11
No hay mentira que no aflore
Escribí a Marcus invitándolo a ir al castillo para conocer al señor Rees y oír sus perspectivas de futuro. Vi consternada que me saludaba en las puertas con un escueto movimiento de la cabeza en lugar de con un abrazo.
—No tengo la menor intención de arrastrarme a los pies del zapatero del castillo —dijo con brusquedad, y me alarmé ante su inesperada frialdad.
Lo había dejado loco de amor tras nuestro último encuentro. ¿Qué había cambiado?
Insistí en que me siguiera hasta un hueco situado más allá de la gran sala, donde quedáramos ocultos de las idas y venidas de los residentes y los visitantes del castillo. Era la clase de lugar donde en otro tiempo Marcus quizá se habría aprovechado de la penumbra para deslizar una mano en la mía y robarme un beso furtivo. En lugar de ello me miró con una expresión entre indignada y desconcertada.
—¿Cómo has podido aceptar una oferta así en mi nombre? —inquirió.
—¡Es un gran honor! La reina ha hecho la propuesta en consideración a mí. Deberías mostrarte agradecido.
—¿Agradecido por empezar de nuevo como aprendiz de otro cuando acaban de admitirme en el Gremio de Comerciantes?
—Estoy segura de que no te pondrían como aprendiz —repliqué, pero él me interrumpió meneando la cabeza con firmeza.
—No lo entiendes, ¿verdad? Lo que significa para mí y para mi padre tener nuestro propio negocio, que hemos conseguido con nuestro esfuerzo. Mi padre ha trabajado toda su vida para asegurarse de que nunca tendré que responder ante un patrón.
Deslumbrada ante la majestuosidad de la vida cortesana, yo no podía imaginar que alguien prefiriera renunciar a ella. Qué ciega estaba al no ver que era precisamente la autosuficiencia de Marcus la primera cualidad que me había atraído de él, la que aseguraba que nunca aceptaría entrar al servicio de la realeza. No comprendí que un hombre modesto también puede ser orgulloso y no desear hacer lo que otros creen que le conviene si eso choca con sus creencias más profundas. Marcus siempre había sido amable y acomodaticio, y yo había subestimado su voluntad cuando más importaba.
Creyendo que todavía podía influir sobre él, volví a intentarlo.
—Tendrías una vida fácil. Tú mismo me has dicho que nunca sabes cuánto dinero ganarás de un mes para otro. Aquí dejarías de vivir en la incertidumbre, y estoy segura de que la reina se encargará de que el sueldo sea generoso.
—Ah, sí, viviré holgadamente —replicó él—. Pero ¿durante cuánto tiempo?
—La reina no es voluble en sus afectos. Una vez que hayas demostrado…
—No me refiero a eso —me interrumpió Marcus, mirando rápidamente a un lado y otro para asegurarse de que nadie nos oía—. La reina puede proteger a quienes favorece, pero ¿quién sabe cuánto tiempo la obedecerán?
Me escandalicé. Había oído hablar de hombres que habían sido encarcelados por menospreciar en público al rey.
—No puedes decir tales cosas —siseé.
—No soy el único —dijo Marcus—. La posición del rey nunca será segura mientras su hermano ambicione el título.
El príncipe Bowen. Me imaginaba a granjeros como mi padre hablando orgullosos de las hazañas de Bowen mientras rechazaban con amargura la perspectiva de una mujer tomando la corona.
—Las quejas seguramente no llegarán a nada —me tranquilizó Marcus—. La reina incluso podría concebir un varón ahora que ha demostrado que es fértil. Pero, verás, una vida en la corte no es garantía de prosperidad ni de seguridad. Prefiero ser dueño de mi destino.
Era un lema que podría haber sido el mío. ¿Cómo podía criticar a Marcus por tener el mismo anhelo?
—Entonces estamos de acuerdo —dijo Marcus, tomando mi silencio por aceptación.
Sonrió, y al ver cómo el alivio inundaba su rostro se me partió el corazón. Su confianza en mí era total. E inmerecida.
—Ven un día a cenar, así se lo diremos juntos a mis padres —continuó, con voz anhelante—. ¿Cuándo podrías tomarte una tarde libre?
—¿No les has hablado de nuestro compromiso? —le pregunté sorprendida.
—No…, aún no. —Su tartamudeo lo traicionó; había algo más que le asustaba decir.
Lo miré con mi expresión más seria y él se pasó las manos por las mejillas y por la nuca, un gesto al que a menudo recurría mientras ordenaba sus pensamientos.
—¿Recuerdas aquel día en el bosque?
Me ruboricé; ¿cómo no iba a recordarlo? Pero Marcus no se unió a mí compartiendo recuerdos con complicidad. En lugar de ello se apresuró a continuar.
—Como te dije entonces, ese sendero conduce a una curtiduría. El dueño tiene una hija, la única que ha sobrevivido. Hace años él y mi padre acordaron una alianza…
Ni siquiera entonces lo entendí.
