16
El mal se desata
El regreso de su peor enemigo no disuadió al rey de celebrar la victoria sobre los rebeldes. En todo caso, la presencia de Millicent lo empujó a hacer una demostración pública de fuerza. Al día siguiente de su vuelta el rey presidió un espléndido banquete, y una vez más la gran sala resonó de música y del clamor de cientos de conversaciones. La celebración fue menos animada que otras fiestas del pasado, ya que la familia real estaba oficialmente de luto por la pérdida de sir Hugill y de otros muchos nobles de los cuales se habló en conmovedores brindis que se prolongaron hasta muy entrada la noche. El rey y la reina entregaron joyas y oro a los caballeros que se habían distinguido en el campo de batalla, y muchos de ellos cojearon hasta el estrado para recibirlos. La reina Lenore había dejado de lado su vestuario de colores apagados optando por un elegante traje color crema, y confié en que fuera un signo de que se estaba liberando por fin de la influencia del padre Gabriel. Según la señora Tewkes, habían escoltado al monje hasta las puertas del castillo al alba y la última vez que lo vieron fue a bordo de un barco en el puerto, ofreciendo plegarias de agradecimiento por haber escapado ileso de la ira del rey.
Rose honró a los caballeros más jóvenes con sonrisas coquetas, haciendo alarde de la picardía que había reprimido desde que comenzara la guerra. Lady Wintermale y otras damas amantes de la tradición la observaron con desaprobación, pero yo no veía ninguna razón para que Rose derramara falsas lágrimas por un prometido al que nunca había conocido. Del mismo modo que no podía condenar a las mujeres recién enviudadas que bebían una copa de vino tras otra, perdiéndose en risa o llanto frenético. Todos tenemos nuestra forma particular de avanzar a trompicones en el dolor.
Así, avancé a través de esos días con la mente obnubilada, sin saber muy bien cómo llevar a cabo las tareas más sencillas. Mi temor a Millicent apenas traspasó la neblina; era una presencia invisible y no reconocida, un desafío que habría que afrontar algún día, una vez recuperadas las fuerzas. Me pasaba horas acostada en la habitación que todavía consideraba de Dorian, deslizando los dedos por las piedras preciosas de la empuñadura de la daga y llorando hasta que me quedaba dormida, aferrada a una camisa que todavía conservaba su olor almizclado. Cenaba con sir Walthur, haciendo torpes intentos de entablar conversación, siempre consciente de ser un triste sustituto de su hijo. Me pregunté cuánto tiempo podríamos seguir compartiendo las mismas habitaciones sin que nos uniera la presencia de Dorian.
A casi todos los nobles que cayeron en el norte los enterraron en sus parroquias, pero los hombres de alto rango que habían vivido en el castillo fueron recordados con funerales en la capilla real. La única excepción fue Dorian. Como hijo de sir Walthur, así como el caballero que había salvado la vida del rey Ranolf, lo declararon digno de un funeral en la catedral de Saint Elsip y lo enterraron con honores en una cripta cercana al altar. Sir Walthur y yo aceptamos agradecidos cuando la señora Tewkes se ofreció a ocuparse de los preparativos y el ritual fue una despedida apropiada para un héroe querido.
Yo no podía llorar. Tal vez algunos entre la multitud admiraran mi fortaleza, pero los demás sin duda se sintieron decepcionados al verse privados de una adecuada demostración de dolor, pues las viudas desconsoladas eran esenciales en todo funeral que se preciara. Escuché los pasajes bíblicos que comparaban a Dorian con el rey David, y contemplé cómo llevaban por el pasillo el yelmo de mi marido, envuelto en terciopelo morado y verde. Cuando el cortejo se detuvo ante mí puse uno de mis pañuelos entre los pliegues. Era el obsequio de recuerdo que debería haberle dado el día que partió a la guerra. En lugar de ello lo acompañaría en su último viaje. Sentí cómo se me saltaban las lágrimas una sola vez, mientras el heraldo que había servido a las órdenes de Dorian tocaba la trompeta en honor de su señor.
