17
Tiempos desesperados
Si la viruela se hubiera extendido tan rápidamente como nuestros temores, a la mañana siguiente habríamos amanecido muertos. En las chimeneas de la sala inferior había lumbre pasada la hora en que solía haber rescoldos. Reacia a enfrentarme a un sir Walthur taciturno en mis aposentos, preferí sentarme entre los criados mientras escribía con prisas una carta a Prielle, pidiéndole que no saliera de casa hasta que la enfermedad hubiera pasado por la ciudad. A mi alrededor las voces se fundían con el crepitar de las llamas, y miré el fuego mientras mi rostro se cubría de sudor.
A mi lado se alzó una sombra y al volverme vi a la joven doncella Liya mirándome con expresión angustiada.
—¿Es eso cierto? ¿Lady Millicent tiene la viruela?
Aunque el rey Ranolf no había pronunciado el nombre en su discurso a la corte, yo había oído a alguien susurrarlo. Asentí.
—¿Qué debo hacer? —me suplicó—. No podría soportar volver a entrar allí.
La última vez que había visto a Millicent era apenas un ser humano. Alimentando al decrépito cascarón en que se había convertido lo único que haría sería desperdiciar comida.
—Si no está muerta le falta poco —respondí con firme autoridad—. Deje que se pudra.
Sorprendida por mi tono áspero, Liya inclinó rápidamente la cabeza y se escabulló. No me importó que me creyera cruel. Millicent merecía yacer sola en su lecho de muerte, sin que nadie la llorara.
Exhaustos de preocuparse por la muerte que probablemente los aguardaba, los demás sirvientes empezaron a retirarse a sus aposentos, muy conscientes de que esa crisis no los dispensaría de realizar sus tareas a la mañana siguiente. Yo llevé aparte a uno de los mozos que trabajaba en los almacenes y le di una moneda para que entregara mi carta esa misma noche. Después de cumplir mi deber con los últimos miembros de mi familia regresé a mi habitación, pero pasé el resto de la noche en un letargo aturdido que me privó de la inconsciencia del sueño. Al oír ruido en la sala de estar antes del amanecer, me levanté de la cama aliviada creyendo que era Anika que traía el desayuno, pues apenas había comido el día anterior. Pero cuando salí del dormitorio, encontré a sir Walthur metiendo en una cartera de cuero la valiosa colección de libros que tenía encima de una cómoda. Al verme se detuvo.
—Lamento haberte despertado.
—No podía dormir. —Reparé en que había dos bolsas a sus pies—. ¿Os marcháis?
Sir Walthur asintió cortante.
—He decidido regresar a la finca que tengo en el campo.
Jamás imaginé que el consejero más allegado del rey desertaría en esos momentos de desesperación. En mi rostro debió de traslucirse la sorpresa, porque sir Walthur se apresuró a justificarse.
—Es un lugar mucho más seguro. Pese a las palabras tranquilizadoras del rey, temo que el castillo no se salve de la viruela.
—Yo también. —Era la primera vez que expresaba mis dudas en voz alta. Sir Walthur no pareció sorprendido, solo resignado.
—Confieso que desde la muerte de Dorian me he sentido atraído hacia el resto de mi familia. Mi hijo mayor no tiene ninguno de los encantos de Dorian, pero es leal. Sus hijos son ahora mis herederos, mi legado, y ya va siendo hora de que comparta con ellos los pocos conocimientos que poseo. En calidad de esposa de Dorian te corresponde un lugar entre nosotros.
No logré discernir por el tono de su voz cuál esperaba que fuera mi respuesta.
—Os lo agradezco, pero no puedo dejar a mi señora o a la princesa Rose. Me necesitarán.
—No lo dudo. —Se volvió hacia sus libros, y me pregunté si me había despedido.
Mientras me dirigía a la puerta, sir Walthur me detuvo.
—El rey dice que fuiste tú quien lo advirtió de la viruela.
—Vi los síntomas en Millicent. Ojalá no lo hubiera hecho.
—¿Has visto antes esos síntomas?
Asentí.
—La viruela se llevó a mi madre y a cuatro de mis hermanos.
Sir Walthur me evaluó con expresión solemne.
—¿Y escapaste ilesa?
—Sucumbí unos días, pero recobré la salud.
—Entonces esta vez te librarás —señaló sir Walthur—. Estás realmente bendecida.
