6
Una maldición cae sobre nosotros

 

Pusieron a la niña el nombre de Rose, haciendo honor al amor de Lenore por las flores, así como al color rojo intenso de sus labios. Desde el principio fue recibida con la misma pompa que si hubiera sido un varón: las trompetas anunciaron su llegada desde las murallas, y el domingo siguiente a su nacimiento la reina la sostuvo en pañales en la capilla para que los miembros de la corte la admiraran. El bautismo se celebraría en la catedral de Saint Elsip, según anunció el rey, para que sus súbditos pudieran regocijarse con él. Después de las festividades públicas las familias nobles de todo el reino se congregarían en la gran sala en torno a un suntuoso banquete.

Solo una persona de alto rango no figuraba entre los invitados, ya que al día siguiente del nacimiento de Rose el rey desterró a Millicent del reino, y las súplicas de la reina Lenore en favor de ella solo reafirmaron la decisión.

—¡Miraos! —bramó él—. Arrastrándoos por una mujer que me trata con desdén. Nunca he hecho caso de las habladurías, pero tal vez sean ciertas. ¡Os ha hechizado!

—Basta —gritó la reina—. ¡No digáis tonterías!

Testigo involuntario del enfrentamiento, me aparté de la cama con discreción. En mi fuero interno censuraba al rey por reprender a su mujer, débil como estaba todavía a causa del parto.

—He visto claro que os tiene dominada —continuó el rey—. No permitiré que haga lo mismo con nuestra hija.

—¿Qué hay del bautismo? —preguntó la reina Lenore, secándose los ojos con la manga del vestido.

Meses atrás, por medio de sus habituales tejemanejes, Millicent había convencido a la reina para que la nombrara a ella madrina de la criatura.

—Aquí no es bien acogida —respondió el rey Ranolf con firmeza.

—¡Pero es la hermana de vuestro padre!

—Nunca permitiré que esa mujer tenga la tutela de mi hija.

—Por favor, no hace falta que ella sea la madrina. —La voz de la reina Lenore sonó desesperada—. Invitadla como a un comensal más. Hacedlo por mí. Eso es todo lo que os pido.

—¡Basta! —gritó el rey—. ¡Puede que la tía Millicent tuviera a mi padre metido en un puño, pero no hará lo mismo conmigo ni con vos! He ordenado a los guardias que la escolten hasta las puertas del castillo. A partir de hoy no volveré a oír su nombre dentro de estas paredes. Por lo que a mí se refiere, ha muerto.

Salió con paso airado y la reina Lenore estalló en sollozos.

—No lo entiende.

—Chist, milady. —Sin pensar, le acaricié la cabeza imitando a mi madre cuando me consolaba. Sorprendida, vi que ella me tomaba la mano y me la besaba, y se la llevaba a la mejilla.

—Gracias, Elise. Me has infundido fuerzas.

Sus tiernas palabras me conmovieron profundamente, pero no podía apartar de mi mente la cruel declaración de Millicent: «¡No serías nadie sin mí!». ¿Era cierto? ¿Había presionado ella a la reina para que me escogiera a mí como criada porque sabía que yo la obedecería? ¿Era posible que mis logros no se debieran a mi esfuerzo sino a la brujería, a un hechizo causado por la piedra de los deseos que cada noche había apretado entre los dedos? Atormentada por tales pensamientos, me acerqué a hurtadillas al rincón donde dormía mientras la reina estaba distraída con el bebé, cogí la piedra de debajo de la almohada y la escondí entre los pliegues de mis faldas. Me excusé y, corriendo hasta las letrinas de la servidumbre, tiré la piedra a uno de los fosos hediondos.

Sin embargo, no resultaba fácil eliminar la influencia de Millicent. En lugar de volver al lado de mi señora, me sorprendí volviendo mis pasos hacia la torre norte para asegurarme de que la mujer que había sido mi protectora y torturadora por partes iguales realmente se había marchado.

Aún seguía allí. Mientras me acercaba a la escalera de mármol que conducía a su habitación resonó la voz autoritaria que yo tan bien conocía y me quedé clavada donde estaba. Luego apareció ella, flanqueada por dos guardias cuya expresión sombría traslucía su insatisfacción hacia la tarea que se les había encomendado. Millicent, que los estaba reprendiendo por asirla con excesiva fuerza por debajo de los brazos, se rió al verme. Fue un sonido tan inesperado que no fui capaz de reaccionar. Me quedé mirándola, horrorizada ante su expresión casi demencial y al mismo tiempo eufórica. Aun mientras la sacaban a rastras del castillo sumida en la deshonra, se movía con un aire de superioridad moral que no pude por menos de admirar.

—¡Elise! ¡Llegas a tiempo para ser testigo de mi caída! —La última palabra fue pronunciada con tono burlón, casi como si se jactara de ello—. ¿Has venido para regodearte?

Hice un gesto de negación.

—Entonces, ¿qué haces aquí? ¿Por qué andabas buscándome?

Los guardias aflojaron la fuerza con que la sujetaban, y Millicent avanzó a grandes zancadas; minándome las defensas con su mirada penetrante, se detuvo delante de mí.

—Ah, ya veo. Querías asegurarte de que de verdad se marcha tu rival por el afecto de la reina. Y, en efecto, me marcho. Dejo enteramente en tus manos a mi querida Lenore, para lo que puedas servirle.

