13. AGRESIONES SOCIALES DE LOS ECOLOGISTAS

El movimiento ecologista europeo, que se proclama constantemente antinorteamericano, no ha hecho otra cosa que copiar las ideas de los ecologistas norteamericanos, aplicándolas a las supuestas condiciones sociales del viejo continente. Se somete gustoso a la colonización contracultural de los Budas de California y de Nueva York, dando por sentado que la oposición al propio sistema norteamericano ha de ser una alternativa válida.

Por lo que se refiere a España, el mimetismo es todavía más grotesco. Se da aquí una extraña amalgama de glorificación de la contracultura, de repulsa a la Ciencia y al desarrollo económico y de desentendimiento político.

ECOLOGISTAS: JAQUE A LA INDUSTRIA

Durante una década, la de los setenta, el movimiento ecologista norteamericano sostuvo un enconado jaque a la industria de su país. Como explican Rael Jean Isaac y Erich Isaac (en The coercive Utopians) a partir de 1970 se desató el pánico ecológico en los Estados Unidos, fomentado por una súbita floración de cientos de grupos en el área de San Francisco. Una panfleto distribuido en Berkeley dio la primera señal de alarma: «Estamos a cinco años de al autodestrucción de la biosfera». Idénticas profecías catastrofistas cuyo precedente más parecido se sitúa en la histeria colectiva provocada por los milenaristas y su anuncio del fin del mundo, se sucedieron en otras partes de los Estados Unidos. Durante una década, todos los medios de comunicación dieron prioridad a los temas que pronosticaban catástrofes inminentes de destrucción mundial, si no se ponía coto a la degradación del medio ambiente mundial, si no se ponía coto a la degradación del medio ambiente provocada por la contaminación industrial. En la mayoría de los casos las denuncias estaban justificadas, pero los ecologistas no tomaron en consideración todos los factores que intervenían en la supuesta degradación. Evidentemente se habían producido catástrofes muy serias. El naufragio de varios petroleros arrojando al mar centenares de miles de toneladas de crudo dañó las costas de varios países y destruyó su riqueza pesquera. Pero el remedio no estaba en prohibir el imprescindible transporte de petróleo, como llegaron a plantear los ecologistas, sino en procurar por medios técnicos adecuados que un nuevo hundimiento de barcos produjera el mínimo daño posible. La contaminación de los ríos, convertidos en nauseabundas cloacas industriales, debía ser evitada, pero no al precio de cerrar definitivamente las fábricas que la provocaban. Pronto se vio que el movimiento ecologista iba más allá de una simple —y necesaria— vigilancia para impedir los abusos industriales. Pretendía, como hemos señalado reiteradas veces, la destrucción del sistema, no para reemplazarlo por otro más humano, sino para desterrar el progreso científico-técnico que hace posible el avance de la sociedad.

UN SOFISMA: CÁNCER-CONTAMINACIÓN

El rápido crecimiento del ecologismo encontró su caldo de cultivo adecuado en las condiciones políticas de la época. Tanto el partido republicano como el demócrata lo utilizaron en la creencia de que podría distraer a la gente de la grave realidad de la guerra de Vietnam. Por las mismas fechas, en España, el ecologismo empezó a ser utilizado como un doble «punto de encuentro» de personas que querían librarse de los riesgos de la política prohibida y de organizaciones políticas clandestinas que creían encontrar un buen tema de movilización en cuestiones que afectaban a la salud y la medio ambiente.

El ecologismo eligió varios temas sobre los que la opinión pública poco informada y generalmente ignorante habría de sensibilizarse en grado sumo. Uno de ellos era la salud. La hipocondría iba a convertirse en un fenómeno colectivo. La sociedad norteamericana y la europea habían alcanzado cotas altas de sanidad, con una Medicina muy desarrollada y una asistencia sanitaria cuyos defectos se destacaban especialmente por su exagerado tecnicismo. En España la situación no podía ser comparada con la de los países avanzados. El gigantismo de la Seguridad Social, su burocracia y su constante desatención a los usuarios agravaba el problema de una población carente de las posibilidades modernas de la Medicina. Pero en uno y en otro caso, el ecologismo en lugar de poner el acento sobre los problemas reales inventó peligros que iban a distraer a la población por mucho tiempo.

