18
En la tumba

 

Al dirigirme a la cámara de la reina Lenore me crucé con el rey, que acudía a buscar a su esposa para acompañarla a cenar. A raíz de los últimos acontecimientos acaecidos en la corte se habían abandonado muchas de las formalidades habituales, y la única comida que se servía ahora en la gran sala era la cena. Los banquetes de múltiples platos se habían sustituido por un menú sencillo, y el número de las mesas preparadas era la mitad de las que había antes de la guerra. Aun así la familia real seguía sentándose en el estrado, presidiendo lo que quedaba de su corte.

La reina Lenore me recibió con una sonrisa.

—Un momento, aún no estoy lista —me dijo señalándome el cuello y los brazos sin adornos.

Una mujer de su posición no debía aparecer nunca en público sin las joyas distintivas de su rango.

—Lady Wintermale… —empecé diciendo, con el corazón palpitándome con fuerza.

—Naturalmente. Ella tiene la llave de mi joyero. ¿Dónde se ha metido?

—Creo que ha caído enferma.

Pronuncié las palabras en apenas un susurro, pero eso no disminuyó su impacto. La reina Lenore recobró el aliento y se acercó a mí.

—¿Enferma? —me preguntó, aferrándome el brazo—. ¿Qué tiene?

Mi rostro sombrío bastó para responder, y ella me soltó con una expresión tan desesperada que sufrí por ella.

—Lo siento mucho pero debéis saber que la señora Tewkes también sucumbió, aunque se cuidó de ocultároslo. Murió hace poco.

—¿La señora Tewkes? ¿Ha fallecido? —La voz de la reina Lenore se elevó junto con su pánico—. Si la viruela se la ha llevado a ella se nos llevará a todos. Creía que estábamos protegidos, pero no hay quien escape de semejante mal. Ahora lo veo…

Esperé a que el rey hiciera callar a su mujer. En lugar de ello le permitió dar rienda suelta a sus horrorizadas divagaciones sin detenerla. Se dejó caer en una silla, con la mirada perdida como si se hubiera quedado ciego. Era la primera vez que veía cómo le abandonaba el don de la palabra, y su silencio me aterró más que las profecías de catástrofe de la reina.

—Debemos marcharnos de aquí. —Las manos de la reina temblaban entre los pliegues de sus faldas mientras se paseaba delante de su marido—. El rey de Hirathion tal vez nos acoja, ¿no?

El rey Ranolf no respondió.

—¡Un barco! —exclamó ella—. Eso, eso. Navegaremos por el río hasta que hayamos dejado atrás la epidemia. Si llegamos al mar, habrá muchas tierras dispuestas a ofrecernos refugio. Podría escribir a mi padre. Nos acogerá todo el tiempo que sea necesario, estoy segura.

Aunque el rey hubiera aprobado un plan tan demencial, yo había visto en mis paseos por las murallas que no quedaban barcos. El puerto de Saint Elsip estaba desierto; todos los que tenían embarcaciones a su disposición habían zarpado enseguida. No había huida por el agua.

—No nos libraremos ninguno. —La voz apagada del rey detuvo al instante el frenético deambular de su esposa—. Fui un necio al creer que podría mantener la viruela a raya. —Su tono era nostálgico, el de un anciano recordando su juventud—. Si lady Wintermale ha caído, no hay nada que hacer. Debemos aceptar nuestro destino.

A la reina Lenore se le doblaron las piernas bajo las faldas y, cayendo a los pies de su esposo, ocultó el rostro en el bajo de la túnica. Su cuerpo tembloroso estalló en sollozos desesperados y atormentados, destilando la esencia misma del sufrimiento humano. No pude evitar recordar a la reina que había conocido años atrás y que yacía en su lecho llorando sin emitir ningún sonido. Años de autorreproche habían debilitado esa fuerza interior y ya no le quedaban defensas. El rey Ranolf permaneció inmóvil, sin hacer esfuerzo alguno para aliviar la angustia de su esposa. ¿Fue ese instante la sentencia de muerte de su otrora apasionado matrimonio? Yo jamás soportaría ver sufrir a un ser amado con tanta frialdad. De haber sido Rose quien sollozaba ante mí la habría abrazado y acariciado el cabello, murmurado palabras de aliento…

—¡Rose! —exclamé.

Al oír el nombre de su hija, la reina Lenore se volvió hacia mí, con el rostro manchado de lágrimas deshecho de terror.

—Ella está bien —le aseguré—. Ha permanecido en sus habitaciones casi todo el tiempo desde que cerraron las puertas del castillo. —Miré al rey, esperando que comprendiera adónde quería llegar—. Puede que eso la salve.

—Entonces todavía hay una oportunidad para Rose —respondió el rey con repentino apremio—. Debe aislarse de todos aquellos que puedan contagiar la viruela, ya sean cortesanos como sirvientes. Elise, ¿es cierto que la enfermedad no puede atacar dos veces a la misma persona?

Asentí.

—Entonces solo confío en ti como acompañante de mi hija.

Mi mirada iba del rey a la reina. Ella escuchaba con los labios apretados, conteniendo sus protestas. No se opondría a las órdenes de su marido en mi presencia, pero nunca aceptaría separarse de su hija. Era un precio demasiado alto.

—Necesitaremos comida —murmuré—. Y leña.

—Encárgate de todo. Ahora mismo. Enviaré a mi ayuda de cámara al almacén para que te ayude.

Hice un gesto de afirmación.

—Actúa con discreción. Si se corre la voz podría cundir el pánico. Rose y tú debéis estar encerradas antes de que se sepa el motivo.

Encerradas. Se me cayó el alma a los pies ante semejante perspectiva, pero me concentré en los asuntos prácticos. ¿Cuánto tiempo estaríamos encerradas? ¿Qué otras provisiones necesitaríamos? La viruela tardaría más que unos días en extenderse por el castillo. ¿Podríamos sobrevivir solas semanas? ¿Meses?

—¡Vete! —ordenó el rey.

Antes de que tuviera tiempo de asimilar lo que estaba sucediendo el proceso se puso en marcha. Corrí a mi habitación y llené un saco con ropa y unos pocos efectos personales; mientras lo llevaba a la habitación de Rose, situada en lo alto de la torre norte, oí a mis espadas cómo subían barriles de vino por la escalera de caracol. Me abrí paso hasta las cocinas para ayudar a reunir víveres. Sin la presencia de la señora Tewkes y de la mayoría del personal, las dependencias de la servidumbre eran un caos: las lumbres ya no se encendían por la mañana, y las comidas para los que no pertenecían al círculo del rey se preparaban de cualquier modo, si se preparaban. Sin embargo las órdenes del rey todavía se obedecían, y las criadas enseguida se prestaron a ayudarme sin hacer preguntas. El castillo no había caído tan bajo para hacer caso omiso de los deseos de nuestro señor.