El resto fue un espectáculo fatuo; la clase de acto formal en el que Dorian se habría sentido tentado de mostrarse irreverente cuando vivía. Recordé aquel día del año anterior en que estábamos sentados en la capilla real; asistíamos al funeral de un cortesano de edad avanzada, y Dorian hizo correr chismorreos sobre la inclinación del anciano por los sirvientes bien parecidos. De haber tenido en cuenta sus deseos, yo sabía que Dorian debería haber sido enterrado entre baile y bebida, con sus amigos compitiendo por contar las crónicas más escandalosas de su mala conducta. En lugar de ello sus amigos —los que vivían— guardaron silencio en sus bancos con el rostro pétreos. Sin su cabecilla estaban perdidos.
Después del funeral se sirvió una comida igual de lúgubre en la gran sala. Cuando el rey Ranolf brindó por Dorian, sir Walthur parpadeó furioso para contener las lágrimas. Las elegantes damas que en otro tiempo me habían rehuido me tomaron la mano y murmuraron palabras de pésame; las que habían enviudado me acogieron lacrimosas en su hermandad de dolor compartido. Al final de la comida me levanté para despedir al rey y la reina, y Rose se puso de pie y corrió a mi lado. Me arrojó los brazos al cuello y me abrazó, como si quisiera infundir su fuerza juvenil a mi cuerpo cansado.
—¿Puedo hacer algo? —me preguntó.
Tenía los ojos y la nariz rojos e irritados; cualquier intruso habría creído que la viuda atribulada era ella.
—No lo sé —respondí, con la mente en blanco.
Solo podía pensar en acostarme, confiando en sumergirme en la inconsciencia del sueño.
—Puedes venir conmigo, si quieres. Mi madre se ha ofrecido a encargarme vestidos nuevos y agradecería tu consejo.
¡Vestidos nuevos! Parecía que había transcurrido una eternidad desde la última vez que alguien pensó en algo tan frívolo. Pero la reina Lenore era juiciosa al proporcionar a su hija esa distracción. Por primera vez desde la muerte de Dorian me entraron ganas de sonreír.
—No soy precisamente el arquetipo de la moda, pero será un placer.
Mientras decía esas palabras me di cuenta de que eran ciertas. Charlar sobre ropa me permitiría huir de la melancolía de las habitaciones de sir Walthur y de mi propia tristeza. Podía dejarme llevar por la desesperación, llorando para siempre la familia que había perdido, o mirar hacia delante por el bien de Rose. Una mirada a su rostro dulce y preocupado me bastó para tomar la decisión.
Me sostuvo las manos entre las suyas y se inclinó hacia mí con complicidad.
—He compuesto un nuevo poema en homenaje al sacrificio de Dorian. Espero ofrecértelo algún día.
Emocionada más allá de las palabras la abracé, ocultando mis lágrimas en su cabello. ¡Cuánto le habría complacido a Dorian verse inmortalizado en un relato heroico! Su petulancia no tenía fin. Casi podía oírlo con tanta claridad como si estuviera a mi lado, burlándose cariñosamente de mis lágrimas: «¿Qué pasa, esposa? ¡Esta no es forma de rendir honores a un soldado valiente!».
Siempre estuve agradecida a ese breve sonido de su voz, pues actuaba como un fuerte hombro apretado contra la espalda que me apartaba de la aflicción. Cuando creía flaquear y debilitarme recordaba la sonrisa burlona de Dorian, su impaciencia con todos los que se regodeaban en la autocompasión. Si mi marido iba a seguir viviendo como un héroe, yo debía moldearme a mí misma como una viuda digna de su fama.