No, estoy maldita, quería decirle. ¿Qué pecado he cometido para que vuelva a caer sobre mí este azote?
—Haces bien en quedarte —continuó sir Walthur, ajustando el cierre de la cartera—. Me temo que nuestras filas disminuirán, y el rey y la reina necesitarán tu fuerza. —Se agachó para recoger las bolsas—. Es hora de partir. Si salgo ahora en dos días estaré allí.
—¿Habéis pedido un carruaje? —pregunté—. Mandaré a Anika…
Sir Walthur me detuvo con un ademán.
—Hace tiempo que los han solicitado. ¿No oíste la conmoción anoche? Lores y ladies peleándose como niños para ser los primeros en partir. No, viajaré yo solo a caballo como hice en otro tiempo. Mi yegua blanca servirá más que de sobras.
—Entonces permitidme que os ayude con el equipaje —me ofrecí—. A no ser que queráis hablar antes con el rey.
—Ya le dije ayer todo lo que tenía que decirle. —En el rostro de sir Walthur se vislumbró una expresión afligida, y me pregunté qué se habían dicho. Sir Walthur era más que un consejero; era uno de los pocos hombres en los que el rey confiaba plenamente. A juzgar por su expresión, la despedida debió de ser dolorosa para ambos.
Me permitió llevarle la cartera con los libros mientras él se echaba las bolsas a la espalda. Aunque su rostro había envejecido desde la muerte de Dorian, llevaba los dos bultos totalmente erguido, consciente de que todas las miradas se clavarían en él. Bajamos las escaleras y cruzamos las cocinas, y salimos por las puertas que daban a los establos, donde deambulaban inquietos los corderos y los cerdos traídos de las granjas vecinas mientras unas damas ataviadas con elegante ropa de viaje y con una montaña de posesiones a su lado regateaban por caballos y carruajes. En sus frenéticas prisas por huir del castillo, sus modales distinguidos habían sido reemplazados por una codiciosa desesperación.
Daba una idea de lo bajo que había caído el castillo el hecho de que nadie corriera a ayudar al consejero principal del rey. Reparé en un joven empleado del establo que observaba boquiabierto y lo agarré por la oreja, señalando a sir Walthur.
—Vaya a buscar su caballo y su silla —ordené.
El chico salió corriendo y en unos minutos sir Walthur estaba montado, listo para partir. Se inclinó hacia mí y, en un tono más alto que su habitual voz ronca para hacerse oír por encima de la conmoción, me preguntó:
—¿No quieres reconsiderar mi ofrecimiento?
Hice un gesto de negación.
—Te deseo mucha salud. Y felicidad. Es lo que te habría deseado Dorian.
Se me llenaron los ojos de lágrimas al oír el nombre de su hijo. Por un breve instante sentí su presencia observándonos en silencio con su sonrisa divertida.
Sir Walthur agitó las riendas y el caballo avanzó con cautela entre la aglomeración de gente. Sin saber adónde ir en medio del caos, no se me ocurrió otra cosa que seguirlo. Esquivando los caballos y las ruedas de los carruajes, me acerqué al muro de piedra tosca y crucé la arcada hacia el patio delantero. La explanada, por lo general tranquila, no se había librado del revuelo que había sacudido al resto de la fortaleza. El espacio abierto donde los niños solían hacer rodar sus aros y donde los caballeros habían desfilado ante la mirada llena de admiración de las damas de la reina Lenore, estaba tomado por gallinas y cerdos. Había sacos de grano amontonados de cualquier manera y grupos de criados apiñados sin hacer nada, algo insólito en ellos. Una cacofonía de voces casi sofocaba el traqueteo de carruajes, pero la gente que pululaba por el patio observaba en silencio y con cautela algo que yo no alcanzaba a ver. Seguí unos pasos el caballo de sir Walthur a medida que se acercaba a las puertas entreabiertas y me detuve horrorizada.
A través de la estrecha puerta vi un enjambre de personas apiñadas entre sí gritando. Lo primero que pensé fue que estaban indignadas con la decisión del rey de aislar a la corte. Sin embargo, no tardé en darme cuenta de que se trataba justo de lo contrario. Esas personas, procedentes de la ciudad y del campo, nos suplicaban que las dejáramos entrar. Apretujadas hombro con hombro, se zarandeaban y balanceaban contra los brazos extendidos de los guardias, una palpitante masa de cuerpos. Madres frenéticas empujaban a sus hijos pequeños por delante de ellas. Una me miró y me tendió a su bebé.