Una vez que quedé satisfecha con la cantidad de provisiones, arrastré un último saco de manzanas secas hasta la habitación de Rose. Incliné la cabeza hacia el rey cuando lo encontré en el umbral, pero él no advirtió mi presencia. La reina Lenore estaba dentro, con la espalda apoyada contra la pared por si se caía al suelo. Cuando me vio, me pidió que me acercara con un pestañeo y me puso una pequeña bolsa de terciopelo en la mano. Vi un destello de oro a través de la abertura y supe inmediatamente qué era. Asentí en silencio y puse la bolsa en el fondo del baúl donde Rose guardaba sus vestidos.

En el otro extremo de la alcoba estaba Rose, sentada en el lecho con las piernas dobladas bajo las faldas. Sus padres debían de haberla informado de sus planes mientras yo estaba abajo, porque no hizo preguntas. Tenía el labio inferior salido en un mohín que yo conocía bien, porque era la misma expresión de descontento que mostraba de niña cuando no la dejaban tomar un dulce antes de cenar.

El ayuda de cámara del rey colocó un último leño en un montón y se volvió hacia el rey.

—Eso es todo, milord.

El rey lo despidió con un movimiento de la cabeza. Recorrí con la mirada los confines de mi nueva vida. A mi derecha estaba la gran ventana que daba al campo, un paisaje todavía intacto del contagio que había silenciado Saint Elsip. Debajo de ella habían amontonado provisiones junto con cubos de agua. A mi derecha se encontraba la mesa de trabajo donde Rose escribía y cosía; frente a la chimenea había dos sillas con asiento y respaldo de tapicería. A través de un arco se veía el enorme lecho de Rose, cubierto de un dosel de terciopelo morado. Debajo vislumbré una esquina del camastro de paja donde yo dormiría. Pensé de nuevo en la casucha donde mis padres habían criado a seis hijos, en un espacio que era la mitad de ese. Mi encierro no les habría parecido muy duro.

—Elise, ¿tienes todo lo que necesitas? —preguntó el rey.

Hice un gesto de asentimiento.

—Bien. —No se movió. Miró a la reina y vi a una mujer destrozada por el dolor. Tenía los ojos llenos de lágrimas mientras contemplaba a su hija, recreándose la vista.

—¿Cuánto tiempo estaré encerrada? —inquirió Rose con tono imperioso.

Empezó a levantarse de su lecho, pero el rey alzó una mano para detenerla.

—Dejaré que sea Elise quien lo decida. —Me hizo señas para que me acercara y me dio sus órdenes en un susurro para evitar que las oyera su hija—. Quedaos aquí hasta que duren las provisiones. Si la viruela pasa de largo, os avisaré en cuanto deje de haber peligro. ¿Entendido?

—Sí, señor.

—Cierra la puerta con pestillo y no abras a nadie.

Rose debió de oírlo porque gritó:

—¿No puedo recibir visitas?

—No —replicó el rey con un tono endurecido por la preocupación—. Nadie debe acercarse a vos, ¿no lo entendéis? Cualquiera de nosotros podríamos padecer la enfermedad en estos momentos. —Me miró con cautela—. ¿No has visto síntomas?

—No, señor.

—El futuro del reino está en tus manos.

La reina Lenore contuvo un sollozo y Rose se levantó de un salto. Yo alargué una mano para detenerla mientras el rey gritaba:

—¡Atrás!

A Rose se le demudó el rostro al comprender.

—¿Madre? —suplicó.

Corrían lágrimas por las mejillas de la reina y la voz le brotó como un débil balbuceo.

—Debemos alejaros del peligro. Es la única manera.

Los labios de Rose, tan llenos de desdén unos momentos atrás, temblaban. Su mirada iba de su madre a su padre, desesperada.

—Pero no estáis enferma. ¿Por qué me separan de vos? No lo soportaré…

El rey le dio la espalda, un gesto que podría haber parecido cruel a quien no lo conociera. Vi su rechazo por lo que era: un intento de protegerse de la desesperación de su hija.

—¡Lenore! —ordenó con brusquedad.

La reina se desplomó contra el pecho de su marido, estremeciéndose con sollozos desgarradores. Él le rodeó los hombros con firmeza y la condujo a la puerta mientras yo sujetaba a Rose por las muñecas para impedir que echara a correr. Las dos mujeres estallaron en una cascada de dolor. Los gemidos de la reina Lenore brotaban débiles y afligidos, las protestas de Rose se elevaron a gritos histéricos. Sin mirar atrás, el rey se llevó a su mujer, con el cuerpo desplomado contra él. En cuanto se perdieron de vista me precipité hasta la puerta y corrí el pestillo justo antes de que Rose se arrojara contra ella, golpeándola frenética con los puños.

—¡Mamá! —gritó—. ¡Mamá, no me dejes!

Sostuve con firmeza el pestillo, dispuesta a forcejear con Rose si era necesario. Pero ella desahogó su angustia contra la puerta, aporreándola con las palmas hasta que debieron de escocerle. Cuando finalmente cayó de rodillas, la rodeé con los brazos, como solía hacer cuando era pequeña y se despertaba gritando por las pesadillas. Yo sabía que mi abrazo no ofrecía el mismo consuelo que entonces, y sufrí de la impotencia.

—Elise, ¿y si no vuelvo a verlos? —me preguntó Rose suplicante, alzando la vista hacia mí con las mejillas encendidas y los ojos rojos—. ¿Y si mueren?

Acababa de expresar en voz alta mis propios temores. Pero yo me había tomado a pecho las órdenes del rey. Mi deber era proteger a Rose, aun a costa de la verdad.

—Estarán a salvo —le aseguré—. La viruela se ha extendido por las dependencias de los criados, lejos de los aposentos de vuestra madre. Solo quieren evitaros cualquier riesgo de enfermedad, eso es todo.

—¿Cuánto tiempo debemos esperar?

—No mucho. Una semana, tal vez dos. Pasarán volando, ya lo veréis.

Rose se secó el rostro con el dorso de la mano y respiró hondo, calmándose.

—Una semana. Puedo soportarlo.

—Por supuesto que sí —respondí con tono tranquilizador, tendiéndole la mano para ayudarla a levantarse—. Venid, tenéis que ayudarme a decidir dónde es mejor poner todas estas cestas de comida.

Rose participó en la tarea con bastante buena disposición. Pero los sollozos de la reina Lenore siguieron resonando por la estancia. Intenté pensar en algo que decir, aunque era inútil. Nada podía ahogar ese sonido desgarrador.

