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Un destino revelado

 

No soy la clase de persona sobre la que se cuentan historias. Los de origen humilde sufrimos desengaños amorosos y celebramos nuestros triunfos sin que lleguen a conocimiento de los bardos, y no dejamos huella en las fábulas de la época que nos toca vivir. Criada en una sencilla granja con cinco hermanos, yo sabía que la vida que me esperaba era casarme a los dieciocho años y labrar un triste terreno con mi propia prole desnutrida. Era un camino que habría seguido sin rechistar de no haber sido por mi madre.

Debería empezar mi relato hablando de ella, porque todos los acontecimientos que siguieron, los prodigios y los horrores que he presenciado en mis largos años sobre la tierra, se desarrollaron a partir de una semilla que ella plantó en mi alma casi al nacer: una certeza profundamente arraigada e inconmovible de que yo había nacido para ser algo más que la esposa de un campesino. Cada vez que mi madre me corregía la gramática o me indicaba que me irguiera, lo hacía con la mira puesta en mi futuro, recordándome que pese a mis andrajos debía comportarme con los modales de mis superiores. Porque ella misma era una prueba viviente de que los grandes cambios de fortuna eran posibles; nacida en el seno de una pobre familia de sirvientes y huérfana a una edad temprana, había logrado colocarse de costurera en el castillo de Saint Elsip, donde residía el rey que gobernaba nuestras tierras.

¡El castillo! Cuántas veces soñé con él, imaginando un edificio de mármol pulido lleno de torreones que en nada se asemejaba a la enorme fortaleza que más tarde conocería tan bien. La fascinación que sentía de niña se extendía a conversaciones imaginarias con elegantes damas y gallardos caballeros, fantasías que mi madre hacía lo posible por contener, porque conocía demasiado bien los peligros que entrañaba que alguien se diera aires por encima de su posición. Mi madre casi nunca hablaba de su juventud, pero yo atesoraba las pocas anécdotas que me había contado como un trapero colecciona harapos, sin saber por qué había renunciado a su puesto privilegiado de sirvienta de la familia real para abrazar una vida de agobiantes tareas domésticas. Las manos que otrora acariciaran hilos de seda y terciopelos vistosos estaban agrietadas y enrojecidas después de tantos años fregando, y la habitual expresión de su rostro era de cansina resignación. Las únicas veces que recordaba haberla visto sonreír fueron durante los momentos de intimidad que robábamos cuando ella no estaba amamantando a algún hijo ni sembrando ni cosechando, esas preciadas horas en las que me enseñó a leer y a escribir. La mayoría de los ejercicios los hacía en el suelo de tierra a un lado de la casa, trazando con un palo las líneas y las curvas de las palabras. Si veía a mi padre acercarse borraba rápidamente los garabatos con los pies y corría a buscar algo en que ocuparme. Para él no había nada peor que un niño gandul, y una hija no tenía por qué aprender las letras.

Mert Dalriss tenía fama de hombre duro en nuestra región, y la descripción resultaba atinada. Sus ojos eran de un frío azul gris de piedra, y sus manos, retorcidas y ásperas tras una vida dedicada al trabajo físico; cuando me daba una bofetada era como si recibiera un golpe con una pala. Tenía una voz áspera y ronca, y era muy parco en palabras, como si pronunciarlas le costara un gran esfuerzo físico. Aunque yo no sentía afecto por mi padre tampoco lo odiaba; sencillamente era un componente desagradable de mi existencia, como el barro que se me pegaba a las plantas de los pies todas las primaveras o los rugidos de hambre que me hacían las tripas a falta de comida. Yo no veía en esa dureza más que el habitual resentimiento de un hombre pobre hacia una hija que le costaría una dote.

Hasta que cumplí los diez años no averigüé la verdadera razón por la que mi padre nunca me había querido y jamás me querría.

Fue un sábado por la mañana en que acompañé a mi madre al mercado semanal de nuestro pueblo, varias docenas de casas agrupadas a media hora andando desde nuestra casucha de una sola habitación. Los granjeros y los lugareños se reunían allí para regatear el precio de un mísero surtido de sobras: unas pocas cebollas o nabos, pequeños sacos de sal o azúcar y quizá un cerdo o un cordero. Las monedas casi nunca cambiaban de manos; los alimentos o los huevos solían trocarse por prendas de ropa o barriles de cerveza. Los vendedores más afortunados montaban sus puestos delante de la iglesia, sobre losas de piedra limpias y secas; los demás se limitaban a detener el carro en mitad de la calle embarrada que atravesaba la ciudad. Varios de los granjeros más prósperos clavaban una espita en sus barriles de cerveza y se pasaban allí casi toda la mañana, riéndose y dándose palmadas en la espalda, cada vez más colorados. A mi padre nunca se le veía entre ellos, pues la afición a la bebida era una de las muchas debilidades que despreciaba en el prójimo.