—¡Tómelo! —me suplicó—. ¡Cuide de él!
Retrocedí horrorizada. Quería decirles que la viruela ya estaba entre nosotros, que era muy probable que el castillo se convirtiera pronto en una tumba antes que en un refugio. Pero esas verdades no podían pronunciarse en voz alta. En todo caso, dudo que los cientos de personas allí reunidas me hubieran creído. Estaban desesperadas por salvarse y creían que el castillo era su única esperanza.
Mientras el caballo de sir Walthur y los últimos carruajes se acercaban a las puertas, los guardias empezaron a gritar:
—¡Atrás! ¡Atrás!
Arrastraron las pesadas puertas hacia dentro, agrandando la abertura, y la multitud se precipitó hacia delante. Un chico de unos cinco o seis años fue el primero en entrar. No bien había dado unos pasos, un látigo restalló y el niño cayó al suelo con un gemido lastimero. Otro restallido hendió el aire, y levanté la vista hacia el carruaje que se había detenido a mi lado. Elgar, uno de los mozos de cuadra, estaba de pie en la plataforma del cochero con las riendas en una mano y un látigo en la otra. A través de la ventanilla vi fugazmente a los ocupantes del carruaje, dos parientas lejanas de lady Wintermale que llevaban varios años en la corte bajo su supervisión; la de más edad corrió la cortina para ocultar sus rostros.
—¡Apartaos, animales! —gritaba Elgar.
Poco a poco, con cautela, la multitud se abrió, y el carruaje de Elgar cruzó con gran estruendo las puertas. Lo siguieron otros dos y a continuación sir Walthur. No miró atrás. En cuanto hubo pasado el último de los caballos, los guardias regresaron a sus puestos de defensa y los de fuera reanudaron sus súplicas.
Yo me volví hacia el patio, y estuve a punto de tropezar con un gallo que era perseguido por un chico con las mejillas coloradas. Semejante escena tal vez disminuyera la dignidad del castillo, pero agradecí que el rey hubiera pensado en las provisiones. Se requeriría una gran cantidad de animales para alimentar a todo el castillo. Quizá nos viéramos obligados a comer como los soldados durante un asedio una pequeña ración de gachas por las mañanas que debía bastar hasta la caída del sol, las porciones cada vez más pequeñas con el paso de los días.
—¿Señorita Elise?
Me detuve al oír mi nombre. Ante mí había un lacayo joven cuyo rostro reconocí, aunque no recordaba cómo se llamaba.
—Fuera hay un hombre que pregunta por usted. Los guardias tienen órdenes de no dejar entrar a nadie sin excepción, pero me ha lanzado una moneda para que hiciera lo que me pedía.
—¿Un hombre? ¿Qué hombre?
El lacayo se encogió de hombros.
—Un burgués de hablar refinado. Quería asegurarse de que usted está bien, y lo está. Nunca he ganado un dinero más fácil.
Se volvió hacia las puertas del castillo y lo seguí, temerosa de acercarme al frenético gentío de fuera. El lacayo se detuvo justo detrás de la hilera de guardias y recorrió con la mirada a la multitud hasta que se detuvo y alzó una mano. Una figura se abrió paso con resolución entre los cuerpos, creando a ambos lados una onda de movimiento.
Era Marcus.
Los cambios causados por la edad saltaban a la vista. Llevaba el cabello pulcramente cortado en lugar de caerle de cualquier modo por la frente, y su figura se había ensanchado hasta adquirir una saludable solidez. Sin embargo, me sorprendió cuántas cosas no habían cambiado. Nos miramos, separados por un escudo humano de soldados, y fue como si estuviéramos los dos solos. El alivio se traslució en su rostro y habló deprisa, sabiendo que no era el momento para pronunciar palabras de cortesía.
—Elise, gracias a Dios que la he encontrado —dijo; no nos tuteábamos ante los extraños.
—¿Qué está haciendo aquí? —le pregunté desorientada al verlo aparecer inesperadamente en medio del caos.
—El cuñado de Hester está enfermo y su hermana le ha pedido que fuera a ayudarla. La he llevado esta mañana, pero en la ciudad no se habla más que de una extraña enfermedad…
—Vaya a buscar a su mujer y llévesela a casa —lo apremié—. Inmediatamente. En la curtiduría estarán a salvo del contagio.
