14
El peso de la pérdida

 

Estaba totalmente sola con mi dolor. Anika, la joven sirvienta, entró con un cuenco de caldo poco después de que me despertara. Al parecer la señora Tewkes le había dicho que yo estaba enferma y que pasaría el día en la cama descansado. Dormí a intervalos, levantándome una vez para cambiarme los paños empapados de sangre que tenía entre las piernas mientras me temblaba el pecho con sollozos contenidos. Los sueños me daban un respiro, pero el recuerdo de la pérdida regresaba con nueva fuerza cada vez que despertaba. Deshecha de dolor, me alegré de haber guardado el secreto. Ver mi desconsuelo reflejado en los ojos de los demás podría haberme cegado.

Estuve dos días sin salir de la habitación. Sir Walthur debió de sospechar la naturaleza del incidente que había ensangrentado mis sábanas y respetó mi reclusión, por lo que le estaba agradecida. El desconcertante silencio entre aquellas cuatro paredes no hacía más que aumentar mi desesperación, y me habría hundido aún más en la tristeza si la reina Lenore no me hubiera hecho una visita inesperada. Desde que vivía en el castillo me enorgullecía de ser autosuficiente, pero me aferré a ella como una niña mientras caían las últimas barreras entre nosotras. Ya no era mi gobernante ni mi señora; era una amiga que venía a tenderme una tabla de salvación. Con los años el rostro de mi madre se había ido difuminando, pero todavía recordaba vívidamente la sensación de ser consolada y abrazada por alguien que me quería.

Aquel año las tormentas de invierno llegaron antes de tiempo, y las damas del castillo revoloteaban alrededor de sus chimeneas, el único lugar donde era posible sacudirse de encima el frío que emanaba de las paredes de piedra. El frío inesperado asestó un golpe más serio al ejército del rey, dejándolo atrapado en el otro extremo de las montañas del norte donde los aludes eran frecuentes. Al no poder regresar a Saint Elsip hasta que pasara el invierno, se refugiaron en pueblos remotos mientras los rebeldes se retiraban a sus fortalezas. Unos pocos mensajeros valientes decidieron cruzar los picos helados para traernos noticias de la suerte corrida por nuestro ejército. Los soldados del rey se veían obligados a escarbar en busca de comida, nos contaron esos hombres exhaustos, pero tenían la moral alta y su afición al combate seguía inalterable.

Dada la incertidumbre de los tiempos, Rose celebró sus decimoséptimo cumpleaños con poca ceremonia, si bien aprovechó para romper una lanza por su independencia que sorprendió a todos. Desde que era niña había dormido en la alcoba contigua a la sala de estar de su madre y de pronto declaró su intención de trasladarse a la torre norte. La reina Lenore, horrorizada, no quiso ni oír hablar de ello, pero acabó cediendo cansinamente ante las lacrimógenas súplicas de su hija.

Cuando expresé a la reina mi estupefacción ante su repentino cambio de opinión, respondió:

—¿Cómo voy a negar a mi hija un poco de felicidad? Ha tenido muy pocos motivos para sonreír en estos tiempos fúnebres. Además, el padre Gabriel me asegura que cierto grado de independencia podría resultar beneficioso para ella.

A su lado estaba el monje, disfrutando en su papel de consejero de más confianza de la reina. En mi opinión no era prudente dejar que Rose anduviera suelta por una parte del castillo prácticamente desierta y tan alejada de los aposentos reales que ya no estaría al alcance del oído de sus padres, pero sabía que era inútil oponerse a los deseos del monje. Asentí de un modo que pretendía ser gentil, aunque el padre Gabriel debió de advertir mi expresión sombría porque percibí en la frialdad de su mirada un silencioso desafío. Me había reconocido como su rival y me trataría como tal.

Cuando Rose me arrastró hasta las habitaciones que había escogido en lo alto de la torre para enseñármelas, no pude evitar admitir que tenían encanto. La puerta principal se abría a una sala de estar semicircular formada por las paredes redondeadas del torreón, y la alcoba se encontraba más allá de un arco adornado con tallas de parras entrelazadas. Rose había llevado tapices bordados y había cubierto la cama con cortinajes de terciopelo morado para señalar ese espacio como suyo. Pese a los cielos grises, las habitaciones parecían luminosas y bien ventiladas, y no había ventanas más altas ni más anchas en todo el edificio.

