19
La última batalla
Se los vi por primera vez en las manos que descansaban sobre la manta. Cuatro erupciones rosas, poco más grandes que un lunar. Apenas habrían sido motivo de alarma para alguien que no supiera lo que anunciaban.
¿Se había dado cuenta Rose? En semejante estado de aletargamiento era improbable. Pero su sopor y su falta de interés por la comida adquirieron una importancia inquietante. Yo creía que estaba más agitada de mente que de cuerpo, y había pasado por alto los síntomas de la enfermedad que le sobrevenía, consumiéndole las fuerzas como preámbulo de su arremetida.
Por un instante me dejé caer contra el lecho y lloré por su destino. Todas las precauciones del rey y mis cuidados habían sido inútiles. Abrumada por la impotencia, apenas era capaz de contener los sollozos de angustia al pensar en que la persona que más quería en el mundo me sería arrebatada. De pronto mi mente rehuyó ese pensamiento. Con la misma obstinada determinación que me había empujado a escapar de la granja, hice el voto de que Rose no moriría. Me aferraría a ella y a su vida. La viruela se había llevado a mi madre y a mis hermanos. A la señora Tewkes. A la reina Lenore. No le entregaría a Rose.
Busqué en la bolsa que me había traído de mi habitación y saqué del fondo una pequeña caja de madera. La abrí y examiné el arsenal de hierbas y tónicos de Flora. No había cura para la viruela, pero me negaba a replegarme impotente en la rendición. Debilitaría a mi enemigo mortal atacando la enfermedad en todos sus frentes. La piel de Rose ya ardía de fiebre, de modo que empezaría bajándosela. Cogí un paño de la mesa, lo mojé y se lo puse en la frente.
—Estáis acalorada. Esto hará que os sintáis mejor.
Hacer algo, por insignificante que fuera, bastó para levantarme el espíritu. Saqué un puñado de avena y la herví en una cazuela al fuego; cuando se hubo deshecho en una especie de papilla insistí en que Rose tomara unas cucharadas para alimentarse. Le llevé una camisola limpia y le dije que tocaba lavar la que llevaba. Al quitársela tendría oportunidad de comprobar cuánto había avanzado la viruela.
Levantándose despacio de la cama, Rose se aflojó los lazos de delante y la prenda se le resbaló de los hombros. Me entraron ganas de llorar ante lo que vi: un ejército de pústulas rosas invadiendo su piel tierna e indefensa, emigrando de los hombros y los antebrazos a la parte inferior de la espalda y el vientre. Aun en su estado de aturdimiento ella debía de saber lo que significaban.
—¿Son estos los síntomas? —preguntó con una voz desprovista de curiosidad.
—Es pronto para saberlo… —farfullé.
—Es la viruela —se limitó a decir Rose.
¿Estaba tan embotada por la aflicción que no le importaba si vivía o moría?
Me arrodillé ante ella y le así las muñecas, retorciéndoselas ligeramente para atraer su atención. Luego se las presioné, como si quisiera infundir fuerza a sus huesos.
—Así empezó en mi cuerpo y sobreviví. Como vos sobreviviréis.
Rose me soltó y cogió la camisola que le había dejado sobre su lecho. Se la pasó por la cabeza y, dándome la espalda para rehuir mi mirada, se acostó de nuevo.
—Vete, Elise —dijo suavemente—. Sálvate tú.
—No soy yo la que necesita salvarse.
Me sentí tan irrazonablemente furiosa que tuve que irme al otro extremo de la habitación y ocuparme limpiando la cazuela de la sopa. ¿Tan poco le importaban mis sentimientos que ni los tenía en cuenta? ¿Cómo una hermosa joven podía rendirse tan fácilmente ante la muerte? No. No permitiría que mi mente albergara semejante pensamiento. Si no había cabida para él no ocurriría.
A lo largo del resto de ese día interminable y el que siguió intenté evocar mentalmente la voz de Flora guiándome hacia formas para aliviar el sufrimiento de Rose. Al volverse los granos de un rojo intenso y protuberantes en los brazos y el pecho, sumergí tiras de tela en agua hirviendo y las presioné contra las pústulas hasta que reventaron. Le apliqué un ungüento sobre las llagas para aliviar el ardor y le froté esencia de menta por el pecho para descongestionarle la respiración. Cuando las mejillas de Rose ardieron de fiebre, le llevé un cubo de agua fría con lilas secas y la bañé de la cabeza a los pies. En cuanto terminé tiré la sábana empapada de sudor y la cubrí con delicadeza con la mía.
—Elise. —Rose alargó los dedos hacia mi mano.
—¿Sí? —Su voz era poco más que un gruñido, pero me alborocé al oírla. Llevaba casi dos días sin hablar.
—¿Recuerdas mis sueños? ¿La bruja?
Recordaba muy bien todas esas pesadillas que la habían sacudido del sueño con gritos desesperados. Una de esas noches de hacía tanto tiempo yo la había sostenido en mis brazos hasta que dejó de llorar y noté cómo su cuerpo se relajaba poco a poco a medida que se quedaba dormida. Ojalá fuera tan sencillo consolarla ahora. Si tan solo consiguiera que la viruela la soltara de sus garras el tiempo suficiente para permitirle una noche, ¡una hora!, de sueño.
Rose entreabrió los labios en un débil intento de sonrisa.
—Fuiste la única que lograste calmarme. Hacías que me sintiera segura.
—Conmigo estáis segura, Rose. Siempre.
—Madre. Padre.
¡Cuánto dolor pueden transmitir esas dos simples palabras! Suspiré por su pérdida como si fuera mía.
—Si ellos han muerto, soy la reina.