—¿Entonces es cierto? ¿Es la viruela?
—Sí.
Al ver confirmadas sus sospechas, la gente apretujada contra Marcus repitió mis palabras a sus vecinos, y los ruegos por entrar adquirieron una nueva urgencia. Cegados y desesperados, creían que su rey los mantendría a salvo. El capitán de la guardia, apostado al final de la hilera de sus hombres, frunció el entrecejo al ver el tumulto.
—¿Estará a salvo aquí?
Casi me eché a reír. Allí disfrutaba de refugio con la realeza, un honor que las masas que me rodeaban se habrían considerado afortunadas de compartir.
—No se inquiete por mí. —Mientras pronunciaba las palabras, comprendí la magnitud de lo que había hecho Marcus. Su preocupación por mí lo había llevado hasta allí a través de esa multitud, pese a las necesidades de su familia. Al desatarse la catástrofe se preocupó por mi seguridad.
—Si quiere marcharse, puede quedarse con nosotros todo el tiempo que quiera.
Me pregunté cómo reaccionaría su mujer ante mi repentina aparición. Porque veía en el rostro resuelto de Marcus al mismo hombre que me había dicho que no daba su amor a la ligera. No podía ocultar su preocupación por mi bienestar, del mismo modo que yo no podía disimular el placer de volver a verlo. Sentimientos peligrosos de revelar para un hombre casado y una viuda.
—Sabe que no puedo irme.
Ecos de otra despedida resonaron a través de los años. Una vez más Marcus me ofrecía escapar y yo optaba por el deber. En esta ocasión aceptó mi respuesta con resignación, como si la esperara.
—Elise, debe prometerme…
Fuera cual fuese el pacto que pretendía hacer quedó sofocado por un áspero aullido del comandante de los guardias. La fila de hombres se estrechó, y las puertas empezaron a moverse con un crujido de madera y metal. Fuera se alzaron gritos de cólera y horror. Marcus levantó una mano hacia mí en un desesperado gesto de despedida, pero enseguida se vio atrapado en la aglomeración de cuerpos y arrastrado hacia atrás. Un joven esquelético intentó abrirse paso entre dos guardias y lo detuvieron con tanta brusquedad que cayó espatarrado en el barro. El rostro consternado de Marcus desapareció entre las madres con bebés y los ancianos a medida que las enormes puertas se cerraban chirriantes. Con un fuerte sonido metálico deslizaron las barras de hierro a través de las puertas para atrancarlas. Desconcertada y abatida, recorrí con la mirada a los pastores, los pajes, las criadas y los empleados del establo que me rodeaban en el patio. Ninguno parecía agradecido de verse aislado de la amenaza de la enfermedad. Al contrario, lo que vi en todos los rostros fue miedo.
Tal vez nos habíamos retirado del mundo, pero en el castillo no se respiraba tranquilidad. Entre los balidos de los animales y el constante parloteo por los pasillos, había un frenesí de actividad que servía de muy poco. Muchos nobles habían decidido partir, como averigüé al pasar junto a las mesas vacías esa noche durante la cena, si bien la mayoría de los criados no tenían adónde ir. El rey, la reina y Rose se sentaron en su lugar habitual, más por un sentido del deber que por apetito, porque solo juguetearon con la comida del plato. Luego Rose me pidió que la acompañara a su habitación. Despidió a la criada y se paseó nerviosa, yendo de la puerta a la ventana.
—Los criados dicen que la tía Millicent está a punto de morir de la viruela. ¿Es cierto?
—Sí. —Cerré la mente a los horrores de esa habitación hedionda.
—¿Podría haberme contagiado?
—Lo dudo en una visita tan corta —respondí con una certeza que no sentía.
—Podría estar muerta —replicó ella con pesar—. Mi madre me prometió que me dejaría viajar cuando acabara la guerra. Pensé que por fin vería algo de mundo. En lugar de ello estoy condenada a pudrirme entre estas paredes.
—No está tan mal. —Debía distraerse con algo, pensé, tener algo más en lo que concentrarse—. ¿Qué tal va vuestro poema?
—Me resulta difícil captar la vitalidad de Dorian —respondió desanimada. Luego me miró con los ojos brillantes de curiosidad alentadora—. Sería de gran ayuda si me hablaras más de él y de sus hazañas.