Uno de ellos fue relacionar el cáncer con la contaminación. Es bien sabido que todavía no se ha podido establecer con exactitud las causas que provocan el cáncer. Sin embargo, a partir de 1950 algunos estudios empezaron a establecer aquel vínculo. John Higinson, director de la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer, de la Organización Mundial de la Salud, lanzó la hipótesis de que el factor del medio ambiente alcanzaba un 80% de las causas del cáncer. Los ecologistas dieron por bueno el informe y lograron que la opinión pública aceptara este silogismo: el medio ambiente está contaminado; el cáncer es causado por el medio ambiente, luego la contaminación produce cáncer. La histeria colectiva resultante, alimentada por miles de artículos y de reportajes a la caza de situaciones que supuestamente causaban el cáncer, hizo que la opinión pública exigiera más y más medidas de control. El Congreso de los Estados Unidos se vio forzado a publicar leyes que exigían prácticamente la «contaminación cero» de las industrias. En 1971 una ley de Protección del Medio Ambiente (Environmental Protection Act) ordenó el lavado del carbón norteamericano para despojarle de su contenido de sulfuro.

Bruce Ackerman y William T. Hassler, citados por los Isaac, señalarían después los métodos pintorescos usados en la guerra contra la polución. El problema consistía en que el carbón norteamericano no tenía un contenido igual de sulfuro. El carbón del Oeste es predominantemente bajo en sulfuro, mientras que el del Este es alto. En consecuencia las empresas del Este y del Medio Oeste tenían una alternativa: podían quemar el carbón del Oeste bajo en sulfuro, absorbiendo los gastos del transporte, antes que el carbón del Este alto en sulfuro en el que deberían absorber el todavía más caro coste del lavado. Como era de suponer, los productores de carbón del Este empezaron a ponerse frenéticos cuando vieron que el mercado del carbón peligraba. Sorprendentemente encontraron un aliado en los ecologistas. No dejaba de ser chocante porque desde el punto de vista de los ecologistas su máxima exigencia era lograr que los productores asumieran el coste social de su empresa. Desde esta perspectiva, el carbón alto en sulfuro ha disfrutado hasta ahora de una injusta ventaja sobre el carbón bajo en sulfuro, porque el daño que le causó la legislación no se ha reflejado en su precio. Los ecologistas se unieron con los productores de carbón sucio en una extraña alianza contra las fábricas para persuadir al Congreso de que quitara la ventaja de los productores de carbón bajo en sulfuro, obligando a todos a lavar el carbón cualquiera que fuera su contenido en sulfuro.

El resultado fue más contaminación, no menos. Por varias razones. Los lavaderos no funcionan bien con el carbón bajo en sulfuro, de forma que el sulfuro que se supone que debe ser eliminado por la tecnología ha de ser añadido antes artificialmente para que el sistema funcione. Además los lavaderos producen grandes cantidades de barro que requiere ser removido constantemente, dejando enormes extensiones de tierra, generalmente de cultivo, inútiles para cualquier uso futuro. El método requiere grandes cantidades de agua, creando contaminación térmica y química del agua y exacerbando el problema de su escasez en el árido Oeste.