La hice callar, diciéndole que esos asuntos podían esperar, si bien la idea también me turbaba. Rose era ahora la gobernante de ese reino arruinado, la persona a la que los supervivientes de Saint Elsip mirarían buscando orientación cuando intentaran rehacer su vida y reconstruir su ciudad. ¿Cómo iba Rose a asumir semejante carga, aun gozando de la mejor salud? ¿Quién quedaría para ayudarla? ¿Caería nuestro reino debilitado en manos de invasores que sabrían que no podíamos defendernos?
—Nunca te lo he dicho… —La voz de Rose se debilitó, y la apremié a no cansarse, pero ella cobró fuerzas y continuó—: Solía imaginar que eras mi hermana mayor, que velabas por mí.
Recordé cómo me inclinaba para sujetar su pequeño cuerpo por la cintura y le daba vueltas en el aire en un revuelo de faldas y risas, o cómo le frotaba sus mejillas rechonchas con la nariz mientras las otras asistentes de la reina Lenore entornaban los ojos con desaprobación.
—Siempre os he querido como si fuerais de mi propia sangre. —Me arrodillé a su lado y le deslicé un dedo por la frente. El calor de su fiebre me encendió las mejillas—. Hay algo que debo deciros.
Nunca había considerado revelarle la verdad acerca de mi parentesco, y quizá fuera un error preocuparla con semejante confesión en su débil estado. La única defensa de mis actos es la verdad. En ese momento le dije a Rose lo que creí que necesitaba oír: que sus padres tal vez estaban muertos pero su familia no había sido destruida. Todavía había una persona en el castillo a quien estaría siempre unida por lazos de sangre.
—El padre que me crió no era mi padre. Mi madre fue seducida antes de casarse. Por el príncipe Bowen.
Rose solo tuvo fuerzas para soltar un débil grito.
—¿Por qué no me lo habías dicho?
—No quería deshonrar el recuerdo de mi madre. El único motivo por el que os lo digo ahora es para que sepáis que somos familia. Nunca os abandonaré.
Rose entrelazó su mano con la mía; tenía las palmas húmedas de sudor.
—Entonces somos primas —susurró.
Asentí.
—Sí. Y hermanas de espíritu.
—Me alegro tanto. —La voz de Rose sonó algo más fuerte que una respiración.
Se le resbaló la mano de la mía, aunque sus ojos siguieron abiertos y mirando al frente, ardiendo del agotamiento. Mis recuerdos de la viruela eran borrosos y confusos, pero recordaba perfectamente el tormento del insomnio. Sin conciliar el sueño Rose no podría escapar de su angustia. Sufriría a través de un interminable crepúsculo de dolor.
Con implacable determinación la enfermedad avanzó a través del cuerpo de Rose. Al día siguiente respiraba de forma irregular y tenía la piel inflamada. El único sonido que de vez en cuando emitía era un gemido, y yo lo recibía con una mueca de dolor, sintiendo su sufrimiento en carne propia. Cuando se le empezó a hinchar la lengua y se atragantó asustada con la comida que le ofrecí, le di de beber agua gota a gota por una comisura de la boca. Como los pájaros hembra que había visto alimentando a sus crías, mastiqué pequeños bocados de pan para ablandarlo antes de pasarle con delicadeza los pedazos entre los labios.
Esa tarde, cuando el sol poniente se hizo eco de mi premonición, me pregunté cuánto tiempo podría seguir soportando Rose tanto sufrimiento. Mi propia experiencia de la viruela no me servía, pues no sabía cuántos días había estado enferma o si mis síntomas habían sido los mismos que los suyos. El rostro de Rose se había librado de lo peor de la hinchazón, y en su belleza perdurable vi un signo esperanzador, hasta que recordé la tez igual de tersa de su madre, intacta y sin embargo sin vida. Si mis cuidados solo estaban prologando el dolor de Rose, todos mis esfuerzos no habían sido más que una crueldad.
Si tan solo Rose pudiera descansar. El pensamiento me atormentaba porque sabía que estaba en mi poder proporcionarle ese alivio, si me armaba de valor. Entre las numerosas fórmulas que figuraban en los libros de Flora había una poción para dormir que yo nunca había preparado y contra la que ella misma me había prevenido. Recordaba la voz de Flora advirtiéndome que cada cuerpo aceptaba sus propiedades en distinta medida; así, la misma cantidad que concedía el sueño a una persona era capaz de matar a otra. El estado debilitado de Rose hacía que el peligro fuera aún mayor. Si yo hubiera advertido alguna mejora, un leve alivio en su sufrimiento, jamás habría corrido semejante riesgo. Pero ella cada día estaba peor, hora tras hora, hasta que solo se aferraba a la vida por cadenas de dolor. Si su sino era morir —y apenas podía permitirme albergar ese pensamiento—, ¿no sería el acto de amor supremo concederle algo de paz en sus últimos momentos?
Me arrodillé a su lado y susurré su nombre.
—Si es demasiado para soportarlo… —No pude terminar la frase.
En cualquier caso, Rose no dio muestras de oírme. Me miraba sin verme, sin comprender, con los ojos tan inflamados que resultaba doloroso contemplarlos. Me acurruqué a su lado, temiendo que cada respiración estremecida pudiera ser la última. El tiempo avanzaba despacio. Me notaba los huesos entumecidos de estar arrodillada en el suelo de piedra y me dolía todo el cuerpo; aun así seguí velándola. Rose llevaba días sin dormir, y yo apenas había dormitado unas pocas horas en todo ese tiempo. Mis pensamientos se habían vuelto delirantes, febriles. Me levanté del suelo y miré por la ventana. Caía la noche, una hora en la que solo merodean los malvados.
Me venían a la cabeza todo tipo de pensamientos embrollados, y cada recuerdo me llevaba a otro. El jardín de Marcus bañado en la luz del sol, purificándome del hedor de la muerte. La misma luz brillante que había caído en mi rostro muchos años atrás, sentada con Marcus a orillas del río, contemplando cómo entraban los barcos en el puerto. Marcus y Rose en el patio del castillo, con el rostro colorado de frío, atrapando copos de nieve con las manos. Rose en pañales, aferrándose a los brazos de su madre mientras Millicent juraba verla muerta. La voz de Flora diciéndonos que nada malo le ocurriría si ella podía evitarlo. ¿Era la poción que yo más temía la única que podría salvarla?