Tuve que disimular una risita. Las hazañas de Dorian eran sobre todo de la variedad concupiscente, indignas de aparecer en los versos de una joven doncella.
—Pensaré en ello —le prometí—. Pero no permitiré que os paséis el día suspirando por héroes caídos. Debemos encontrar otras maneras de ocupar el tiempo. Quizá con labores de aguja.
Rose frunció el entrecejo.
—No es un gran sustituto del baile.
—Bordaremos algo bonito. Cuando haya pasado la viruela se hablará de nuevo de pretendientes. No podréis casaros sin las enaguas y los camisones adecuados.
—¿Crees que me pedirán mi opinión sobre mi próximo marido?
—Bueno, ahora sois mayor. Sin duda tendréis ciertas preferencias que querréis compartir con vuestro padre.
—Sí, las tengo.
—Hummm. —Fingí considerar el asunto—. Alguien bien parecido, naturalmente. Además de inteligente y que haya viajado. Un hombre de mundo, por así decirlo. Tan hábil en la conversación como en el baile.
Rose se rió; sus mejillas sonrosadas eran una prueba de que mis alusiones a Joffrey habían dado en el blanco. Ella tenía ahora la misma edad que yo cuando me consumía pensando en Marcus y se me aceleraba el pulso imaginándome sus besos. Tal vez Rose también hallara consuelo en esas fantasías. Confié en que lo hiciera. Quería protegerla por encima de todo de la viruela, pero si además podía preservar su ánimo me daría por muy satisfecha.
Cuando repaso esos días recuerdo sobre todo la actitud alerta. Como muchos de los otros sirvientes, a menudo subía a lo alto de las murallas del castillo para contemplar Saint Elsip, si bien a tanta distancia no estaba claro el destino que había corrido. La diferencia más llamativa era las calles vacías. De vez en cuando se veían pequeñas figuras escabulléndose a lo lejos, pero las tradicionales piedras de toque que habían marcado el paso del tiempo se habían desvanecido. No había días de mercado, ni llamadas a misa del campanario de la iglesia, ni niños corriendo en los campos a orillas del río. Me preguntaba cómo estaba Prielle, confinada en su casa con sus padres desdichados, temerosa de su futuro. Una joven de su sensibilidad sufriría con mayor intensidad que otras la opresión de esos tiempos, y esperé de todo corazón que la viruela dejara a su familia ilesa. Luego mi mirada iba más allá de Saint Elsip, hasta los árboles que rodeaban la curtiduría, y mis pensamientos se volvían hacia Marcus. ¿Estaría bien? ¿Volvería a verlo?
Dentro de las murallas buscábamos indicios de la enfermedad entre los que quedábamos. Cualquier tos aislada era motivo de susurros, y los achaques y los dolores normales se convertían en asuntos de vida y muerte. Una criada de las cocinas se volvió objeto de aterradoras conjeturas cuando despertó un día febril y no pudo levantarse de la cama; la expulsaron de inmediato y la pusieron a dormir en los establos. Después de eso, nadie se atrevía a dar muestras de debilidad. Pero todos estábamos mal, si no física, mentalmente. Desde el más joven de los mensajeros hasta las pocas damas de compañía que quedaban, llevábamos con nosotros la carga del miedo. Pese a todo seguimos adelante, cumpliendo sin ganas nuestras obligaciones, marcando en silencio los días hacia un futuro en que pudiéramos considerarnos fuera de peligro.
De vez en cuando alguien pedía permiso para marcharse y se abrían unos dedos las puertas para dejarlo salir. En la mayoría de los casos los que se iban tenían familia en el campo y esperaban estar a salvo en la lejana granja de una hermana o un primo. Solo una de esas partidas me dolió personalmente. Llevábamos una semana aislados cuando se extendió por toda la sala inferior el rumor de que la señora Tewkes se había ido. Tras mandar recado a la reina, partió al amparo de la oscuridad, sin despedirse de los empleados a su cargo. Se vio como un mal agüero porque había consagrado toda su vida al servicio del rey. Jamás imaginamos que nos abandonaría.
Me creía unida a la señora Tewkes por nuestro afecto común a mi madre, y me quedé destrozada al ver que se marchaba si decirme una palabra. Tal vez le resultó más fácil partir en silencio, pero fue un duro golpe para los que nos quedamos. Con su marido fallecido hacía mucho y sin descendencia no se me ocurría quién podría acogerla, pues nunca me había hablado de su familia. Sin embargo, como enseguida averigüé, los tiempos desesperados empujan a los más sensatos a cometer locuras insólitas.
