5
Nace una criatura

 

Si el destino había hecho sufrir a la reina Lenore en su espera de descendencia, el sufrimiento cesó en cuanto su útero demostró que era fértil. Toda ella floreció junto con su vientre. Las mejillas se le colorearon y las faldas susurraban con el brío de sus pasos. Soñaba con diseños para mantas y pañales, y me pedía que me sentara a su lado ante la rueca mientras estos cobraban vida. Yo me maravillaba tanto de la celeridad de sus dedos como de mi propia habilidad para conversar con naturalidad con una mujer que me trataba más como a una hermana pequeña que como a una criada. Cuando cumplí quince años me regaló un chal hecho a mano, la prenda más hermosa que yo jamás había llevado, más valiosa aún al saber que mi señora la había tejido pensando en mí. En el transcurso de esos días oí reír por primera vez a la reina, no educadamente para apreciar una broma sino en estallidos de placer descarado. Cuánto me duele no recordar ese sonido, pues sería un gran consuelo evocarla cuando era capaz de semejante regocijo.

El cambio de actitud que se operó en la reina Lenore se hizo extensivo a todos los que vivían a su alrededor en la corte. El rey Ranolf abandonó sus cacerías diarias para mimar a su esposa como un pretendiente enamorado. Millicent se mostró igual de solícita, aunque sus visitas eran menos alegres que las del rey. Impartía órdenes a la reina con una actitud imperiosa que me parecía impropia para alguien que nunca había traído un hijo al mundo. Le llevaba hediondos brebajes, asegurándole que fortalecerían a la criatura, y la apremiaba para que se echara a media mañana. La reina Lenore sonreía educada y le daba las gracias por preocuparse, pero en cuanto Millicent se daba la vuelta tiraba las pócimas a la palangana.

—Algo que sabe tan mal no puede hacer bien al niño.

En realidad hacía más caso de mis consejos; yo había visto a mi madre pasar por media docena de embarazos y eran pocas las cosas que no sabía acerca de los cambios que se producían en el cuerpo de una mujer durante esos nueve meses. Era una sensación embriagadora, observar cómo mis palabras tenían una pequeña influencia en el futuro heredero del trono. A veces casi me daba la impresión de que hacía la función de madre, brindándole los ánimos y los cuidados que ella habría recibido de su propia familia de no haber vivido tan lejos de su tierra natal.

Todo parecía indicar que el embarazo de la reina Lenore progresaba sin ninguna de las molestias que pueden aquejar a una mujer en tales circunstancias. Pero a medida que su vientre se hacía más prominente, llenando incluso sus vestidos más holgados, Millicent empezó a insistir en que se retirara de la vida pública.

—La esposa de un rey no debe salir de sus aposentos una vez se vuelve evidente su condición —afirmó con tono autoritario.

—En mi país es muy importante que una reina aparezca en público con el vientre lleno —contravino la reina Lenore—. De lo contrario se rumorearía que el heredero no ha nacido de ella.

Millicent puso los ojos en blanco.

—Puede que en esa parte del mundo sean necesarias esas medidas tranquilizadoras, pero aquí nadie se atrevería a insinuar tal cosa —replicó con desdén—. No está bien que os mostréis en vuestro delicado estado.

El rey, atento a la tradición familiar, tomó partido por su tía.

La reina lamentó profundamente la pérdida de libertad, y yo la sufrí tanto como ella. A medida que el otoño se anunciaba con brisas frescas y los días más cortos, el castillo fue adquiriendo un aspecto más sombrío y lúgubre. Empecé a temer la llegada del invierno y los meses de confinamiento que traería consigo, pues ya tenía pocas oportunidades de escapar de esos oscuros pasillos. De vez en cuando mi tía Agna me invitaba a comer, pero el vínculo no se había vuelto más estrecho con el tiempo. Su hogar era un mundo independiente sin cabida para los intrusos, y mis primos me trataban con un esnobismo apenas disimulado. Quizá yo atendiera a la reina en persona, si bien a sus ojos seguía siendo una criada, mientras que ellos eran los hijos privilegiados de uno de los ciudadanos más prominentes de la ciudad.