Saqué el libro de Flora de la caja de madera en la que guardaba su colección de hierbas y polvos, y, frenética, pasé las hojas hasta que encontré la lista de ingredientes. Los tenía todos menos uno: flores de lavanda. Un recuerdo tiraba de mí, esquivo pero insistente. Cerré los ojos y me vi a mí misma siguiendo a Flora por los jardines del castillo. Veía sus faldas de gasa deslizarse sobre el sendero mientras pasábamos por delante de los arbustos de lavanda. Recordaba su olor dulce y fragante. Mi sonrisa de placer. La voz juvenil de Flora: «Lo notas, ¿verdad? El poder de la lavanda para sosegar el alma».
Fue en ese instante cuando tomé la decisión. Si me quedaba sentada un momento más en esa habitación esperando a que Rose muriera me volvería loca. Saqué un chal del arcón y un destello rojo y verde en el fondo me atrajo la atención. Había conservado la daga de Dorian en recuerdo de mi marido, esperando no tener que utilizarla nunca como un objeto letal. Pero ahora que los bandidos acechaban podía infundirme coraje ante lo que me aguardaba. Me abroché un cinturón de cuero y me deslicé la daga en la cintura, aferrando la empuñadura para aumentar mi determinación.
Cogí una vela y abrí la puerta. La parpadeante luz de la llama apenas bastaba para iluminarme, pero conocía tan bien el camino que podría haberme adentrado en la oscuridad más profunda. Mis pasos repiquetearon a través del inmenso y silencioso espacio a medida que recorría la fortaleza convertida en tumba, el lugar donde había vivido una felicidad inimaginable y una tristeza apabullante. Apreté el paso al cruzar la gran sala, escenario de tantos banquetes suntuosos, y entré en la sala de recepciones, en otro tiempo el dominio de mi querida reina, convertida en otro cascarón hueco y desolado. No oí ninguna voz llamarme al oír mis pasos y sin embargo tenía la sensación de que alguien me observaba. Como si las sombras de todos los que habían fallecido me observaran pasar, esperando a ver qué hacía.
Abrí de un empujón la pequeña puerta del otro lado de la estancia y salí al jardín. Los últimos rayos de sol bañaban las plantas en un resplandor ámbar. Las hierbas habían desbordado completamente sus parterres; los jardineros —si quedaba alguno— habrían sido reprendidos con dureza por la falta de disciplina que veía ante mí. Pero me regocijé al verlo, aun abandonado y lleno de maleza. Un eco de la felicidad pasada perduraba en los senderos que había recorrido con la reina, Flora y Rose. Tal vez me rodeara la muerte, si bien allí yo era testigo de renacimiento. Las rosaledas estaban rebosantes de capullos y las hierbas llenas de nuevos brotes. Si quedaba algún rayo de esperanza era allí.
Deslicé las manos por los tiernos pétalos e inhalé los aromas mezclados, reabasteciendo mi corazón de recuerdos felices. Pensar en la reina Lenore me produjo una punzada de dolor a causa de la pérdida, pero me permití imaginármela sonriendo al sol mientras seguía a Rose por las arcadas cubiertas de parras. Por todo el bien que me había hecho, debía honrar su memoria, recordando no cómo había muerto sino cómo había vivido.
Al encontrarme en el centro de la rosaleda, un lugar tan sagrado para mí como cualquier iglesia, me arrodillé. Juntando las manos, cerré los ojos y recé pidiendo consejo, no sé si a Dios o a Flora, porque en mi mente estaban entremezclados. Pedí la salvación de Rose y la mía, y fuerzas para seguir viviendo si ella no lo lograba. Despacio, el peso del miedo empezó a levantarse y se aligeró mi respiración. No tenía ni idea de qué ocurriría a continuación, solo sabía que había hecho todo lo posible.
Me levanté y me abrí paso hasta el arbusto de lavanda, en el que se habían abierto las primeras flores. Cogí un puñado que me guardé en la manga y me dispuse a emprender el regreso a la torre norte. Esperé unos minutos a que mis ojos pasaran de la luz crepuscular de fuera a la penumbra del interior, y las sombras parpadeantes parecieron burlarse de mí cuando agité la vela en un lastimero intento de hacerlas desaparecer. Concentrada en llegar a mi destino, no advertí el débil resplandor que emanaba de la gran sala. De hecho, habría pasado de largo de no haber oído un sonido que me dejó petrificada de horror. Una voz que me llamaba.
Poco a poco avancé hacia el umbral y atisbé en el interior. Recorrí con la mirada los suelos de mármol, los techos altos, los tapices valiosos. En el otro extremo de la estancia un foco de luz me atrajo hacia delante, hacia los tronos reales, donde me aguardaba una figura sentada.
Millicent.
La mujer que había visto por última vez reducida a casi un esqueleto conservaba su aire de decrepitud. La piel manchada y llena de cicatrices del rostro se le había tensado, y el cabello blanco le colgaba en ralos mechones sobre la frente y las mejillas. Pero había envuelto su encorvado cuerpo en una capa verde brillante que yo recordaba bien, y una corona refulgente ceñía su cabeza. ¡Qué necia había sido al pensar que la viruela podría derrotar a una mujer como ella! En sus ojos hundidos se reflejaba la luz de la lámpara a sus pies. Observó cómo me acercaba paso a paso, saboreando el momento. Pues ¿qué satisfacción hay en la victoria sin un público que aplauda?
Entonces así es como acabará, con Millicent victoriosa, pensé.
—¿Has venido a rendirme por fin homenaje?