La compañía de Rose supuso un nuevo bálsamo para mi espíritu. Su risa y el rubor de sus mejillas durante los festejos señalaron el fin de la melancolía que se había apoderado de ella a lo largo de la guerra, y yo alenté sus fantasías juveniles. Sin embargo, continuó retirándose a su habitación durante horas ella sola y me intranquilizaba imaginarla vagando por esos aislados pasillos sin acompañante. Esa actitud protectora me llevó a reprender a su doncella Besslin cuando la encontré riéndose bobamente con un grupo de doncellas igual de bobas en la sala inferior a última hora de la tarde.
—¿No debería estar preparando a su señora para bajar a cenar? —inquirí con voz áspera.
Ella se encogió de hombros, impertérrita.
—Me ha dicho que se vestiría ella sola.
Rose prefería llevar el cabello suelto sobre los hombros y le gustaban los vestidos sencillos. Yo no dudaba que pudiera arreglarse sin ayuda, pero me irritó la insolencia de Besslin.
—No importa lo que ella diga. Su sitio está en el piso de arriba, por si la necesita.
—Mi señora me ha dado asueto el resto del día. —Besslin sonreía, disfrutando al ponerme en evidencia.
Rose ya no era una niña. Era libre para dar las órdenes que quisiera a su doncella. Sin embargo, me apresuré a subir a su habitación. Ahora que el reino estaba en paz y el rey no corría peligro, se me ocurrió que ya no era preciso que se encerrara. Si tenía preocupaciones tal vez quisiera confiármelas a mí.
Llamé con suavidad a la puerta y entré, pero no obtuve respuesta cuando la llamé por su nombre. Tanto la sala de estar como el dormitorio estaban vacíos. Me disponía a salir para buscarla en otra parte cuando reparé en la pared situada detrás de la cama. Habían corrido un tapiz, dejando ver un panel que había sido abierto hacia fuera. Atisbé dentro, inhalando el olor a cerrado y húmedo de una cripta, y vi una estrecha escalera de caracol. Titubeante, la bajé adentrándome en la oscuridad, temerosa de lo que encontraría al llegar al final.
Salí a una estancia situada en un piso inferior, una habitación en la que hacía siglos no entraba pero que recordé al instante. Ante mí había un retablo vivo que me dejó helada de terror. Rose, hermosa y radiante, estaba sentada sobre la ornamentada cama de Millicent, con los ojos brillantes de la emoción. A su lado había una figura encorvada y disecada envuelta en una capa verde deshilachada. Y a sus pies, una rueca.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —inquirí, mirando fijamente a Rose.
—Elise —dijo ella con cautela, sorprendida por mi tono áspero—, ya debes de conocer a mi tía abuela Millicent.
—Por supuesto que me conoce. —Las palabras salieron embrolladas de la boca desdentada de Millicent, pero el tono imperioso enseguida me resultó familiar.
—La tía Millicent estaba hablándome de los viejos tiempos en la corte —dijo Rose—. Recuerda cuándo se construyó esta torre.
—La habitación de Rose iba a ser un cuarto de niños —dijo Millicent. Tenía la piel amarillenta y los ojos rojos y acuosos; los restos de su pasada belleza que en otro tiempo conservaba su rostro, hacía mucho que habían desaparecido—. ¿No fue un acierto que mi padre mandara construir esa escalera oculta para que una madre pudiera echar un vistazo a su hija cuando quisiera?
—¡Me he llevado una gran sorpresa cuando ha llamado a la puerta! —exclamó Rose—. Mi madre me dijo que la tía Millicent estaba demasiado enferma para recibir, pero no es cierto. Me ha enseñado toda clase de cosas maravillosas.
Sonriéndome con los ojos centelleantes, Millicent señaló la rueca con un ademán.
—¿Puedes creer que Rose nunca ha visto una?
Enferma al ver la facilidad con que se había ganado la confianza de Rose, intenté contener el pánico que se estaba apoderando de mí.
—¡Guardias! —grité.
Rose me miró sin comprender. Detrás de mí aparecieron dos hombres en el umbral, esperando instrucciones. Pero ¿qué podía decir? ¿Cómo explicaría que esa escena doméstica en apariencia inofensiva me aterraba?