 

Si he demostrado algo de talento al relatar los acontecimientos de mi vida se lo debo a esos días de encierro con Rose, porque me vi convertida en narradora de cuentos. Yo organizaba nuestros días del mismo modo que la señora Tewkes había supervisado el funcionamiento del castillo: desayunábamos al despertarnos con el amanecer; pasábamos la mañana leyendo o escribiendo; a la comida del mediodía seguía una tarde de labores de aguja; cenábamos algo ligero que Rose me ayudaba a preparar, maravillándose de mi habilidad para cocinar sobre las llamas de su chimenea, y, cuando fuera se iba la luz, hablábamos, y nuestras voces flotaban de la una a la otra en la oscuridad hasta que nos quedábamos dormidas.

Las primeras noches conté los cuentos que a Rose le encantaban de niña, cuentos de princesas hermosas y caballeros nobles matando dragones que echaban fuego por la boca. Leyendas en las que se rompían hechizos y triunfaba el amor. Cuando se me agotaron los recursos para entretenerla, pasé a contarle relatos más reales. Intenté describirle el lugar donde había nacido, cómo se elevaba la niebla del suelo cuando iba al establo para ordeñar las vacas al amanecer. El paso de los bueyes a través de los campos, dejando surcos detrás de ellos. El olor de la fruta cociéndose al fuego, que nos llenaba de hambrientas ansias mientras mi madre preparaba las provisiones para el invierno.

No le conté todo a Rose; le ahorré las descripciones de los sabañones que nos atormentaban durante el invierno o cómo nos acurrucábamos mis hermanos y yo bajo una sola manta raída, temblando unos contra otros, huesudos y famélicos. No le hablé de las palizas de mi padre, de la desesperación de la mirada perdida de mi madre. Tampoco le confesé cómo la muerte me había robado a mi familia. No mencionaría la viruela.

En lugar de ello le conté qué sentí el día que vi el castillo por primera vez y mi asombro ante la bondad de su madre. Le hablé de la alegría de la reina Lenore al ver cómo se redondeaba su vientre y la ternura con que su padre posaba una mano en él. Lo dichosos que habían sido el día que ella nació. El recuerdo me resultaba doloroso por la pérdida, pero esas historias parecían alegrar a Rose, porque a menudo me pedía que le describiera la misma escena una y otra vez. En ocasiones los años se desvanecían mientras yacíamos en la oscuridad, y podría haber estado de nuevo con Petra en las dependencias del servicio, compartiendo intimidades en susurros. ¡Qué mayor y segura de sí misma me había parecido Petra en aquellos tiempos y cuánto había anhelado moldearme a su semejanza! Con el paso del tiempo, nuestras desavenencias se habían vuelto insignificantes; me contentaba con recordarla como una amiga leal y con llorar que hubiera desaparecido de mi vida. Nunca había conocido una amistad así. Rose no sentía esa carencia, pero yo pensaba en ello como la única riqueza que había poseído alguna vez.

Los días se sucedían, y cada uno transcurría como el anterior. Cuando la habitación estaba bañada de la luz del sol se animaba nuestro espíritu. Entonces realizábamos las tareas como si fuera totalmente razonable que dos mujeres vivieran aisladas del mundo, desempeñando el papel de damas refinadas sin preocupaciones. Pero al caer la tarde nuestro ánimo se ensombrecía al mismo tiempo que los cielos. Entreviéndonos apenas el rostro a la luz de la luna, abríamos el alma. Rose empezó a pedirme que llenara las lagunas en mis recuerdos.

—Nunca me has hablado de mi bautismo —me dijo un día.

—¿Cómo? —pregunté con cautela.

—Millicent. El maleficio.

Su voz denotaba aflicción. Aunque el rey y la reina salieran milagrosamente ilesos de allí, Rose cargaría para siempre con el recuerdo de esos días. Los rasgos infantiles que habían perdurado en su cuerpo de mujer ya habían desaparecido, reemplazados por la conciencia de que el destino era caprichoso y cruel, y la belleza, el rango y la riqueza no ofrecían protección alguna contra la pérdida.

Después de todo lo acaecido pensé que no podía hacerle más daño saber la verdad. De hecho, la historia brotó de mis labios con fluidez, porque recordaba cada momento con inquietante claridad, desde la aparición de Millicent en la gran sala hasta las palabras tranquilizadoras de Flora prometiendo que protegería a la criatura. La única parte que no me atreví a contarle fue el relato del encantamiento de la reina Lenore en la cripta subterránea de la iglesia de Saint Agrelle. Decidí que esa historia debía quedar tan sepultada como el mismísimo santuario al mal.

—Al final se vengó —murmuró Rose—. Trajo la muerte a nuestra casa.

Me apresuré a impedir esos pensamientos.

—Millicent era una mujer taimada, pero no tenía poderes mágicos. La viruela se extiende por sí sola, derribando a piadosos y a malvados sin distinción.

—¿Eso crees?

—Por supuesto —respondí con firmeza.

Sin embargo, no tenía forma de saber a quién más había alcanzado más allá de nuestra puerta, porque ya habían discurrido dos semanas desde la dolorosa despedida entre madre e hija, y no habíamos recibido ninguna visita ni oído pasos por el pasillo. Yo esperaba que la reina Lenore se pusiera en contacto de algún modo con Rose, a través de cartas deslizadas por debajo de la puerta o susurros procedentes de fuera. ¿Le había prohibido el rey acercarse o era la enfermedad la que le impedía rondar la alcoba de su hija? La melancolía de Rose llegó hasta mí, y esa noche no hubo más historias, solo recuerdos silenciosos.

Todas las mañanas Rose me observaba con cautela, interrogándome con la mirada. Y todas las mañanas yo me levantaba de mi camastro y le daba la espalda para lavarme la cara, negándome a responder. Rose, justo es decirlo, no se quejaba ni me suplicaba que la dejara salir; obedecía mis órdenes y realizaba las tareas que le encomendaba sin chistar. Cuando acabamos de bordar sus enaguas y las mías, anuncié que empezaríamos con sus sábanas; no podíamos permitirnos estar ociosas. Al agotarse mis historias, embellecía chismorreos insignificantes de la corte hasta convertirlos en un drama grandioso, en un intento cada vez más desesperado de llenar las horas vacías. Una noche le hablé de un coqueteo entre un cocinero rollizo y su amada cómicamente diminuta, exagerando cada incidente del romance con la esperanza de que se prolongara más allá del atardecer. Las sombras poco a poco envolvieron la habitación, y empecé a desatar los lazos del corpiño de Rose para prepararnos antes de dormir.

—Me has contado muchas historias de amor —dijo ella en voz baja, mirando al frente—. ¿No tienes ninguna propia?

Me ruboricé, aunque sabía que no podía verme. Llevaba años sin pronunciar el nombre de Marcus. ¿Podía contarle nuestra historia con el distanciamiento que dan los años o mi voz conservaría aún rastros del anhelo de la juventud?

La voz de Rose rompió el silencio mientras se quitaba el vestido.

—Discúlpame. Debe de ser doloroso hablar de la felicidad que compartiste con tu marido.