—Mi única preocupación es la salud de la reina y de la criatura —protesté, avergonzada de que hubiera adivinado tan fácilmente mis sentimientos.

—Sí, la criatura. En ella se cifran todas las esperanzas de Ranolf. ¡Una niña! —Se carcajeó con amargura—. El trono será de Bowen, después de todo. Qué desenlace más apropiado para un reinado tan desastroso como el de Ranolf.

—El rey ha declarado heredera a su hija.

—¡Tonterías! Las mujeres nunca han podido acceder al trono.

—Ahora sí.

No esperaba que esas palabras supusieran semejante golpe para Millicent. Se le endureció el rostro en un rictus y echó fuego por los ojos, como si hubiera recibido de mí un insulto imperdonable. Cuando finalmente habló, expulsó las palabras con una fuerza tan brutal que se salpicó los labios de saliva.

—A esto hemos llegado. Ranolf rompe con siglos de tradición y destierra a la única persona que podría ser un modelo para su preciosa hija. ¿Sabe Lenore lo que significa para una mujer ejercer el poder? ¡No! Ella se contenta con hilar y tejer como la esposa de un campesino. Y Ranolf está ciego, no puede ver las fuerzas que confluyen contra él. Yo soy la única que puede salvar este reino de la conquista y la destrucción. ¡La única! Sin embargo me echan.

Sus gritos cada vez más agudos arrancaron a los guardias de su letargo. Uno de ellos le sujetó con firmeza el brazo y tiró de ella, apartándola de mí.

—¡Sabes que digo la verdad!

Yo no quería creerla. Resultaba más fácil rechazar sus advertencias como las divagaciones de una mujer enajenada que creer que el reino se hallaba realmente en peligro. Mientras los guardias la empujaban a regañadientes hasta el pie de las escaleras, oí un alboroto en lo alto. Levanté la vista y vi a Flora asomada.

Me quedé inmóvil, aunque ella no pareció advertir mi presencia. Observaba a su hermana con las lágrimas corriéndole por las mejillas. Con toda la conmoción causada en torno a Millicent yo no había pensado en Flora. De pronto comprendí el terrible golpe que debía de suponer para ella. Perdía a su compañera más cercana, a la única persona en quien confiaba, después de haber sido aislada por todos los demás miembros de la corte. Sin embargo, no fue dolor lo que vi en el rostro de Flora. Tristeza sí, y tal vez pesar. Pero también determinación. Como si estuviera resuelta a clamar por el pasado antes de hacer frente a un nuevo futuro.

Me volví con la intención de escabullirme, pero Flora pronunció mi nombre.

—¿Sí, señora?

—¿Está bien la niña?

—Sí, fuerte y sana.

—¿Cómo la han llamado?

—Rose.

—Rose. —Reflexionó sobre la sonoridad del nombre y esbozó una tímida sonrisa—. La reina Rose.

Esperé, pero entre Flora y yo se hizo un silencio mientras ella se dejaba llevar por los pensamientos que atormentaban su mente trastornada. Impaciente por despedirme de un modo airoso dije las primeras palabras que acudieron a mi mente.

—Lamento lo de vuestra hermana.

—¿Sabías que si mi padre hubiera sido tan obstinado como Ranolf, Millicent habría sido nuestra reina? Además de ser la primogénita, era mucho más hábil que mi hermano y yo juntos. Pero, naturalmente, las mujeres no podían heredar el título.

Hasta ahora, que ya era demasiado tarde para Millicent.

—Ranolf no tenía elección —añadió Flora en voz baja—. Pero me asusta pensar hacia dónde dirigirá su ira Millicent.

Se volvió rápidamente y sus faldas arrugadas se embrollaron a su alrededor, pero no sin que antes yo reconociera la otra emoción que se había traslucido en su rostro mientras su hermana desaparecía: alivio.

 

Durante las siguientes semanas atendí a la reina Lenore, que poco a poco fue recuperando las fuerzas. Insistió en que instalaran la cuna de Rose en su sala de estar en lugar de en el cuarto de los niños de la tercera planta del castillo. Si bien una nodriza criaba al bebé, la reina Lenore se ocupaba personalmente de todo lo demás. Las damas de compañía estaban convencidas de que el rey pondría objeciones, sobre todo si oía el llanto desde sus propios aposentos. Pero no se quejó. De hecho, a menudo se le veía sosteniendo en brazos a la niña y sonriendo radiante al contemplarla plácidamente dormida.

—Mi bella niña —murmuraba—. Bella.

La mañana del bautismo, el rey, la reina y su diminuta hija cruzaron Saint Elsip en un carruaje dorado. Sin dejarse intimidar por el gélido viento de invierno, los aldeanos se congregaron a lo largo de las calles en hileras de tres y cuatro para verlos pasar. Seguía al carruaje un cortejo de cortesanos encabezado por la recién elegida madrina de Rose, lady Wintermale, rodeada de las damas de honor de la reina, y sir Walthur Tilleth, el solemne consejero principal del rey, al frente de los caballeros y los nobles. Cerraba la comitiva un ruidoso grupo de bufones y músicos.