—¿Por qué no iba pasar sus días una anciana haciendo algo útil? —preguntó Millicent con exagerada inocencia—. Los guardias no pusieron ninguna objeción cuando le pedí a una doncella que me trajera esta rueca.
Por supuesto que no. Eran demasiado jóvenes para recordar las deleznables palabras que Millicent había pronunciado en el bautismo de Rose. No habían visto la alta hoguera que iluminó el cielo aquella noche.
—¿No es un objeto curioso? —me preguntó Rose alargando una mano hacia la madera curvada.
—¡No lo toques! —grité dando un salto hacia delante.
Pero mi repentina exclamación hizo que Rose perdiera el equilibrio y se resbalara. La mano tocó la rueda, y vi cómo le brotaba sangre de un dedo al presionar el puntiagudo y afilado huso. Se echó hacia atrás con un gemido y Millicent abrió los brazos para recibirla.
Impulsada por un miedo tan visceral que se me vació la mente, me precipité hacia delante gritando. Arranqué a Rose de los brazos de Millicent, que cayó hacia atrás sobre la cama. Rose se levantó de un salto, llamándome por mi nombre, pero la aparté. Mis manos, que parecían moverse por sí solas, aferraron los brazos huesudos de Millicent para contenerla.
—¿Así tratas a una anciana que todavía llora la muerte de su hermana? —gimió—. ¡Qué triste historia me ha contado Rose! ¿Es cierto que los labios de Flora pronunciaron al morir el nombre de su amado?
La ira me invadió al ver el rostro triunfal de Millicent. Yo le había descrito a Rose la muerte de Flora en confianza, pero ella no titubeó en contársela a esa vieja arpía. Una mujer que había conducido a su hermana al borde de la locura.
—Flora me lo contó todo —espeté, alzando la voz cada vez más histérica—. Cómo sedujisteis al hombre que ella amaba y lo llevasteis a la muerte. Al ver que no podíais tenerlo vos, destruisteis a los dos. ¡A un hombre inocente y a vuestra propia hermana!
—¡Elise! —Rose me tiró del brazo, intentando apartarme.
Yo era vagamente consciente de que se había congregado un corro de curiosos en la puerta, atraídos por la conmoción, y estaban siendo testigos de mi locura. Pero no me importó. Solo quería alejar a Rose del peligro.
—¡Subid a vuestra habitación! —le ordené—. ¡Ahora mismo!
Rose salió con un mohín resentido. Solté bruscamente a Millicent y observé como caía al suelo hecha un ovillo.
—¡No volveréis a ver a Rose! —grité—. ¡Nunca!
Millicent me lanzó una sonrisa mezcla de dolor y euforia. Movió la boca, y me preparé para recibir un aluvión de maldiciones. En lugar de ello se rió, ese horrible sonido burlón que retumbó a mi alrededor en ese lugar cerrado. Un sonido que me recordó por qué en otro tiempo la habían llamado bruja.
Di órdenes a un guardia de vigilar a Millicent desde el interior de la habitación y al otro de ir a buscar a un albañil para tapiar la entrada de la escalera oculta. Ellos se miraron titubeantes.
—Si quieren, consúltenle al rey —exclamé—. ¡Pero no pierdan tiempo! ¡Deprisa!
Una vez me aseguré de que obedecían mis órdenes, subí corriendo a la habitación de Rose. Casi choqué con ella en lo alto del pasadizo, donde se había quedado escuchando.
—¿Elise? —me preguntó, dividida entre la ira y la preocupación.
Le tomé la mano y se la examiné frenética buscando signos de que con el pinchazo hubiera entrado veneno en su cuerpo. No encontré nada. Tenía la piel tan pálida y tersa como siempre, y un punto rojo era la única prueba de lo ocurrido en el piso de abajo.
—No debéis dejar que esa mujer vuelva a estar en vuestra presencia —dije con firmeza.