Mi marido. Cuando Rose habló de amor no acudió a mi mente el nombre de Dorian. Titubeé, recordando el rostro de Marcus en las puertas del castillo. Verlo allí liberó una confusión de emociones que creía sepultadas hacía tiempo, y me descubrí suspirando por recuperar a los jóvenes ilusionados y llenos de deseo que habíamos sido.

—Hubo alguien más a quien entregué el corazón mucho antes de que me casara con Dorian.

Rose se volvió con los ojos brillantes de expectación. Se sentó en su lecho y dobló las piernas debajo del camisón.

—¿Alguien que conociste de niña? ¿En la granja?

Doblé su vestido y lo metí con delicadeza en el arcón al pie de la cama.

—No, lo conocí aquí en la ciudad.

—¿Por qué no os casasteis?

Se había soltado el cabello, y los rizos castaños le caían sobre los hombros y los brazos. Volvía a parecer una niña, tan libre de preocupaciones que me sentí arrojada de nuevo al pasado. Merecía la pena contar la historia de mi doloroso romance si con ello podía distraer a Rose del suyo.

De modo que le revelé lo que había ocurrido entre Marcus y yo. Con la sabiduría que dan los años fui capaz de ofrecer un relato imparcial, reconociendo nuestro amor y las difíciles elecciones que nos habíamos visto obligados a tomar. Sin embargo, Rose se indignó por mí.

—Seguro que había alguna manera para que te casaras con Marcus y siguieras sirviendo en el castillo. ¿Acaso no pueden ir de la mano el amor y el deber?

—Solo para unos pocos afortunados. Como vuestros padres.

En cuanto pronuncié las palabras caí en la cuenta de mi error. A Rose se le demudó el rostro y la sosegante oscuridad de la habitación pasó a ser opresiva. Me levanté rápidamente y encendí una vela al lado de la cama.

—Tanta conversación sobre el amor me ha dejado con un interrogante —dije con toda naturalidad, esperando desviar los pensamientos de Rose hacia otro tema—. Nunca me contasteis qué ocurrió entre el apuesto embajador y vos aquella noche en la sala de recepciones.

—Pensarás que soy tonta. —Se detuvo bruscamente, con la dramática vacilación de las jóvenes cuando quieren que las apremien.

—No lo creo. ¿No os he confesado yo mi trágico romance? Debéis contarme vuestra historia a cambio.

—Has dicho de tu novio Marcus que sabías que tenía ciertas cualidades aunque apenas habíais hablado. Parece imposible, ¿verdad? Tener la sensación de que conoces a alguien que acaban de presentarte.

—¿Eso fue lo que os pasó con Joffrey?

Las palabras brotaron de ella en un torrente imparable.

—¡Si lo hubieras oído hablar esa noche en el banquete! Era encantador, por supuesto, como debe serlo un hombre en su posición. Pero no fue eso. Hablaba con la deferencia adecuada aunque al mismo tiempo como un igual. Podría haber hablado con él durante horas y no me habría cansado la conversación. Cuando sonrió sentí que toda mi alma se iluminaba. Y luego, cuando bailamos y sus manos me tocaron… hubo un entendimiento entre nosotros. Algo que estaba más allá de las palabras. Sé que no estuvo bien, pero lo llevé a la sala de recepciones sin pensármelo dos veces. Estaba desesperada por pasar a solas con él unos momentos. —Se interrumpió y bajó la mirada hacia sus faldas, luego continuó con voz apresurada, nerviosa—: Me besó las manos y me dijo que le había robado el corazón. Sé que los cortesanos hacen continuamente esa clase de declaraciones y debería haberme reído en su cara, pero no lo hice. Le creí.

Su historia tenía todos los signos de un enamoramiento juvenil: el amor que surge de una mirada, dos corazones que se unen sin palabras. Había leído sobre ello infinidad de veces en la poesía de la reina, lo que no lo hacía menos verdadero a los ojos de Rose.

—Joffrey me pareció un joven honorable —le dije—. La clase de hombre que no juega con los afectos de una mujer.

—Le prometí que iría a Hirathion —continuó Rose, reconfortada con mis palabras de aliento—, que no descansaría hasta que volviera a verlo.

Recordé la sensación de apremio, la oleada de calor que recorría la piel, la desesperada necesidad de ver y tocar al ser amado, una y otra vez.

—Si el lazo que os une es tan fuerte vuestros caminos volverán a encontrarse —le aseguré.

—En cierto modo ya lo han hecho.

Rose deslizó una mano debajo de la almohada y sacó una hoja de papel doblada en un cuadrado. Me la tendió en silencio, y me acerqué a la vela que parpadeaba junto a su mesa para leerla, alisando con delicadeza los pliegues. Estaba bien escrita, como se esperaría de un hombre bien versado en la diplomacia. Joffrey mandaba felicitaciones al rey por su victoria y expresaba el deseo de su soberano de que los dos reinos permanecieran unidos por la amistad. Hablaba de la calurosa bienvenida que recibiría su familia si decidían visitarlos y las vistas que les mostraría. No era una carta de amor, porque cualquiera de las líneas podría haberlas leído un padre o un tutor intrigado sin despertar sospechas; no existía la correspondencia privada para una princesa de la realeza. Sin embargo, entre líneas se notaba un tono anhelante.

—¿Es la única carta que os ha enviado?

Rose hizo un gesto de negación.

—Hubo más antes de que cerraran las carreteras del norte. Esta es la primera que he recibido en meses. ¡Estaba desesperada por saber si seguía pensando en mí!

—Pensaba y piensa —respondí.

—Sé muy bien que no puedo casarme con él —dijo mirándome con una intensidad que me recordó mucho a su padre. La mirada de una mujer que se prepara para asumir la responsabilidad del poder—. Cumpliré con mi deber y me casaré con un príncipe. Pero quiero saber lo que es el amor, aunque solo sea una vez.

El rey Ranolf habría bramado iracundo al oír semejante declaración de su sobreprotegida Bella. Casi se me rompió el corazón.

—Entonces lo sabréis. Vuestros padres ya han dado su aprobación para que hagáis ese viaje. Me encargaré de que Joffrey y vos estéis un tiempo a solas.

Fue una promesa temeraria. Rose era lo bastante osada para besarlo, tal vez más. Pero me traía sin cuidado. Pasamos el resto de la noche hablando como adolescentes, y ella me contó hasta el último detalle de la visita de Joffrey, ahuyentando la oscuridad que nos rodeaba con recuerdos de un tiempo en que ella había resplandecido de felicidad.

Fue la última conversación despreocupada que recuerdo. A los pocos días todos los cubos de agua estaban vacíos menos uno y en el fondo del último el agua no cubría más de un dedo. Hacía tiempo que el hedor de nuestros bacines era más intenso que el de las lilas y la salvia que había puesto sobre la caja de madera que los ocultaba. Según mis cálculos, llevábamos tres semanas allí encerradas. Pese a las advertencias del rey de esperar sus órdenes, no podía dejar pasar un día más sin averiguar qué había ocurrido al otro lado de la puerta cerrada.