Rose señaló con un ademán el paisaje de fuera.

—¿Lo entiendes ahora, Elise?

La mayoría de las ventanas de los pisos superiores del castillo daban a Saint Elsip o a los ajetreados patios mientras que las vistas de Rose eran del campo de torneo donde a menudo competían su padre y sus caballeros, con verdes colinas onduladas a lo lejos. Era la campiña donde ella había aprendido a montar, y adonde ella y su madre se aventuraban a salir los cálidos días de verano, disfrutando de una comida a la sombra de un roble.

—¿Sabes cuántas veces he soñado que huía a caballo hacia el horizonte? Pensaba que podía cabalgar y cabalgar sin parar hasta que llegaba a un lugar donde solo era Rose y no una princesa de la realeza. —Su voz se redujo a poco más que un susurro—: Una fantasía estúpida.

Yo podía entender el atractivo de esas vistas, pero el precio de disfrutar de ellas me parecía demasiado alto. ¿Cómo iba a soportar Rose la opresiva quietud de la torre norte, y mucho menos a alegrarse de ella? Sospechaba que el cambio de aposentos se debía a su matrimonio inminente; esa era su última oportunidad para disfrutar de un refugio privado donde podría hacer lo que quisiera antes de someterse a los deberes que se esperaban de una esposa y una gobernante. Pero si reclamar esa parte del castillo era un gesto de desafío, también equivalía a admitir su aislamiento. Rose no tenía verdaderas amigas ni a nadie de su edad con quien pudiera hablar a sus anchas. Rose y su doncella, Besslin, no compartían la confianza que nos había unido a la reina Lenore y a mí, y las otras jóvenes que vivían en el castillo debían al rey su sustento; ninguna podía arriesgarse a ofender a la familia de Rose diciendo sin rodeos lo que pensaba. En muchos sentidos, era una existencia solitaria.

Rose dio la espalda a la ventana con expresión solemne.

—Elise, hay algo que quiero preguntarte. Temo que mi madre me esté ocultando la verdad acerca del avance de la guerra. ¿Es cierto que el invierno ha dejado muy debilitado al ejército?

—No debéis permitir que los rumores que corren por ahí os alteren —advertí, alisando las sábanas de la cama.

Como muchas mujeres que habían pasado la vida sirviendo, el trabajo realizado por alguien más joven me resultaba muy insatisfactorio, y Besslin parecía particularmente relajada en sus tareas.

—No puedo evitar que me altere que mi padre esté próximo a la derrota.

Me volví y hablé con un tono áspero que nunca había utilizado con alguien que no fuera de mi posición.

—¿Cómo podéis decir tal cosa?

—Están subiendo las temperaturas. La nieve de las montañas estará fundiéndose. ¿Por qué no hemos tenido noticias del avance de nuestras tropas?

Yo me había preguntado lo mismo. Como a menudo ocurría en los momentos difíciles, acudió a mi mente el maleficio de Millicent y su promesa de llevarse a Rose en la cúspide de su belleza. ¿Era esa la forma que tomaría la venganza de Millicent, con el príncipe Bowen vencedor y Rose muriendo a manos de él, víctima de su terrible ansia de poder? La sola idea me provocaba náuseas, pero temí que nadie pudiera impedir que cometiera tales atrocidades.

—La guerra es impredecible por naturaleza. Los hombres de vuestro padre son los soldados mejor adiestrados del reino. Se impondrán.

—Deben hacerlo. —Rose me miró con exaltada intensidad. No estaba ni mucho menos preparada para gobernar y me entristeció recordar todo lo que se había perdido. Debería estar pensando en pretendientes y vestidos, no en la posible muerte de su padre—. Si todos los hombres tuvieran la fuerza de tu marido no dudaría de nuestras probabilidades de obtener la victoria. —Se sentó en la cama y deslizó los dedos por el relieve de la colcha bordada—. ¿Lo echas de menos?

—¿A Dorian? Sí, a veces. Pero no puedo privarlo de esta oportunidad para luchar. Ha estado toda su vida esperándola.

Rose bajó la mirada, repentinamente cohibida.

—¿El matrimonio es como te imaginabas?