Aun así, con el tiempo la vida de las personas se adapta a los giros más sorprendentes. Jamás habría vuelto a pensar en la señora Tewkes más que de pasada de no haber sido por Rose y su poema. Privada de otros placeres, dedicaba horas enteras a escribir su homenaje a Dorian, leyendo de vez en cuando pasajes en voz alta en espera de mi aprobación. Descubrí que el estilo estaba muy influenciado por las obras favoritas de su madre, pero no dejaba de ser admirable para alguien de su limitada experiencia. Pese a que el virtuoso y modesto héroe descrito en su obra no se asemejaba mucho a mi marido, Rose había captado bien su físico y sus gestos, y se me ocurrió que no había nada malo en permitir que esa imagen de Dorian suplantara algún día los recuerdos del hombre que había sido.
Mi única preocupación era la cantidad de tiempo que Rose dedicaba a escribir. Poco habituada a las artes de la narración, yo creía que un poema era una ocupación de uno o dos días; sin embargo, el poema épico de Rose llenaba semanas de escritura y no había visos de un final a corto plazo. Rose tenía profundas ojeras y cada mañana pedía más velas. Cuando le rogué con delicadeza que pensara en algo más, ella hizo caso omiso de mi preocupación.
—No puedo detenerme ahora que he empezado la escena de la batalla en la que Dorian salva la vida de mi padre.
¿Qué podía saber de la guerra una joven sobreprotegida? Las imágenes que acudían a mi mente eran sombrías y crueles: caballos al límite de sus fuerzas cubiertos de barro, chorros de sangre salpicando una armadura sin brillo, espadas afiladas hundiéndose en carne humana. No quería que la mente de Rose albergara tales pensamientos; ya había suficiente horror en nuestras vidas tal y como eran.
—Solo que… —Rose se interrumpió y puso bien los papeles como si ordenara los pensamientos—. No sé cómo describir al príncipe Bowen. Marl deRauley es bastante fácil; por lo que he oído decir tenía el aspecto de un villano, con el pelo negro y montado sobre un gigante caballo negro. ¿Cómo era el príncipe Bowen?
Me miró expectante. Era su tío, el hermano de su padre, pero ella nunca lo había conocido. Era curioso que no hubiera preguntado antes por él.
—Creo que en su juventud se parecía mucho a vuestro padre. Ambos tenían el mismo cabello rubio rojizo, muy similar al vuestro. Me han dicho que era muy apuesto. Cuando lo conocí había perdido su belleza. Supongo que ese es el precio de llevar una vida disoluta.
Me arrepentí de mis palabras en cuanto las pronuncié. Afortunadamente, Rose no me pidió una crónica de sus numerosos pecados.
—Pero ¿cómo es posible que tuviera tanto odio para querer matar a su propio hermano?
—La envidia es una fuerza poderosa. Sin embargo, nadie creyó que Bowen fuera capaz de hacerlo él personalmente. Por esa razón cogió a vuestro padre desprevenido.
Rose suspiró y se frotó los ojos.
—Sí, será un final dramático. —No sonó entusiasmada ante la perspectiva de escribirlo.
—Creo que necesitáis descansar —dije, meneando la cabeza cuando ella empezó a protesta—. No podéis escribir sin parar. ¿Y si leemos en alto otros poemas? Quizá os inspiren alguna idea.
—Dudo que sirva de algo —replicó Rose—. Me sé todos los libros de mi madre de memoria.
Naturalmente que se los sabía. Los libros eran un bien escaso en la corte. De pronto recordé el pulcro montón que la señora Tewkes tenía en su habitación y lo asombrada que me había quedado cuando lo vi el día que llegué al castillo. Aparte de la reina y de sir Walthur, la señora Tewkes era la única persona que yo conocía que leía algo que no fueran versículos de la Biblia. ¿Se habría llevado consigo los libros? Todos era imposible; una mujer que viaja sola se desembarazaría de una carga tan pesada. Decidí sorprender a Rose, y me disculpé para bajar y echar un vistazo.