Yo iba a la cola de ese cortejo, apretujada entre los demás criados. La reina Lenore me había dado para la ocasión uno de sus viejos vestidos, hecho de un terciopelo suntuoso que me acariciaba la piel. El dobladillo estaba deshilachado y el corte de las mangas, desfasado, pero era la prenda más hermosa que había llevado jamás, y una capa ribeteada de pieles me resguardaba del frío. Ataviada con tan lujoso vestido me movía de otro modo, como si la misma tela llevara consigo el noble porte de su dueña original. A los quince años yo era mucho más joven que cualquier otra doncella de cámara, y pese a la amabilidad y la paciencia de la reina todavía me asaltaban las dudas. Pero aquel día, con aquel vestido, ocupé mi lugar en el cortejo como si hubiera nacido para ello, sonriendo con elegancia a todos los concurrentes. Al adentrarme en el silencio de la iglesia todavía me resonaban en los oídos los vítores de la multitud de fuera.

El bautismo fue una ceremonia larga y tediosa, como suelen serlo todas esas ceremonias, aunque Rose se desenvolvió bien y solo lloró al final, cuando le echaron el agua sobre la cabeza. Apiñada en el fondo de la iglesia en medio de comerciantes y pequeños terratenientes, yo apenas veía a la niña, solo divisé fugazmente a la reina Lenore en el altar sosteniendo en los brazos un pequeño fardo de encaje blanco. Al concluir el servicio el rey y la reina recorrieron el pasillo radiantes y salieron a los escalones de la iglesia para presentarle a Rose sus nuevos súbditos. Me llegó de fuera un enardecido clamor de voces, y en el interior de la catedral también se alzaron vítores que retumbaron de los muros de piedra a nuestro alrededor.

Esperé a que se dispersara la multitud congregada ante las puertas de la iglesia para salir. Por la plaza abierta pululaban cientos de personas esperando prolongar el ambiente festivo del día. Miré alrededor por si reconocía a alguien del castillo, pero no vi ningún rostro conocido. Me disponía a regresar sola cuando se alzó una voz.

—¡Señorita Elise!

Hacía tiempo que nadie se dirigía a mí con tanta formalidad. Miré alrededor y vi una figura rotunda subir jadeante los escalones de la iglesia en dirección a mí. Mientras se acercaba reconocí a Hannolt, el zapatero. Aunque pasaba por delante de su tienda cada vez que visitaba la casa de mi tía, no lo había visto desde el día que me había escoltado hasta el castillo.

—¡Qué agradable sorpresa! —exclamó.

Me tomó la mano y me la besó con un gesto aparatoso. Como siempre, dejó que las palabras brotaran de su boca sin apenas tomarse una pausa para respirar.

—Su tía me ha dicho que sirve a la reina en persona. ¡Cuánto ha medrado desde la última vez que la vi! Así se hace, muchacha. Así se hace. ¿Ha sido el bautismo lo que la ha traído a la ciudad? Ha sido excelente para el negocio, no le quepa duda. Con motivo de los festejos he recibido encargos de nuevo calzado tanto de caballeros como de damas. He trabajado junto con mi mujer y Marcus todas las noches de la semana pasada.

Miré por encima del hombro de Hannolt para ver si su hijo esperaba en silencio detrás de él.

—¿Está aquí?

—¿Marcus?

Hannolt pareció tan sorprendido que me arrepentí de la pregunta en el acto. Qué osada debía de haberle parecido preguntándole por un joven que apenas conocía. Corregí mi imprudencia tartamudeando una excusa demasiado apresurada.

—Solo… pensé que quizá había acudido la familia al completo a ver a la princesa.

—¡Hay que ser afortunado para ver algo con todo este gentío! —se mofó Hannolt—. No, puede que hoy sea un día de fiesta en el castillo, pero mi jornada ha transcurrido con normalidad. Marcus ha ido a hacer unos repartos al este de la ciudad. Yo venía de la casa de la señora Hilsker, que está a la vuelta de esa esquina, cuando la he visto en el cortejo y no he podido evitar detenerme y mirar.

—Ha sido un placer verlo, pero la reina me espera en el castillo —dije, intentando poner fin a la conversación con elegancia antes de que postergara aún más mi regreso.

—Ahora que vive en tan regia compañía quizá podría hablar bien de mí, si se le presenta la oportunidad. Disfruto trabajando para las elegantes damas de la corte.

—Le recomendaré sin titubear.

—Ha hablado como una verdadera dama de noble cuna. Sí, su voz se ha vuelto muy refinada. Y sus modales también son encantadores. Ha llenado de orgullo a su tía, que tiene muchos motivos de celebración… Tengo entendido que habrá otro bautismo antes de que acabe el año.

—Sí, mi prima Damilla está encinta.

—Una feliz noticia. Saludaré de su parte a la señora Agna y a Marcus.

Al notar que me ruborizaba le dije que no era necesario, pero Hannolt se inclinó y no pareció oírme. Más tarde ese día me imaginé la escena: Hannolt comunicándole a Marcus mi interés mientras este trataba en vano de recordar quién era yo. Desde que nos conocíamos me había cruzado con docenas de jóvenes con mejores perspectivas de futuro que el hijo de un zapatero. ¿Por qué el rostro de Marcus persistía tan nítido en mi memoria, y por qué me había llevado un chasco al ver que no estaba?