La cautela de su pregunta, como si se dispusiera a recibir una mala noticia, me cogió por sorpresa. Yo nunca había hablado con nadie de mis verdaderos sentimientos hacia Dorian. ¿Y cuáles eran esos sentimientos? Cambiaban de un día a otro.

Busqué con cuidado las palabras.

—Me había resignado a llevar una vida de soltera. Sin embargo, el matrimonio me satisface más de lo que esperaba.

—Pero te has casado por amor.

Sonreí divertida. El amor no entraba en los planes matrimoniales de Dorian ni en los míos. Fuera cual fuese el vínculo que había surgido entre los dos, empezó con puro deseo físico. Luego recordé cómo me había besado Dorian en el patio, a la vista de todos. La promesa que hizo de ser un marido mejor. ¿Por qué iba a hacer tal cosa si no era por amor?

—El afecto puede surgir con el tiempo —le aseguré—. Sir Hugill es un buen hombre, a decir de todos. —Las mismas fuentes lo habían retratado como severo y carente de humor, cualidades que resultaban poco atractivas para alguien del temperamento de Rose.

—Estoy segura de que merece todo mi respeto —repuso Rose sumisamente—. Solo que… —Apartó la mirada, titubeando antes de continuar—: Había esperado más.

Con la instantánea comprensión que alcanzan los criados fieles, supe que estaba pensando en Joffrey. Recordé los ojos negros del joven centelleantes de regocijo cuando Rose bailó grácilmente ante él. Nunca sería más que una diversión juvenil. Aun en el caso de que el rey pudiera romper el acuerdo matrimonial de Rose con sir Hugill, nunca permitiría que su hija se casara con alguien que no procediera de una familia real. Pero ¿qué tenía de malo soñar con un joven atractivo? Recibí de buen grado cualquier tema que la distrajera del lúgubre ambiente de la corte.

—No me sorprendería que cierto embajador regresara para bailar con vos cuando acabe la guerra. Tendrá que luchar con sir Hugill por vuestro favor. Imagino que será todo un combate.

—¿De veras? —preguntó ella juguetona—. ¿Y quién crees que saldría victorioso?

—Bueno, Joffrey goza de la ventaja de la juventud. Pero no debemos descartar la apasionada vehemencia de sir Hugill, que se refleja con tanta claridad en sus cartas.

Rose se volvió de la ventana riéndose.

—Que Dios te bendiga, Elise. No sabes cómo me has levantado el espíritu.

—Y vos el mío.

Juntas revivimos la noche de la visita de Joffrey, cuando Rose experimentó el despertar de lo que podría convertirse en amor. Era el primer hombre de otro reino con quien ella conversaba, y saltaba a la vista que la había fascinado con sus relatos de viajes y tierras exóticas. No quiso decirme de qué habían hablado en la sala de recepciones; disfrutó guardándose para sí ese momento de intimidad para saborearlo sola. Como yo saboreé los recuerdos de Dorian esa noche mientras yacía en la cama imaginando su regreso y cómo lo celebraríamos.

 

El deshielo de la primavera en el que tantas esperanzas había puesto nuestro ejército llegó acompañado de lluvias torrenciales, creando barrizales empantanados infranqueables. Era como si la misma naturaleza hubiera tomado partido por los rebeldes. El tiempo asestó un nuevo golpe a los comerciantes de Saint Elsip, cuyos negocios ya estaban sufriendo debido a la guerra, y mis visitas a Damilla y a Prielle se veían ensombrecidas por una sensación de catástrofe generalizada. Cuando hice un aparte con Prielle para preguntarle cómo se encontraba, me contó que sospechaba que su padre estaba echando mano de su dote a fin de pagar a los acreedores de la familia.

—Sin dote, ¿qué será de mí? —me preguntó.

Me entraron ganas de zarandear a sus padres para sacarlos de su egoísmo tan corto de miras. ¿No veían que su hija era su posesión más valiosa, que debían querer y proteger por encima de todo? Pero Prielle me suplicó que no dijera una palabra, y temí que su padre desahogara su ira con ella si yo salía en su defensa.

—Me ocuparé de que hagas una buena boda —le prometí—. Dorian tiene mucho dinero. Estará encantado de proporcionarte una dote, si es necesario.

Prielle se apoyó en mí mientras yo rodeaba con los brazos sus estrechos hombros.

—Todo está cambiando, Elise —dijo con tristeza—. Ya no sé qué me deparará el futuro.