Su voz estridente salió disparada a través de la habitación y regresó a mí en un eco espeluznante. Yo solo podía mirarla fijamente, muda del terror. Estaba cansada, muy cansada, y había agotado las ganas de luchar.
—Elise. —La palabra era un siseo, una profanación de mi nombre—. Inclínate ante mí como la gobernante legítima de este reino.
—La legítima gobernante es Rose —repliqué, sin tanta fuerza como la que pretendía.
—No por mucho tiempo.
La terrible irrevocabilidad de las palabras me produjo un escalofrío. ¿Cómo sabía ella que Rose estaba al borde de la muerte? Entonces recordé el pasaje secreto que comunicaba su alcoba con la de Rose. ¿Era posible que nos hubiera oído hablar desde su lecho de muerte? ¿Que mientras yo la creía muerta, ella hubiera estado escuchando los gemidos de Rose y mis plegarias desesperadas?
—Soy la última de mi linaje —proclamó Millicent—, y con la muerte de Rose el trono pasa a mi poder. Como debería haberlo hecho hace mucho tiempo.
Tenía la expresión y el porte de una mujer demente, pero no podía negar que sus palabras encerraban parte de verdad. ¡De no haber nacido mujer, qué gran gobernante habría sido! Despojada de la amargura que le había corrompido el alma, habría sido capaz de grandes cosas.
—Hasta Flora estaba de acuerdo, ¿no es cierto? —Millicent me miró abriendo mucho los ojos con aire inocente, sabiendo que el nombre de su difunta hermana despertaría mi compasión—. Ella sabía que mi hermano era un necio. Sin embargo, fue él quien se hizo con el poder y yo me quedé sin más tarea que encontrar marido. ¿Te lo imaginas, Elise? ¿Te habrías conformado tú con ello?
Yo siempre había hablado en favor de que Rose heredara el trono. ¿Cómo no iba a sentir una punzada de compasión por la Millicent de otro tiempo, una mujer cuyas dotes se habían visto aplastadas por la tradición y las expectativas?
—El reino necesita un dirigente fuerte en estos tiempos turbulentos —continuó Millicent—. ¡Yo seré su salvadora!
¿Sabía cuánto se asemejaba su grito de victoria al cacareo de un trastornado? ¿O sencillamente no le importaba? Todavía había cierta grandeza en ella, sentada en su virtuosa gloria sobre el trono que durante tanto tiempo la había eludido. Me quedé de pie junto al estrado mirando hacia arriba, una posición servil que dibujó en sus labios una sonrisa torcida.
—Has hecho todo lo posible por Rose, pero es demasiado tarde. Ven, celebraremos el comienzo de una nueva era. Te aseguro, Elise, que será distinta a todo lo que has conocido.
Se levantó, asiéndose con una mano al trono mientras me tendía la otra. Vi un destello dorado y reconocí la sortija de sello del rey Ranolf. La sortija que había pasado de padre a hijo durante generaciones como símbolo de su reinado. La idea de que Millicent la hubiera arrancado del dedo sin vida del rey me llenó de una cólera abrumadora. Sus ansias de poder habían destruido a la familia real y transformado su glorioso castillo en un cementerio, y sin embargo ella se había levantado de las cenizas, deleitándose en su victoria.
Millicent agitó la sortija delante de mi rostro, exigiendo el gesto supremo de súplica. Cuando sus nudillos retorcidos estuvieron a una pulgada de mi tez noté el cinturón que me cortaba la cintura. El peso de la daga sobre mi costado. Con un movimiento rápido e inesperado le agarré la mano y tiré de ella con todas mis fuerzas. La sacudida hizo que perdiera el equilibrio y cayó del estrado, aterrizando en el suelo con un golpe seco. Pese a su aire amenazador, Millicent seguía siendo una anciana, y su cuerpo frágil no pudo competir con mi furia. La capa y las faldas cayeron hacia atrás dejando ver sus piernas y sus brazos esqueléticos, un patético espectáculo que en otras circunstancias podría haber suscitado piedad. Pero ya no quedaba un ápice de compasión en mí. Nunca permitiría que el reino, por muy debilitado que estuviera, fuera gobernado por semejante criatura.
Saqué la daga que llevaba en la cintura y la blandí ante mí. Mi cuerpo había retenido las lecciones de Dorian; todavía sentía sus brazos apretados contra los míos, guiando mis arremetidas. Mi mano parecía moverse por voluntad propia, siguiendo las indicaciones de mi marido de años atrás: coloca de lado la hoja para que se deslice entre las costillas, luego empuja hacia arriba con fuerza bruta. No titubees. No des muestras de compasión. Los gritos de Millicent y los míos se fundieron cuando le apunté al corazón y le hundí la daga en la carne hasta la empuñadura, y la mano con que la asía chocó contra su pecho. Salió un chorro de sangre de la herida, manchándome los dedos y las mangas. Arranqué la hoja y miré horrorizada el líquido granate que manaba de su corpiño.
La boca de Millicent se abrió en silenciosa agonía mientras luchaba por respirar. Retrocedí un paso, luego otro, distanciándome del charco de sangre que se formaba a mis pies. Sus manos nudosas agarraban el aire, y su cuerpo se retorcía a medida que se vaciaba de la fuerza de la vida. Por un instante pareció una anciana inofensiva e impotente, y me quedé momentáneamente horrorizada de lo que había hecho. Luego vi sus ojos ardiendo de un odio que disipó mis dudas. Nunca estaría a salvo hasta que ella muriera.
Millicent me había engañado una vez, cuando creí que se la llevaría la viruela. No volvería a cometer el mismo error. Observé cómo sus movimientos se volvían más lentos, cerraba los ojos y sus intentos de respirar se silenciaban. Con cuidado me acerqué para comprobar sus signos vitales. Los brazos y las piernas estaban inmóviles, y el pecho, quieto. La boca abierta parecía paralizada en un grito eterno y fútil.
¿Cómo era que sus gritos atormentados seguían asaltándome los oídos?
