes que a los veintiún años no habían sido solicitadas se las tenía por solteronas. Petra, que en menos de un año alcanzaría esa edad, ya había recibido dos propuestas de matrimonio, si bien era la hija única de una gran familia, con un padre que no tenía particular premura en casarla, por lo que se le permitía el lujo de escoger. Una criada que no hubiera estado dotada de su belleza se habría casado hacía tiempo con el primer hombre que le hubiera pedido la mano.
En muchos sentidos el castillo era un buen lugar para las jóvenes con mentalidad casadera. De haber tenido inclinación me habría fijado en cualquiera de los sirvientes de más alto rango: quizá uno de los ayudas de cámara del rey, o el carpintero jefe del castillo, un tipo afable que me guiñaba el ojo al verme en el patio. Pero Marcus era el objeto de mis pensamientos diurnos y de mis deseos nocturnos, porque reconocía en él una cualidad que teníamos en común. Ya en nuestro primer encuentro en la tienda de su padre, cuando apenas éramos unos críos, había comprendido que los dos preferíamos contemplar el mundo desde cierta distancia, manteniendo a raya nuestras emociones. Sin embargo, él me había permitido ver, fugaz e incitantemente, la personalidad que ocultaba a los demás, un privilegio aún más valioso por lo poco a menudo que lo concedía. Siempre rodeada de cortesanos que se peleaban entre sí por llamar la atención y suscitar admiración, no podía evitar sentirme atraída por alguien que se presentaba a sí mismo sin artificios.
Era una cualidad que se hizo evidente en nuestra primera salida juntos. Cuando cualquier otro hombre se habría esforzado por impresionarme, Marcus solo me saludó con una gran sonrisa y me anunció que estaba a mi entera disposición. Le propuse que diéramos un paseo por el norte de la ciudad, donde nunca había estado. Las preguntas educadas dieron paso a una conversación fluida mientras Marcus me conducía por las serpenteantes calles, señalando las tiendas más conocidas y los elegantes hogares de los principales de la ciudad. Compramos unos pasteles de carne a una mujer que piropeó a Marcus, logrando que se encogiera de vergüenza, y caminamos con ellos hasta un puente curvo de piedra con estatuas de los antepasados del rey.
Marcus era más culto que la mayoría de los zapateros —como yo, sabía leer y escribir con facilidad— y mostraba una curiosidad infinita acerca del mundo. Le conté historias que la reina me había relatado de su país, y él me escuchó con interés, haciendo preguntas hasta que me eché a reír y le dije que no había más que contar. De haber nacido en el seno de otra familia tal vez habría huido por mar, porque miró con nostalgia los barcos en el puerto. Me lo imaginé sobre la cubierta de un gran velero, infundiendo ánimos a los hombres con su aplomo en tiempos de peligro.
Caminando juntos en público, descubrimos que era imposible recuperar la intimidad de nuestro encuentro en el jardín. Pero cada sonrisa y cada gesto de asentimiento hacían aún más sólida la relación entre nosotros, recordándome que algún día haríamos algo más que conversar. Cuando nos despedimos en las puertas del castillo, me besó la mano con inesperada ternura y murmuró con una voz que reservaba solo para mí:
—Por futuros besos.
Cuánto me gustaría recuperar los detalles de aquella tarde, porque revivir esas conversaciones con Marcus me proporcionaría consuelo las noches en que me invade la soledad. Pero los recuerdos son capaces de resistir nuestros intentos de domeñarlos, escabulléndose justo en el instante en que creemos que son nuestros para controlarlos. A veces todavía siento la presión de sus labios en mi piel; en otras ocasiones solo veo la imagen de los dos a lo lejos, y esa visión queda ensombrecida por lo que está por venir.
Mientras peinaba a la reina Lenore antes de cenar, ella levantó el espejo con el entrecejo fruncido.
—¿No hemos dicho el rojo?
Miré la cinta verde que le había entrelazado en el cabello y la cinta roja que seguía encima del tocador.
—Disculpadme, milady —dije, deslizando los dedos a través de su cabello para separar los tirabuzones—. En un momento lo arreglo.
—Hoy estás desconocida, Elise. Te ruego que me digas en qué estás pensando. ¿O debería preguntar en quién?