—Me esperaréis aquí —insté a Rose.

—Mamá y papá… —suplicó ella.

—No podéis salir de esta habitación hasta que os diga que no hay peligro. Buscaré a vuestros padres e iré a Saint Elsip a ver a mi sobrina Prielle. Volveré lo antes posible. Prometedme que me esperaréis.

Rose asintió.

El pestillo chirrió al descorrerlo. Abrí la puerta y me asomé al pasillo. Estaba desierto. El silencio en esa remota ala del castillo siempre me había inquietado, pero nunca había sido tan absoluto. No se oían pasos a lo lejos, ni ruido de caballos o trabajadores procedentes del patio delantero, ni voces.

Arrastré los bacines pestilentes hasta la esquina y los vacié en el foso, y cogí uno limpio. Rose esperaba en el umbral con el rostro inexpresivo. Le di el nuevo bacín y recogí el cubo de agua vacío, e hice un rápido movimiento con la cabeza antes de cerrar la puerta. Oí cómo el pestillo se corría por dentro.

Ante mí serpenteaba el lúgubre pasillo que conducía al corazón del castillo, interrumpido por misteriosos huecos que señalaban la entrada de los pasadizos de la servidumbre. Abrirme paso hasta los aposentos reales significaba recorrer yo sola esos oscuros pasillos y escaleras, y por un momento me faltó el valor para continuar. Conteniendo el impulso de dar media vuelta, aferré con fuerza el asa del cubo y me obligué a seguir avanzando. Mis pasos resonaban entre las paredes de piedra, y apreté el paso hasta que llegué a las anchas escaleras que conducían a las habitaciones públicas de la planta principal del castillo. Nunca había visto esas escaleras vacías, y en ese instante supe en el fondo de mi corazón lo que encontraría al final.

El hedor fue lo primero que me chocó. Cualquiera que ha matado cerdos o pollos en una granja reconoce el hedor de la muerte. Dejé las escaleras y recorrí titubeante el ancho pasillo que llevaba más allá de las suntuosas salas públicas del castillo. Al llegar a la capilla me encontré con una masacre que me gustaría eliminar de mis pesadillas.

Empezaba de forma ordenada. Damas y caballeros de ilustre cuna yacían en pulcras hileras delante del altar, listos para el funeral. Entre ellos probablemente estaba lady Wintermale. Pero ese cuidadoso respeto degeneraba en un caos nauseabundo. A medida que la muerte acechaba los cadáveres habían sido arrojados unos sobre otros por toda la estancia, el pie de uno en los ojos de otro. Solo a unos pocos los habían envuelto en sábanas blancas, los demás yacían donde habían muerto, figuras vestidas con los sencillos vestidos marrones de las criadas intercaladas con otras envueltas en caro terciopelo teñido. No me acerqué lo suficiente para reconocer algún rostro; dudo que hubiera podido hacerlo porque con las facciones monstruosamente desfiguradas, la piel hecha estragos y los labios cuarteados de sangre, todos llevaban la misma máscara de la muerte, fuera cual fuese su linaje.

El hedor nauseabundo hizo que me diera vueltas la cabeza y dejé caer el cubo temiendo desmayarme. Pero no podía volver al lado de Rose sin averiguar la suerte que habían corrido sus padres, aunque en el fondo de mi corazón sabía cuál era. Por mucha confusión que hubiera reinado en el castillo, los cadáveres del rey y la reina no se habrían mezclado con el horrible montón. Salí de mala gana de la capilla y subí las majestuosas escaleras que atravesaban el centro del castillo.

La sala de estar de la reina estaba igual, con las sillas pulcramente colocadas delante de la chimenea, y el arpa en una esquina esperando a los músicos. El único indicio de abandono eran las flores marchitas en un jarrón debajo de la ventana. Desde el umbral de la alcoba presencié una escena que por un instante me inundó de alivio. El rey y la reina yacían plácidamente en su lecho, de espaldas a mí.

Un paso fue suficiente para ver en aquella imagen un retrato trágico. Cuando estuve lo bastante cerca para ver el rostro del rey advertí cómo la viruela había hecho estragos en él. Las hermosas facciones habían sido conquistadas por pústulas supurantes, y la boca, ribeteada de sangre seca, había sido abierta a la fuerza por la lengua, hinchada y ennegrecida. Verlo a él era ver el suplicio de la muerte hecho realidad.

A su lado el rostro de la reina parecía singularmente intacto. Aunque tenía llagas rojas por el cuello y la barbilla, las mejillas seguían tersas y la frente despejada. Al parecer la viruela había respetado los restos de su belleza mientras le arrebataba el último aliento.

Verlos unidos en la muerte casi me desarmó. ¿Cómo iba a decirle a Rose que sus amados padres habían fallecido? ¿Qué consuelo podía ofrecerle después de semejante pérdida? Desesperada por escapar del hediondo aire de aquella cámara de muerte, salí corriendo y bajé las escaleras. Recogí el cubo vacío y atravesé a todo correr las cocinas desiertas para dirigirme al pozo del patio trasero. Los establos estaban vacíos, al igual que los corrales que habían albergado a las ovejas y los cerdos, y en el sendero había regueros de grano y harina por donde habían sacado a rastras los sacos de los almacenes. Los corazones de manzana mordisqueados y arrojados al suelo eran una prueba de que no hacía mucho allí había habido atiborrándose de las provisiones del castillo. Pero ni el estruendo del cubo ni el crujido de la cuerda cuando saqué agua fresca produjo una respuesta o una llamada. ¿Éramos Rose y yo las únicas criaturas vivas dentro de esa inmensa fortaleza?

Al encaminarme al patio delantero vi que las puertas principales del castillo estaban abiertas. Saint Elsip me hacía señas, y por un momento me tranquilizó la visión de sus casas y de sus sólidas iglesias. Dejé junto a las puertas el cubo de agua aguardando mi regreso y bajé corriendo la colina hacia la ciudad, atenta a ver algún movimiento o señal de vida. Las multitudes que en otro tiempo me empujaban se habían esfumado. No oía más que mis solitarios pasos a través de las calles inquietantemente vacías. Viviendas, tiendas, tabernas…, todo estaba silencioso detrás de puertas atrancadas. En medio de la quietud sentí unos ojos clavados en mí observándome. Yo misma era la prueba viviente de que la viruela no mataba a todo el que la contraía. No puedo ser la única, pensé. Debe de haber sobrevivido alguien. Si era así, preferían observar mi avance desde la oscuridad.

La casa de mi tía Agna tenía el mismo aspecto abandonado que todos los edificios que había dejado atrás. Habían claveteado tablas en las ventanas del piso de abajo, y la puerta parecía atrancada por dentro, porque no cedió ni crujió cuando intenté abrirla. Llamé un par de veces con los puños, luego aporreé la madera con la palma de la mano.