 

Cuando regresé al castillo crucé las cocinas, llenas de cocineros con las mejillas coloradas por el esfuerzo. Sobre todos los fuegos se asaban cerdos ensartados en espetones, y las mesas estaban cubiertas de masa y tartas. En cualquier otro momento me habría detenido para comer algo a hurtadillas —me rugieron las tripas con los aromas—, pero sabía que ese día me exponía a recibir un grito y una bofetada del cocinero jefe. Seguí andando sin detenerme.

En la sala inferior habían colocado jarras de cerveza y fuentes de carne y queso sobre mesas de madera. Los mozos de cuadra y las doncellas brindaban y comían de las fuentes, aunque imaginé que la señora Tewkes aún no había dado permiso para empezar. Varios mozos se tropezaron conmigo en sus prisas por atender los carruajes de los invitados. Uno de ellos, un cochero de carácter particularmente amargado que se llamaba Horick, soltó una maldición cuando le pisé un pie al verme empujada por otro. Una queja mía a la reina podía costarle el puesto, pero no dije nada. Con ello solo lograría volver a los demás criados contra mí y ya me sentía bastante sola en mi cargo.

Vi a varias sirvientas correr hacia la gran sala con copas y recipientes de mucho valor. Petra me había descrito los preparativos del banquete el día anterior; habían pulido toda la vajilla de plata y oro, sacado la mejor cristalería y colgado tapices por todo el castillo para dar color a las paredes. El rey y la reina se sentarían a su mesa colocada sobre un estrado, con Rose a su lado en la cuna real. Después de comer, tras oír las canciones y poemas de rigor en honor de la niña, los invitados de más alto rango presentarían sus obsequios. Se esperaba que el acto durara horas. A su término la gente volvería a tener apetito y se serviría la cena.

Una mano me asió por el hombro y me volví. Petra me miraba con aprobación.

—Qué vestido más bonito.

—Me lo ha dado la reina para asistir al bautismo.

—¿Has estado en la iglesia?

—No precisamente en un lugar de honor. Más bien apretujada en una esquina del fondo.

Petra miró a los criados que pasaban apresurados por nuestro lado.

—Ahora no puedo hablar. Me expongo a que me riñan por llegar tarde. ¿Te veré luego?

—No estoy segura. Puede que me necesite la reina. —Era una excusa oportuna que había utilizado a menudo para evitar las reuniones de la servidumbre.

—Seguro que te concede un par de horas de diversión —dijo Petra—. Todas las chicas estarán deseando que les cuentes la ceremonia. Y tengo entendido que cantará cierto cazador.

Nos sonreímos, yo vacilante y ella con picardía. El joven que atendía los perros de caza del rey era la comidilla entre las sirvientas del castillo. Agradecida por la amistosa propuesta le respondí que haría lo posible por ir.

Petra sonrió y se volvió para irse.

—Te estaré esperando —dijo por encima del hombro mientras se alejaba apresurada.

Cuando llegué a los aposentos de la reina del piso superior, una de las sirvientas me comunicó que ya se hallaba en la gran sala. Bajé corriendo y me abrí paso entre damas y caballeros vestidos de forma extravagante que se paseaban por los pasillos, pavoneándose unos ante otros. Al entrar en el salón, vi que el rey y la reina estaban en el otro extremo de la estancia saludando a invitados que no reconocí. Por sus sofisticadas capas supe que eran de noble rango. Habían sido invitados los condes, lores y príncipes de todo el reino, y el rey estaba resuelto a deslumbrarlos a todos.

Avancé a codazos entre la multitud de la sala hasta atraer la mirada de la reina Lenore. Cuando empecé a disculparme por haber llegado tarde, ella se limitó a ladear la cabeza, dándome a entender que debía ocupar mi lugar. Me abrí paso entre la gente hasta llegar a la pared situada detrás del estrado, desde donde podría seguir los acontecimientos y al mismo tiempo estar cerca de ella.

Sin previo aviso sonaron las trompetas. Los invitados se apresuraron a ocupar sus asientos en medio de un murmullo de voces y revuelo de faldas. El rey se levantó de su trono. Estaba resplandeciente con su túnica morada y dorada, e irradiaba felicidad.

—Leales damas y nobles caballeros —empezó a decir—, es un honor recibiros en esta espléndida celebración. En el día de hoy os presento a mi hija Rose como mi heredera, con todos los derechos que entraña semejante título.

Vi que los invitados se miraban unos a otros, reconociendo la trascendencia de la ruptura con la tradición por parte del rey, y recordé la advertencia de Millicent sobre las fuerzas dispuestas contra él. Sin embargo, si en esa multitud se rebeló algún súbdito desleal, yo no lo vi.

—El futuro del trono ha sido motivo de gran preocupación para todos, incluida mi familia —continuó el rey—. Sean cuales sean los temores que han surgido en el pasado, confío en que la llegada de Rose los disipe. Su nacimiento anuncia una nueva era de gloria para todos.

Alzó su copa de oro adornada con un arcoíris de piedras preciosas incrustadas, y los invitados se levantaron y alzaron también sus copas, un brindis general que se extendió por toda la estancia. Intenté capturar mentalmente esa escena imaginando que algún día se la describiría a Rose. ¿Era posible que una criatura tan diminuta, y niña por añadidura, pudiera presidir una era de paz? Lo deseé de todo el corazón.