Más adelante, con el procesamiento de datos, se sabría que las disposiciones legales exigiendo el lavado total de carbón supondrían la aventura más costosa realizada jamás en honor de una campaña dudosa para preservar el medio ambiente. Para 1995 se habrán gastado más de cuatro mil millones de dólares, sin que la nación se haya beneficiado de una disminución real de dióxido de sulfuro. La EPA decidió también promover una nueva tecnología de limpieza en seco del carbón. En principio la investigación sugirió que el lavado en se cosería más barato que el húmedo, siempre que no tuviera que eliminar más del 70% del sulfuro contenido en el carbón. El lavado en seco, señalaron Ackerman y Hassler, sirvió para justificar simbólicamente la exigencia de lavado. Había una dificultad con el lavado en seco. No existía una sola planta de lavado para operar sobre centrales eléctricas en todos los Estados Unidos. Además, algunos expertos puntualizaron que el estado del conocimiento de lavado en seco en 1980 era el mismo que existía en 1970 para el lavado húmedo, cuando se pensó que los costes serían la mitad de lo que llegaron a ser.

Hubo ironías mayores. A pesar de los enormes gastos en una y otra tecnología, nadie pudo saber si su objetivo, el dióxido de sulfuro, era perjudicial para la salud, en los términos en que se había planteado el problema. De hecho los científicos están de acuerdo en que lo dañino no es el dióxido desulfuro sino los compuestos de sulfato en los que aquél puede ser transformado. Se pensó una estrategia completamente distinta. Para empezar, se necesitaba saber qué sulfatos de diferentes clases y cantidades pueden dañar, cómo son producidos y transformados. Mientras la EPA planificaba la inversión de varios millones de dólares al año en la investigación sobre el sulfuro, el consumidor de energía tenía que sufragar los gastos de miles de millones de dólares al año derivados de la obligación de lavar el carbón. Sin un conocimiento real de dónde estaban los riesgos para la salud, la ley de Protección del Medio Ambiente obligaba al público a gastar fuertes sumas de dinero en una estrategia cuyos fines no se conocían.

Desde el punto de vista político, la ironía llegaba a niveles de absurdo cómico. Gobiernos e instituciones europeos, volcados en el antinorteamericanismo, obligaban en sus propios países —apoyados esta vez por su propia oposición ecologista— a imitar el ejemplo del Gobierno norteamericano en su legislación del medio ambiente. Lo que ésta decía, sin importar que luego se comprobara el efecto contrario, era tomado por axioma, a despecho de la inalterable profesión de fe antinorteamericana.

LOS ECOLOGISTAS ESTIMULAN LA IGNORANCIA Y EL MIEDO

Como se ha podido comprobar ya en algunos aspectos —especialmente en el de la despolitización y en el del enmascaramiento de las causas reales de la lucha de clases—, el ecologismo genera actitudes sociales cuyas consecuencias tardan en verse. Exacerbando el miedo de una población generalmente desinformada a riesgos que sólo existen en la imaginación tendenciosa de los ecologistas, pueden conseguir aparentes éxitos inmediatos. Las «víctimas» de los ecologistas suelen ser grupos de población muy sensibilizados a problemas caseros y populistas. En el capítulo dedicado a la lucha contra la energía nuclear, se verá que sus organizadores tuvieron especial éxito en poblaciones agrarias de muy escasa formación. De la misma manera que se unió el cáncer a la contaminación, se presentó hábilmente la falacia de asimilar la energía nuclear a las armas atómicas. Las poblaciones agrarias en cuyo suelo se iba a construir una central nuclear —o existía el proyecto de hacerlo—, se alzaron casi en pie de guerra para oponerse a vivir en la cercanía de una bomba atómica a punto de estallar. Estas poblaciones que, en términos generales, jamás se habían movilizado por ninguna reivindicación importante, cuando tantas tendrían que exigir, se echaron a la calle y formaron asambleas y comisiones para enfrentase al «peligro atómico». Era cuestión de supervivencia. Por cierto, también, en aquellas movilizaciones había curiosos contrasentidos. Los «profetas» que llegaban los pueblos para alertar a los campesinos sobre el peligro «atómico», se olvidaban de enseñar todo su muestrario, en el que figuraba muy especialmente su condena del uso de fertilizantes y de plaguicidas. «Peligros químicos» a los que los campesinos súbitamente convertidos en «antinucleares» no habrían prestado oído alguno.