—¿Un acuerdo comercial? —le pregunté.
—Algo así —dijo él bajando la vista—. Sellado con la boda de sus hijos.
—¿Ya estás prometido? —pregunté desconcertada.
—No hay ningún contrato —protestó Marcus—. Por eso nunca te he hablado de ello, por temor a que lo malinterpretaras. Hester y su padre no pueden reclamar nada legalmente.
—¿Hester? ¿Entonces la conoces?
—La he visto unas cuantas veces. Pero te aseguro que no siento ningún afecto por ella.
Me rodeó la cintura con una mano para atraerme hacia él. Por la esquina apareció un grupo de criadas con gran estruendo de cazuelas y escobas, y nos quedamos clavados donde estábamos. Marcus me miró interrogante. Sintiéndome extrañamente distanciada, evité su mirada mientras pasaban las mujeres. Luego me incliné y apoyé el rostro en la curva de sus hombros. Qué fácil era fundirse en su robusto cuerpo permitiendo que el roce de sus dedos en mi cuello ahuyentara los pensamientos dando paso a las sensaciones.
—En cuanto mi padre nos vea y comprenda lo felices que somos juntos, lo entenderá —dijo Marcus en voz baja, y el borde de mi cofia se onduló con su aliento.
Podría tener esto para siempre, me dije. El calor de este abrazo, la bondad de este hombre que no soporta verme dolida.
—Te quiero, Elise —dijo, acariciándome los labios con los suyos—. Nunca dudes de mi amor.
No lo hice. Era yo quien debía soportar las dudas, sin expresarlas.
Con el recuerdo de los besos de Marcus todavía fresco en la memoria busqué refugio en la capilla del castillo. Era sorprendentemente sencilla en comparación con la majestuosidad del resto del edificio, aunque a mis ojos la modestia del espacio solo aumentaba su carácter sagrado. A un lado del altar había una estatua de la Virgen María y en la pared de detrás colgaba una cruz dorada, pero por lo demás no había rastro de los adornos con piedras preciosas que solían verse en las iglesias de la realeza. Cuando la luz del sol se filtró a través de las ventanas altas y estrechas, bruñendo la cruz e infundiéndole vida con su brillo, fue como si Dios mismo hubiera bajado para bendecirme. Me arrodillé ante el altar buscando orientación. Podía seguir sirviendo a la reina Lenore o convertirme en la esposa de Marcus, pero no ambas cosas. Fuera cual fuese el camino que tomara, haría daño a alguien que amaba. En el fondo de mi corazón supe que la respuesta debía venir de dentro; tenía poca fe en los signos. Pero me equivocaba.
Al día siguiente el castillo se vio sacudido por una noticia devastadora que puso en marcha una serie de acontecimientos que dejarían claro dónde estaban mis lealtades. El rostro del rey se nubló de dolor cuando un mensajero le informó del fallecimiento de su primo, lord Steffon. Había sufrido un accidente de caza, dijo, en un bosque que había más allá de las montañas, donde el lord estaba visitando a su hermana y a su familia. Una flecha extraviada lo había derribado en el acto. Lord Steffon y el rey habían alcanzado la mayoría de edad juntos y disfrutado de una camaradería rayana en la fraternidad. La pérdida de un compañero tan querido ya habría resultado suficientemente dolorosa de por sí, pero el rey Ranolf bramó que su muerte no había sido un accidente, sino que formaba parte de una conspiración contra él y su reino. Y juró que lord Steffon sería vengado además de llorado.
Ocultas bajo los cimientos del castillo había unas mazmorras a las que se accedía por una pesada puerta de hierro situada cerca de los establos. Yo había oído describir el lugar como un foso desolado y mal ventilado, y los centinelas del castillo que se turnaban haciendo guardia en la prisión se quejaban cuando les tocaba el turno, pues nadie quería estar en semejante lugar. En una ocasión que pasé por casualidad por allí se abrió la puerta y todo lo que vi fueron unos pocos escalones de piedra tosca que descendían hacia una absoluta oscuridad. Fue por esos escalones por donde se llevaron a rastras a los tres compañeros de lord Steffon, con los brazos firmemente atados a la espalda y dando traspiés, lívidos de terror.
Una multitud contemplamos en silencio cómo sir Walthur anunciaba que los hombres que habían acompañado a lord Steffon en su aciaga expedición de caza habían sido acusados de asesinato y traición. Cuando se alejó a grandes zancadas para reunirse con un grupo de consejeros, observé cómo dos de los carpinteros del castillo se peleaban con unos largueros y planchas de madera que intentaban introducir por la puerta de la prisión.
—¿Qué están haciendo? —le pregunté a uno de los guardias que había cerca.
—Están construyendo un potro por orden del rey.