El mercado era lugar de intercambio de chismorreos así como de mercancías, de ahí que las mujeres se quedaran allí más tiempo del que tardaban en reunir sus provisiones. Mi madre nunca se entretenía una vez que había concluido sus transacciones comerciales; parecía haberse tomado a pecho el desdén de mi padre hacia la holgazanería. Yo me movía de carro en carro despacio, intentando prolongar al máximo la visita, pero ella se adelantaba con su brusca eficiencia, saludando con la cabeza a los vecinos aunque no se paraba casi nunca a hablar. Yo solía correr hasta alcanzarla sin que se diera cuenta. Hasta el día que me detuve frente al carro del panadero. El olor de los panecillos recién hechos era demasiado tentador; pensé que podría acallar los rugidos de mis tripas solo inhalando el aroma. Quizá si lo olía el tiempo suficiente lograría engañar mi apetito con la ilusión de que lo había saciado.

Al volverme me di cuenta de que mi madre había desaparecido. Resuelta a no quedarme atrás me abrí camino a través de la gente apiñada delante del puesto del panadero, pisando a un muchacho en el intento. Entre los allí congregados no había ningún desconocido porque todos íbamos a la misma iglesia, pero no me acordaba de cómo se llamaba el joven, solo sabía que su familia trabajaba en una granja bastante más grande que la nuestra situada al otro extremo del pueblo, donde la tierra era más fértil. Tenía el rostro redondo y las mejillas sonrosadas que distinguían a una persona bien alimentada.

—¡Ten cuidado! —me reprendió, y se volvió con gesto de fastidio hacia un amigo que caminaba a su lado.

Absorta en encontrar a mi madre, no le hice caso. Y ahí habría acabado el asunto si el muchacho no hubiera añadido:

—Bastarda.

No creo que fuera su intención que yo lo oyera, pues no gritó la palabra, solo la susurró. Pero se le escapó como un poderoso y peligroso maleficio. Cuando al cabo de unos momentos encontré a mi madre buscándome en lo alto de la escalinata de la iglesia, le pregunté qué significaba.

Ella contuvo la respiración y miró alrededor para asegurarse de que nadie me había oído.

—¡Es una palabra horrible y no quiero que la pronuncies nunca más! —me susurró con apremio.

—Así es como me ha llamado un chico —protesté—. ¿Por qué?

Mi madre se mordió los labios. Se puso la cesta debajo del otro brazo, y asiéndome por la muñeca tiró de mí. Nos alejamos de la iglesia por el camino que conducía de nuevo a la granja y no dijimos una palabra más en mucho rato. Cuando el pueblo desapareció detrás de una colina, ella se volvió hacia mí.

—Esa palabra se utiliza para los hijos que nacen fuera del matrimonio.

—¿Usted no está casada, madre? —pregunté.

Ella suspiró. Todavía recuerdo la expresión de derrota que se reflejó en su rostro, y mi propia aprensión al ver a mi fuerte y resuelta madre casi al borde de las lágrimas.

—Esperaba que nunca te enteraras —dijo en voz baja, desviando la vista hacia los campos. Luego recobró la compostura, y con su habitual tono brusco y serio añadió—: Si mi vida sigue siendo pasto de la murmuración después de tanto tiempo, supongo que es mejor que sepas la verdad. Te tuve antes de conocer al señor Dalriss.

Entonces yo sabía lo suficiente para intuir cómo un hombre y una mujer engendraban un hijo; las chicas de las granjas que veíamos animales en celo en los campos enseguida dejábamos de ser inocentes. La sorpresa se mezcló con la emoción al comprender que mi madre había estado con otro hombre aparte del que yo llamaba padre. ¿Quién? ¿Y por qué él no me había reclamado? Los pensamientos se agolpaban en mi mente, y cada pregunta llevaba a otra mientras intentaba reconstruir lo poco que sabía de la juventud de mi madre a la luz de semejante revelación.

—¿Por eso dejó usted el castillo? —pregunté—. ¿Por mí?

—Sí. —En su voz no había rastro de amargura ni reproche. Solo una cansina aceptación.

Se volvió y continuó andando como si no hubiera pasado nada. Sin embargo, para mí había cambiado todo. Ahora me doy cuenta de que esa revelación me puso en el fatídico camino del castillo, el rey, la reina y Rose, y los oscuros poderes de Millicent. Podría haber aceptado el deseo de mi madre de dejar a un lado su pasado y seguirla hasta casa en silencio. Podría haber hecho lo que se habría considerado una buena boda con el hijo de un próspero granjero o un tendero del pueblo, y vivir el resto de mi vida a pocas millas del lugar donde había crecido.

En lugar de ello corrí para alcanzar a mi madre, impaciente por profundizar en el fugaz vislumbre que me había ofrecido de su vida anterior a la granja.

—¿No quiso usted criarme allí? —le pregunté.

Mi madre no aminoró el paso, si bien apretó los labios en un gesto de desaprobación. Me preparé para recibir una reprimenda, pero ella me respondió con inesperada franqueza.