Me volví. En el umbral estaba Prielle, la hija de mi prima, con ojos como platos, gritando lo bastante fuerte para despertar a los muertos.
Como si eso fuera posible.
Verme correr hacia ella ensangrentada y con el arma asesina todavía en la mano no ayudó a aliviar su angustia, porque rehuyó los brazos que yo le tendía, temblorosa. Froté la daga en mis faldas para limpiarla lo mejor que pude; supe que nunca volvería a llevar ese vestido.
—Prielle, gracias a Dios que estás bien. Por favor, no te asustes. Puedo explicártelo.
—Pensé… —Prielle luchó por mantener la calma—. Pensé que aquí estaría a salvo. Cuando acudió a mi casa aquel día…
—¿Estabas dentro? ¿Fue tu cara la que vi en la ventana?
Prielle asintió.
—Cuando recibí su carta hice exactamente lo que me dijo. Me encerré dentro de casa y esperé a mis padres. Se habían marchado en cuanto acabó la guerra para restablecer el negocio con sus socios del norte.
Los padres de Prielle habían utilizado las mismas carreteras que los soldados que regresaban, caminando a través de una nube de contagio. Adiviné el final de su historia.
—Dijeron que estarían fuera solo unos días, y esperé y esperé, pero no regresaron. En cuanto corrió la noticia de que era la viruela, los criados huyeron. Dijeron que intentarían probar suerte en el campo. Entonces recordé sus advertencias y me quedé. ¡Sola!
Le puse una mano en el hombro para calmarla, porque las lágrimas le corrían por las mejillas.
—Me imaginé que mis padres habían muerto. No me habrían dejado sola tanto tiempo sin avisar. ¡Pero no sabía qué hacer! Y un día oí que llamaban a la puerta, aunque estaba demasiado asustada para abrir. Miré por la ventana y vi su cara. Me sentí eufórica porque pensé que por fin alguien venía a rescatarme y bajé corriendo las escaleras; sin embargo, cuando salí ya se había ido.
—No sabes cuánto lo siento.
—No sabía qué hacer. Pero hoy he decidido que era preferible correr el riesgo a quedarme un solo día más en esa casa.
Las sombras se habían hecho más profundas; la vela que había traído y la lámpara de Millicent se habían extinguido durante la refriega. Prielle y yo no tardaríamos en estar en completa oscuridad, y quién sabía qué otros peligros podían acecharnos allí.
—Me alegro de que hayas venido. Pero no podemos quedarnos aquí.
Volví la vista hacia el cuerpo de Millicent, un ovillo de extremidades retorcidas que poca relación guardaban con la figura imponente que tanto poder había ejercido sobre mí. Estaba muerta. ¿Por qué me sentía entonces tan vacía?
De pronto recordé a Rose yaciendo sola todo este tiempo. ¿Se habría rendido sin mis palabras de aliento?
—Ven —insté a Prielle—, debemos ir a la habitación de Rose.
Se me cayó el alma a los pies cuando entré en la alcoba, porque Rose yacía tan inmóvil que podría haber sido una efigie tallada sobre una tumba. Titubeante, ella se volvió al oír mis pasos. Tenía las mejillas rosadas, si bien ya no del rojo candente que tanto me había asustado los días anteriores. Los ojos seguían inyectados en sangre y la piel húmeda de sudor, pero mi querida Bella estaba despierta y alerta. La fiebre había remitido. Rose había sobrevivido.
Había imaginado que caería de rodillas para rezar una oración de agradecimiento si Rose se salvaba. Y, en efecto, caí al suelo, pero no para dar las gracias a Dios. Me desplomé porque ya no tenía fuerzas para sostenerme en pie. El alivio se mezcló con un dolor que me ahogaba, y con sollozos desgarrados lloré por el rey y la reina, por todas aquellas almas que yacían abajo en la capilla olvidada, sin que nadie las llorara. Lloré por la familia de Prielle y por la mía, por mis pobres hermanos muertos que solo habían conocido el yugo del hambre en su breve vida. Y lloré por la muchacha que había sido y que había muerto junto con todos los demás.
Las sábanas se movieron. Me sequé las mejillas y la nariz con el bajo de mi vestido, y me eché hacia atrás el cabello que se me había desprendido de las horquillas y me colgaba sobre la cara. Inclinándome, apoyé la cabeza en la almohada cerca de la de Rose. Ella me miraba sin comprender, con la mente todavía confusa.
—Elise. —Su voz sonó tan débil como un eco que se oye de un pasillo lejano.
—Aquí estoy.
Rose miró por encima del hombro, intentando reconocer el rostro desconocido que había entrado en la habitación.
—Tenéis una nueva compañera. Es mi sobrina, Prielle. Sé que seréis grandes amigas.
Prielle se quedó atrás, sin saber cuál era su lugar. Yo le hice señas para que se reuniera conmigo junto al lecho, y su expresión tensa se relajó al bajar la vista y ver a la princesa que durante tanto tiempo había envidiado. Luego, en un gesto que me llegó al corazón, hizo una reverencia. Rose observó, inmóvil como una de las estatuas del puente de las Estatuas de Saint Elsip, luego se volvió hacia mí.
—¿Es cierto? —susurró—. ¿Mi madre?
Antes de que yo pudiera formular las palabras adecuadas ella comprendió qué significaba mi titubeo. Observé cómo volvía a golpearla con toda su fuerza el recuerdo de lo ocurrido: el destino que habían sufrido sus padres, el castillo y su vida. Cerró los ojos en un vano intento de borrar la visión y me sentí abrumada por la impotencia. La angustia que había visto en su rostro estaba más allá de mis poderes curativos.