Inocente como era, yo no sabía qué era un potro ni el uso que podía dársele. El guardia se ofreció encantado a disipar mi ignorancia y lamenté que lo hiciera. Al día siguiente habría jurado que oí los gritos de esos hombres aterrados atravesar las capas de piedra, suplicando que los libraran de los tormentos que padecían. Los tres defendieron su inocencia hasta el final, incluso después de que los condenaran a morir en la horca en la plaza de la catedral de Saint Elsip.
La mayor parte de la servidumbre del castillo aceptó de buen grado la invitación del rey de presenciar la ejecución. Yo opté por quedarme, horrorizada ante el carácter festivo del día. La humillación pública a la que el rey Ranolf había sometido a su propio hermano al anunciar que la reina estaba encinta el mismo día que el príncipe Bowen esperaba que se le aclamara como heredero, demostraba que podía ser cruel con todo lo que consideraba una afrenta a su honor. Pero yo nunca lo había considerado cruel hasta el día que condenó a muerte a tres hombres inocentes. Los soldados a los que iban a ahorcar habían servido durante años a lord Steffon; muchos de los que acudieron a verlos morir habían cabalgado a su lado, comido con ellos y reído de sus aventuras. ¿Cómo podía creer alguien que habían querido hacer daño a su señor? ¿Qué sentido tenían sus muertes?
Deambulé por los jardines vacíos en busca de soledad. En los lechos de hierbas medicinales del huerto las semillas habían empezado a germinar, y me pregunté si estaría allí para ver brotar las plantas en su plenitud. La idea de que la vida continuara sin mí me resultaba inconcebible.
—Elise.
Era Flora, que había aparecido a su manera silenciosa. De no haber conocido la naturaleza benigna de sus poderes, tal vez la habría creído capaz de aparecer y desaparecer a voluntad.
—¿Ya se ha llevado a cabo?
Vi que la suerte que habían corrido los soldados le había afectado tanto como a mí. Alcé la vista al cielo, donde el sol estaba casi encima de nuestras cabezas.
—A estas alturas supongo que sí. —De pronto, alentada por la mirada dulce y compasiva de Flora, añadí con amargura—: Tres hombres muertos, ¿y todo para qué? Una flecha errada en un bosque oscuro. ¡Una equivocación que podría haber cometido cualquiera!
—No, no fue un error —murmuró Flora.
Tenía el rostro tan abrumado por el dolor como el rey cuando informó de la muerte de su amigo; nunca había visto de una forma tan clara que eran parientes de sangre.
—La flecha atravesó el corazón de lord Steffon. Se disparó con la intención de matarlo.
—¡No puedo creer que fuera uno de ellos!
—Yo tampoco.
Flora empezó a pasearse de un lado para otro, trazando con el bajo de las faldas un sendero en el suelo de tierra.
—La flecha que mató a lord Steffon estaba rematada con una pluma verde oscura. Ninguno de los hombres del rey tiene esa clase de flechas. Era un mensaje para el rey. Y para mí.
Recordé el atrevido vestido verde que llevaba Millicent cuando le lanzó el maleficio a Rose. La extraña figurilla verde que me había puesto en las manos. La capa de terciopelo verde que a menudo se echaba sobre los hombros con un dramático ademán.
—¿Millicent? —le pregunté horrorizada.
Flora asintió con expresión fúnebre.
—Pero ¿cómo?
—Siempre consigue que los demás cumplan sus órdenes. Lo sabes tan bien como cualquiera.
Dolida como si me hubiera reprendido, me puse rígida. Pero no era su intención ser cruel, simplemente exponía un hecho.
—¿Habéis comunicado al rey de vuestras sospechas?
—Ranolf nunca se ha tomado muy en serio mis consejos. Se mostró de acuerdo en que Millicent podía haber instigado el plan, pero estaba convencido de que fue uno de los hombres de lord Steffon quien disparó la flecha mortal. Estaba dispuesto a matarlos a todos antes de correr el riesgo de dejar suelto a un hombre culpable. Pero creo que el culpable es alguien que se cuidó de no dejarse ver. Hace unos días el rey mandó a hombres en secreto a Brithnia para capturar a mi hermana, aunque ella ya se había marchado. Ignoro dónde buscará refugio ahora o qué forma tomará su venganza, solo sé que nunca se dará por vencida. Por eso te necesito, Elise. Para que continúes con mi labor después de que yo me vaya.
—No habléis así —la insté, pero ella me interrumpió.
—No tengo otra elección. Ignoro de cuánto tiempo dispongo. Si muriera mañana, Millicent se enteraría y vendría a por Rose.
Se detuvo ante mí y por primera vez vi que estaba muy asustada. Cuando le prometió a la reina que mantendría a salvo a la familia real yo la creí. De pronto vi cómo se resquebrajaba su certeza y empezaban a asaltarla las dudas, y me entró el pánico.