—Yo no lo decidí. El castillo era el lugar más maravilloso que había visto jamás. Si de mí hubiera dependido me habría quedado allí. Pero el hombre que te engendró no podía convertirme en una esposa respetable y acabé deshonrada. Me dejé engañar, como otras mujeres necias, y pagué un precio muy alto.

Yo no lo comprendía del todo; la naturaleza de las relaciones entre hombres y mujeres eran poco claras para una niña de mi edad. Pero todavía oigo la aspereza de sus palabras. Se culpaba a sí misma de lo ocurrido, quizá más incluso que al hombre que la había apartado de su lado. ¡Cuánto me habría gustado retroceder en el tiempo y liberarla de la culpa que tanto la abrumaba! Si yo hubiera sido mayor y más comprensiva ella me lo habría contado todo y hallado cierta paz en la confesión. Pero tal vez era mejor que el secreto de mi linaje permaneciera oculto. ¿Qué habría hecho una niña de mi edad con una información tan peligrosa?

—¿Entonces no nací en el castillo? —le pregunté, todavía una niña, preocupada sobre todo por el lugar que yo había tenido en la historia.

Mi madre hizo un gesto de negación.

—No, naciste en la ciudad. En Saint Elsip.

—¿En casa de su hermana, madre?

Mi tía Agna era la esposa de un comerciante de telas, una figura misteriosa que todas las navidades nos enviaba ovillos de lana, lo que nos permitía hacer ropa nueva cuando la vieja estaba demasiado raída para ponérsela. Pero yo nunca la había conocido. Había prosperado mucho y prefería mantenerse alejada de la pobreza de nuestra familia.

—Agna hizo lo que pudo —dijo mi madre—. Me dio dinero y pañales. Pero no podía tenerme en su casa. Era una mujer casada respetable con hijos propios. Yo no quería que su reputación se resintiera por mi culpa.

—¿Qué hizo usted?

—Encontré una pensión regentada por una mujer que había estado en mi misma situación —respondió mi madre—. Era amable a su manera y me ayudó a abrirme camino. Sin ella no habrías vivido más de unos pocos días. Fue allí donde conocí a tu padre.

—¿Se refiere al señor Dalriss?

—A tu padre —siseó ella—. Lo llamarás padre, señorita. Él nos salvó de morir de hambre, nunca lo olvides. Debes darle las gracias cada vez que le hinques el diente a un mendrugo de pan.

—Sí, madre.

Temí que se hubiera enfadado e hiciéramos todo el camino de regreso en silencio, por lo que sentí un gran alivio cuando prosiguió.

—Tú tenías dos años. Yo le había cosido unos pocos vestidos a mi casera para ganarme el sustento, pero al cabo de un tiempo no había nada más con que pudiera hacer trueque. Nos dejó dormir en la cocina a cambio de que la ayudara a cocinar. El señor Dalriss fue a la ciudad para comprarse un caballo y oyó decir que mi casera llevaba una pensión limpia. Cuando me vio servir la cena preguntó por mí. Supongo que pensó que podía volver con una esposa. La primera vez que habló conmigo me preguntó si quería casarme con él. Le contesté que sí inmediatamente, con agradecimiento. No muchos hombres tomarían a una muchacha sin dinero y con una hija ilegítima. Y tenía una granja y tierra propia. Me había preparado para aceptar propuestas menos prometedoras.

Quizá el señor Dalriss había sido más amable entonces, antes de que lo marcara la decepción. Pero me costaba creer que alguna vez hubiera sido una perspectiva atractiva. Mi madre debía de estar desesperada para aceptarlo.

—Me maté a trabajar para demostrarle que había tomado una buena decisión —continuó mi madre—. Cuando le dije que estaba embarazada, menos de cuatro meses después de nuestra boda, fue la primera vez que lo vi sonreír. «Sabía que serías buena como ganado de cría», me dijo. Siempre lo recordaré porque fue lo más parecido a una palabra amable que recibiría alguna vez de él.

Escogió a mi madre como escogería una vaca. Ella ya había demostrado que era capaz de dar a luz a una criatura sana, por lo que podía contar con que le daría varios hijos que lo ayudaran en la granja. Y mamá cumplió con su parte del trato. ¿Lamentó alguna vez la elección que hizo?

—El hombre, mi verdadero padre… —empecé a decir.

Mi madre se volvió y me dio una sonora bofetada.

—No debes hablar nunca de él. Jamás te reconocería como hija. Escupiría sobre ti.

La crueldad de sus palabras, más que la bofetada, hizo que se me saltaran las lágrimas. Mi padre habría vuelto a abofetearme por llorar, pero mi madre se ablandó al verme sufrir. Me estrechó entre sus brazos y me apretó la cara contra su pecho, algo que no había hecho desde que yo era muy pequeña.

—Vamos, vamos —murmuró—. Debes mantener la cabeza bien alta. Me ocuparé de que hagas algo de provecho con tu vida, independientemente de cuáles hayan sido las circunstancias de tu nacimiento.