—Ni tú ni nadie. Pero no lo afrontarás sola, te lo prometo.

Confié en ofrecer una imagen de fortaleza ante mi aterrada sobrina, pero lo cierto era que los recientes acontecimientos en el castillo habían sacudido mi propia fe en que todo se arreglaría cuando terminara la guerra. La carga de gobernar durante casi un año sin el asesoramiento de su marido había hecho estragos en el estado mental ya de por sí precario de la reina Lenore, y me resultaba imposible rescatar la desenvoltura con que en otro tiempo hablábamos. Según su doncella, Heva, la reina casi nunca dormía más que unas pocas horas por las noches, levantándose mucho antes del amanecer para empezar sus plegarias diarias. Aún más preocupante, Heva había visto en la espalda de la reina unas marcas rojas que reconoció como signos de la flagelación que se infligían los místicos más fervientes. Enferma al pensar en esa forma de autocastigo, salí para enfrentarme con el padre Gabriel. La reina Lenore jamás habría hecho tal cosa si él no la hubiera empujado.

Para mi sorpresa, él escuchó mis preocupaciones con actitud comprensiva. Sin embargo, declaró que era impotente para controlar los actos de la reina.

—No tengo más influencia que usted sobre la reina —repuso con las manos juntas.

Reparé en el cerco de roña en las uñas de sus manos, en el hedor que desprendía su túnica mugrienta. ¿Cómo la reina, conocida por su amor a la belleza, se había dejado encandilar por semejante individuo?

—Si siente que el Espíritu Santo la empuja a mortificar su carne, lo hará.

Solo había un acontecimiento en la vida por lo demás intachable de la reina Lenore que podía provocar tanto odio a sí misma. ¿Le había hablado al padre Gabriel del juramento que había hecho a instancias de Millicent? Si era así, entonces su dominio sobre ella era completo.

—¿Cómo es posible que la desfiguración de la reina pueda complacer al Señor?

—¿Pretende conocer los designios de nuestro Padre? —replicó él—. La reina está siguiendo su propio camino hacia la redención y yo creo que lo encontrará, antes de lo que cree.

¿Y quién la declarará redimida?, estuve a punto de inquirir. ¿Usted, si le sirve a sus propósitos? Pese a sus pías palabras, el padre Gabriel había puesto de manifiesto una satisfacción demasiado humana en superarme. Una vez más me pregunté qué lo retenía entre nosotros. ¿Una genuina preocupación espiritual por la reina? ¿O la oportunidad de influir en una mujer noble con la mente trastornada? Pese a mis sospechas, el padre Gabriel no había dado muestras de corrupción; no acumulaba posesiones desde que estaba en el castillo, y la señora Tewkes me dijo que no había cobrado nada. Incluso rechazó la alcoba que la reina Lenore le había ofrecido reiteradas veces, prefiriendo quedarse en el rincón de la cocina donde dormía. Aun así me propuse estar atenta a sus relaciones con la reina. Si ella presentaba nuevos signos de deterioro, acusaría con firmeza al padre Gabriel sin importarme las consecuencias.

El abatimiento cada vez mayor de sir Walthur era otro motivo de preocupación. Nuestras interacciones diarias eran breves y formales; a diferencia de otros hombres prominentes, él no entablaba conversación solo por el placer de escucharse hablar. Pasaba la mayor parte de las noches frente a la crepitante chimenea de nuestra sala de estar, absorto en sus pensamientos, y yo muy pocas veces perturbaba su soledad. Pero una noche que lo vi más encorvado de lo habitual, con el rostro fruncido a causa de la preocupación, se me encogió el estómago con una premonición de desastre.

—¿Habéis tenido noticias de Dorian? —balbuceé.

Sir Walthur se volvió hacia mí sorprendido e hizo un gesto de negación.

—No, ninguna.

—Lo siento —me disculpé—. Pensé que tal vez sabíais algo.

Sir Walthur me lanzó una mirada furiosa que de entrada tomé por irritación. Luego caí en la cuenta de que me miraba intrigado.

—¿Has oído algo por ahí?

—Nada —protesté—. Solo hablo como una esposa que desea ver regresar a su marido sano y salvo.

Sir Walthur gruñó. Dejó la cuchara y apoyó las manos con las palmas abiertas en la mesa.