—No puedo —susurré, con el rostro descompuesto por la vergüenza. ¿Cómo iban a confiar en alguien como yo para contener a una mujer como Millicent? ¿Una mujer concentrada en el mal, capaz de doblegar mi voluntad?
—No le deseo a nadie esta carga —dijo Flora cansinamente—. Pero eres la única persona que me inspira confianza. Estoy muy cansada, Elise. No sé cuánto más podré hacerle frente.
Si me zafaba de ese deber sería eternamente responsable de los males que pudieran sobrevenir a Rose o a la reina Lenore. Pensé en el rostro de la reina, envejecido en tan breve tiempo, y en mi promesa de no apartarme jamás de su lado. Me imaginé a Rose enfermando y consumiéndose ante mis ojos. No, no lo permitiré, prometí.
—Decidme qué debo hacer.
Flora sonrió con el rostro radiante de alivio, y vi lo hermosa que debió de ser cuando era joven y estaba libre de preocupaciones. Me tomó la mano y me dio unas palmaditas, con dedos apergaminados y secos como la piel de una cebolla.
—La única arma segura frente al odio es el amor. Tú amas profundamente, Elise, y esa es una protección más poderosa de lo que crees.
Flora no quiso oír más preguntas, insistiendo en que hablaríamos de todo a su debido tiempo. Después se excusó para retirarse a descansar. Yo me paseé de un lado a otro del sendero hasta que la confusión que había nublado mi visión del futuro se despejó. Al salir al patio del castillo, preparándome para lo que sucediera continuación, lo encontré lleno de gente que regresaba de la ejecución, charlando y sonriendo como si acabaran de presenciar un torneo. Creían que se había hecho justicia, ignorantes del peligro que seguía amenazándonos a todos, y quise gritarles para sacudirlos de su autosatisfecha alegría.
En la puerta principal del castillo tuve que hacerme a un lado mientras entraba un cortejo de carruajes. Creyendo que el camino por fin estaba despejado di un paso, y me encogí de terror cuando un caballo se sobresaltó y golpeó el suelo con los cascos a escasas pulgadas de mis pies. El animal estaba nervioso entre la multitud; necesitaba una mano dura y firme que lo retuviera en la hilera, y grité irritada al cochero.
Era Horick, desplomado en su asiento con las riendas flojas en las manos.
—Vigile, señorita —dijo arrastrando las palabras.
—Vigile usted su caballo.
El carruaje se detuvo, obstruido por los que tenía delante. Levanté la vista hacia el rostro agrio de Horick y él murmuró algo con los ojos en blanco. De haber sido otra persona yo habría dado media vuelta y lo habría ignorado, pero la falta de respeto de Horick me sulfuró.
—¿Qué ha dicho? —inquirí.
—Solo he señalado que no necesito consejos de personas como usted para manejar un caballo.
Como si quisiera enfurecerme más, hizo restallar el látigo contra el lomo de la pobre criatura, aunque esta solo pudo avanzar unos pocos pasos.
—¡Vigile esa lengua! —grité—. ¡La reina será informada de su insolencia!
Las cabezas se volvieron mientras Horick me contemplaba con exagerada consternación. Mi falta de control le había dado ventaja sobre mí y me alejé de allí antes de que la situación degenerara aún más. Mi malhumor no hizo sino empeorar mientras recorría las calles de Saint Elsip. La ciudad que me había impresionado años atrás parecía insulsa y provinciana ante mis ojos hastiados, un lugar donde la gente se contentaba con vivir en la ignorancia, celebrando la muerte de hombres inocentes.
Abrí de un empujón la puerta del establecimiento de Hannolt y vi a Marcus sentado ante un simple escritorio de madera colocado en una esquina, con un libro mayor delante. Por un instante lo imaginé en la mediana edad, sentado ante el mismo escritorio, apuntando cifras satisfecho. Levantó la vista sorprendido y se le iluminó el rostro de placer.
—¡Elise! ¿Qué te trae a la ciudad? ¿La ejecución?
—No —respondí con brusquedad—. He venido a hablar contigo.
Mi tono pareció sorprenderlo, pues me miró interrogante mientras se levantaba e inclinaba la cabeza hacia la puerta. Alcancé a oír las voces ahogadas de sus padres detrás de la cortina que separaba la tienda de su vivienda. Lo seguí fuera. Durante nuestro cortejo apenas habíamos estado solos, sin que nadie nos observara. Quizá era apropiado que esa conversación tan trascendental para nuestras vidas tuviera lugar al alcance del oído de una docena de transeúntes que se dirigían a su casa.
Él me tomó las manos, pero yo me resistí, sabiendo que tales muestras de afecto solo debilitarían mi resolución.
—Marcus, no puedo dejar a la reina.
—Pensé que había sido claro —replicó él, más confuso que enfadado—. No estoy hecho para vivir entre la nobleza.
—¿Cómo lo sabes si nunca lo has probado?
La expresión de Marcus se endureció.