—¿Cree usted que podría entrar a servir en el castillo?

No se me ocurría un logro mayor, por lo que me sorprendió ver a mi madre titubear, con el rostro tenso de la preocupación. No quiere que vaya, pensé, creyendo que su reacción se debía a la inclinación natural de una madre a tener cerca a su hija. Ahora, muchos años después, me pregunto si se proponía advertirme. A juzgar por su triste historia, ella estaba totalmente al corriente de las malévolas intrigas que se ocultaban tras los modales de la corte. ¿Qué más habría dicho si detrás de nosotras no hubiera aparecido un carro traqueteando, obligándola a romper el abrazo y saludar con un breve gesto de la cabeza al granjero que pasaba?

—Vamos —me apremió cohibida, estirándose las mangas cuando el carro pasó de largo—. Tu padre estará esperando la cena.

Se me cayó el alma a los pies cuando imaginé las quejas desabridas que oiríamos si llegábamos tarde a casa. Mi madre me deslizó un dedo por la mejilla con delicadeza.

—Tienes la cara muy morena por la siega —me dijo—. Es hora de que tus hermanos trabajen más en el campo. No permitiré que crezcas con la tez de una campesina.

—¿Entonces está usted de acuerdo en que algún día sirva en la corte? —le pregunté titubeante, llena de expectación.

—Ahora no es momento de discutir —respondió ella—. Ya lo veremos cuando seas mayor.

A los diez años, el futuro se extendía ante mí como un horizonte interminable y los años de mi adultez me parecían increíblemente lejanos. Habría tiempo de sobras para reflexionar sobre mis perspectivas y trazar el curso de mi vida. Pero cada vez que intentaba sacar el tema de entrar a servir, mi madre cambiaba de tema. Con el tiempo dejé de preguntar.

No volvimos a hablar del castillo hasta el día de su muerte.

 

La primavera en que cumplí catorce años unas violentas tormentas convirtieron los campos en ríos de lodo, lo que retrasó la siembra y consumió antes de tiempo el acopio de provisiones para el invierno. Mi padre empezó a hablar de casarme para tener una boca menos que alimentar, y yo pasaba tanta hambre que habría dicho «Sí, quiero» al primer hombre que me hubiera ofrecido una comida caliente. Hay quienes se sirven de su físico para mejorar sus perspectivas matrimoniales, pero yo no creía que semejante táctica funcionara en mi caso. Cuando me veía reflejada en el río no reconocía los signos de la belleza que eran ensalzados en ciertas jóvenes del pueblo. Si ellas tenían el cabello rubio dorado y los ojos azules o verdes, mi abundante mata de cabello ondulado era de un castaño profundo, y mis ojos oscuros, grandes y agradablemente ribeteados de largas pestañas eran incapaces de imitar los ojitos de coqueteo que otras mujeres habían perfeccionado; yo contemplaba el mundo con una mirada franca y directa. Advertí que tenía algunos atributos a mi favor: mi tez era pálida y tersa, y las curvas de mis caderas y de mis senos conferían a mi cuerpo una robustez saludable. Con la ropa adecuada podría ser la esposa idónea de un tendero, un destino que se había convertido en mi máxima ambición.

Al final la celebración de otra boda en el pueblo permitió retrasar la mía. La adinerada esposa de un terrateniente contrató a mi madre para que bordara la ropa blanca de la dote de su hija, que iba a casarse en fechas próximas, lo que nos salvó de morir de hambre. Sentada al lado de la lumbre, asumí todo el trabajo que pude hasta bien entrada la noche con una aguja en la mano, mirando con ojos entrecerrados las flores que creaba con hilos de colores. La vida en nuestra casa de una sola habitación giraba en torno al hogar, el único lugar donde el calor estaba asegurado. Mi madre pasaba horas allí, cocinando y calentando el agua para lavar la ropa; cuando hacía demasiado frío para tender la colada fuera colgaba la ropa interior mojada de una cuerda frente al fuego, y teníamos que pelearnos con ella para buscar un sitio donde sentarnos. La harina, la sal y la avena con que nos pagaron la labor de aguja nos permitieron sobrevivir otro mes, y pensamos que habíamos dejado atrás lo peor.

Entonces cayeron enfermas las reses.

Teníamos tres animales, un viejo toro con el que mi padre araba los campos y dos vacas lecheras. Yo fui la primera que reparó en las marcas rojas en las ubres cuando ordeñé las vacas temprano por la mañana. Tenían un tacto escamoso, pero no había rastro de sangre y no pensé más en ellas. No fue hasta el día siguiente cuando una de las vacas me miró con los ojos aturdidos, apoyándose contra la pared del cobertizo, y comprendí que ocurría algo.

Cuando salí para decírselo a mi padre, vi que venía hacia mí rezongando de frustración. Solía andar con la cabeza gacha cuando estaba enfadado, lanzando improperios hacia el suelo, y eso hacía en ese momento.