—Por si te tranquiliza, he averiguado algo que podría cambiar las cosas a nuestro favor.

Observó mientras yo asimilaba el significado de sus palabras.

—A diferencia de la mayoría de las mujeres, eres discreta. Es la única razón por la que te lo digo. Si me entero de que lo has divulgado…

—No traicionaré vuestra confianza —repliqué rápidamente.

—Muy bien. —Sir Walthur apartó su cuenco vacío y tomó un sorbo de vino, asiendo el pie de la copa con un puño tan poco elegante que lo delataba enseguida como un hombre de humilde cuna. Pese a los años que llevaba en la corte, nunca había dominado los modales aristocráticos. O le traían sin cuidado o bien hacía alarde de su falta de pretensiones de un modo perverso.

—Hoy me han llegado noticias de que Brithnia podría unirse a nuestra causa.

Teniendo en cuenta su feroz reputación, los habitantes de Brithnia serían bien recibidos como compañeros en el campo de batalla. Pero ¿la necesidad de semejante alianza significaba que nuestros soldados no podían ganar la guerra por sí solos?

—Dorian me dijo que nuestros hombres podrían derrotar fácilmente a los deRauley —dije con cautela.

—Eso parecía. Hasta el rey se jactó de que regresarían victoriosos en unas semanas. Pero han transcurrido nueve meses y aún hemos de librar una batalla. Atacan de noche y a escondidas, matando dos soldados aquí, tres allá, antes de desaparecer en la oscuridad. Nuestras pérdidas aumentan y no estamos más cerca del objetivo de expulsarlos de sus escondites en las montañas.

Algunos rumores que corrían por el castillo hablaban, por el contrario, de rebeldes asustados que se habían dado a la fuga. ¿Eran fruto de vanas ilusiones o habían surgido a propósito para mantener viva nuestra esperanza?

—Nuestros hombres no han perdido la determinación y al final vencerán —me aseguró sir Walthur—. Pero nuestro ejército ha quedado mucho más debilitado de lo que esperábamos. Si el rey regresara con la cabeza de Marl deRauley pero solo con la mitad de sus caballeros, ¿seguiría habiendo motivos de celebración?

¿La mitad de sus caballeros? Eso era imposible. Los hombres que conducían ese ejército eran amigos de la infancia de Dorian, los maridos de las mujeres con quienes yo hablaba cada día. Una perspectiva tan pesimista significaba que Dorian corría más peligro del que me pensaba.

—¿Y si Brithnia se pusiera de nuestro lado?

—La victoria sería nuestra —respondió sir Walthur—. Los habitantes de Brithnia aportarían cierta sangre fría de la que carecen nuestros hombres. Supongo que les viene de haber vivido en esa tierra desolada. La muerte es un elemento tan común en sus vidas que no la temen y luchan hasta el amargo final. Otro asunto es si son de fiar. Con toda probabilidad Bowen también está regateando con ellos para obtener sus servicios. En eso, al menos, le llevamos ventaja. Nuestro tesoro es mucho más persuasivo que la triste fortuna de los DeRauley.

—¡El rey de Brithnia nunca tomaría las armas contra nosotros! —exclamé—. Él mismo se ha declarado amigo del rey Ranolf.

Sir Walthur se rió, un sonido amargo sin traza de humor.

—La reina te ha contado demasiadas historias sentimentales. Es el dinero, y no la amistad, lo que forja las alianzas en el campo de batalla.

Yo sabía que a menudo se compraban y vendían ejércitos a cambio de bolsas de oro. Pero la despreocupación con que sir Walthur aceptaba tal arreglo me parecía una traición a las creencias de su propio hijo. Dorian disfrutaba con la buena comida y la ropa elegante, pero la búsqueda de riqueza no lo movilizaba. Luchaba porque tenía el alma de un soldado, orgulloso de derramar sangre por un bien mayor. No todos los guerreros combatían para llenarse los bolsillos.

Sir Walthur apartó la silla hacia atrás con brusquedad y se levantó.

—Debo regresar a la Cámara de Consejo —dijo, cogiendo una de las palmatorias que iluminaban la mesa—. Enviaremos una oferta a Brithnia por la mañana. Solo quedan unas horas para calcular lo que estamos dispuestos a pagar a cambio de la victoria. —Se acercó al lado de la mesa donde yo estaba sentada y me puso una mano en el hombro—. Has servido bien a mi hijo —añadió en voz baja—. Haré todo lo posible por traerlo a casa.