La puerta de la habitación de la señora Tewkes, situada al final de la sala inferior, permanecía cerrada desde su partida. Como la mayoría de las puertas del castillo, no tenía cerradura, pero titubeé antes de entrar. La señora Tewkes había sido una fuerza poderosa para aquellos que estábamos a sus órdenes; revolver entre sus pertenencias parecía una traición a los elevados valores que ella siempre había sostenido. Me dije que solo lo hacía para ayudar a Rose, que la señora Tewkes lo habría aprobado, y abrí la puerta de un empujón. La habitación estaba envuelta en la oscuridad, pues había un grueso tapiz oscuro colgado delante de la ventana, impidiendo que entrara la luz del sol. El montón de libros seguía encima de la mesa, pero descifrar los títulos con tan poca luz era imposible. Al acercarme a la ventana para descorrer el tapiz tropecé con un obstáculo entre el escritorio y la cama. Distraída por el ruido, me agaché para colocar bien el taburete que se había caído. Desde esa posición agachada tenía los ojos a la altura de la cama y estaba lo bastante cerca para ver que en ella yacía una persona.
Me quedé clavada donde estaba. ¿Quién era capaz de demostrar semejante falta de respeto hacia la señora Tewkes para acostarse en su cama? ¿Debía dar media vuelta sin que me viera?
—¿Elise?
La voz era apenas un gruñido. Me acerqué muy despacio a la cama y bajé la vista hacia la señora Tewkes, cuyo rostro estaba cubierto de llagas y ardiendo. Los síntomas de la viruela eran desgarradoramente claros.
—Me dijeron que se había ido…
Ella me interrumpió con un movimiento de la cabeza, haciendo una mueca de dolor.
—No quería preocupar a la reina. —Su voz era débil pero conservaba la antigua autoridad.
—¡No puede estar aquí sola! Necesita agua, comida…
—¿Quién iba a atenderme en este estado?
La señora Tewkes, que en otro tiempo había dirigido un ejército de criados con apenas una mirada, era poco más que una leprosa. De haber sabido que tenía la viruela el mismo rey podría haberla expulsado. Tras asegurarme de que nadie me viera salir de la habitación, fui a buscar agua y un pedazo de pan, y vacié las heces del bacín que había a los pies de la cama, con los ojos llorosos por el hedor.
—¿Qué más puedo hacer? —le pregunté.
—El suplicio no durará mucho más. No necesito más que tus oraciones. —Se volvió hacia mí—. Ya te has expuesto bastante. Márchate.
—Vendré a verla pronto. Y esté tranquila, que no se lo diré a nadie.
La imagen de la señora Tewkes, resignada a tan espeluznante destino, me persiguió el resto del día. A la mañana siguiente regresé a la habitación con una jarra de agua y más pan. Humedecí un paño y se lo puse en la frente. Las heridas hinchadas parecían a punto de reventar. Sus ojos ya estaban adquiriendo el rojo incandescente que llegaba tras horas de insomnio. Era una bendición que no hubiera conocido otros casos de viruela, pues así se ahorraba saber lo que la aguardaba.
«Esto es obra de Millicent», pensé con una oleada de rabia. Aunque la señora Tewkes estaba demasiado débil para responder, yo sabía que había tenido a Millicent a su cargo cuando regresó al castillo. La vieja arpía quizá le había asido el brazo o le había susurrado al oído. Al maldecir a la señora Tewkes con su enfermedad había condenado a todos los criados, porque pocos eludían las órdenes del ama de llaves. Percibí cómo la viruela se arremolinaba a nuestro alrededor como una neblina, pero no podía hacer nada aparte de atender a la señora Tewkes lo mejor posible, bajándole la fiebre para darle un breve respiro.
Murió dos días después. No había vuelto a decir una palabra desde mi primera visita, y cerca del final, perdida en una bruma de eterna fiebre, apenas fue consciente de mi presencia. La muerte, fue una bendición, porque le proporcionó el descanso que durante tanto tiempo le había sido negado. Cuando sus ojos por fin se cerraron y su cuerpo quedó liberado de la angustia, le cubrí su rostro desfigurado con las mantas y susurré una oración por su alma. Durante las horas que la atendí sabía que mi deber era alertar al rey y a la reina de la suerte que había corrido. Sin embargo no lo había hecho, confiando en que mis cuidados bastaran para salvarla. No habían bastado. La muerte de la señora Tewkes me recordó con dureza la implacable resolución de la plaga a llevarse tanto a los buenos como a los malos. No obstante, yo seguía teniendo la piel inmaculada y los ojos transparentes.