—Padre… —empecé a decir.

—Calla. Sukey ha muerto.

Me dio un vuelco el corazón. Sukey era el nombre que recibían las cerdas más grandes de nuestra pocilga; cuando una Sukey moría la siguiente más grande adoptaba el nombre, y así sucesivamente. Esa última Sukey había parido una camada apenas una semana atrás. Si no vivía para amamantar las crías quizá morirían, y con ellas la carne que comeríamos el resto del año.

—¿Qué ha pasado? —le pregunté, siguiéndolo hacia la casa.

—La viruela.

No tuvo que decirme nada más. La viruela era un mal que arrasaba las granjas sin anunciarse, haciendo que el ganado y sus ocupantes sucumbieran a la enfermedad con alarmante rapidez. Podía ser leve y solo debilitarlos durante unos días, pero también resultar devastadora. Decían que años antes de que yo naciera había matado a familias enteras del pueblo.

Fue mi madre quien advirtió las marcas de mi cara al día siguiente. Me había despertado con una tos seca y áspera, y mucha fiebre, pero eso en sí no era motivo suficiente para exonerarme de mis quehaceres diarios. Solo una enfermedad en toda regla me autorizaba para meterme en la cama de mis padres, con su colchón relleno de plumas. Los niños dormíamos apiñados en el altillo debajo de los aleros, un lúgubre espacio de madera cubierto de paja y de mantas raídas. Era tolerable cuando tenía que compartirlo solo con Nairn, el hermano algo menor que yo, pero con la llegada de un nuevo hermano casi cada año el hacinamiento fue en aumento. A menudo me despertaba sobresaltada en mitad de la noche debido a una patada en el estómago o un brazo extendido sobre la cara.

—¿Qué tienes ahí? —me preguntó mi madre, examinándome la mejilla.

—¿Qué?

—Esas marcas. —Me apartó el pelo de la cara y me puso una mano en la frente—. Estás ardiendo.

Estaba a punto de asegurar que me encontraba bien cuando vi el miedo que traslucía su rostro. Tenía en los brazos a mi hermano más pequeño y lo atrajo hacia sí, alejándolo de la amenaza de mi enfermedad. El calor que yo había intentado pasar por alto me recorrió el cuerpo entero, dando paso a un escalofrío. Tenía la piel escocida como si la viruela estuviera a punto de estallar en furiosas erupciones rojas.

Mi madre dejó al bebé en la cuna junto a la lumbre y me quitó el vestido de lana, dejándome solo con la camisa.

—Debes descansar —me apremió, empujándome hacia la cama—. Tengo entendido que, si te cuidas, la viruela pasa sin causar daños duraderos.

Decidí creerla. ¿Qué niña a los catorce años se creería mortal?

Los días siguientes transcurrieron en un eterno crepúsculo brumoso, pues la enfermedad atormentaba a cuantos la padecían con un insomnio que no daba tregua a sus horrores. Me ardía todo el cuerpo a medida que la viruela entraba en erupción, y sin embargo era incapaz de evadirme en la inconsciencia del sueño. Delirante, tuve visiones del castillo y me imaginé caminando por sus amplios corredores. Hacía calor, siempre hacía calor al pasar por delante de chimenea tras chimenea. Contemplaba las llamas, atónita ante el despilfarro de tener todas las chimeneas encendidas día y noche. Tengo vagos recuerdos de mi madre sentada al lado de la cama, inclinándose para pasarme un paño húmedo por la frente. Luego le hacía lo mismo a mi hermano Nairn, que dormitaba a mi lado, y a mi otro hermano, acostado al otro lado de él. Mi madre nos observaba inexpresiva, como si el calor de nuestra fiebre le hubiera abrasado los ojos, cegándola. El bebé que tenía en el regazo estaba inquietantemente inmóvil. Cerré los ojos, resignándome a morir.

Sin embargo, ese no era mi destino. Después de lo que parecieron horas o años, tomé conciencia de la almohada empapada en sudor que tenía debajo de la mejilla y noté el peso de la manta extendida sobre el pecho. Me escocían los ojos de puro agotamiento, pero la fiebre que me había atormentado había remitido. Vi a Nairn a mi lado, con la cara colorada y deforme debido a la hinchazón. Oí su dificultosa respiración al inhalar y exhalar. El resto de la cama estaba vacía. En el otro extremo de la habitación brillaban los rescoldos de la lumbre. Nuestra casa, siempre tan bulliciosa y atestada, estaba silenciosa.

Me incorporé demasiado deprisa, porque me martilleó la cabeza a causa del esfuerzo y tuve que cerrar los ojos para detener las imágenes que flotaban ante mí. Cuando estas cesaron volví a mirar. A la tenue luz de la lumbre moribunda vi ropa amontonada en el suelo. De nuevo Nairn respiró estremecido y pareció que iba a expirar por el esfuerzo. Observé el montón de ropa y percibí movimiento.