—¿Crees que no me di cuenta del desdén con que tus compañeros miraban mi ropa? ¿O de cómo se dirigían a mí como «el zapatero» en lugar de por mi nombre? Preferí pasar por alto esos insultos porque me traía sin cuidado su aprobación. Pero sé que si tuviera que vivir en el castillo, me importaría. Me vería obligado a buscar la aceptación de necios cortesanos a los que solo les interesan los chismorreos y quién se sienta en la mesa de quién.
—No son así… —intenté aclarar.
Pero Marcus no hizo caso.
—Sé muy bien adónde nos llevaría eso, Elise. Yo no valgo para las lisonjas y el servilismo. Nunca encajaría y tú lo sabes.
Recordé las tardes de invierno que habíamos pasado en la sala inferior. Esas horas lúgubres en que por primera vez había visto a Marcus con los ojos de los otros criados. La percepción de estos me había hecho dudar de mis propios sentimientos. ¿Podía jurar que no volvería a ser víctima de semejante deslealtad?
—Una vez me dijiste que te traía sin cuidado la profesión de tu futuro marido, que lo único que te importaba era que fuera bueno. ¿Lo recuerdas?
Asentí. Recordaba todo acerca de esa noche en el jardín, cuando un beso de Marcus podía provocar escalofríos de placer.
—¿Era mentira? ¿Te contentarías con ser la esposa de un zapatero?
Después de todo lo que Marcus me había dado, mi deber con él era confesarle la verdad.
—No si eso significa renunciar a mis obligaciones con la familia del rey.
Marcus bajó la mirada, no sin antes dejarme ver que estaba al borde de las lágrimas. Se encorvó y cruzó los brazos como para protegerse de más golpes.
—Te ruego que vuelvas a considerar el ofrecimiento de la reina —supliqué—. Con el tiempo podrías acostumbrarte a la vida de la corte.
—No podría, Elise —dijo con amargura—. No como tú.
—Jamás te lo pediría si tuviera otra elección. Rose, la reina, lady Flora…, dependen de mí.
Desde que lo conocía me había mostrado reacia a hablarle de Millicent y del peligro que me ataba al castillo; él era un hombre práctico y no tenía tiempo para la superstición o los cuentos sobre maleficios. Aun así se lo habría contado todo, pero cuando él resopló disgustado supe que no me creería.
—Sí, es evidente que las elegantes damas de la corte te tienen dominada. Te lo pregunto por última vez: ¿te casarás conmigo, Elise? ¿Tal como soy?
—Te quiero —dije en voz baja. Me pareció muy importante que por lo menos supiera eso.
—Pero no lo bastante. —Exhaló un suspiro angustiado—. Haría cualquier sacrificio por ti. Renunciaría a todo aquello por lo que mi padre ha trabajado. Pero no me casaré con una mujer que me considera inferior a ella.
—Yo nunca he dicho tal cosa… —empecé a decir, esperando posponer la hora de la verdad.
Pero él me detuvo con un lastimero gesto de negación.
—No me mientas. Ahora no.
Fortalecida por su callada dignidad, lo miré a la cara. Allí estaban los ojos oscuros que me habían contemplado con tanta ternura, la boca que había buscado la mía con apasionadas ansias, el cabello alborotado que yo había agarrado mientras él me recorría las curvas del cuerpo. Ese hombre que tan bien conocía se escapaba, ocultándose tras una coraza protectora y dura. Hasta ese momento no había comprendido lo valioso que era el regalo que él me había hecho. Los sentimientos de un hombre como Marcus son profundos y sinceros, y un amor así, una vez ofrecido, nunca languidece. Me dolió el pecho bajo el peso de su congoja y la mía.
—Quizá todavía haya alguna manera —supliqué—. Si pudieras esperar un par de años, hasta que la princesa sea un poco mayor…
—No, Elise. No seré plato de segunda mesa.
No hubo una última caricia, un abrazo final. Marcus se volvió, entró de nuevo en la tienda, y cerró la puerta tras de sí. Sintiéndome despojada, me alejé tambaleándome del hombre al que amaba. Aún es un misterio cómo regresé al castillo, cegada durante todo el camino por las lágrimas.
Cuando regresé a los aposentos reales, lady Wintermale me comunicó que la reina Lenore estaba en la capilla rezando por las almas de los soldados ejecutados, pero que la señora Tewkes quería verme. Yo había contado con llorar en privado, pero quizá era mejor dejarme arrastrar de nuevo por la rutina de la vida en el castillo. Me habían educado en la creencia de que el trabajo arduo era una virtud. Solo los holgazanes y los necios tenían tiempo para lamentarse por un amor frustrado.
Cuando llamé a la puerta de la señora Tewkes, ella me hizo pasar con una expresión más apagada de lo normal. Por un instante creí que sabía lo que acababa de ocurrir. Era imposible, por supuesto, pero la señora Tewkes tenía una misteriosa habilidad para seguir todas las vicisitudes de la vida personal del servicio. Si me hubiera confesado que tenía el don de adivinar el pensamiento de los demás, no me habría sorprendido.