Así pues, fue un gran alivio ver cómo una tarde la reina arrojaba a un lado su bordado con un suspiro irritado y mandaba llamar al rey, declarando que no podía soportar otro minuto de prisión. Él acudió enseguida, con la cara tensa por la preocupación.

—No temáis, la criatura está bien —le dijo ella—. Pero me estoy deprimiendo aquí encerrada. ¿No podría cenar con vos en la gran sala?

El rey entornó los ojos, aunque guardó silencio.

—¿No estamos viviendo un momento dichoso, amor mío? —le preguntó ella.

—Sin duda.

—Entonces, ¿por qué debo pasar estos meses como si estuviera de luto? ¿No deberíamos celebrar nuestra buena fortuna?

Era imposible resistirse a ella, con sus ojos centelleantes y una voz sosegante como una caricia. El sentido del decoro del rey no era nada ante los encantos de ella. Le deslizó la mano por el cabello, alisándolo con los dedos.

—No veo motivo alguno para rehusar el placer de vuestra compañía esta noche.

—¿Podríamos escuchar música?

—¿Habéis dicho música? —Vi por el rictus de sus labios que el rey le tomaba el pelo—. ¿Quién puede decir que no a una petición tan atractiva?

—¡Gracias! —exclamó ella, abrazándolo con una efusión tan inesperada que él se tambaleó por un instante hacia atrás y se irguió riéndose.

Emocionada ante el giro que habían tomado los acontecimientos, yo misma habría abrazado al rey. Al ver mi sonrisa aliviada, la reina Lenore me hizo señas para que me acercara.

—¿Lo has oído, Elise? —exclamó—. ¡Música! ¡Tal vez habrá hasta baile!

—Vamos, vamos… —advirtió el rey.

—No se me ocurriría bailar, pero sería un gran placer mirar. —Ladeó la cabeza hacia atrás y le plantó un beso en la mejilla, luego se volvió hacia mí—. Vamos, tenemos trabajo. ¿Crees que podríamos ensanchar mi traje violeta?

Aquel fue el primero de los numerosos banquetes a los que asistió la reina Lenore, pese a su vientre cada vez más prominente. Después de comer con el servicio yo subía a hurtadillas para contemplar a través de la puerta de la gran sala a las elegantes damas y a los galantes caballeros que encarnaban todo lo que hay de noble. Una de esas veladas las amenazantes sombras que tanto me inquietaban fueron desterradas a los confines más remotos de la estancia, y los numerosos candelabros bañaron en un brillo dorado y juvenil a todos los asistentes. Todavía recuerdo cómo se reflejaba la luz de las palmatorias de plata en los ojos negros de la reina Lenore, y cómo el rey Ranolf contemplaba todo con benévolo regocijo. Nunca los había visto, ni volvería a verlos, tan hermosos como en esas veladas.

«¡Por mi hijo!», anunció el rey alzando la copa para brindar. «¡Por el futuro rey!», exclamaron los cortesanos, y por todo el salón resonó el entrechocar de las copas de plata y latón, un estrépito metálico que supuse que se asemejaba al de las espadas en un campo de batalla. Ninguno de los presentes dudamos de que la criatura sería un varón, un consuelo por todos los años de espera. No nos permitimos imaginar ningún otro desenlace.

No obstante, mentiría si dijera que esos días discurrieron en una nube de felicidad. Millicent apartó hábilmente a lady Wintermale y a las demás damas de compañía, disfrutó visiblemente con su papel de protectora del futuro heredero, y acudió a mí en busca de una aliada, exigiéndome que le revelara los detalles más íntimos sobre la salud de la reina Lenore: qué comía, cuántas veces utilizaba el bacín, si el rey pasaba la noche con ella. Yo procuraba fingir que no lo sabía o respondía que no me acordaba, pero Millicent era una interrogadora implacable. Una y otra vez me rendía y le decía todo lo que quería saber. Cuando ella sonreía y me decía que había hecho bien, me inundaba una oleada de satisfacción que borraba la vergüenza de mi deslealtad, pues a pesar del afecto que sentía por la reina Lenore, que rivalizaba con el que había sentido por mi propia madre, la aprobación de Millicent era más difícil de obtener y por lo tanto más valiosa. Creía posible servir a dos señoras, pensando que estaba en mi poder mantener la paz entre ellas.