Una rata, pensé. De vez en cuando entraban en la casa pero casi nunca se quedaban, pues devorábamos hasta la última miga. Me levanté con esfuerzo de la cama, obligándome a aunar fuerzas para ahuyentar al intruso. Hasta que crucé tambaleante la habitación no caí en la cuenta de que el montón de ropa era mi madre.

Me dejé caer a su lado. Estaba envuelta en su capa, con la capucha sobre la cabeza. Tenía las piernas dobladas contra el pecho y las manos ocultas entre los pliegues de la falda. Le bajé la capucha y me encontré con una visión horrible: el rostro de mi madre, siempre demacrado y cansado desde que me alcanzaba la memoria pero todavía con débiles rasgos de belleza, se había transformado en el de un monstruo. Llagas rojas rezumantes de pus y sangre habían hecho erupción en su piel. El cuello estaba desfigurado debido a una enorme hinchazón, y en sus labios manchados de sangre se entreveía un rictus de dolor. Abrió los ojos despacio. Otrora azules y bondadosos, se veían enrojecidos y desprovistos de todo sentimiento.

—Madre. —Fue todo lo que pude decirle. No estaba segura de si me reconocía.

Ella no movió el cuerpo, pero sacó una mano de la capa y la alargó hacia mí. Entreabrió los labios y dejó escapar un sonido. Podría haber sido mi nombre o un gemido de dolor, era imposible saberlo.

—Por favor, venga a la cama —la apremié.

No tenía ni idea de cómo atenderla, pero no soportaba verla tumbada en el suelo como un animal. Ella merecía algo mejor que semejante destino.

—Elise.

Esta vez entendí mi nombre y sonreí. Si todavía me conocía tal vez había esperanza.

—Ven.

La sujeté por los hombros. Ella los levantó ligeramente y me tendió los brazos, aunque no estaba lo bastante fuerte para sostenerse en pie. La arrastré como pude por la habitación, esperando que las faldas aliviaran el impacto del suelo en las piernas, pero ella no se quejó. Le apoyé la cabeza y los brazos contra el lado de la cama y me incliné para levantarle la parte inferior del cuerpo. Me dolía la cabeza a causa del esfuerzo y una vez que la hube tendido al lado de Nairn, temí desmayarme. Me metí a su lado en la cama y empecé a acariciarle el brazo.

—Madre, los demás… —empecé a decir, luego me detuve.

Ella me miró llorosa, confirmándome lo que yo no era capaz de expresar con palabras. Estaban muertos. Mientras yo flotaba perdida en la fiebre, mi familia había desaparecido. Recordé que había visto al bebé muy pequeño e inmóvil en su regazo. Confié en que al menos hubiera sido rápido.

Sin embargo yo seguía viva, lo que significaba que era posible vencer el terrible azote que había caído sobre mi familia. Débil como estaba, noté que me despejaba y cobraba fuerzas. Le rodeé el cuerpo con los brazos —tan delgado que era poco más que un saco de huesos—, deseando que volviera a él la vida.

—Por favor —le supliqué—, no me deje. No soportaré vivir sin usted.

—Agna. —Habló despacio y en voz muy baja, apenas un suspiro. Debía de resultar muy doloroso hablar con semejante hinchazón en el cuello, y noté su sufrimiento al pronunciar cada palabra—. Debes ir.

Acerqué más la cabeza a la de ella para evitarle el esfuerzo de hacerse oír. De la nariz le manaba un delgado hilo de sangre que le limpié con delicadeza con la manga.

—Sí, iré a Saint Elsip, pero cuando usted se ponga bien. Podemos ir juntas.

Ella se peleaba con los pliegues de las faldas. Le cogí las manos entre las mías, como si con ello pudiera impedir que me dejara. Ella me las apartó y tiró de su vestido raído. Seguí su mirada y examiné el bajo del vestido. Ella asintió, gimiendo a causa del esfuerzo, y yo deslicé los dedos por el dobladillo hasta que palpé algo duro. Distinguí la forma de una moneda, luego otra y otra. El dinero que ella había ahorrado a espaldas de mi padre. El dinero que me permitiría huir.

Solo de pensar en empezar una nueva vida sin ella se me saltaban las lágrimas. De la garganta de mi madre escapó un débil gemido, apenas más audible que un suspiro, y comprendí que intentaba consolarme, que ser testigo de mi dolor le causaba más tormento que su propio cuerpo. Resuelta a no aumentar su sufrimiento, contuve los sollozos y me obligué a sonreír.

—No se preocupe —dije—. Obtendré un puesto en el castillo. Se sentirá orgullosa.

De pronto ella me aferró con fuerza los brazos y me estremecí ante la fuerte presión de sus uñas. Yo todavía tenía fiebre, pero su piel era fuego contra la mía. Ella ya no podía hablar, solo respiraba rápida y superficialmente, como quien sube a una colina empinada. Apenas soporto recordarlo: mi querida madre, al borde de la muerte, desesperada por protegerme. Una sola palabra brotó de sus labios marchitos. Sonó como «pel», aunque podría haber sido «bel». ¿Me advertía que me alejara? ¿O me apremiaba a ir? Frenética, le pregunté qué quería decir, pero ella ya no pudo emitir más que un ruido áspero.