Después del brindis entró un ejército de criados con bandejas de comida; advertí que hasta las criadas y los pajes servían. Sin duda, era un signo de privilegio que yo no hubiera recibido órdenes de servir también a los invitados. La reina me hizo señas un par de veces durante la comida, una para ir a buscar un paño fresco, porque hacía mucho calor en la estancia a causa de la aglomeración de cuerpos, y la otra para que limpiara un pequeño charco de vino que había derramado a sus pies. Pero durante la mayor parte de la velada me retiré a un rincón y observé. Antes de que llegaran los juglares y los bailarines, e hicieran su número en el estrecho pasillo que había al otro lado de la estancia, yo estaba acalorada y con los pies doloridos.

Pero ahí no se acababa todo. Todavía había que soportar el interminable desfile de regalos. Por orden de rango, los invitados fueron escoltados hasta el estrado, donde presentaron al rey y la reina sus obsequios escogidos en función de su poder con el fin de impresionar. Retiraron una pila de joyas, pieles y oro, y no tardó en erigirse de nuevo. Yo veía cómo se hacía notar el peso de las horas en la reina, que estaba recostada de lado en su trono, con la sonrisa gentil de siempre pero el cuerpo desplomado a causa de la fatiga.

El último obsequio lo presentó una anciana noble con la espalda encorvada en un arco permanente, que avanzó arrastrando los pies hacia el estrado. La animación de horas atrás se había desvanecido en el transcurso de la tarde. Aburridos desde hacía rato, los invitados bostezaban y susurraban entre sí. El vestido que yo había llevado con tanto orgullo por la mañana estaba arrugado y húmedo de sudor, y mis tirabuzones recogidos con pulcritud languidecían. Estaba impaciente por dejarme caer sobre mi camastro y dormir.

En mi aturdido ensimismamiento tardé unos instantes en percibir que el ambiente de la estancia había cambiado. Lo primero que advertí fue el murmullo de voces cerca de la puerta. Me puse de puntillas para averiguar la causa, pero la gente estaba demasiado apretujada. Oí cómo se formaba y aumentaba la conmoción, como una onda a través de un lago. Y de la aglomeración de cortesanos salió de pronto una figura que me cortó la respiración.

Millicent no tenía el aspecto de alguien que ha caído en desgracia. Se movía con la majestuosidad de una reina y alrededor de su alta figura ondeaba su capa negra. Iba ataviada con un vestido verde y morado —los colores de la casa real— y en sus pendientes de oro se reflejaba la luz de las velas. Nunca olvidaré cómo entró con paso firme, irradiando fuerza. En ese instante se la veía hermosa y aterradora a la vez, y una vez más noté cómo yo misma sucumbía a su misteriosa atracción. Si me hubiera ordenado que me inclinara ante ella lo habría hecho sin titubear.

Se detuvo en el borde del estrado, justo delante del rey, y se hizo un silencio. Señaló con un ademán las riquezas amontonadas a sus pies.

—Me temo que llego imperdonablemente tarde. —Su voz atronadora retumbó por la silenciosa estancia—. ¿Ya os han presentado todos los obsequios?

La reina Lenore estaba totalmente inmóvil; a los ojos de un extraño podría haber parecido indiferente a la llegada de Millicent. Solo yo advertí la rigidez de su mandíbula y las manos juntas en su regazo. El rey se sonrojó y vi que hacía un esfuerzo por controlarse antes de hablar.

—La celebración ha concluido.

—Solo quería presentar mis respetos —replicó Millicent bajando la voz suplicante.

La reina Lenore puso una mano en el brazo de su marido. Él la miró y acto seguido asintió hacia Millicent, entornando los ojos con recelo.

—Gracias —continuó Millicent con una elaborada reverencia—. Yo también tengo un obsequio para vos pero ya os lo he dado. —Señaló con sus largos y huesudos dedos la cuna—. Vuestra hermosa hija.

El rey se disponía a protestar, si bien Millicent se apresuró a continuar para detenerlo.

—Preguntad a la querida Lenore. Ella os contará todos los esfuerzos que hice para que se realizara este milagro.

El rey se volvió hacia su mujer, pero ella siguió esperando y observando con la mirada al frente, tan inmóvil que era como si se hubiera olvidado de respirar.

—Sin embargo, ¿acaso me habéis mostrado gratitud? No. En lugar de ello resolvisteis humillarme echándome como a una vulgar mendiga. Me lo habéis arrebatado todo, mi hogar, mi reputación… mi felicidad. Por ello, mi buen rey Ranolf, yo os arrebataré la vuestra.

Como si intuyera lo que iba a ocurrir, la reina Lenore alargó una mano hacia la cuna y aferró el diminuto puño de Rose.

—Lo perderéis todo: vuestra hija, vuestra esposa, vuestro querido reino —prosiguió Millicent, alzando la voz con tono triunfal—. No será hoy ni mañana. Quiero que os aferréis a vuestro trono mientras contempláis cómo se disuelve vuestro poder. Quiero que viváis con miedo hasta el final de vuestros días sin saber cuándo caerá el golpe decisivo. Quiero que veáis crecer a vuestra hija y que año tras año aumente vuestro amor por ella hasta que os sea arrebatada para siempre.

Pese a la aversión que me inspiraba, su voz y su cautivadora presencia me hipnotizaron. Toda la corte debió de verse afectada de igual modo, pues nadie hizo nada por detenerla.