¡Si por lo menos Millicent se hubiera conformado con nuestro pacto privado, saboreando en secreto los detalles de la vida de la reina! Pero lejos de actuar así, se jactaba abiertamente de su influencia y se reía con desdén cuando el rey Ranolf se quejaba de que su constante presencia dejaba a su esposa extenuada. Y yo permitía que eso ocurriera. No le dije una palabra a la reina Lenore de las preguntas indiscretas de Millicent o de sus críticas al rey. No comprendía —¿cómo iba a hacerlo?— que Millicent y su sobrino estaban a punto de declararse la guerra, con la reina Lenore como premio. Yo era la única persona que podría haber denunciado la duplicidad de Millicent. Pero me hice a un lado y callé. Nunca me lo perdonaré.

El cataclismo, cuando llegó, fue rápido y devastador. En mitad de la noche empezaron los dolores de parto de la reina Lenore; con la generosidad que la caracterizaba, ella los sufrió en silencio durante un rato hasta que dio tantas vueltas en la cama en su agitación que me despertó. Me arrodillé y la vi tendida de lado, aferrándose el vientre con los brazos.

—Ha empezado —susurró.

En la oscuridad solo veía sus ojos atemorizados mirándome.

Me levanté de un salto y encendí una vela. Luego humedecí un paño con agua y se lo puse en la frente.

—Iré a avisar a su majestad.

Salí corriendo al pasillo, tropezándome con las prisas con solo la palmatoria para alumbrarme. Llamé a la puerta de los aposentos del rey y uno de sus guardias salió frotándose sus ojos soñolientos.

—Avisa a la comadrona. A la reina le ha llegado la hora.

El guardia se irguió de inmediato y asintió. Esperé mientras se ponía una camisa y un abrigo. Luego encendió una vela con la mía y se marchó precipitadamente. Ursula, la comadrona, ya había recibido una elevada suma por comprobar el vientre de la reina durante el embarazo y había declarado que la criatura era fuerte. Pensé que su actitud alegre y segura de sí haría un gran servicio a la reina Lenore durante la dura prueba.

Tras susurrar la noticia al ayuda de cámara del rey aporreé las puerta de lady Wintermale y de las demás damas de compañía, y regresé al lado de la reina Lenore. Ella seguía con el paño en la frente, tal como la había dejado.

—Elise. —Se interrumpió con una mueca de dolor y jadeó varias veces antes de continuar—: Es pronto. Ursula dijo que la criatura tardaría en salir un mes o más.

A mí también me había asaltado ese pensamiento mientras corría de un lado para otro por los pasillos, pero preocuparse por tales cosas no ayudaría a la reina, que iba a necesitar todas sus fuerzas para afrontar lo que tenía por delante.

—Los niños llegan cuando están listos —dije con lo que esperaba que fuera un tono tranquilizador—. Mi madre siempre se equivocaba en sus cálculos. Uno de mis hermanos vino dos meses antes de lo previsto y salió tan sano como los demás.

—¿De veras? —Ella pareció creerme.

Me ahorré contarle más mentiras gracias a la llegada de lady Wintermale. En otras circunstancias me habría divertido verla con el pelo desarreglado y una bata mal abotonada. Pero esa noche solo sentí gratitud hacia ella por haber acudido con tanta rapidez. Ella solía enorgullecerse de su aspecto; era una prueba del afecto que profesaba a la reina que hubiera salido de su habitación vestida así.

—¿Cómo está? —me preguntó mirándome.

—Estoy bien —respondió la misma reina Lenore con una sonrisa valerosa—. Lo bastante bien para hablar, al menos.

—Bien, bien. Enciende las velas, Elise. Tiene que haber tanta luz como sea posible. ¿Ya han ido a buscar a la comadrona? —Cuando asentí, añadió—: Debemos preparar el material.

De las dependencias de la servidumbre llegó un grupo de criadas, listas para ponerse a disposición de lady Wintermale. Con las manos sudorosas a causa de los nervios me hice a un lado, pero oí que la reina Lenore me llamaba por mi nombre.

—¿Sí, milady?

—Ve a buscar a Millicent. Me prometió… —Hizo una mueca al sentir una nueva contracción—. Me prometió que me daría algo para aliviar el dolor.