—Hace tiempo que no hablamos, ¿verdad? —me preguntó con una sonrisa preocupada—. ¿Estás bien?
Una pregunta tan sencilla y sin embargo tan difícil de responder. Hice un gesto de asentimiento.
—Me ha llamado la atención un incidente insignificante relacionado contigo y quisiera sosegar mi mente aclarando la verdad del asunto. Hace unas horas ha venido el señor Gungen a hablar conmigo en nombre de uno de sus pajes.
—Horick —adiviné.
—Sí. ¿Sabes de qué estoy hablando? El señor Gungen dice que Horick está furioso y no para de hablar de cómo te has comportado con él.
—Es él quien me ha faltado al respeto, créame.
—No lo dudo —coincidió la señora Tewkes—. Es un hombre de lo más desagradable, y por si eso fuera poco, lento en su trabajo. Le he dejado claro al señor Gungen que tienen que respetarse tus deseos como si fueran los de la reina, y que ahí se acaba el asunto. Pero te sugiero que evites a Horick al menos durante unos días.
—Eso está hecho. —Me levanté de la silla, pero la señora Tewkes me indicó por señas que me sentara de nuevo.
—Elise, debo confesar que me ha sorprendido semejante conducta en ti. Horick es un zoquete, pero no creía que fuera capaz de sulfurarte de ese modo. ¿Te ha provocado de otras maneras? Si te ha causado dificultades debes decírmelo para que les ponga fin.
Meneé la cabeza y empecé a decir que entre Horick y yo no había hostilidad. Sin embargo, bajo la mirada vigilante de la señora Tewkes, se me escapó la verdad.
—No lo soporto.
—Estoy de acuerdo en que es hosco y desagradable, pero eso no es suficiente para provocar tanta aversión. Debe de haber algo más. Vamos, querida, ¿qué te ha hecho?
La suya había sido la peor traición, pensé. Me había negado un nacimiento honrado y le había privado a mi madre de una vida honrada. Yo no le había hablado a nadie de mi pasado y no pensé que alguna vez lo hiciera. Miré a la señora Tewkes y aparté la vista. Ella permanecía impasible, esperando. Como yo, había comprendido que el silencio a menudo mueve a los demás a hablar libremente.
—Supongo que usted sabe por qué mi madre abandonó el castillo —empecé a decir.
La señora Tewkes hizo un gesto de asentimiento.
—Aunque ella nunca me dijo quién la sedujo y la abandonó, he averiguado que fue Horick. Siempre lo odiaré por lo que le hizo.
La señora Tewkes arqueó las cejas.
—¿Horick? ¿Te lo ha dicho él?
—No. Mi tía me comentó que mi madre había estado prometida a él y yo deduje el resto.
—Entonces has malinterpretado las palabras de tu tía, porque el pobre Horick no tuvo la culpa de nada.
—¿Horick no es mi padre?
—No. —La señora Tewkes frunció el entrecejo—. No podrías estar más equivocada.
Muda de asombro, la miré. Ella sabía desde el principio quién me había engendrado. ¿Por qué no se me había ocurrido preguntárselo antes? La señora Tewkes y mi madre habían sido amigas, habían estado lo bastante unidas para que el nombre de ella estuviera en los labios de mi madre al morir. ¿En quién más habría confiado mi madre?
—Pero mi tía me dijo que Horick había sido novio de mi madre.
—Así es. Mayren le tenía afecto, pero él estaba mucho más enamorado que ella. Eso fue lo que lo agrió, saber que la mujer a quien amaba había estado con otro hombre.
—¿Quién? —pregunté, pero la señora Tewkes continuó como si no me hubiera oído.
—Verás, no era un compromiso formal. Horick todavía era un simple empleado del establo que apenas tenía donde caerse muerto. Quedó sobrentendido que al convertirse en mozo de cuadra él pediría la mano de Mayren. Ella dijo que esperaría. Pero cierto noble se fijó en ella. Por extraño que parezca, fue gracias a Horick. Su amor le infundió una seguridad en sí misma de la que hasta entonces había carecido. Pasó de evitar llamar la atención a buscarla. Cuando ese noble empezó a perseguirla Mayren perdió la cabeza. En cuanto se enteró de que estaba encinta él la abandonó, como yo sospeché que haría.
»Podría haberle pagado para que se estableciera en la ciudad con otro nombre, haciéndose pasar por una viuda. Muchas de las queridas de los nobles han vivido bastante bien con esa clase de arreglo. Pero la familia de él le tenían atado en corto en lo que se refiere al dinero, y él la apartó de su lado y se aseguró de que desapareciera de la corte para siempre. Como es natural, después de eso Horick no quiso saber nada de ella. La traición de Mayren fue su ruina y con los años se volvió cada vez más amargado. ¡Cuánto lloró, la pobrecilla! Yo hice todo lo que pude por ayudarla, pero no podía poner en peligro mi porvenir tomando partido por ella públicamente. No tuve elección.