Mientras salía por última vez de la habitación de la señora Tewkes, cerrando la puerta tras de mí, pasó por la sala inferior un grupo de criados y sirvientas que no pareció mostrar ningún interés en mi persona. Hablaban en voz baja, sin el tono animado que siempre había convertido esa parte del castillo en la más bulliciosa, pero no vi signos de fiebre ni de enfermedad. ¿Se había distanciado la señora Tewkes lo suficiente para impedir que se extendiera la viruela? ¿Era posible que los demás criados se libraran de ella? Tan concentrada estaba en erradicar la enfermedad entre las criadas y los lacayos que no busqué los síntomas unos pisos por encima de mí, entre los de más alto rango.
La mayoría de las damas de honor habían abandonado el castillo, dejando a lady Wintermale como la principal acompañante de la reina, un privilegio que no disfrutaba desde hacía unos años. Pasaba los días al lado de la reina Lenore, contándole los últimos chismorreos mientras compartían cada bocado. No me molestaban sus atenciones a la reina; a diferencia de muchos que se granjeaban su favor con lisonjas y mentiras, ella se jactaba de decir la verdad. Por exigente e imperiosa que pudiera haber sido, todo lo que hacía era por amor a su señora.
La primera vez que oí el sonido fue cuando lady Wintermale pasó por mi lado en el pasillo de los aposentos reales. Me saludó brevemente con la cabeza, lo justo para que viera que tenía el rostro más colorado de lo habitual, luego carraspeó con una breve tos seca. Me detuve y me volví. Lady Wintermale entró en su habitación y cerró detrás de ella. La seguí, mirando alrededor para asegurarme de que nadie me veía, y pegué la cabeza a la puerta. La tos volvió de nuevo, esta vez más áspera. Y se repitió otra vez. Había oído ese sonido antes años atrás, en la granja. Yo había tosido de ese mismo modo una mañana que desperté acalorada y algo débil; al día siguiente me brotaron granos por toda la piel. Lady Wintermale tal vez no sabía lo que anunciaba una tos así. O quizá en ese preciso instante se estaba examinando el cuerpo, buscando signos de esas mismas llagas mortales. Se me cayó el alma a los pies. No podía ocultar una noticia así al rey y la reina, sin embargo retrocedí ante la perspectiva de cumplir con semejante deber. Debo estar segura, me dije. No hasta que esté segura.
Hice señas a una criada que pasaba.
—¿Ha visto a la criada de lady Wintermale?
La muchacha hizo un gesto negativo.
—Hoy no, señora. Ayer tampoco, ahora que lo pienso.
Llamé a la puerta de la habitación de lady Wintermale. Al cabo de un momento me abrió y me miró con recelo. Tenía las mejillas rosadas, los ojos rojos.
—Disculpad, ¿podría hablar con vuestra criada? —le pregunté, inclinando la cabeza respetuosamente.
—Ha caído enferma —respondió lady Wintermale. Al ver que yo enmudecía, se apresuró a aclarar—: Problemas digestivos. Siempre ha tenido el estómago delicado.
La señora Tewkes. Una doncella enferma. Una dama noble con tos mirándome con los ojos inyectados en sangre. Lo vi todo en un instante, la muerte avanzando implacable. Imparable.
—¿Vuestra salud está en buen estado? —le pregunté.
Lady Wintermale se irguió, el vivo retrato del sentimiento de agravio justificado.
—¡Excelente! —declaró.
En ese momento no pude comprender cómo una mujer tan franca como lady Wintermale, que no tenía miramientos en señalar los defectos en los demás, podía negar la verdad de su propia enfermedad.
Pero ¿qué podía decirle yo? Aunque el mundo se derrumbara a mi alrededor, no podía lanzar acusaciones a una mujer cuyo rango estaba por encima del mío.
—Si eso es todo —me dijo con desdén antes de cerrarme la puerta en las narices.
Esperé unos momentos, escuchando. La tos no se repitió. ¿Bastarían mis recelos para persuadir al rey de la necesidad de encerrar a lady Wintermale en su habitación? ¿Quién sería el siguiente en caer?
Una terrible visión me asaltó entonces, tan nítida que se me encogió el estómago. Vi a todos los habitantes del castillo, criados y señores, sucumbir uno por uno con toses e hinchazones, muriendo a mi alrededor en una marea de sangre. Y a mí misma, sola en el enorme castillo, el único ser vivo en un reino de cadáveres.