Lady Wintermale puso los ojos en blanco pero no dijo una palabra. Yo corrí hacia la torre norte sin titubear, pues mi preocupación por la reina era más grande que mi temor a esos oscuros y retumbantes pasillos. Llamé tres veces a la puerta antes de que Millicent abriera. Con el cabello recogido con un gorro de dormir y los ojos hundidos a causa del cansancio, la vi por primera vez como una anciana. Sin embargo, en cuanto le comuniqué mi cometido se preparó, poniendo en entredicho esa primera impresión. Salió con aire majestuoso de la habitación y se detuvo frente a la puerta contigua para llamar con firmeza. La puerta se entreabrió casi al instante, como si Flora hubiera estado esperando a que la llamaran para entrar en acción.

Durante meses me había hecho preguntas acerca de Flora, y la había compadecido e incluso temido. Mi imaginación había conjurado tantas imágenes de locura que había olvidado que era una mujer de carne y hueso, una tía del rey, miembro de una familia conocida por su belleza. En la flor de la juventud, Flora debió de ser el miembro más llamativo. Como Millicent, tenía la nariz y la barbilla pronunciadas, pero sus grandes ojos color humo me miraron con mansedumbre, casi con nostalgia. Su boca se curvó de forma natural en un esbozo de sonrisa y sus mejillas se tiñeron de un rosa delicado. Enmarcaba ese rostro querúbico una mata de tirabuzones blancos, tan quebradizos que habrían podido ser de la seda de una araña; el resto de su cabello estaba sujeto hacia atrás con una cinta infantil. Tendría sesenta años cumplidos, pero en su virginal camisón blanco iluminado por la llama de una sola vela, carecía de edad.

—La reina está de parto —le dijo Millicent con brusquedad—. ¿Tienes las hierbas?

Flora desapareció en la oscuridad de la habitación. Por lo poco que entreví, tenía las mismas dimensiones imponentes que la de Millicent y un mobiliario igual de lujoso. Me desconcertó ver varias formas borrosas atadas al bastidor de la cama hasta que reconocí los bordes irregulares de las hojas y las ramas. Resultaba extraño que una dama de la nobleza secara hierbas como un vulgar boticario, y me pregunté si eso era una prueba de su mente trastornada.

Flora regresó y entregó a su hermana un pequeño frasco de cristal lleno de una sustancia verde oscura.

—Debe ponérselo debajo de la lengua —indicó Flora en voz baja y entrecortada—. No más de lo que cubra la uña más pequeña de sus dedos.

—Bien —respondió Millicent.

Flora me miró con curiosidad y Millicent le explicó con prisas que yo era la doncella de la reina.

—¿Cómo está tu señora? —me preguntó Flora al oírlo.

Desarmada por su visible preocupación, respondí con sinceridad.

—La reina está asustada ante el duro trance que la aguarda.

—No me extraña, pobrecilla.

Habló como si estuviera al corriente de los pensamientos más íntimos de la reina y me invadió una oleada de inquietud.

—Vamos —anunció Millicent, señalando la escalera.

Hice una rápida reverencia a Flora y ella sonrió nostálgica, y en su expresión se reflejó una mezcla de dulzura y dolor que por un instante me desconcertó. Solo el repiqueteo del bastón de Millicent logró sacarme de mi trance y recordé que me aguardaban deberes en otra parte.

Cuando entramos en el pasillo que conducía a los aposentos de la reina, Millicent se detuvo en seco. El rey y dos de sus caballeros nos obstruían el paso.

—La reina está siendo asistida por la comadrona —le comunicó el rey con aspereza—. No necesita otras distracciones.

Apretando la mandíbula con los brazos cruzados, el amoroso marido de la reina se transformó en un regente santurrón que no estaba dispuesto a tolerar amenazas a su autoridad. El mismo hombre había humillado en público a su propio hermano sin temor a las consecuencias.

—Hay algo que debo darle —insistió Millicent, e hizo ademán de rodearlo.

El insultante gesto avivó el fuego que ya ardía dentro de él.

—¡No entraréis!

Ambos caballeros dieron un paso al frente y Millicent se retiró. Sonriendo como si le divirtiera toda la escena, agitó el frasco delante de ella.