Mis manos se detuvieron, y vi la sonrisa de la reina reflejada en el espejo.
—Elise, ¿crees que soy ciega? Acudes a una cita misteriosa y vuelves ensimismada y torpe. Solo puede haber una razón.
Su tono era despreocupado y jocoso, y traté de sonreír como si compartiéramos una broma. Mi esfuerzo debió de ser evidente, porque ella bajó el espejo y se volvió hacia mí.
—¿Entonces es cierto? ¿Has salido con un joven?
Asentí, y el rostro de la reina se iluminó de placer. Esa reacción era precisamente la razón por la que me había mostrado tan vaga sobre mis planes. La reina Lenore, una mujer que había renunciado a todo lo que conocía por amor, saboreaba las historias románticas, y yo temía que me hiciera preguntas cuando aún no estaba segura de qué había entre Marcus y yo.
—Tu actitud me hace pensar que el encuentro ha ido bien.
Por toda respuesta, me ruboricé.
—Debes contármelo todo —me apremió—. ¿Quién es?
—Marcus Yelling, el hijo del zapatero que vino al castillo hace unas semanas.
—Ah.
La reina Lenore fue lo bastante respetuosa con mis sentimientos para intentar ocultar su sorpresa, pero supe que le había desconcertado que un joven aparentemente tan vulgar me hubiera llamado la atención.
—Eres una joven sensata, Elise —dijo con firmeza—. Confío en tu criterio si crees que merece tu atención. ¡Tú no eres de las que perderían la cabeza por alguien como Dorian!
¿Dorian? Desde que Petra me había hablado con admiración del apuesto paje yo no podía evitar clavar mi mirada en él cada vez que me lo cruzaba en los pasillos. Distaba de ser la única mujer de la corte que lo hacía, si bien me avergonzó que la reina lo hubiera notado. Tal vez creía que estaba tan enamorada como algunas de sus damas, pero en realidad pensaba en Dorian como un misterio no resuelto más que como un posible trofeo. ¿Se convertiría en un aclamado líder de hombres? ¿O la vanidad y todas esas miradas femeninas llenas de admiración serían su perdición?
La reina Lenore se volvió de nuevo y me tendió la cinta roja para que le rehiciera el peinado. Al deslizarla entre mis manos noté la caricia del terciopelo en la piel. Estar en presencia de cosas tan bonitas me sosegaba, recordándome lo afortunada que era. A lo lejos las trompetas anunciaron que comenzaba la cena. Con delicadeza enrosqué el cabello y lo rodeé con la cinta, y fijé el moño con horquillas adornadas con diamantes. La reina se levantó alisándose las faldas y, volviéndose hacia mí, me asió la cara entre las manos con delicadeza.
—No olvides que yo también fui joven y estuve muy enamorada de un joven de un reino muy lejano —dijo—. Los cortejos no siempre son fáciles. Puedes acudir a mí siempre que lo necesites.
Su actitud fue tan tierna y tan amable que sentí una casi dolorosa punzada de adoración. Debería haber sido bendecida con más de un hijo, pues tenía el don de adivinar cuáles eran las palabras y los gestos exactos que sosegarían una mente torturada. ¿Me habría mirado con la misma comprensión mi madre, alentándome a confiar en ella? ¿Se habría alegrado por mí?
Cuando la reina se marchó para acudir a la gran sala, yo no podía dejar de sonreír. Mi futuro jamás me había parecido tan prometedor. Mi confesión me había unido más que nunca a mi señora y el afecto de Marcus parecía seguro. Pero la felicidad, fugaz por naturaleza, a menudo solo se saborea cuando se ha desvanecido. Para mí, el recuerdo de ese día siempre será atenuado por el de la tristeza que siguió. Por más que intento revivir las horas pasadas al lado de Marcus, no soy capaz de evocar del todo el gozo que me inundaba cuando él me miraba y sonreía. Quiero llorar por esa joven inocente que creía tan fervientemente en que el amor lo conquistaba todo. Porque la reina tenía razón. Los avances en el amor casi nunca están desprovistos de obstáculos, y mi camino iba a volverse muy accidentado.