Millicent se inclinó hacia el rey y casi en un murmullo añadió:

—Hay muchas maneras de quitar una vida: un elixir servido en una copa, una poción salpicada en una almohada, una traza de veneno adherida al huso de una rueca. Lenore, vos os deleitáis con esas artes femeninas, ¿no es cierto? Imaginaos a vuestra hija en la flor de su juventud y la cúspide de su belleza pinchándose un dedo y cayendo muerta ante vuestros propios ojos. ¿Qué haríais entonces?

Todavía la oigo carcajearse. Ese escalofriante sonido quedó grabado para siempre en mi memoria, la venganza de Millicent desde la tumba. La reina Lenore soltó un grito que sacó al rey de su horrorizado estupor. Se levantó de un salto e hizo ademán de atacar personalmente a Millicent con la misma furia con que lucharía en el campo de batalla. Pero semejante arremetida no cogió por sorpresa a Millicent, quien retrocedió un paso riéndose mientras el rey daba un traspiés encima del estrado y caía al suelo.

—Os pasaréis el resto de vuestra vida atemorizado —continuó ella con una sonrisa horrible—. Este será mi obsequio, mi querido Ranolf. —Y dicho eso desapareció.

Con el correr de los años la gente diría que se desvaneció por arte de magia en una nube de humo. Si bien puedo dar mi palabra de que no ocurrió tal cosa, lo que presencié apenas es más creíble. Millicent, de pie en el centro de la habitación, se envolvió en su capa, y dando media vuelta se perdió en la multitud. El rey ordenó a gritos a sus guardias que la prendieran, y se elevó un murmullo de indignación y emoción mientras los caballeros se abrían paso entre la apiñada multitud. Pero todo fue en vano. Millicent se escabulló de la gran sala sin que nadie la viera.

Atrás dejó una estela de estupefacción y horror. Algunos invitados formaron corros y discutieron sobre cómo actuar; otros se quedaron mudos de asombro por lo que habían visto. La reina Lenore, sollozando, cogió a Rose de la cuna y encorvó el cuerpo sobre ella como para protegerla del odio de Millicent. La niña se echó a llorar sin hallar consuelo en el abrazo de su madre.

El llanto me arrancó de mi horrorizado estupor, y me arrodillé ante la reina, impaciente por resguardarla de la escena frenética.

—Venid conmigo, señora —la apremié.

Con delicadeza cogí a Rose de sus brazos y le pedí a la nodriza que se la llevara de allí. Los berridos de la niña y el caos que nos rodeaba me sumieron en un confuso aturdimiento. Miré al rey esperando órdenes y conduje a la reina Lenore a través de una pequeña puerta situada a nuestras espaldas que conducía a la sala de recepciones, la estancia donde ella había recibido alegremente a los invitados durante todo el embarazo acompañada de una Millicent emperifollada y orgullosa. En cuanto entramos, el rey Ranolf hizo señas a sus guardias y ellos cerraron las puertas detrás de nosotros, acallando el alboroto de fuera. El rey cogió las manos de su esposa, pero ella estalló furiosa, golpeándole el pecho con los puños.

—¿Qué habéis hecho? —chilló.

Nunca la había visto tan trastornada, y semejante visión me horrorizó casi tanto como las amenazas de Millicent. El rey Ranolf la asió por los codos, y ella se desplomó contra él a medida que la furia daba paso a la desesperación. Yo hice todo lo posible por no estallar también en llanto.

—Os rogué que invitarais a Millicent —sollozó la reina Lenore, interrumpiéndose para tomar aire—. Pero os negasteis y ahora vamos a pagarlo caro.

—¡Está loca! ¿Cómo se atreve a decir que Rose es un obsequio que nos ha hecho ella?

—Porque lo es —replicó la reina Lenore, y sus sollozos se tornaron en un gemido. No miró a su marido a los ojos.

—¿Cómo es posible?

A nuestras espaldas alguien llamó a la puerta con delicadeza. Resuelta a impedir que molestaran a la reina y al rey en un momento así, me acerqué corriendo y la abrí unos dedos. Con sorpresa vi ante mí a Flora, una frágil figura envuelta en una capa plateada.

—Lenore. Ranolf. Debo hablar con ellos.

Abrí la puerta lo justo para dejarla entrar. Ella se movía con titubeante timidez, como una doncella de dieciséis años vigilada más que como una mujer que ya ha superado la mediana edad. Tenía las manos ante sí con los dedos entrelazados en actitud de rezar. En lugar de caminar flotaba arrastrando la falda por el suelo. El bajo del vestido estaba desgastado y mugriento, prueba de años de uso, y llevaba el cabello blanco y ondulado recogido desordenadamente en un moño que amenazaba con derrumbarse con cada movimiento de la cabeza.

La reina Lenore gritó y se apartó de su marido.

—¡Ayudadnos! —suplicó, cayendo a los pies de Flora—. ¡Estamos condenados!

Flora deslizó los dedos por el cabello de la reina.

—Temí que Millicent se presentara —dijo despacio, con la voz oxidada de no utilizarla—. Creedme, he hecho todo lo posible por detenerla. Pero no estaba en mi poder.

—¿Qué podemos hacer? —gimió la reina Lenore.

—¡Controlaos! —ordenó el rey—. No permitiré que os minen las perversas mentiras de mi tía.

—Pero lo que ha dicho Millicent es cierto —repitió la reina Lenore cansinamente, levantándose—. Sin ella yo nunca os habría dado una hija.