—Hacemos lo que debemos —dije, sabiendo demasiado bien los sacrificios que exigía la vida de la corte.
La señora Tewkes se tomó su tiempo, reflexionando sobre qué debía decir a continuación, y noté que se me revolvía el estómago.
—Si te digo el nombre de tu verdadero padre, debes prometer que no harás nada con esa información —dijo por fin—. Ese hombre no tuvo compasión con tu madre y es poco probable que quiera reencontrarse con su hija bastarda.
La palabra me dolió, pero ese era el propósito. La señora Tewkes había advertido muchas veces a los miembros del servicio que debían recordar su posición, en todo momento y todas las situaciones. Fuera cual fuese el rango de mi padre, yo nunca sería más que una criada debido a las circunstancias de mi nacimiento.
—Fue el príncipe Bowen.
Muda de estupefacción, miré a la señora Tewkes casi esperando que meneara la cabeza y se riera de la broma. No podía imaginar a mi sensata y clarividente madre sucumbiendo a las artimañas del príncipe Bowen. Con una oleada de repulsión recordé sus manos, las manos de mi padre, manoseándome y disfrutando con mi impotencia. Sin embargo, el hombre disoluto que yo conocía había sido en otro tiempo increíblemente apuesto. Mi madre debió de sentirse halagada con sus atenciones, incluso las recibiría de buen grado. Pensé en Petra sonriendo a Dorian desde el otro extremo de la gran sala y recordé lo rápido que mi amiga había sucumbido a sus avances. Yo misma había flaqueado bajo las caricias de Marcus. Con mi propio desengaño amoroso tan reciente, sentí el dolor de mi madre aún más profundamente.
—Nadie debe saberlo —advirtió la señora Tewkes—. Ni siquiera la reina. —Y enseguida pasó a explicarme el peligro al que me enfrentaba.
No importaba que yo hubiera servido fielmente al rey y a la reina durante años o que el príncipe Bowen no estuviera al corriente de su paternidad, como hija suya me convertiría acto seguido en objeto de sospecha y mis intenciones serían cuestionadas. Sufriría todas las cargas de la realeza sin disfrutar de ninguna de sus ventajas.
La realeza. ¿Era herencia de mi verdadero padre la profunda e implacable ambición que me había empujado a irme de una granja en el campo para entrar al servicio de la reina? Podía odiar al príncipe Bowen por haber traicionado a mi madre, pero su sangre noble corría por mis venas. De haber reconocido a mi madre como su querida me habría criado como prima de Rose. La sola idea me produjo un estremecimiento de placer.
—Es mejor que apartes de tu mente todo esto —concluyó la señora Tewkes—. Estoy segura de que puedes hacerlo. Eres una mujer racional. Por eso vales como doncella.
Se levantó y me miró el rostro.
—La mayoría no lo verían, pero hay algo de él en tus ojos —señaló, contemplándome como si fuera un cuadro—. También en tu porte elegante y orgulloso, muy parecido al de la madre del rey.
Me quedé sentada muy tiesa bajo su mirada. Mientras me retiraba la señora Tewkes observó alegremente:
—Me han dicho que vas a casarte.
Pese a que ella me había contado la verdad, yo no estaba preparada para hacer lo mismo. Confesar que se había roto el compromiso lo haría más real, y no estaba preparada para aceptar un futuro en el que no estuviera Marcus. Me limité a sonreír antes de salir apresuradamente.
Dios se mostró clemente conmigo esa tarde, porque me concedió unas pocas horas de soledad para aclarar las ideas y llorar mi pérdida. Cuando le di la noticia a la reina sobre la ruptura de mi compromiso, entretejí la verdad con la fantasía, reduciendo el episodio a un simple enamoramiento juvenil. Ahora que había cumplido los dieciocho años, le dije, me daba cuenta de la importancia de escoger a un marido adecuado para mi posición. Mientras lloraba sobre la almohada esa noche, sacudiendo el cuerpo con sollozos contenidos, hice la promesa de que mi señora nunca se enteraría del sacrificio que había hecho por ella.
El transcurso de las semanas, de los meses, disminuyó las punzadas de pesar reduciéndolo a un dolor sordo. Cada vez que veía a Rose corretear por los jardines o recibía una sonrisa agradecida de la reina, me decía que había tomado la decisión correcta. Bien alimentada y bien vestida, llevaba una vida que suscitaría envidias de la mayoría de la gente. Si a veces me distraía con pensamientos de lo que podría haber sido mi vida o con visiones de mí misma en brazos de Marcus, compartiendo lecho como marido y mujer, los apartaba con vigor. Clavaba los ojos firmemente en el camino que tenía por delante, en mi trabajo con Flora y en mi deber para con la familia real, esperando que el tiempo actuara como un ungüento y borrara a Marcus de mi memoria.