—¡Prielle! —grité—. ¿Hay alguien ahí?

Pegué la oreja a la puerta por si oía algún movimiento en el interior. Un cansancio apesadumbrado se apoderó de mí y me apoyé contra la puerta, incapaz de reunir fuerzas para moverme. Había creído que la carta que le había escrito a Prielle la mantendría a salvo del contagio, pero la muerte se la había llevado de todos modos. ¿No habría fin a mis pérdidas?

Un inesperado estruendo resonó por la calle silenciosa y alcé la vista. Más desesperada de compañía humana que cauta ante el peligro, salí para averiguar su procedencia. Recorrí con la mirada los edificios, y en la casa de la tía Agna creí ver un destello blanco en una ventana del piso de arriba. ¿Podía ser un rostro atraído por la conmoción como el mío hacía unos instantes? Fuera lo que fuese desapareció tan rápidamente que lo atribuí a una ilusión óptica.

De una casa de la esquina salió un hombre mugriento con los ojos desorbitados cargando al hombro un saco abultado. Me miró un instante antes de volverse y echar a correr. ¿Tanto le había aterrado la viruela que temía tener contacto con cualquier otro ser humano? Me acerqué a la casa de donde había salido y atisbé en el interior. Había copas de plata y platos pintados desparramados por el suelo. Solo una familia acaudalada podía permitirse tales objetos, y el hombre que acababa de salir iba vestido con harapos. Recordé el saco y su expresión furtiva. Ese hombre robaba en las casas de los muertos.

Temiendo toparme con otros signos de anarquía, emprendí el regreso a buen paso. Si los ladrones estaban saqueando Saint Elsip, ¿volverían los ojos al castillo indefenso? ¿Cuánto tiempo estaríamos a salvo en él? Me sentí muy sola y perdida, y desesperada por ver una cara conocida.

Había llegado al puente de las Estatuas; más allá el camino conducía a la curtiduría de Marcus. El lugar que él me había brindado como refugio. Una fuerza superior a mí me apremió a seguirlo y crucé el puente apretando el paso hasta correr. Podría haber sido de nuevo una joven imprudente, con el pulso acelerado al pensar en ver a mi amado. Mi desesperada necesidad de consuelo era tan grande que no me detuve a pensar en la impresión que causaría, presentándome a su puerta sin anunciarme, mugrienta y despeinada. No contemplé la posibilidad de que Marcus estuviera enfermo o que hubiera fallecido con su familia alrededor. Corrí tambaleándome a través de los árboles por el sendero enlodado, sin pensar más que en mi destino.

Aunque sabía dónde se encontraba la curtiduría nunca había estado en ella, de modo que me detuve en seco al llegar a una alta verja de hierro. La puerta del centro no estaba atrancada y al abrirla con cuidado de un empujón me sorprendieron las dimensiones de la propiedad. Ante mí se erguía una bonita casa de ladrillo, de dos plantas y con tres chimeneas. A la derecha había un gran cobertizo de madera, a la izquierda un huerto bien cuidado. Detrás del jardín, a cierta distancia, vi un espacioso edificio enyesado que imaginé que era la curtiduría, rodeada de modestas casas que seguramente albergaban a los trabajadores. No me llegó el hedor característico de esa clase de trabajo, pero quizá se debía a la viruela. Todo el negocio debía de haberse detenido en las pasadas semanas, tal vez para siempre.

Crucé despacio la puerta. El jardín parecía cuidado, una buena señal. Aferré el aldabón, una figura de bronce en forma de cabeza de carnero, y llamé un par de veces. Abrió la puerta una joven de unos catorce años, con un vestido de lana de buena calidad que me indicó que no era una criada. Me miró a los ojos de un modo tan desconcertante que me sorprendí bajando la vista tímidamente al suelo mientras preguntaba por el señor Yelling. Sin decir una palabra, ella se volvió y se alejó a grandes zancadas, dejando la puerta abierta.

Sin saber si entrar o no, crucé el umbral y atisbé en el interior. La casa era sencilla pero estaba bien cuidada, aunque solo entreví las habitaciones delanteras. Las sillas y las mesas que alcancé a ver eran tan elegantes como las de la casa de mi tía. Esparcidos alrededor había los típicos signos de vida doméstica: calcetines a medio remendar y un carrete de hilo caído de una silla, capas de varios tamaños colgadas de ganchos a lo largo de la pared, una colección de animales tallados en madera. De pronto me sentí avergonzada de mi intrusión en el mundo de Marcus. Me había presentado en su casa de improviso y sin que nadie me invitara, dando por hecho que me ayudaría, como si no tuviera suficientes preocupaciones o exigencias. No tenía derecho a esperar nada de él.

Oí pasos aproximarse desde la parte trasera de la casa, y me limité a quedarme allí de pie mientras Marcus acudía a mi encuentro. La sonrisa que le iluminó el rostro provocó una sonrisa igual de pletórica en el mío.

—¡Elise! —exclamó—. ¡Cuánto me alegro de que haya venido!

Ante una acogida mucho más calurosa de la que me merecía, el aplomo que me había empujado hasta su puerta se desvaneció. Retorciendo las manos nerviosa empecé a murmurar una disculpa.

—Siento mucho molestarlo…

—¡Tonterías! —me tranquilizó él, pero percibí una nota de cautela mientras buscaba signos de viruela en mis manos y en mi rostro.

Yo misma me había vuelto experta en esos exámenes antes de que todos fallecieran a mi alrededor.

—No se preocupe, estoy bien —me apresuré a decir.

—Por favor, pase.

Me condujo a la sala e insistió en que me sentara, y tomó asiento en la butaca de delante. La chica nos siguió, y se quedó de pie a su lado, observándome con una intensidad que rayaba en lo grosero. Por el marco de la puerta se asomó un niño unos años menor, pero en cuanto lo vi se escondió.

—Mi hijo Lian —dijo Marcus siguiendo mi mirada—. Y esta es mi hija Evaline. Evaline, te presento a Elise. Nos conocemos desde que éramos niños.

No era exactamente cierto, pero se aproximaba en espíritu. Cuando nos conocimos nuestros cuerpos habían crecido, aunque nuestros pensamientos y nuestros sentimientos seguían siendo infantiles y cambiantes. Yo no sabía aún en qué clase de hombre se había convertido

Evaline continuó mirándome con cautela. Incómoda bajo su minucioso examen, me volví hacia Marcus. Había tanto que decir, y sin embargo no me salían las palabras. La espontaneidad del saludo inicial dio paso a una tensa incomodidad; el padre cansado que tenía ante mí guardaba poca relación con el joven enamorado que había permanecido durante tanto tiempo en mi memoria. ¿Había cometido un grave error?