—Mi querido Ranolf, habéis malinterpretado mis intenciones. Estoy aquí obedeciendo órdenes de vuestra esposa. Preguntadle a Elise.

Reacia a verme mezclada en la escaramuza, me pegué a la pared.

—La reina me ha mandado a por el tónico que alivie los dolores de parto.

—Lo último que necesita la reina es una de vuestras pócimas —replicó el rey a Millicent con visible desdén—. No es más que otro débil intento de ganaros el favor de Lenore, esperando que se ponga contra mí. ¡No lo permitiré! ¡No abriréis una brecha entre mi esposa y yo!

Pese a la propensión de Millicent a causar alboroto, me alarmó que el rey escogiera ese momento para plantarle cara. ¿Iba a negarle a la reina Lenore alivio en su agonía solo para herir a su tía? Durante la diatriba del rey Millicent permaneció totalmente inmóvil y su rostro no abandonó su expresión impasible. Solo yo, que estaba muy cerca de ella, vi cómo asía con más fuerza el bastón haciendo que se le marcaran las venas de las manos. Entonces sonrió, como si de repente hubiera recordado el arma definitiva de su arsenal.

—Aún no me habéis agradecido mi intervención, querido Ranolf. Pasé horas con Lenore ante el altar de Saint Agrelle, rezando aun cuando tiritábamos de frío. Ahora, gracias a mí, se presenta ante vos con un heredero. Pero ¿me habéis expresado vuestra gratitud?

El rey Ranolf entornó los ojos mientras ella continuaba.

—Yo estuve con vuestra mujer mientras lloraba por la infertilidad de su vientre y le sequé las lágrimas con mis propias manos. No permitiré que me neguéis el lugar que me corresponde a su lado cuando traiga al mundo a nuestro heredero.

—¿Nuestro heredero? —Las palabras brotaron de los labios del rey Ranolf en un susurro, como si no pudiera darles crédito. Luego se sonrojó y agitó una mano hacia ella, el mismo gesto desdeñoso que utilizaba para despedir a los criados que le desagradaban—. Hoy no hay sitio aquí para vos. ¡Fuera!

Perpleja, Millicent se tambaleó hacia atrás y yo me precipité hacia delante para sostenerla. Respiraba de manera laboriosa, como si su corazón fuera un fuelle que avivaba la rabia. Temiendo adónde podía conducirle la indignación, me incliné sumisamente hacia el rey y tiré de la manga de Millicent, apremiándola a regresar a la torre norte. El rey Ranolf se alejó con un taconeo de botas, seguido de sus hombres. Lady Wintermale se asomó por la puerta y asintió al ver que había cogido a Millicent de la mano. Yo confié en que no hubieran llegado las voces a oídos de la reina Lenore. No debía alterarse y menos en un día como ese.

Todavía veo a Millicent como la vi en aquel momento, una imagen que incluso ahora me persigue. Alta y regia, con una expresión de altiva determinación en su rostro imponente, emanaba un esplendor terrible que debilitó mi resolución ya de por sí titubeante. ¿Podría haberme enfrentado a semejante fuerza? Si la hubiera doblado a mi voluntad y me la hubiese llevado de allí, ¿habría evitado la escena que siguió? Son preguntas que todavía me quitan el sueño cuando la fatiga permite que me asalten tales pensamientos. Me digo que una criada de quince años no habría podido cambiar el curso de los acontecimientos. Mi afecto por la reina Lenore no podía competir con los oscuros poderes de Millicent.

—Elise —me dijo sujetándome por los brazos, y yo me sentí perdida una vez más, inducida a obedecerla por su voz autoritaria—. Debes acudir al lado de la reina.

—Lo haré en cuanto os haya acompañado a vuestra alcoba.

—No, esto no puede esperar. Dile que Ranolf me ha prohibido la entrada y que ella debe insistir en que yo esté presente. Soy la única que puede asegurarse de que recibe la dosis adecuada.