Los otros grandes temas movilizadores son la salud y el miedo a la destrucción por ingenios que no conocen. En lugar de trabajar por extender la cultura, la modernidad y la civilización, la mayoría de los ecologistas prefiere estimular la ignorancia, el fanatismo y los miedos irracionales, factores todos que intervienen poderosamente para retrasar el necesario cambio social.

DESPILFARRO Y BUROCRACIA

La amenaza mayor que pesa sobre la población hoy es la tendencia organizada a la desindustrialización, la especulación y la parálisis del proceso de desarrollo. El ecologismo exacerbado —que no tiene nada que ver con la dialéctica del progreso basados en la interacción de ecología y desarrollo— es de hecho un arma fundamental para lograr aquellos objetivos. En 1970 el New York Times publicó un informe anunciando que ese año la industria iba a gastar nada menos que dos mil millones de dólares en la lucha contra la contaminación. En 1979 el economista Murray Weidenbaum calculó que la lucha contra la contaminación le costaría a la industria 100 mil millones de dólares al año y que la suma seguiría aumentando si se aprobaban las sucesivas leyes en proyecto. La base del problema reside en que tales sumas astronómicas, que deberán ser pagadas por el contribuyente-consumidor, no se destinan sólo a satisfacer medidas anticontaminantes excesivas sino a pagar las nóminas cada vez más abultadas de un cada vez más voluminoso cuerpo de burócratas, quienes, para justificar su salario, tendrán que inventar nuevas leyes cada vez más exigentes.

Las repercusiones sobre la industria han sido casi inmediatas, como señalan los mencionados Isaac. La innovación industrial, que debería ser un proceso continuado, en el propio bien de la industria y del sistema social, ha sufrido un retroceso evidente al destinar a cumplir las exigencias de las leyes de protección del medio ambiente, una parte importante que debería haberse empleado en planes de investigación. El jefe del Laboratorio de Investigación general de la«General Motors» expresaba esta queja: «Hemos tenido que desviar una larga parte de nuestro recursos —a veces más de la mitad— a cumplir las regulaciones gubernamentales, en lugar de desarrollar mejores materiales, mejores técnicas de fabricación y mejores productos, lo que es una manera terrible de derrochar los dólares dedicados a la investigación». El capítulo de inversiones necesarias para la investigación va a parar a los despachos de los abogados felices con la enorme jungla de disposiciones legales que vigilan no el medio ambiente sino el cumplimiento de la propia legislación.

RESULTADOS CONTRARIOS

La ofensiva ecologista produce resultados contrarios a los que sus promotores pretenden conseguir. Una de las primeras bases teóricas del movimiento consistió en la definición del small is beautiful (lo pequeño es hermoso), situando al hombre, en su concepción limitada, como la medida de todas las cosas. Sólo sería bueno y hermoso lo que el hombre pudiera dominar. Olvidaban los teóricos del movimiento que las capacidades del hombre son ilimitadas en su posibilidad de encarar grandes proyectos, pero ellos pretendían encerrarlo en un medio pequeño y sin ambiciones. La pretensión de los ecologistas es lograr un hábitat idílico sin el dominio de las grandes empresas, en el que se estimularía la iniciativa de las pequeñas.

El resultado está siendo exactamente lo contrario. El economista de Harvard, Robert Leone, ha señalado que la industria del metal y de acabados se ha reducido de 70 000 a 5000 factorías. Leone descubrió que las regulaciones sobre la contaminación del agua tuvieron sobre ellas el mismo efecto que sobre las industrias textiles y papeleras. Poco a poco —y a veces rápidamente— fueron despareciendo de la actividad industrial millares de empresas pequeñas y medianas que no pudieron hacer frente a las exigencias rigurosas de la legislación y dejaron el campo abierto para las grandes industrias. Al final, éstas se quedaron con el mercado. Como dicen los Isaac, algunos críticos, a la vista de la espiral burocrático-controladora de normas cada vez más rígidas, arguyen que el resultado más significativo del movimiento ecologista puede ser la concentración industrial y el oligopolio.