—¿Por qué no? Solo es una anciana enferma. Me da pena, allí abandonada para que se pudra sola.
—No merece vuestra compasión.
—¿Solo porque ella y mi padre discutieron hace años? —se mofó Rose—. Ha transcurrido más que tiempo suficiente para que hagan las paces.
Que Dios me perdone, pero estuve a un tris de zarandearla. ¿Cómo se atrevía a hablar de la ruptura entre Millicent y su padre como una desavenencia trivial? Luego lo comprendí: no lo sabía. Yo creía que el regreso de Millicent al castillo impulsaría a sus padres a contarle lo ocurrido en su bautismo. Sin embargo, seguían sobreprotegiéndola y manteniéndola en la ignorancia, tan ajena al peligro que había entrado voluntariamente en la habitación de Millicent. ¿Qué habría ocurrido si yo no hubiera irrumpido en ella?
—Millicent fue desterrada por lanzar un maleficio sobre vuestra familia poco después de que vos nacierais —dije en voz baja—. Deseó veros muerta.
Al ver el rostro desconcertado de Rose temí haber sido demasiado brusca. Alguien que crece conociendo solo el amor no puede comprender semejante odio.
—¿Por qué?
Por más que quisiera ayudarla, había ciertas historias que era mejor no contar.
—Millicent creía que vuestra madre debía escucharla a ella y no a vuestro padre. —No resultaba una explicación muy convincente pero era la verdad—. Es una mujer cruel y vengativa, y más peligrosa de lo que os imagináis.
—¿Sigue deseando mi muerte? —A Rose le tembló la voz.
Disminuir sus temores sería un acto piadoso. Sin embargo, la verdad la mantendría más a salvo.
—No lo sé; aunque no me sorprendería que lo hiciera. Vuestra madre ha decidido ser clemente con ella, pero yo no. No os acerquéis a ella. Mandaré tapiar la entrada de esa escalera para que estéis a salvo.
Rose asintió despacio.
—Dudo que os vuelva a molestar —añadí con tono tranquilizador—. Por su aspecto, no durará mucho en este mundo.
Recordé haber oído esas mismas palabras hacía muchos años cuando el rey trajo noticias de la huida de Millicent a Brithnia. Dijeron que había ido allí a morir y sin embargo todavía estaba viva. ¿También sobreviviría aquí, urdiendo una destrucción que escapaba a nuestra imaginación?
El rey tendría que ser informado de la intrusión de Millicent, pero confié en que se lo ocultaran a la reina Lenore, cuya mente estaba muy atormentada aquellos días por el destino que habían corrido los soldados heridos en la guerra. Mientras que las familias acomodadas mandaron carruajes para recoger a sus padres y a sus maridos heridos, a los soldados de humilde cuna los llevaron a los establos, donde se aferraban los vendajes ensangrentados y gemían de dolor. Cuando llegaron los últimos rezagados, había cerca de un centenar de hombres tumbados en el suelo, tan hacinados que casi no se veía la paja que había entre ellos. Varios criados recibieron órdenes de llevar sopa y atender las heridas lo mejor que supieran, pero por lo demás dejaron que sufrieran allí solos.
Pese a las protestas del rey, la reina Lenore insistió en visitar la sala de enfermería improvisada. A los soldados les conmovió verla caminar entre ellos, preguntando a cada uno por su familia y ofreciendo palabras de ánimo. Llamó al señor Gungen y habló con él de tomar nuevas medidas para poner más cómodos a los hombres: camastros llenos de paja, agua caliente, mantas limpias. A partir de entonces solicitó un informe diario de sus progresos y escribió personalmente cartas de consuelo a las familias de los fallecidos, tarea que le llevaba cada vez más tiempo según pasaban los días.
—Tantas pérdidas —lamentaba ella—. Pensé que nuestros cuidados acelerarían su recuperación. Pero mueren uno detrás de otro.