Me deslizó el frasco entre las manos y me puso en camino. A través de las gruesas paredes de piedra reverberó un grito agudo. Era la reina Lenore quien gritaba. Casi grité con ella; la sola idea de que mi señora padeciera tanto hizo que se me formara un nudo de angustia compasiva en la garganta. La pócima que tenía en las manos aliviaría su dolor, pero si se la entregaba a la reina solo lograría provocar otro enfrentamiento aún más serio con el rey. Apesadumbrada, titubeé junto a la puerta con las palmas de las manos sudorosas. Millicent me miró con ojos penetrantes, y toda la fuerza de su atención me sacudió como un viento abrasador y me encendió el rostro, pese al frío de mitad de invierno que asolaba el castillo.

—A qué esperas —dijo con frialdad.

Si me hubiera mostrado un atisbo de amabilidad o de gratitud, yo habría hecho lo que me pedía. Pero me lanzó una mirada llena de desprecio, como si yo todavía estuviera salpicada de barro del campo. En un destello de clarividencia devastadora vi el motivo real de las atenciones que tenía conmigo. No me había escogido porque yo fuera más lista o más capaz que las demás criadas. No: me había inducido a creer que yo era excepcional para que la obedeciera en cualquier circunstancia.

Sintiéndome humillada y traicionada, me fallaron las rodillas y, conteniendo las lágrimas que amenazaba con derramar, oculté el rostro entre las manos. Ella alzó los hombros para erguirse todo lo alta que era y, disfrutando de la ventaja que tenía sobre mí, balanceó el bastón hacia atrás y me golpeó los hombros con severa fuerza. Grité y, rodeándome el torso con los brazos, caí al suelo.

—¡Maldita necia! —gritó—. ¿Cómo te atreves a desafiarme? —Una y otra vez me golpeó, y sus viles palabras me dolieron tanto como los golpes—. ¡No serías nadie sin mí! ¡Solo una criada cubierta de excrementos e indigna de dormir a los pies de la reina!

Con los ojos entrecerrados fui vagamente consciente de que a mi alrededor sonaban pasos ruidosos. Los golpes cesaron y un lacayo arrancó el bastón de las manos de Millicent. Mientras me levantaba despacio del suelo con la espalda dolorida el rey apareció ante nosotras.

—¿Qué es esta locura? —inquirió echando fuego por los ojos.

—Debéis despedir de inmediato a esta descarada.

—Señor, os lo ruego —dije en un arranque—. Me ha pedido que le lleve esto a la reina contraviniendo vuestras órdenes.

Le mostré el frasco, que él me arrebató de inmediato de las manos. Lo acercó a una de las antorchas colgadas de la pared, vació el contenido con un giro de la muñeca y arrojó el frasco contra el suelo. Millicent soltó un grito entrecortado mientras rezumaba un charco verde viscoso de los fragmentos de cristal.

El rey Ranolf dio un paso y se detuvo justo delante de Millicent, su orgulloso porte era el reflejo exacto del de ella.

—Mi tolerancia ha llegado a su fin —le dijo, y su voz retumbó con una furia apenas controlada. Hizo un gesto al caballero que tenía al lado y le ordenó—: Thendor, acompañad a mi tía Millicent a su habitación y quedaos allí montando guardia.

—Quizá deberíais consultar a vuestra esposa antes de hacer una declaración tan precipitada —murmuró Millicent.

—¡La reina me obedece! —bramó el rey—. ¡En esto así como en todo! —Se volvió hacia sus hombres que aguardaban detrás de él—. ¡Lleváosla! ¡No quiero verla más!

De pronto dos guardias corpulentos sujetaron a Millicent por cada lado y casi la levantaron del suelo. La mujer que tanto me había atemorizado con su porte majestuoso se transformó en una bruja chillona y patética que forcejeaba en vano con sus captores. El cabello blanco se le desprendió de las horquillas y le cayó en cascada sobre el rostro mientras profería insultos al rey, palabras tan horribles que siguieron flotando en el aire como humo mucho después de que desapareciera. El rey Ranolf permaneció unos instantes en el pasillo, callado y visiblemente alterado. Luego pasó por mi lado, entró en su alcoba, y cerró la puerta tras de sí de un portazo.

Me levanté despacio del suelo y vi que a mi alrededor se había congregado gente. Las damas de compañía de la reina estaban apiñadas y guardaban un silencio nada propio de ellas. Un grupo de lacayos murmuraron algo con tono sombrío mientras una doncella me miraba boquiabierta de asombro. Todos habían presenciado mi humillación, así como la cólera del rey. En unos minutos la historia de esa confrontación se extendería por todo el castillo.