No era un hombre dado a las confidencias emotivas, y supe que eso era lo más cerca que estaría nunca de decirme que me había tomado cierto afecto. ¿Y si le hubiera dado un heredero a Dorian? ¿Cuánto más me valoraría entonces sir Walthur? Un gran dolor se extendió por mi vientre vacío.

Los pasos de sir Walthur resonaron por el pasillo, y terminé de cenar yo sola a la tenue luz de la vela que quedaba. No estaba al corriente de las finanzas del reino, pero debía de haber suficiente oro para asegurar la lealtad de Brithnia. La reina Lenore vaciaría el tesoro si eso significaba el regreso del rey sano y salvo.

Los ruegos por parte de sir Walthur pidiendo discreción fueron atendidos, porque en los días que siguieron no oí hablar de los habitantes de Brithnia. Solo unas semanas después se anunció su aparición en el campo de batalla, y la noticia fue recibida como si se tratara de la misma victoria. Si en el pasado los habitantes de Brithnia eran tachados de sinvergüenzas peligrosos y desaliñados, de pronto eran ensalzados como guerreros valerosos, y se hablaba sin cesar de los buenos sentimientos entre su rey y el nuestro. Si hubo algún tipo de transacción económica se realizó en secreto.

El envío de refuerzos por parte de Brithnia fue lo último que supimos del norte durante un tiempo. Recuerdo una interminable sucesión de días esperando que llegaran noticias. En las murallas del castillo apostaron más centinelas, todos atentos a divisar antes que los demás un mensajero con el estandarte real. En la ciudad las fiestas de Pascua transcurrieron con silenciosa oración y reflexión, y se suprimieron los palos de mayo y las danzas de otros años. La reina Lenore se quedaba inmóvil cada vez que se abría la puerta de sus aposentos, y se llevaba un chasco cuando resultaba ser lady Wintermale o un criado preguntando por un asunto doméstico. Rose buscó distracción en la literatura, y se refugiaba durante horas seguidas en su habitación para escribir un poema que celebrara la victoria de su padre. Yo me alegraba de que hubiera encontrado algo en que ocuparse en sus noches agitadas, y le pasé unas cuantas velas más para que la doncella no informara a la reina de lo a menudo que Rose se quedaba levantada escribiendo.

Fue durante esos interminables y expectantes días cuando Flora entró en su declive final. Aunque yacía apenas consciente, sin responder a ningún estímulo, yo velaba junto a su cama, pues no quería que pasara sola sus últimas horas. A veces le sostenía la mano en silencio; en otras ocasiones me entraban ganas de rezar. No sé qué me llevó a cantar aquella última noche. Flora me había dicho que Lorenz le había enseñado la canción popular durante su breve cortejo, y tal vez pensé que le proporcionaría un último recuerdo de felicidad pasada.

—Madre.

Tuve que inclinarme para estar segura de que la había oído bien. Ella tenía los ojos cerrados, como si soñara.

—Madre. Se ha ido.

La débil voz de Flora conservaba las inflexiones de una joven con el corazón roto. Le froté la mano deseando encontrar las palabras adecuadas para aliviar su angustia.

—¿Por qué? ¿Qué he hecho para que me deje?

No podía soportar oírla revivir el suicidio de Lorenz, la muerte de él proyectando una sombra sobre la suya. A veces no nos toca saber la verdad, y ella no debía pasar sus últimos momentos sufriendo por acontecimientos ocurridos hacía tanto tiempo. Merecía un final tranquilo.

—Él os está esperando —susurré—. Id a su encuentro.

La respiración de Flora se hizo más lenta. Observé la dificultad con que inspiraba y espiraba. Luego, con un titubeo, gruñó:

—Elise.

Sorprendida, me eché hacia delante hasta que casi le rocé su rostro con el mío.

—Estoy aquí —respondí.

—Lo siento mucho.

Hice un gesto de negación, deseosa de tranquilizarla.

—Chist. No tenéis que desagraviaros por nada.

Cada sonido era un esfuerzo que llegaba a través de respiraciones irregulares, mientras se armaba de voluntad para pronunciar una última advertencia.

—Viene. No he podido detenerla.