—¿Qué queréis decir?

—La peregrinación. —La reina Lenore habló en voz baja y titubeante, con expresión abatida—. Fue idea suya que pidiera la intercesión de santa Agrelle en el convento así llamado en su honor. Esperó a que llegáramos allí para contarme toda la historia. La razón por la que santa Agrelle hizo el mismo viaje muchos años atrás.

Mientras el rey esperaba que su esposa prosiguiera, a Flora se le demudó el rostro.

—No —susurró.

Se me revolvió el estómago de pavor. ¿Qué había hecho Millicent?

Flora apeló al rey.

—Corren historias que han pasado de mujer a mujer. Afirman que después de visitar esa cima las mujeres estériles conciben. Se rumoreaba que en los tiempos antiguos se ofrecían terribles sacrificios a una diosa, pero no puedo creer que Millicent…

—¿Magia negra? —se mofó el rey—. ¡Tonterías!

Recordé que había visto en la habitación de Millicent unas pequeñas tallas de mujeres desnudas con el vientre redondeado. Meses después todavía sentía la extraña atracción que habían ejercido sobre mí, como si me suplicaran que las cogiera. En el fondo sabía que esas criaturas estaban impregnadas de peligro, pero me había llevado una y había dormido con ella debajo de la almohada. ¿Había puesto en peligro mi alma?

La reina Lenore nos miró uno a uno, abarcando el ceño receloso del rey, la mirada ansiosa de Flora y mi expresión atemorizada. Irguió sus hombros delicados y, cautivándonos con su voz ronca y musical, se enfrentó a nosotros.

—Estuvimos tres días allí —empezó a decir—. Rezamos, comimos con las monjas que cuidan el santuario y paseamos por los jardines. Fue todo tal como yo había esperado hasta nuestra última noche. Millicent esperó a que Isla y las otras damas se quedaran dormidas para entrar a hurtadillas en mi habitación y despertarme. Me dijo que la acompañara tal como estaba, es decir, en camisón. Debían de ser las doce pasadas. La luna se había escondido detrás de las nubes y apenas se veía el camino que conducía al convento.

»Me llevó a la iglesia y encendió una vela. Pensé que quería que rezáramos juntas por última vez, pero me condujo a una pequeña antesala. Debajo de la alfombra tejida que cubría el suelo había una trampilla de madera. La abrió y vi unos estrechos escalones polvorientos que descendían hasta perderse en la negrura. Una ráfaga de aire me golpeó la cara. Era tan frío y húmedo que tuve la impresión de estar ante una tumba. Me detuve y, haciendo un gesto de negación, dije que no quería bajar.

»No puedo explicar lo que sucedió a continuación. La sola idea de entrar en ese foso me aterraba. Pero cuando vi a Millicent introducirse en él, la seguí. A partir de ese momento supe que haría todo lo que ella me pidiera.

Flora asintió despacio, pues conocía bien la poderosa voluntad de su hermana. ¿Era cierto que siempre había vivido sometida a las órdenes de Millicent? Sentí una punzada de compasión hacia ella, así como hacia la pobre reina Lenore. De haber estado en su lugar, habría seguido a Millicent escaleras abajo sin pensarlo.

—El camino se abrió poco a poco ante nosotros —prosiguió la reina—, dejando ver una gran cámara excavada en la tierra. Había grandes losas con extrañas letras grabadas en ellas y toscas tallas de mujeres dispuestas en un círculo en el suelo. Justo en el centro advertí un tramo de tierra negra del tamaño de un pozo. Millicent me aferró las manos y empezó a balbucear palabras que yo apenas podía discernir de puro desconcierto. Habló de la Gran Madre y del poder que concedía a las que la servían. Yo sabía que todo eso era una blasfemia, pero no me vi con fuerzas para resistirme.

—¡Os lo digo, esa mujer ha perdido la razón! —declaró el rey.

—No espero que lo entendáis —dijo la reina Lenore, con un tono más nostálgico que displicente—. Solo os pido compasión cuando os diga qué ocurrió a continuación. La oía divagar y de pronto vi un destello plateado, el cuchillo que ella había alzado en el aire. Me pregunté si se proponía matarme, aunque estaba tan hipnotizada que no tuve miedo. Millicent me asió el brazo y sostuvo el cuchillo sobre mi muñeca. Yo solo tenía que hacer un juramento de sangre, aceptando el dominio de Millicent sobre mí, y mi deseo más vehemente me sería concedido. Fue entonces cuando comprendí la causa de las manchas oscuras que salpicaban las losas y el suelo de tierra.

El rey frunció el ceño asqueado y se me revolvió del estómago. La reina Lenore volvió su abatido rostro hacia su marido como si solo él pudiera absolverla.

—Tal vez me condenara para toda la eternidad, pero era mi última esperanza. Contemplé el chorro rojo que brotó de mi muñeca cuando Millicent efectuó el corte y juré hacer lo que ella me pidiera. Ella me dijo que los deseos de la diosa se cumplirían, que si yacía con mi marido a mi regreso me quedaría encinta. Volví a mi habitación con la sensación de estar soñando. Dormité varias horas de forma intermitente y cuando me desperté a la mañana siguiente me sentí devastada por la culpa. Durante el trayecto de vuelta me torturé pensando en lo que había hecho. Antes de invitaros a mis aposentos titubeé, temiendo el desenlace.