De hecho, no mucho después, lady Wintermale me llevó aparte cuando yo estaba en la sala de espera de la reina contemplando cómo la luz del día invadía el jardín, estremeciéndome sin querer cada vez que me llegaba un grito de su habitación.

—¿Es cierto que se han llevado a Millicent? —me preguntó con los ojos muy abiertos.

—El rey ha mandado encerrarla en su habitación.

—Gracias a Dios.

—¿Cómo está la reina?

Ursula, con la aprobación del rey, había insistido en que solo lady Wintermale y ella asistieran en el parto, pero por el momento las dos mujeres no habían hecho gran cosa.

—Está animada, aunque sigue pidiendo la poción.

—Decidle que no es posible conseguirla. No es preciso que sepa la razón.

—Pobrecilla. Me temo que la criatura tardará un poco en llegar.

No andaba muy desencaminada en su predicción, pues la reina Lenore se pasó un día con su noche luchando con el dolor. Mi preocupación por mi señora me impidió conciliar el sueño, y estuve toda la noche deambulando por los aposentos reales y la sala inferior, donde un grupo de doncellas y lacayos montaban guardia con la señora Tewkes. A la mañana siguiente, mientras contemplaba otro amanecer a través de la ventana de la sala de estar, temí no soportar una hora más despierta. Durante un inquietante rato no llegaron gritos ni gemidos de la alcoba.

Ursula salió de la habitación con un esbozo de sonrisa. Vi por el modo en que se movía que tenía los brazos y las piernas doloridos. Yo le había llevado un cuenco de sopa, pero ella lo dejó de lado.

—Ya falta poco. Ve con ella, puede que te necesite.

En el interior de la alcoba, lady Wintermale estaba sentada en una silla, con las extremidades rígidas a causa del agotamiento. Ursula se inclinó junto a la cabecera de la cama. Daba lástima ver a la reina Lenore, con el cabello siempre brillante apelmazado alrededor de su rostro demacrado y lívido. Tenía la mirada apagada, sin dar muestras de reconocimiento, cuando entré.

—Ha llegado la hora, milady —dijo Ursula—. Debéis empujar.

La reina Lenore gimió, un sonido tan triste y débil que me partió el corazón. De haber podido meterme en la cama y empujar por ella lo habría hecho.

La voz de Ursula adoptó un tono amedrentador que yo nunca había oído.

—¡Debéis hacerlo! ¡Vuestro bebé ya está listo!

Apretando los dientes y los puños, la reina Lenore empezó a empujar. Y Dios se apiadó entonces de ella, pues el resto fue arduo pero rápido. Al cabo de diez laboriosas respiraciones había traído al mundo a una criatura.

Por un instante que pareció durar horas no se oyó ningún sonido. Luego vi a Ursula levantarse radiante meciendo el bebé en los brazos. Una firme palmada en la espalda de la criatura fue seguida de un llanto insistente. El alivio recorrió mi exhausto cuerpo y casi estallé en lágrimas. Lady Wintermale tomó a la diminuta criatura de los brazos de Ursula, la limpió con destreza con un paño húmedo y la envolvió en una manta de lana que la reina había bordado para la ocasión. A continuación abrió la puerta de la antecámara con el preciado fardo.

—Llamad al rey —anunció.

El rey debía de estar dando vueltas en el pasillo porque apareció casi de inmediato. Las damas de compañía se separaron para dejarle pasar.

—Una hija —dijo lady Wintermale, extendiendo el brazo que sostenía al bebé—. Y está todo lo sana que se puede estar.

Los murmullos emocionados cesaron y se hizo un silencio en la estancia. Una hija. Bajé la vista al suelo, temerosa de ver el rostro del rey demudado. Con qué celeridad un instante de alegría podía transformarse en una escena de luto.

Vi a la reina Lenore acostada en la cama y me di cuenta de que lloraba. No con las lágrimas de euforia de una mujer que acaba de ser madre por primera vez sino con sollozos de angustia y pesar. Aferré una tela limpia y le sequé el rostro, luego le pasé agua de lavanda por el cuello.