Prielle me miró interrogante, y la vi como debía de haberla visto Rose: una joven delgada y aterrada, con un vestido mugriento más apropiado para una mendiga que para la hija de un comerciante próspero. En el corpiño y las faldas había grandes manchas rojas, y me di cuenta horrorizada de que eran la sangre de Millicent y que yo las había impreso en su vestido al abrazarla. Me miré mis manos rojas y pegajosas, y noté cómo se me revolvía el estómago. Frenética, me quité el vestido. Arrojé a un lado las ramas de lavanda que había arrancado en el huerto y me froté las manos y los brazos hasta que me escoció la piel. Una vez que me hube cambiado le dije a Prielle que hiciera lo mismo e insistí en que se pusiera un vestido de Rose. Quemamos nuestra ropa vieja en la chimenea, destruyendo toda prueba del acto asesino.
Mientras observaba cómo ardía la tela intenté trazar un plan para los días siguientes. Ahora tenía a dos jóvenes a mi cargo que me miraban en busca de orientación. En cuanto Rose estuviera lo bastante fuerte para viajar iríamos a ver a Marcus, un pensamiento al que me aferraba como si fuera un faro que iluminaba mi camino. Pero eso solo sería un respiro temporal. Rose era ahora la gobernante de ese reino; no podía eludir eternamente sus deberes. ¿Quiénes serían sus consejeros, sus cortesanos y sus damas de honor? ¿Quién recogería los cadáveres del castillo, y reabastecería de caballos los establos y de víveres los almacenes?
¿Y cómo iba a sentarse Rose en el trono de su padre que estaba salpicado de la sangre de Millicent?
Cuando ya no quedaron más que cenizas en la chimenea, apremié a Prielle para que se acostara en mi camastro. Oí los chirridos del colchón de pluma de Rose cuando cambió de postura y me pregunté si sus pensamientos eran reflejo de los míos. La viruela tal vez había pasado, pero yo temía por ella de todos modos. ¿Su mente agitada la privaría de nuevo del descanso que tan desesperadamente necesitaba? ¿Su frágil cuerpo soportaría tanta tensión? Consultando una vez más el libro de Flora preparé la poción para dormir, obligándome a concentrar en la tarea que tenía entre manos en lugar de en los riesgos que me disponía a correr. Con delicadeza introduje una cucharada en la boca de Rose, y observé cómo se le cerraban los ojos y le caían las manos flácidas sobre la colcha. Seguí observando cómo el pecho subía y bajaba a un ritmo acompasado e inmutable.
Bella por fin dormía.
Pero yo no podía. La velé durante toda esa noche, atenta a cada respiración y a cada gemido. Al salir el sol, cociné unas gachas con frutos secos en la chimenea y escribí una lista de actividades para llenar el día, como había hecho los primeros días de mi encierro con Rose. Saqué la cesta de la costura y le pedí a Prielle que se sentara conmigo a bordar pañuelos. Encontré el poema que Rose había escrito para rendir homenaje a Dorian y lo leí en voz alta, haciendo lo posible por añadir florituras dramáticas. Prielle escuchó con ojos como platos, llena de admiración al final. Pero Rose no reaccionó. No habló ni probó bocado. Se negaba incluso a mirarme.
A medida que transcurrían las horas mi desesperación iba en aumento. Por la noche me agoté haciendo un bizcocho en una pequeña cacerola al fuego, utilizando lo que quedaba de azúcar en una receta que confié que le tentara. El bizcocho no subió y salió medio carbonizado, y aunque Prielle aceptó un pedazo agradecida y lo engulló en un frenesí de migas, Rose se volvió sin decir una palabra. En un arranque de frustración, tiré la cazuela al suelo. Ni siquiera ese estruendo despertó su interés. Continuó con la cabeza vuelta hacia la pared, mirando al vacío. Cuando las sombras volvieron a apoderarse de la alcoba, sus ojos vacíos parecieron brillar, un punto de cruda claridad en medio de tanta negrura.
Prielle se acurrucaba en el suelo frente a la lumbre moribunda, y sus pensamientos eran tan misteriosos para mí como los de Rose. En una ocasión me había dicho que solo esperaba un buen matrimonio y un hogar lleno de cosas bonitas. ¿Ese deseo tan simple también se le negaría? Sentí una oleada de afecto hacia esa asustada joven de buen corazón mientras se me agotaba la paciencia con la obstinación de Rose.
—Mañana os levantaréis de la cama. Debéis comer algo o nunca os pondréis bien.
—¿Y luego qué, Elise? —Las palabras brotaron cortantes, frías—. ¿Comenzarás los preparativos para la coronación? ¿Apartarás el cuerpo de mi padre para que pueda dormir en el lecho en que murió?
—Por supuesto que no —repliqué. Y sin embargo, ¿qué más cabía pensar? Aquella era la sede de los gobernantes del reino. Si Rose aceptaba la corona sería desde allí—. Nos ausentaremos del castillo hasta que todo vuelva a su cauce.
—¿A su cauce? —repitió ella, y añadió con tono burlón—: ¡Como si pudiera olvidar lo que he visto aquí!
—No lo olvidaréis. Pero es vuestro hogar.
—Ya no. No sin mi madre y mi padre. Nunca he querido el trono, ni las joyas, ni la adulación. Mis padres han muerto y yo quiero morir a su lado. ¡Es preferible a condenarme a ser reina toda la vida!
Antes de que yo pudiera protestar de nuevo ella se había cubierto el rostro con la manta, ocultándose de mi mirada sentenciosa. Me volví hacia Prielle, que estaba sentada con la barbilla apoyada sobre las rodillas y los brazos alrededor de las piernas. Parecía una niña asustada, y por una vez no tuve palabras de aliento que ofrecer. La oscuridad se apoderó de la habitación y no me levanté para encender una vela ni me moví de la silla en la que me había dejado caer. Me limité a quedarme sentada a través de las interminables horas de oscuridad, con la mente atormentada con los entresijos de un enigma sin solución.