Yo no era capaz de pronunciar las palabras adecuadas para tranquilizarla porque también sentía el mismo desánimo. Esa misma mañana, al oír una conmoción en el establo trasero, vi desde mi habitación cómo sacaban del establo a los que habían fallecido durante la noche, rígidas estatuas envueltas en sábanas blancas. Conté doce en total, que subieron a carros y arrastraron en una solemne procesión a través el patio. Esos granjeros, comerciantes y sirvientes fallecidos no recibirían la ceremonia concedida a Dorian: se unirían a sus compañeros combatientes en una fosa común, donde los enterrarían con unas pocas plegarias pronunciadas por el capellán del castillo. Mientras pasaban vi a los mozos de cuadra entrar con un par de sementales del rey en el edificio. Con tantos muertos habría espacio suficiente para que volvieran a ocupar su lugar.
No se hablaba abiertamente de las deprimentes noticias que llegaban de los establos, pero oí los rumores tanto de sirvientes como de cortesanos. Morían más hombres que los que se recuperaban. El hedor en el interior del establo era insoportable, y las criadas se mostraban reacias a tocar las heridas enconadas de los hombres. Algunas incluso se negaron a llevarles la comida hasta que la señora Tewkes amenazó con despedirlas.
Ni siquiera entonces sospeché lo que se avecinaba. No había visto el sufrimiento de los soldados por mí misma ni se me ocurrió que sus destinos pudieran estar entrelazados de algún modo con el mío. No tuve una gran premonición el día que me entretuve en el almacén de la sala inferior considerando los rollos de tela para los nuevos vestidos de Rose. Solo un suave tirón de manga de una joven doncella.
—Disculpad, señora.
De vez en cuando me sorprendía que los sirvientes me trataran como a una dama en lugar de como uno de ellos. Me volví y vi a una joven delgada de rostro demacrado que se presentó como Liya.
—La señora Tewkes me ha encargado que supervise las comidas de lady Millicent —dijo—. Desde ayer se niega a comer y su habitación desprende un espantoso hedor. Creo que ha ensuciado las sábanas, pero no quiere que se las cambie.
Por fin le había llegado la hora a Millicent. He aquí una muerte que yo no lloraría.
—Hable con la señora Tewkes —dije despidiéndola—. Ella le indicará lo que debe hacer.
La doncella asintió.
—No os habría molestado si ella no preguntara por la princesa Rose. Dice que es el momento de las últimas despedidas.
La vieja arpía volvía a crear problemas.
—No debe ver a la princesa bajo ningún concepto —repliqué con severidad—. No haga caso de sus ruegos.
—Sí, señora.
Mientras ordenaba los fardos, palpando cada tela para apreciar la calidad, sospeché que se trataba de un nuevo ardid tramado por Millicent. ¿Pretendía utilizar la enfermedad como una excusa para atraer a Rose a la cabecera de su cama? No me quedaría tranquila hasta que viera con mis propios ojos en qué estado se hallaba. Dejé la sala inferior y subí por las escaleras principales hasta la torre del norte, y mis pasos resonaron por el espacio de mármol. ¿Cuántas veces había tomado ese mismo camino para ir a la habitación de Flora en tiempos más felices? Entonces apretaba el paso impaciente; ahora me pesaban las piernas. Los dos guardias apostados frente a la puerta de Millicent me saludaron con la cabeza y abrieron cuando se lo pedí.
Las grandes ventanas, que creaban la sensación de amplitud en las habitaciones de la torre norte, habían sido cubiertas de oscuros cortinajes para no dejar entrar la luz. Sin una lámpara era difícil ver más allá de un brazo extendido. Distinguí la silueta de la cama de Millicent y un bacín en el suelo. Lo que había encima de la cama, sin moverse, no estaba claro. Podía estar mirando a una persona o un revoltijo de sábanas. Percibí un hedor nauseabundo, ineludible aun respirando con la boca en lugar de la nariz. Todo el que ha crecido en una granja está acostumbrado a los olores de la tierra, y yo nunca he sido de las que agitan delante de la nariz un pañuelo perfumado cuando entran en un establo. El hedor a excrementos mezclado con sangre no era suficiente para debilitarme. Había algo más subyacente, amargo y penetrante.