—Iré a buscar agua —dije, desesperada por hacer algo, lo que fuera con tal de aliviar su inquietud.

Me levanté con gran esfuerzo. Una de las primeras tareas de mis hermanos por las mañanas era ir a buscar agua al pozo, pero ¿cuándo había sido la última vez? Encontré el balde entre la puerta y la lumbre, como si alguien lo hubiera dejado allí con prisas. Al atisbar dentro vi que en el fondo solo había un charco, lo justo para mojarme la camisa y llevarla goteando hasta la cama.

Sin embargo, era demasiado tarde. Mi madre tenía los ojos cerrados y yacía inmóvil, con el rostro terriblemente desfigurado por los estragos de la enfermedad pero sin el rictus de dolor. Estaba en paz. Me desplomé al lado de la cama rindiéndome a la desesperación. La impresión y el dolor se apoderaron de mi cuerpo debilitado, y volvía a ser un recién nacido, incapaz de hablar o de levantarme. Sin mi madre, mi protectora, no tenía nada. Me dejé caer sobre las manos y las rodillas y me quedé allí durante lo que parecieron horas, tan exhausta por el duro golpe de su muerte que ni siquiera podía llorar.

El único sonido que se oía en la habitación era el de la respiración estremecida de Nairn. Llegaba despacio aunque cada vez más acompasada. Con tristeza, me obligué a levantarme del suelo. Mi hermano tenía la cara colorada, si bien no le ardía tanto la piel como a mi madre. Yo todavía podía salvar una vida.

Cogí el balde y me tambaleé hasta la puerta, resuelta a ir al pozo a sacar agua. Al salir me sorprendió la luz del día. La casa cerrada parecía haber existido en una noche eterna. Oí ruidos en el cobertizo; al menos el caballo habría sobrevivido. Al acercarme, la puerta se abrió de golpe y me encontré cara a cara con mi padre.

—¡Elise! —Se detuvo, atónito.

Yo debía de tener un aspecto lamentable con la camisa de dormir, acalorada y mugrienta, pero el aspecto de él era aún más chocante. Porque el padre que había creído muerto estaba exactamente como lo dejé. Igual de avejentado y encorvado, y con un ceño receloso. Pero sano.

—Pensé… que había muerto —dije.

—Lo mismo digo.

Nos miramos como dos fantasmas.

—Madre… —murmuré.

—¿Vive? —preguntó mi padre, sorprendido.

Hice un gesto de negación y con voz temblorosa añadí:

—Nos ha dejado.

—Era de esperar. Me pareció que había muerto ayer pero no estaba seguro.

¿Cómo era posible que no supiera si mamá estaba viva o muerta?

—¿No la ha cuidado?

Apareció en su rostro la expresión sombría que adoptaba antes de darme una paliza.

—He hecho todo lo que he podido. He visto morir a todos los animales, uno por uno, y solo me quedan unos pocos pollos y un caballo. ¡He enterrado a mis hijos, a cuatro, mientras tú estabas en la cama!

No me pasó por alto que hablara antes del ganado que de sus hijos.

—¿Qué esperabas, que me quedara dentro de casa y corriera el riesgo de morir también? —preguntó—. ¿Quién crees que dejaba el agua y la comida junto a la puerta todas las mañanas? ¿Cómo te atreves a decir que no he cuidado de mi familia?

Quizá nos había ayudado a sobrevivir pero no iba a inclinarme de agradecimiento por su triste apoyo.

—He dormido aquí entre la paja —continuó—, pero ahora que te encuentras mejor podrás arreglar la casa. No me importaría dormir en mi propia cama, para variar.

—Ha olvidado preguntar por Nairn.

Padre me miró sin pesar y sin esperanza. Esperando.

—Creo que vivirá.

—Bien —dijo mi padre—. Es fuerte. Necesitaré su ayuda para limpiar los campos.

—No está en condiciones de arar —repliqué con aspereza—. No puede ni tenerse en pie.

—Pronto se pondrá bien. Tú cuidarás de él hasta que mejore. Otras granjas han perdido animales, pero a ninguna le ha ido tan mal como a la nuestra, y los que se han librado nos enviaban carne y tartas, lo justo para que no muriéramos de hambre. Te enseñaré lo que he guardado en el cobertizo, así podrás cocinar algo para esta noche. Empieza por lavarte; busca algo de ropa de tu madre para cambiarte.

Aún no la habíamos enterrado y él ya me apremiaba para que revolviera entre sus cosas. La rabia que había contenido durante tanto tiempo salió como un río que se desborda.

—Arreglaré la casa por mi hermano, no por usted.

Él me miró sorprendido ante mi desafío.