El castillo no ofrecía tal refugio a su congoja para la pobre Petra, por lo que se escapó de la única forma que pudo. Al cabo de unas pocas semanas de que Dorian la rechazara, se casó con un herrero de la ciudad que era hermano de uno de los mozos de cuadra del castillo, quien ya había enterrado a una esposa y buscaba una madre para sus dos hijos pequeños. Me lo presentó durante la comida del mismo día de la boda, un acontecimiento discreto que tuvo lugar en la modesta casa de su nuevo marido. Era un hombre musculoso, como acostumbran a serlo los herreros, y de un callado que rayaba en lo huraño. No podía imaginar mayor contraste con el elegante e ingenioso Dorian.
Petra estaba guapísima con su traje de novia, confeccionado con la delicada seda que yo le había comprado como regalo de boda. Su cabello, liberado de la cofia de criada y recogido en trenzas y tirabuzones, brillaba al sol que entraba a raudales por las ventanas. Los niños parecían congeniar con ella, y la niña mayor se pasó la mayor parte de la tarde aferrada a su falda.
Cuando por fin disfrutamos de un momento a solas, entrechoqué mi copa con la suya en un brindis.
—Te deseo mucha felicidad.
—Deséame paz.
Petra parecía abrumada por el cansancio. La joven que yo había conocido, que charlaba alegremente en la cama de al lado y se reía mientras me conducía por la sala inferior, había desaparecido.
—No me compadezcas —dijo con una sonrisa cansina—. Dicen que es un buen hombre. Su hermano me ha asegurado que nunca le pegó a su primera mujer.
—¿Es todo lo que pides de un marido? —Mi intención era utilizar un tono jocoso, pero la sonrisa de Petra se marchitó.
—No vi otra solución.
Su expresión acongojada me habló de todo lo que no se atrevía a decir en alto. Cualquier cosa, incluso llevar el hogar de un herrero introvertido y de sus hijos agotadores, era preferible a vivir bajo el mismo techo que Dorian. Él continuaba coqueteando y pavoneándose ante las damas del castillo, y yo estaba convencida de que su promesa de casarse con ella no había sido más que una estratagema para acostarse con Petra. Como mi madre, ella había sido usada y tirada.
Tomé sus manos entre las mías.
—Te entiendo.
¿Solo habían pasado unos pocos meses desde que Petra y yo nos habíamos reído bobamente hablando de nuestros novios y gozando de la sensación de sabernos amadas? Parecía haber transcurrido mucho más tiempo. El tiempo suficiente para transformar a unas jóvenes ilusionadas en unas mujeres con el corazón endurecido.
Aunque nos despedimos con lágrimas y votos de amistad, Petra y su marido no tardaron en trasladarse a un pueblo situado en el otro extremo del reino, donde había fallecido el herrero y ofrecían un buen sueldo al que lo reemplazara. Ella prometió escribir pero no lo hizo. Al principio pensé que su desaparición era una traición a nuestra amistad, pero con el tiempo llegué a comprender y a respetar su decisión. Por mucho afecto que me tuviera, yo formaba parte de la vida que ella había dejado atrás y cualquier noticia que yo le diera del castillo solo prolongaría su dolor. La Petra con quien había trabado amistad ya no existía.
Yo también había cambiado. En lugar de contemplar con optimismo el horizonte del futuro aprendí a contentarme con tomar los días como venían. Todas las mañanas me despertaba con la luz del sol y me levantaba de mi camastro situado en un rincón de la alcoba de la reina Lenore. Sumergía un paño en agua fría y me lo pasaba por los ojos para borrar los rastros del sueño, y a continuación ayudaba a mi señora a hacer lo mismo. Iba a buscar las bandejas del desayuno, preparaba el atuendo que la reina vestiría ese día, la acompañaba al servicio matinal en la capilla y me sentaba a su lado ante la chimenea, bordando cojines o leyendo poesía. Jugaba con Rose, disfrutando de lo hábil que era con las palabras y de su risa contagiosa. Acompañaba a Flora en sus paseos por el huerto de hierbas medicinales, y cuando sus dedos se volvieron rígidos con la edad, la sustituí plantando y cosechando. Por las noches arreglaba el cabello de la reina Lenore antes de que bajara a cenar y volvía a cepillárselo horas después a la luz de la vela que se consumía encima de su tocador. Transcurrían las estaciones mientras contemplaba cómo se abrían, marchitaban y caían las flores de la rosaleda. El tumulto de las emociones juveniles se convirtió en un recuerdo lejano.
Consideré esos años poco relevantes como el final de mi vida. No sabía que estaba destinada a formar parte una vez más de la historia, en el centro de acontecimientos tan espantosos que estaban más allá de lo imaginable. Y esta vez tendría un papel destacado.