—¿Viene de la ciudad? —me preguntó Evaline con brusquedad—. ¿Trae noticias de mi madre?

Recordé que le había dicho a Marcus que su esposa no estaba a salvo en Saint Elsip, que debía ir a buscarla y llevarla a casa. ¿No había seguido mi consejo? Miré a Marcus, interrogándole en silencio, y él desvió la mirada.

—Elise ha venido del castillo para tratar de un asunto personal —le dijo Marcus a su hija con tono de advertencia. Se levantó y se dirigió directamente a mí—: Sígame, le enseñaré la propiedad y podremos hablar tranquilos.

Evaline hizo un mohín de desaprobación, pero no dijo nada más. Marcus me hizo salir al jardín y me condujo por un camino que bordeaba la casa. Dejamos atrás los establos y acabamos en un claro que limitaba con el bosque. Era un lugar tranquilo, visible desde la casa pero lo bastante apartado para que nadie nos oyera.

—Debo disculparme por el comportamiento de Evaline —dijo Marcus, dejando ver el cansancio que tan a menudo aflige a los padres—. Se ha vuelto bastante ingobernable desde la partida de Hester.

—¿Tu mujer ha estado todo este tiempo en la ciudad? —le pregunté tuteándolo.

Él guardó silencio un momento, como si cobrara fuerzas para contarme una historia que preferiría haber olvidado.

—Hice lo que me dijiste. Regresé a la casa de su hermana para llevármela de allí, pero ella ya había respirado el aire de la habitación del enfermo. Pensé en Evaline y en Lian, en su salud… —Se le trabó la lengua, y le sobrevino el tartamudeo titubeante que yo tan bien recordaba. Lo compadecí al imaginarlo enfrentado a una decisión tan difícil.

—Pusiste la seguridad de tus hijos por encima de todo lo demás y regresaste solo a casa.

—Me dije a mí mismo que Hester regresaría por su cuenta. No le habría cerrado la puerta aunque hubiera estado enferma, te lo juro. —Era evidente que no se había perdonado a sí mismo por haber dado media vuelta ese día. Por haber tenido miedo.

—A saber lo que habrá pasado. Es posible que tu mujer esté bien pero le dé miedo viajar.

Marcus me miró de modo penetrante.

—¿Han sobrevivido muchos?

Pensé en las calles y las casas de Saint Elsip, en apariencia vacías de todo menos de cadáveres. Empezaron a correr lágrimas por mis mejillas y se me estremeció el pecho con los sollozos.

Marcus me rodeó con los brazos, sosteniéndome con la fuerza de su abrazo. No me paré a pensar en lo indecoroso de semejante conducta en un hombre casado; solo sentí un alivio inmenso al verme liberada por fin de la carga del coraje. Allí al menos podía dar rienda suelta a mi dolor.

A medida que mi llanto se apagaba Marcus dejó de asirme con tanta fuerza. Me permití unas pocas respiraciones profundas para sentir el peso de sus brazos un momento más. Cuando por fin me calmé él se apartó. Tenía el rostro tenso de la preocupación, y evité mirarlo a los ojos mientras se mesaba los cabellos y retrocedía un paso. Al principio hablamos como extraños y luego nos abrazamos como amantes. Arrullada por la luz del sol, el aire fresco y el débil chirrido de los grillos, me imaginé que retrocedía en el tiempo, a la época en que Marcus tenía el poder de apaciguar mis desvelos. Pero el hombre que tenía ante mí era en muchos sentidos un desconocido, y ese imprudente devaneo solo me había distraído de un asunto de vida y muerte.

—Debo irme —exclamé—. He dejado a Rose sola demasiado tiempo.

—¿Vive? —preguntó él, y su rostro se iluminó esperanzado—. ¿Entonces el plan del rey funcionó? ¿El castillo se ha salvado?

—Ojalá pudiera decir que sí —respondí, hablando muy deprisa para no tener que evocar la imagen de los cadáveres amontonados en la capilla—. Los reyes han fallecido y los pocos supervivientes han huido. Solo quedamos Rose y yo allí.

—¡No podéis quedaros solas en ese enorme lugar! —exclamó Marcus—. ¿Esa es la razón por la que me has buscado? Podéis quedaros las dos aquí. Nadie censurará a la princesa por buscar refugio en un hogar tan humilde. —Habló con el apremio de alguien que busca la paz a través de actos de penitencia—. Debe haber alguna forma en que pueda ayudaros.

—Ya lo has hecho.

—Elise… —Me miró a los ojos con una expresión tan franca y resuelta que me cogió desprevenida.

Por un torturante instante pareció a punto de confesar sentimientos que yo creía reprimidos hacía tiempo. En lugar de ello bajó la mirada y se frotó cansinamente las mejillas y la nuca, un gesto que me produjo una punzada de nostalgia. Le había visto hacer el mismo gesto años atrás cuando aclaraba las ideas.

—No soy la persona más adecuada a la que acudir en busca de consuelo —dijo con tristeza—. A duras penas me las estoy arreglando aquí. Tuvimos que cerrar la curtiduría, y al no haber trabajo ya no puedo pagar sueldos a los trabajadores. La viruela podría haber destruido el negocio para siempre. Intento poner buena cara por los niños, pero me preguntan continuamente por su madre. Estoy cansado, cansado de mentirles.

—Si a tu esposa le ha ocurrido lo peor, no les harás ningún favor posponiendo la noticia. Es mejor que sepan a qué atenerse. —Le así la mano y le acaricié los dedos. Un último contacto antes de enfrentarme a lo que me aguardaba en el castillo—. Debo irme. He dejado a Rose demasiado tiempo sola.

—Espera —dijo Marcus cogiéndome del brazo—. Hace mucho que no voy a Saint Elsip. Deja que te lleve.

Acepté el ofrecimiento agradecida. Después de que Marcus se despidiera de sus hijos tomé asiento en la parte delantera de un carro destartalado.

—Si hay ladrones, no tiene sentido tentarlos con el carruaje —dijo Marcus, y, sonriendo con ironía, añadió—: Soy consciente de que está lejos de ser el transporte al que estás acostumbrada.

Solté una carcajada, una respuesta desproporcionada, y volví a reírme cuando el carro se puso en marcha y me aferré al asiento frenética al salir despedida hacia delante. Encerrada durante tanto tiempo debido a mis obligaciones había olvidado lo constreñida que había estado. Cambié de postura en el asiento, tratando en vano de adoptar una posición en la que no corriera el riesgo de caer al suelo.

—Veo que la vida regalada de la corte te ha consentido —comentó Marcus bromeando.

—Ya lo creo. No osaría dejarme ver en el humilde carro de una curtiduría.

—Imagínate la deshonra —exclamó Marcus, meneando la cabeza con fingida desaprobación.