Debí de dormitar en algún momento porque desperté con una renovada comprensión de por qué es prudente retirarse al caer la noche. Porque los pensamientos negativos se nutren de la oscuridad mientras que la esperanza florece con la luz. Con la llegada del día mis circunstancias no me parecieron tan duras. Rose y Prielle carecían de energía pero no tenían fiebre, y agradecí que siguieran bien de salud. No tardaría en salir en busca de Marcus —el corazón me dio un brinco al pensarlo— y él nos ayudaría a decidir los siguientes pasos que debíamos dar. Nos veríamos libres de la desgracia del castillo durante un tiempo.
Pese a su letargo insistí en que Rose se levantara y se lavara. Cambié las sábanas y le quité el camisón manchado de sudor, insistiendo en que escogiera un vestido limpio del arcón. Con un mohín ella se puso el primero que encontró, un sencillo vestido sin adornos, acorde con su humor sombrío. El corpiño le colgaba por la cintura y me quedé horrorizada al comprobar cuánto había adelgazado. Sin embargo, en su rostro no había rastro del aspecto demacrado que a menudo acompaña la enfermedad. Los ojos otrora expresivos ya no centelleaban, y las pálidas mejillas habían perdido el brillo rosado que es indicativo de salud, pero seguía siendo hermosa. Cuando intenté cepillarle el cabello ella me apartó la mano, por lo que utilicé las cintas que había cogido para adornar las onduladas trenzas de Prielle.
Rose se dejó caer en la silla delante de la ventana con las vistas al campo que la habían atraído hacia esa habitación. En silencio contempló las colinas y los campos inalterables, y a medida que el día avanzaba intenté no dejarme desalentar por su lánguida actitud. La convencí para que tomara unos sorbos de sopa al mediodía, pero no participó en la conversación a susurros entre Prielle y yo. Al ver el aspecto exhausto de Prielle la apremié para que se acostara en el lecho de Rose, y no tardó en quedarse dormida borrándose de su rostro la preocupación. Qué serena parecía, desprovista de toda inquietud, y anhelé disfrutar de un respiro así. Los minutos se prolongaban como si fueran horas. ¿Cuántas veces había calentado agua al fuego, había intentado en vano tentar a Rose con comida o había mirado esas cuatro paredes? Tenía la sensación de llevar años atrapada en esa torre, velando por una princesa cuya belleza permanecía intacta mientras los últimos trazos de mi juventud se desvanecían.
Fue el estruendo lo primero que oí, débil pero constante. Cascos de caballo.
—¿Rose? ¿Habéis oído eso?
Podría haberme dirigido a una habitación vacía. Rose había estado todo el día allí sentada, sin prestarme atención. Me levanté de un salto, alisando mi vestido y apartándome los rizos del rostro. Aunque no se veía el patio delantero desde las ventanas del norte, oí el estrépito de los cascos sobre las losas, un ruido familiar en los tiempos en que el castillo bullía de actividad. Creí que nuestro visitante era Marcus, pero era demasiado estruendo para un solo carruaje.
—Iré a ver quién es —le dije a Rose.
Mientras salía de la habitación se me levantó el espíritu. Bajé corriendo las escaleras hasta el vestíbulo, crucé las puertas delanteras y me detuve en seco al ver lo que aguardaba fuera. Un contingente de caballos soberbios y musculosos piafaban y relinchaban a lo largo del camino. Los jinetes tenían el porte rígido de los soldados, pero de los que vestían túnicas de terciopelo y altas botas de cuero. Varios de ellos tenían espadas con empuñaduras intrincadamente talladas. Mientras caminaba con cautela formaron un círculo a mi alrededor, mirándome con el asombro de quien se enfrenta a una criatura mítica. En el centro había un hombre delgado que se acercó sobre su caballo blanco hasta detenerse a mi lado. Se conducía con la serenidad propia de la autoridad y todo en él indicaba su noble cuna, desde el blando cuero de los guantes de montar al modo en que examinaba mi rostro y mi ropa, evaluando mi rango.
Incliné la cabeza.
—Soy Elise Tilleth, dama de honor de la princesa Rose.
—¿Vive?
La voz sonó a mi izquierda y al volverme vi bajar de su montura a un hombre, quitándose el sombrero ladeado que le había ocultado parcialmente el rostro. Era Joffrey, el embajador de Hirathion, y me miraba con desesperada intensidad.
—Cayó enferma, pero lo peor ya ha pasado.
—Ah… —La débil exhalación no expresó debidamente el alivio que inundó su rostro.
—Lamento informaros de que sus padres no se han salvado de la viruela —continué. Con qué facilidad brotaron las palabras educadas, casi embelleciendo los horrores que aguardaban dentro del edificio que tenía a mis espadas—. Nuestras pérdidas han sido terribles.
Joffrey guardó silencio un instante, permitiendo que sus compañeros asimilaran el impacto de mis palabras. Luego se recobró y, señalando al imperioso hombre montado sobre el caballo blanco, dijo con formalidad:
—Os presento a Su Majestad, el príncipe Owin de Hirathion.
—Hemos oído contar historias a viajeros que huyeron de vuestro reino —dijo el príncipe—. Historias de una princesa encerrada esperando ser rescatada. Joffrey se mostró de lo más insistente en que viniéramos a averiguar la verdad.
Advertí que el príncipe todavía era bastante joven. La edad en que un hombre tal vez se siente tentado a emprender el rescate de una hermosa doncella. Desmontó y miró alrededor.
—¿Dónde están los lacayos?
—Se han marchado o han muerto, junto con los guardias, los cocineros y todos los demás.
—¿Quedáis solo la princesa y vos? —me preguntó Joffrey, horrorizado.
—No puede ser —dijo el príncipe Owin—. Conducidme hasta ella.
La petición fue recibida con un movimiento impaciente de uno de los soldados que dio un paso al frente. Era un hombre corpulento de mediana edad, la clase de combatiente fiel a quien se le encomienda la seguridad de un heredero al trono.