El resumen de William Tucker no puede ser más expresivo: «En 1977 un estudio de la Fundación Nacional para la Ciencia demostró que las firmas pequeñas producen cuatro veces más innovaciones, por cada dólar destinado a la investigación, que las firmas de tamaño medio, y veinte veces más que las grandes. Una comisión del Departamento de Comercio para la Invención y la Innovación descubrió que más de la mitad de los mayores avances tecnológicos durante este siglo habían sido desarrollados por inventores individuales y por pequeñas empresas. El primer modelo de lo que llegaría a ser la máquina Xerox fue desarrollado en un pequeño laboratorio sobre un bar. También fueron inventores individuales y pequeñas compañías quienes produjeron la insulina, el tubo de vacío, el kodachrome, la energía dirigida, el reloj automático de pulsera, el helicóptero, el celofán, el bolígrafo, la frecuencia modulada de radio, el tejido de punto inencogible, la cámara polaroid y la cremallera».

HACIENDO EL CALDO GORDO A LOS ESPECULADORES

La defensa de la Naturaleza —como preservación de la vida natural salvaje a través de extensas reservas de fauna y flora— ocupa un lugar prioritario en el programa de los movimientos ecologistas, que suelen, al mismo tiempo, asumir los planteamientos en el mismo sentido de organizaciones internacionales como el «Club de Roma», la sociedad «Mont Pelerin» y la «World Wildlife Fund». Todas ellas se han caracterizado por su pesimismo catastrofista: se acaban los recursos naturales y «aunque» fueran inagotables no sería conveniente su utilización porque ésta aceleraría aún más la amenaza de autodestrucción por las consecuencias de la contaminación.

El «Club de Roma», como hemos visto, se «especializa» en la estrategia de la desindustrialización y en el programa de estancamiento en la miseria de los países en desarrollo. Por su parte, la sociedad «Mont Pelerin» y la fundación «World Wildlife» centran su interés en la preservación de extensas zonas naturales salvajes. Generalmente los periódicos no suelen publicar los resultados concretos de las campañas organizadas por estas sociedades en cuyo consejo de dirección figuran principalísimas personalidades de la nobleza europea conectadas con poderosas plataformas financieras.

Mientras arreciaba la campaña de los ecologistas norteamericanos para reclamar la declaración de reserva natural de amplias zonas geográficas, en la «trastienda» se producían otros fenómenos más significativos. Poderosas familias europeas —lo que explicaría en parte el masivo «retorno» de dólares a la compra de tierras en los Estados Unidos, desde bosques ricos en madera a extensiones de terrenos abundantes en yacimientos de minerales. Inversores internacionales —entre lo que figuran aquellas familias europeas y los directores de unas cuantas docenas de corporaciones norteamericanas— se dedican a la compra de la tierra para llegar a dominar la situación en el caso de un eventual colapso de los mercados financieros. Desde 1978 estos inversores extranjeros han colocado unos cinco mil millones de dólares en la adquisición de bosques. Según el estudio del investigador norteamericano, Renée Sigerson, existe alrededor de unos 345 millones de acres de bosques comercialmente desarrollados en los Estados Unidos. Suponen el 25% del 1,35 miles de millones de acres de la superficie de la tierra (incluyendo Alaska y Hawai) que no es propiedad del gobierno federal o de los Estados. Algunos expertos estiman que los fondos de las compañías madereras que poseen esta tierra suponen unos 150 mil millones de dólares. Esto significa que por cada dólar colocado por un inversor extranjero en las reservas madereras norteamericanas, adquiere un promedio de tres dólares en potenciales ganancias.