—Chist, señora —susurré—. Aquí viene vuestro marido.

—Una hija —gimió ella—. Todo esto por una hija.

Ursula retiró las sábanas ensangrentadas del pie de la cama, preparándola para la entrada del rey. Yo le alisé el cabello lo más rápidamente que pude y le eché sobre los hombros uno de sus mejores chales, haciendo lo posible por que tuviera un aspecto presentable. Pero por muy hermosa que estuviera o por bien que oliera, el rey no vería más allá de la desesperación que reflejaba su rostro. Después de tanto sufrimiento todavía no le había dado un heredero. Durante un instante insoportable pensé en el príncipe Bowen. ¡Cuánto se regocijaría con la noticia!

—Ya está preparada, señor —oí decir a Ursula a mis espaldas.

Me volví y vi al rey entregarle una bolsa llena de monedas. A juzgar por la expresión de deleite que puso ella era más dinero del que esperaba.

—Habéis traído una criatura sana al mundo. Por ello siempre estaré en deuda con vos. —Se acercó y se detuvo al lado de la cama opuesto al mío. La reina rehuyó su mirada y él le rozó la mejilla con los dedos y añadió—: Querida.

—Siento mucho vuestra decepción —susurró ella.

—¿Decepción? —El rey se volvió hacia donde estaba lady Wintermale—. Traedme a la criatura.

Lady Wintermale dejó con cautela a la niña en los brazos del rey. Él la llevó a la cama y, poniéndola en los brazos de la reina, se arrodilló a su lado.

—¿Ya la habéis admirado?

La reina Lenore bajó la vista sin mover la cabeza. El bebé yacía en silencio, y sus ojos negros y sus labios rojo intenso destacaron entre los pañales.

—He rezado tanto para que fuera un varón —musitó la reina Lenore.

—Si mi hija resulta ser tan hermosa como su madre, ¿no me dará mayor gozo contemplarla a ella que a un muchacho grosero?

La reina Lenore torció los labios en un esbozo de sonrisa.

—Yo he rezado para que trajerais al mundo una criatura sana y mis plegarias han sido atendidas —continuó el rey—. Es posible que ninguna mujer haya heredado el trono hasta ahora, pero eso no significa que nuestra hija no pueda ser la primera.

La reina se echó a llorar, pero esta vez eran lágrimas de alivio, pues sonreía al rey con ternura. Oí a alguien sorber por la nariz y vi que lady Wintermale intentaba contener las lágrimas. El rey se levantó y se dirigió a la multitud que esperaba en la antecámara.

—¡Difundid por todo el reino la noticia de que ya ha llegado mi heredera!

Las damas aplaudieron y alcancé a oír cómo la euforia resonaba a través del pasillo, donde esperaban otros muchos miembros de la corte.

—¡No permitiré que digan que no he recibido a esta criatura con los brazos abiertos! —exclamó el rey regresando al lado de la reina—. Celebraremos el bautismo con la fiesta más fastuosa que se haya visto jamás. ¿Qué os parece?

La reina Lenore sonrió y asintió con los ojos brillantes, pese a las profundas ojeras de fatiga.

—Sí, debemos dar las gracias.

La euforia derribó las habituales barreras sociales y me encontré abrazando a damas de compañía y a sirvientes por igual hasta que me dolió la boca de sonreír. La reina Lenore me hizo señas para que me acercara a admirar al bebé y solté un gritito, rindiéndome a sus encantos.

Si el rey se hubiera dejado llevar por el espíritu de ese momento y hubiese renunciado a su orgullo, quizá todo habría ido bien. Lleno de gratitud por el nacimiento de una criatura sana, podría haber olvidado los agravios de su tía. Pero el rey Ranolf no era esa clase de hombre. Benévolo y generoso con los seres a los que amaba, era un hombre tan obstinado como Millicent. La arrogancia quizá confiriera ventajas a un monarca, pero también lo volvía ciego a los beneficios de la diplomacia. Esa fue la razón por la que nunca logré sacudirme el temor que me inspiraba, pues ¿quién sabe de qué es capaz un hombre que está convencido de su infalibilidad?

Dos fuerzas poderosas se habían enfrentado. Y esta clase de luchas solo pueden acabar en desastre.