—Si ha estado enferma es mejor permanecer lejos —advirtió con tono apremiante.
Joffrey me miró interrogante, suplicándome con la mirada que diera mi aprobación.
—¿Decís que ya está recuperada?
—Está débil pero la viruela la ha abandonado. Estoy segura.
El príncipe Owin se quitó los guantes y se los arrojó a uno de sus hombres con la despreocupación de alguien cuyas necesidades siempre han sido atendidas por otros.
—Gilbart, recorred con los hombres los terrenos en busca de supervivientes. Joffrey y yo iremos a ver a la princesa.
Yo había tenido tiempo para aceptar el castillo tal como estaba, pero su aire inquietantemente premonitorio me sacudió de nuevo mientras conducía a los dos hombres al interior. Estos arrugaron la nariz ante el hedor que emanaba de la capilla, y el silencio de los pasillos se apoderó de nosotros mientras los recorríamos. No hubo preguntas ni conversación. Solo el ruido de nuestros pasos subiendo a la torre, situada en lo alto del castillo.
Llamé con suavidad a la puerta para advertir a las jóvenes de mi llegada y abrí. Ante nosotros apareció enmarcada una escena: Prielle dormida en un lecho, con el cabello castaño dorado desparramado sobre la almohada, la tez bañada en la luz del sol. El delicado vestido rosa —una prenda de princesa— realzaba el rubor de sus mejillas. Una mano descansaba recatadamente sobre su vientre, la otra colgaba en un gesto de bienvenida.
Pasando por alto el decoro, el príncipe Owin entró a grandes zancadas en la habitación y se arrodilló junto al lecho.
—Princesa Rose —murmuró.
A mis espaldas Joffrey contuvo el aliento, y yo me volví para ver si era él quien sacaba a su señor del error. Pero Joffrey no me miraba a mí, ni al príncipe, ni a Prielle. Miraba a Rose, que seguía sentada delante de la ventana, en una posición tapada inicialmente por la puerta abierta. Entreabriendo los labios, ella lo miraba a su vez en un silencio desconcertado. En un instante Joffrey estuvo a su lado, tomándole las manos y apretándolas contra su corazón, mientras la expresión de ella se suavizaba pasando de la sorpresa al regocijo. Allí estaba por fin la joven que yo había creído desaparecida para siempre. Una joven que todavía era capaz de ser feliz.
—¿Elise?
Del lecho llegó la voz perpleja de Prielle, recién despertada por la del príncipe. Él le tomó las manos y se las llevó a los labios para besarlas. Fue un gesto temerario, tocar a alguien convaleciente aún de la viruela, pero el príncipe actuaba impulsado por la bravuconería de la juventud.
Yo tenía toda la intención de aclarar la confusión. Pero de pronto oí un sonido y me dio un vuelco el corazón. La risa de Rose. Y supe de inmediato que tal vez no volvería a oírla si le revelaba al príncipe la verdad. Para quienes me juzguen con dureza solo puedo alegar que la idea acudió a mi mente totalmente formada y como si hubiera sido dictada por un poder superior. Con un simple cambio de nombres Prielle podría vivir la vida protegida que siempre había anhelado, y mi querida Bella sería libre.
Tratándose de un engaño de tal envergadura se perpetró con sorprendente facilidad. Prielle vestía en consonancia con la realeza, mientras que Rose, cuya extraordinaria belleza se había visto atenuada por la enfermedad y por la sencillez de su atuendo, fue sencillamente relegada a una mera asistenta. Los pensamientos de Joffrey no tardaron en seguir los míos. Él era el único miembro de la delegación enviada por Hirathion meses atrás que había visto a Rose de cerca, el único que podría haber señalado el error del príncipe. Era una traición por su parte secundar semejante engaño, pero lo hizo de buen grado, poniendo en peligro su vida para asegurar la felicidad de Rose y la suya propia.
Con unos susurros, miradas y gestos se consumó. Fue a Prielle a quien el príncipe Owin bajó en brazos de la torre, a quien insistió en envolver en una manta y sostenerla contra su pecho sobre su caballo blanco. Rose tomó asiento sobre la montura de Joffrey y le rodeó la cintura con los brazos, apretando el rostro contra su espalda hasta que pareció que formaban una sola figura. El hombre del príncipe Owin, Gilbart, ató a su silla el saco con mis pertenencias y, alzándome del suelo, me sentó a lomos de su caballo detrás de él.
Partimos y no miré atrás.
Quienes contéis la historia de la Bella Durmiente terminadla aquí, cuando el príncipe salva a la princesa con un beso. ¿Ocurrió de verdad? Había una princesa encerrada en una torre y un príncipe la descubrió. No dormía, y no fue un beso lo que la devolvió a la vida. Si bien se celebraron unos esponsales reales —con los que se cumplía el final feliz obligado—, no fue la princesa quien pronunció sus votos nupciales aquel día. Ella desapareció con un nuevo nombre y empezó una nueva vida, una que por fin había escogido por sí misma.
Las sirvientas no sirven como heroínas, y no me importa que mi papel en la historia de Rose haya caído en el olvido. Pero no quisiera que la lección que puede extraerse de su vida quedara oculta tras un mito. Lo que salvó a Rose fue el amor. No el enamoramiento que un joven impresionable puede experimentar al ver a una hermosa e indefensa joven dormida sobre un lecho. No, el amor del que estoy hablando es mucho más poderoso. Es el amor de quienes crecen y se hacen mujeres juntas, compartiendo risas y lágrimas, forjando un vínculo que nadie puede romper. El amor que hizo que permaneciera junto al lecho de mi más querida compañera, hora tras hora, deseando que sobreviviera. El amor de unos padres que hicieron oídos sordos a los ruegos de su hija a fin de mantenerla a salvo. El amor de un hombre que arriesgó todo por dar a su amada una nueva vida.
Un amor lo bastante grande para vencer a la muerte.