Mientras yo buscaba una respuesta ingeniosa, pasamos por un hueco entre los árboles y el reflejo del sol sobre el agua atrajo mi mirada. Era el prado donde nos habíamos tumbado años atrás, el lugar donde casi me había entregado a él. Marcus siguió mi mirada y me figuré que también mis pensamientos. Ambos recordamos al muchacho y la muchacha que habíamos sido en otro tiempo, deleitándonos el uno en el otro y creyendo que la felicidad estaba a nuestro alcance. Luego contemplamos al hombre y la mujer en los que nos habíamos convertido: cansados y asustados, conocedores de las formas en que la felicidad puede escabullirse de las manos por más que nos esforcemos en retenerla. Hicimos el resto del recorrido en silencio, incapaces de prolongar las bromas despreocupadas.

Marcus detuvo el carro al pie de la colina del castillo.

—Por favor, considera mi ofrecimiento.

Vi la tristeza en su mirada, la desesperada necesidad de rescatar algo de su autoestima. De pronto deseé con toda mi alma que entrara conmigo para no tener que enfrentarme a los horrores del castillo yo sola. Pero Marcus estaba a punto de averiguar si su mujer seguía viva; no podía permitir que se preocupara por mí.

Le di las gracias de forma educada aunque formal y bajé del carro; procuré alejarme con paso firme y resuelto. Ante mí el gran vacío del patio desierto me hacía señas, invitándome a entrar y cumplir con mi último y terrible deber. El peso del cubo de agua frenó mi avance ya de por sí renuente mientras regresaba a la torre del norte. Ninguna frase bonita podría suavizar el golpe que estaba a punto de asestar. Los padres de Rose habían muerto, y yo sería la única testigo de su terrible dolor.

Doblé la esquina más próxima a los aposentos de Rose y me sorprendí al ver la puerta abierta. Apreté el paso. Entré bruscamente y, dejando el cubo en el suelo, llamé a gritos a Rose. No hubo respuesta. La sala de estar y la alcoba estaban vacías.

Presa del pánico, salí de nuevo al pasillo. Imaginé a Rose de pie en ese mismo lugar considerando sus opciones y supe de inmediato adónde había ido. Y lo que había visto allí.

Eché a correr hacia los aposentos del rey, repiqueteando con los zapatos por los serpenteantes pasadizos.

—¡Rose! —grité.

Del interior me llegó un sonido, más un gimoteo que un susurro, y entré. Encontré a Rose encorvada en el suelo junto al lecho de su madre, aferrándole el rígido brazo sin vida. Horrorizada, me arrodillé a su lado.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —la reprendí, y al instante lamenté la brusquedad de mi tono.

Rose estaba acurrucada en su desdicha, un retrato del dolor personificado.

—La he besado. He notado su respiración —musitó Rose.

El miedo cortó en seco las palabras corteses.

—Vuestra madre ha muerto, ¿no lo veis?

—¡No, no, no puede ser!

Me incliné y apreté la mano abierta en la mejilla de la reina Lenore. Tenía la piel fría y el pecho inmóvil. Yo sabía que el cuerpo era capaz de obrar milagros. ¿Podía haber yacido allí durante días, flotando a la deriva en ese insomnio infernal entre la vida y la muerte? ¿Ver a su querida hija le había proporcionado la paz para morir?

Era posible. Como lo era que Rose se hubiera imaginado lo que quería que fuera cierto. Yo nunca lo sabría. Lo único que importaba era que el espíritu de la reina Lenore se había ido, y la vida de Rose corría peligro cada minuto que permaneciera allí acurrucada contra el cuerpo de su madre.

—Levantaos —ordené, cogiéndole las manos.

Ella forcejeó resistiéndose, pero yo la sujeté con fuerza.

—No podéis quedaros aquí —insistí, casi sacándola a rastras de la habitación.

Rose gimoteó, pero cruzó la sala de estar y el salón a mi lado. Yo la rodeaba con un brazo mientras la conducía hacia delante, y ella miraba al frente con apatía. Cuando nos acercábamos a sus habitaciones, ella se volvió hacia mí y me preguntó en voz baja:

—¿Dónde están todos?

Le insté a que entrara y cerré la puerta detrás de mí con el pestillo. Aunque creía que estábamos solas, los ladrones que andaban sueltos por Saint Elsip no tardarían en aventurarse a entrar en el castillo.

—Elise, ¿por qué no nos hemos cruzado con otras damas o sirvientes? —me preguntó Rose, alzando la voz.

—Muchos han huido —respondí sin mirarla a los ojos.

—O han muerto. —Pronunciar las palabras en voz alta hizo que cobraran pleno significado—. ¿No es cierto?

—Todos no.

Una vez que hubiera pasado la viruela, los que habían sobrevivido regresarían. Rose y yo no permaneceríamos allí abandonadas para siempre…

—¡Estás mintiendo! ¡Están muertos! ¡Todos muertos!

Los gritos brotaban de su cuerpo como un espíritu maligno. La rodeé con mis brazos, pero ella se desplomó en el suelo. Me agaché a su lado y, presionándole las manos en la espalda, traté de sostenerle la cabeza en el regazo, pero no había forma de consolarla. Como un niño histérico, me apartaba y se acurrucaba desesperada mientras los gritos surgían de lo más profundo de su ser. Temí que la visión de sus padres la hubiera trastornado.

De pronto se hizo un silencio. Rose yació rodeándose las piernas con los brazos, con las rodillas pegadas al pecho, el cabello enmarañado cayendo en cascada a su alrededor. Cerraba los ojos con fuerza y la respiración era profunda.

—Venid —murmuré con delicadeza—, debéis descansar.

Ella no protestó cuando la acosté, ni cuando le desaté los lazos del vestido y la dejé en camisola. La tapé con las mantas y la arropé bien. Los últimos rayos de sol entraban por la ventana a una hora en que solía estar preparando la cena y pensando en las historias de esa noche. Le pregunté a Rose si quería beber algo pero ella negó con la cabeza. Me tumbé a su lado y le acaricié el cabello, un gesto que pretendía sosegarla. Aunque ya estaba tranquila, de un modo inquietante. Mientras la observaba durante la noche, encendiendo vela tras vela, ella yació serena pero no en paz. Le caían lágrimas por las mejillas si bien no emitió ningún sonido. Ese silencio anormal me preocupó más que su anterior histeria.

—Si nosotras hemos sobrevivido a la viruela otros lo habrán hecho —le dije—. No somos las únicas que nos hemos salvado.

—Salvado —susurró ella—. ¿Para qué?

Observé sus ojos carentes de expresión clavados al frente. Fueron las últimas palabras que pronunció esa noche y el día siguiente con su noche. Temía apartarme de su lado mientras yacía en ese estado de aturdimiento, ignorando mis preguntas y negándose a tomar sorbos de agua. Me dije que cabía esperar semejante reacción en alguien con un carácter tan emotivo. Con el tiempo volvería en sí.

Luego aparecieron los granos.