El olor de la decrepitud.
De no haber estado en juego la vida de Rose habría huido de allí. Despacio, me obligué a acercarme a la cama hasta que el bulto dejó ver una figura humana. Las cordilleras de las piernas eran visibles bajo una fina manta; unas manos esqueléticas aferraban la tela manchada. De espaldas a mí, solo le veía el perfil inmóvil, hasta que me detuve a su lado y volvió la cara, cada movimiento una agonía. A medida que sus rasgos se revelaban poco a poco me encontré contemplando un monstruo.
La piel curtida de Millicent había sido conquistada por llagas purulentas que le desfiguraban sus facciones antaño hermosas, y el sudor le había dejado su cabello canoso apelmazado y plano contra la cabeza. Los pómulos y las cuencas de los ojos le sobresalían de forma espeluznante, dejando ver la forma del cráneo que había debajo, y los labios se le hundían en una mueca. Cada respiración era laboriosa, ahogada por la sangre que le goteaba de la boca. Sus ojos, clavados en mí, estaban rojos e irritados, y en su mirada no había más que odio.
Soltó la carcajada irónica de un vencedor que ha ganado una ardua batalla. Porque Millicent leyó en mi expresión que sabía qué enfermedad había contraído. Por fin se había vengado del rey llevando a su misma puerta la devastación. Se regocijaba en su sufrimiento, sabiendo que su muerte traería la de todos los demás.
Yo había entrado en la habitación rebosante de ira justificada, pero sus risotadas minaron mi resolución. Me volví y eché a correr, desesperada por poner distancia entre la criatura en que se había convertido y yo, mientras los pensamientos se agolpaban en mi mente. Tenía que encontrar al rey. Tenía que decirle lo que había visto. Recordé a los soldados que seguían muriendo pese a los cuidados prodigados por la reina Lenore. Vi el rostro de mi madre, cruelmente desfigurado, en sus últimos momentos de vida. Luché mentalmente para protegerme de esas visiones; la secuencia de la lógica me conducía a una única conclusión mientras esperaba desesperada estar equivocada.
Cuando llegué a la Cámara del Consejo, encontré solo a sir Walthur y a uno de los escribanos de la corte. Si sir Walthur advirtió mi tono ansioso cuando pregunté por el rey, no dio muestras de ello, pues se limitó a responder que mirara en los aposentos del rey antes de volver a sus papeles. Sir Walthur siempre había sido diligente, pero ahora apenas abandonaba la Cámara del Consejo si no era para comer. Yo veía su constante ausencia en las habitaciones familiares como una señal inequívoca de que prefería no estar en mi compañía. De haber sabido más sobre el dolor, habría comprendido que sir Walthur no me evitaba a mí sino todo lo que le recordara a su hijo muerto.
Encontré al rey y la reina sentados cerca de las ventanas de la sala de estar de ella. No recordaba la última vez que los había visto juntos, enfrascados en una conversación íntima. Al quitarse de encima el peso de la guerra, el rey había recuperado en gran medida la salud, y su rostro había perdido la expresión angustiada que había tenido a su regreso del campo de batalla. Aunque no alcancé a oír lo que decía, sus palabras arrancaron a la reina Lenore una sonrisa que se hizo aún más grande al verme. La felicidad de su recibimiento casi me rompió el corazón.
—Elise —exclamó haciéndome señas para que me acercara—. Como sabes, Rose lleva tiempo suplicando que quiere ir más allá de las fronteras del reino. Pues bien, el rey está de acuerdo en que este podría ser el momento adecuado para realizar ese viaje. ¿Te imaginas la cara que pondrá cuando se lo digamos?
Hacía mucho que no veía a la reina mirar hacia el futuro con alegre expectación. Me horrorizó interrumpirla para dar tan terrible noticia.