—En cuanto hayamos celebrado el funeral me iré a Saint Elsip. Madre me ha buscado un empleo en la corte. —La mentira me salió de los labios con tanta naturalidad que casi me creí que era la verdad.

—¿En la corte? —Boquiabierto y con ojos como platos, él estuvo más cerca que nunca de reírse—. Te cerrarán la puerta en las narices.

—Allí encontraré una vida mejor.

Ante eso él no tenía respuesta. Me pasé el resto de ese día interminable limpiando hasta que las manos se me quedaron ásperas y doloridas, y solo me detuve cuando empezó a darme vueltas la cabeza por el cansancio y temí desmayarme. Mi padre envolvió el cuerpo de mamá en una sábana, quejándose de lo caro que resultaría reemplazarla, y anunció que la tendríamos en el cobertizo hasta que encargáramos un funeral al cura del pueblo. Antes de que él cumpliera con su triste deber le pedí que me dejara estar unos momentos con ella a solas para rezar. Mientras él se paseaba delante de la puerta, me arrodillé al lado de mamá y susurré lo que tenía en el corazón: lo mucho que la había querido, y el voto que me había hecho a mí misma de lograr que se sintiera orgullosa de mí. Mientras tanto deslicé los dedos a lo largo del dobladillo de la falda interior y corté con las uñas el hilo que lo sujetaba hasta que noté cómo los discos metálicos me caían en la mano. Cinco monedas de plata. Todo lo que tenía mi madre como prueba de toda una vida de trabajo. Me las metí dentro del zapato y salí corriendo de la casa antes de que mi padre me viera los ojos enrojecidos y las mejillas húmedas.

A lo largo de los días siguientes, a medida que recuperaba las fuerzas, solo vi a mi padre durante las comidas. Yo comía más por determinación que porque tuviera hambre, pero me animé al ver cómo Nairn recuperaba su vigor habitual, y a veces, cuando mi padre había vuelto a los campos, dejaba a su lado una ración extra. Nunca vi a mi hermano llorar. En cuanto pudo caminar pasaba las horas en el corral ayudando a mi padre a arrancar las malas hierbas. No me extrañó que quisiera huir de una casa que había presenciado tanta muerte.

Dimos sepultura a mi madre un día radiante y despejado, y enterraron su cuerpo al lado de los de sus hijos en el cementerio de la iglesia. Yo nunca había asistido a un funeral y solo retrospectivamente caí en la cuenta de que el sacerdote celebró el rito más rápido que existía, seguramente porque mi padre había escatimado en el precio. Pese a lo precipitado de la ceremonia, noté cómo por un instante se aligeraba el peso de mi aflicción, como si Dios mismo me apremiara para que me desembarazara de ella. Mi madre y mis hermanos habían sido recibidos con los brazos abiertos en el cielo. Su sufrimiento había cesado.

A la mañana siguiente, cuando el amanecer empezó a arrinconar la oscuridad, bajé del altillo y pasé de puntillas por delante de mi padre, que roncaba en su cama. Recogí del suelo el hatillo donde había metido las pocas posesiones que tenía: una camisa, un par de calzas de invierno, unas agujas de tejer y un poco de hilo, y una hogaza de pan. Con cuidado abrí la cómoda que contenía la ropa de mis padres y saqué el mejor vestido de mi madre, el que reservaba para los domingos. Con los años se había gastado y ensuciado, quedando así marcado para siempre como una prenda de campesina. Aun así la tela era de mejor calidad que la de mi ropa raída, de modo que me lo puse.

Oí un revuelo de paja a mis espaldas y vi la cabeza de Nairn asomada por el altillo. Le sonreí, pero él se limitó a asentir sombrío antes de volverse. Después de las pérdidas que había sufrido, quizá ya no era capaz de aunar la voluntad para llorar mi ausencia. Esa fue la despedida del único hogar que yo había conocido.

Dirigí mis pasos hacia el camino de carro que conducía al pueblo; la atracción de lo que me aguardaba era más poderosa que el miedo. ¿De dónde saqué las fuerzas para avanzar paso a paso hacia lo desconocido, sola y desprotegida? Hoy día aún no me explico por qué puse mis miras tan obstinadamente en el castillo. Lo único que puedo decir es que oí una llamada, nunca sabré si fruto de la tentación diabólica o de la voluntad divina.

¿O sí lo sé?

¿Es posible que, en su búsqueda de un acólito, Millicent realizara una llamada que solo yo fui capaz de oír, una llamada que no pude resistirme a responder? Sería una locura creer tal cosa. Pero ¿cómo explicar si no la certeza inexorable que me impulsó a seguir adelante? Todas las grandes leyendas son en el fondo un cuento sobre la inocencia perdida, y tal vez fuera ese el papel que yo estaba destinada a desempeñar. Ignoraba las opciones que el destino me tenía reservadas, de las cuales unas me elevarían a alturas que jamás imaginé y otras me inundarían el corazón de una desazón que me duraría hasta el día de hoy.