»Y cuando descubrí que estaba encinta de Rose… —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. Me sentí inmensamente feliz y al mismo tiempo tuve mucho miedo. No podía negarle nada a Millicent.

—¡Basta de mentiras! —ordenó el rey, rompiendo el hechizo creado por la historia de la reina—. Fue un sueño provocado por los taimados susurros de mi tía.

—¿No me creéis? —suplicó la reina Lenore, con cara de incredulidad—. ¡Mirad! ¡Aquí tenéis la prueba grabada en mi piel!

Levantó el brazo hacia el rey, con la palma de la mano hacia arriba, y la brillante tela de la manga se deslizó hacia atrás. Una cicatriz arrugada era todo lo que quedaba del corte en carne viva que yo había visto la mañana que hablé por primera vez con ella. Al ver la prueba del pacto blasfemo se me cayó el alma a los pies. La mujer que había contemplado como modelo de bondad y elegancia había sido capaz de obrar mal, y temí que el afecto que sentía hacia ella quedara mancillado para siempre por el recuerdo de ese corte. Solo muchos años después, cuando yo misma sobrellevara el dolor de la esterilidad, sería capaz de contemplar la decisión de la reina con comprensión, sin juzgar. Nadie sabe de qué es capaz hasta que se le pone a prueba.

El rey tiró con brusquedad de la manga de la reina Lenore para ocultar la herida.

—No escucharé más —dijo con el tono áspero de un padre reprendiendo a una hija rebelde.

Flora, que había escuchado todo el relato de la reina con los ojos muy abiertos pero en silencio, dio un pequeño paso hacia delante.

—Ranolf, no dudéis de la determinación de mi hermana. Si ha jurado venganza encontrará la forma de vengarse.

La reina Lenore contuvo un sollozo y Flora le asió la mano.

—Sin embargo, no todo está perdido —añadió con tono tranquilizador—. No puedo anular la maldición de Millicent, pero sí mantener a Rose y a la familia a salvo.

El rey la miró con recelo, pero la reina estaba impaciente por creer las palabras de Flora.

—Las hierbas de mi huerto tienen propiedades curativas. Millicent quizá tenga poder para que Rose caiga enferma, pero os prometo que no morirá.

—No permitiré que practiquéis las artes oscuras con mi hija —farfulló el rey.

—¡Artes oscuras! —Flora meneó la cabeza rápidamente mientras el rubor se agolpaba en sus mejillas—. Mis remedios alivian el dolor y disminuyen las fiebres. No hay nada oscuro en ellos.

Me costaba creer que la excéntrica tía del rey poseyera el poder para burlarse de la muerte, pero, por el modo en que le brillaron los ojos a la reina, vi que sus promesas le proporcionaban consuelo. ¿Podía estar la salvación del reino en manos de esa mujer tímida y desaliñada?

El rey Ranolf guardó silencio unos instantes y yo no fui la única que temió las palabras que pronunciaría a continuación. Parecía mirar a millas de distancia y le temblaba el pecho en un esfuerzo por acompasar la respiración. Del mismo modo que sus riquezas eran muy superiores a la de cualquier hombre de su reino, también lo eran sus pasiones. ¿Destruiría esa terrible historia los tiernos sentimientos que lo habían unido a su esposa encinta tan estrechamente? ¿O su amor sería lo bastante poderoso para atenuar la rabia?

—Haré todo lo que sea preciso —dijo él por fin, tomando las manos de la reina Lenore entre las suyas—. Si eso os tranquiliza pondré catadores en la cocina. A nadie le extrañará, pues es costumbre en otras cortes.

—Las ruecas —dijo la reina Lenore—. No puedo dejar de pensar en lo que ha dicho de que Rose se pinchará el dedo…

—Si lo deseáis, mandaré quemar todas las ruecas del castillo.

—Me tomarán por loca —susurró ella.

El rey Ranolf siempre me había inspirado más miedo que aprecio, pero en ese momento se me llenó el corazón de afecto, por no burlarse de su esposa ni menospreciar sus temores. Se limitó a atraerla hacia sí y a hablarle como si estuvieran a solas en la habitación.

—Vuestra voluntad es la voluntad del pueblo. Todo lo que pidáis se os concederá.

La reina Lenore asintió.

—Apartad de vuestra mente las venenosas palabras de la tía Millicent —la apremió el rey—. Sus actos han sido una traición y recibirá el castigo del traidor.

La mirada de Flora se desplazó de los reyes a mí con nerviosismo. Con esa mirada ella y yo nos volvimos aliadas, comprometiéndonos en silencio a hacer todo lo posible por evitar que los remordimientos siguieran atormentando a la reina. Pese a las garantías del rey, no me sentía más segura ahora que inmediatamente después de la diatriba de Millicent. Conocía demasiado bien su astucia y su capacidad para doblegar a su voluntad los actos de los demás. Podía odiarla por lo que le había hecho a mi señora, pero ni siquiera yo podía jurar que era inmune a su influencia. Ella conocía mis debilidades mejor que nadie y no dudaría en utilizarlas contra mí.

—Esa bruja no nos destruirá —juró el rey.

Y, sin embargo, al sembrar las semillas de la desconfianza y el miedo, Millicent había empezado precisamente a destruirlos.