—Vengo de la habitación de Millicent. Está al borde de la muerte.
—Entonces traes buenas noticias —repuso el rey con una sonrisa, aunque la reina enseguida meneó la cabeza.
Tenía previsto dejar caer mis sospechas con palabras cautelosas pero descubrí que solo podía decir la verdad. En el fondo sabía qué enfermedad padecía Millicent. Había visto antes los mismos síntomas.
—Tiene la viruela.
La reina Lenore abrió mucho los ojos, pero el rey permaneció impasible.
—Tonterías. Solo es una anciana enferma. Le ha llegado la hora.
—Con todo mi respeto, señor. No la habéis visto. Tiene la piel cubierta de llagas, y le sangran la boca y la nariz. Mi madre murió de la viruela y tenía exactamente esos síntomas. Yo misma los tuve. Lo sé.
Vi el horror en sus rostros, el miedo que se apoderó de ellos tras mi anuncio.
—Los soldados —añadí, volviéndome hacia la reina Lenore—. Temo que ellos también la hayan contraído.
—Imposible. Tengo entendido que la viruela deja la piel negra y el cuerpo hinchado. No he visto tales desfiguraciones.
—Puede presentar distintas formas. El signo más seguro son las llagas. Cuando fuisteis a verlos, ¿advertisteis erupciones en la piel de algún hombre?
La preocupación le nubló la vista.
—Habían estado durmiendo en el suelo a la intemperie. Pensé que eran picaduras de insectos…
El rey la interrumpió furioso, como si temiera que yo hubiera desatado la aflicción sobre ellos al pronunciar las palabras.
—¡Hace años que no vemos la viruela por aquí!
—Millicent venía de Brithnia. Nuestros soldados han caído después de luchar al lado de sus habitantes. Tal vez sus hombres llevaron consigo la enfermedad al campo de batalla.
Enfrentado a la catástrofe que llamaba a su puerta, el rey Ranolf podría haberse desmoronado de desesperación o despotricado contra la crueldad del destino. En lugar de ello se levantó bruscamente, lleno de resolución, y anunció que no había tiempo que perder. Después de besar en la mejilla a su esposa y asegurarle que todo se arreglaría, salió a grandes zancadas de la habitación, gritando órdenes a sus lacayos y convocando a sus consejeros en la Cámara del Consejo.
Menos de una hora después de mi visita a Millicent, el castillo era el caos. El rey ordenó que llevaran al convento de Saint Lucia a los heridos del castillo, escoltados por los siervos que los habían atendido. Aunque anochecía, mandaron carros y carretas a Saint Elsip para hacer acopio de cerveza, harina y otras provisiones. Los pajes viajaron a las granjas vecinas con bolsas de oro para comprar ganado. Ninguno de los súbditos del rey conocía la naturaleza del peligro que los amenazaba, sin embargo todos cumplieron sus órdenes sin titubear.
No fue hasta esa noche, a la titilante luz del candelabro de la gran sala, cuando el rey anunció lo que algunos ya habían adivinado. Los sirvientes regresaron de Saint Elsip hablando de hombres cuyas heridas no sanaban y que parecían más débiles que cuando regresaron de la batalla. Una sensación de catastrofismo recorrió el castillo como una niebla húmeda, aminorando nuestro paso al dirigirnos a la reunión del rey.
El rey Ranolf no tuvo miedo de hablar sin rodeos. Nuestros soldados habían contraído la viruela, dijo, y se oyeron exclamaciones aisladas. Saint Elsip, en realidad todo el reino, podía ser barrido por esa plaga, pero él no se resignaría ante ella. Habían sacado del castillo a todos los hombres enfermos, y a la mañana siguiente cerrarían las puertas para protegernos de nuevas amenazas de enfermedad. Aquellos que quisieran reunirse con sus familias en otro lugar eran libres de partir. En las semanas y los meses venideros los demás permaneceríamos aislados dentro de las murallas.