La crisis de la agricultura norteamericana, con un millón de campesinos abandonando sus tierras, contempla dos objetivos: la creciente escasez de alimentos y la reprivatización de la tierra. Se calcula que para 1984 se habrán reprivatizado entre 10 y 20 millones de acres, como continuación de la política iniciada por Carter que, accediendo a los deseos de los ecologistas, canceló todos los permisos pendientes para abrir nuevos yacimientos mineros.

VOLVER AL SISTEMA FEUDAL

La sociedad «Mont Pelerin», dirigida por el economista austriaco Friedrich von Hayek, colabora estrechamente con los ecologistas norteamericanos, desde 1980, para lograr imponer el «ejemplo» norteamericano en los países occidentales. De acuerdo con diversos informes, dice Renée Sigerson, la sociedad «Mont Pelerin» ha establecido lazos de colaboración con la «Wilderness Society», la «Enviromental Defense Fund» y la «Audubon Society» en los Estados Unidos, como parte de una estrategia secreta para influir sobre las organizaciones de masas antigubernamentales en los países de Occidente. Esta estrategia es canalizada a través de un intermediario, el Centro para la Economía Política, en Bozeman, de la Universidad de Montana, dirigido por John Baden. La sociedad «Mont Pelerin» ha llegado a dominar este centro universitario, cuyos investigadores se orientan en la tarea de desarrollar una nueva teoría económica llamada «ecologismo de libre mercado». La sociedad «Mont Pelerin» es uno de los instrumentos más activos de la propaganda de la vieja oligarquía europea cuyo objetivo es reconstruir la economía mundial forzando una vuelta al sistema feudal de la «renta de la tierra». La pretensión de la sociedad de construir una «libre empresa» y sus explosiones contra los «gobiernos fuertes» son parte de una ideología cuyo motor de la economía es un programa «individual», «verde», en contra el impulso industrializador y de los avances tecnológicos representados por las modernas nación-Estado.

UNA SOCIEDAD DEMASIADO «FILANTRÓPICA»

La «World Wildlife Fund» —cuyos programas de actuación en defensa de la «vida salvaje», con particular dedicación a la defensa de las ballenas, de los osos, de los tigres, y de otras especies en vías de extinción aparecen continuamente en los periódicos de todo el mundo— fue creada en 1961, bajo el patrocinio personal de príncipe Bernardo de Holanda y de la familia real británica. Sus dirigentes ejecutivos internacionales incluyen a la mayoría de las cabezas coronadas de Europa y a los miembros dirigentes de las familias de la nobleza negra mundial. Esta red despliega su fuerza con la «International Union for the Conservation of Nature» (IUCN), fundada a principios de 1950 por el operativo del «intelligence» británico Julian Huxley que trabajaba para la UNESCO. Ambas, la «World Wildlife Fund» y la IUCN trabajaban estrechamente con la «Draper Fund por Population Activities», cuyo objetivo conjunto era alentar el movimiento para la reducción de la población.

Mientras al Administración de Carter estaba preparando el informe «Global 2000», la «World Wildlife Fund» y la IUCN trabajaban enun proyecto paralelo: el «Estudio para la Conservación del Mundo», cuyo soporte político es el secretario de estado George Schultz. De ese estudio salió la consigna de «salvar la jungla,», como un proyecto para desviar los procesos de desarrollo de países tropicales como Brasil.

La literatura publicada por la «World Wildlife Fund» habla del deseo de proteger las «especies en extinción» de la rapacidad de la sociedad moderna, pero, como ha investigado Lonnie Wolfe, las fuentes privadas próximas al príncipe Felipe revelan otros propósitos de la Fundación. Durante unos 500 años, las actuales familias oligárquicas de Europa gobernaron los actuales países en vías de desarrollo por la vía directa de la Administración colonial, garantizando que permanecerían permanentemente subdesarrollados y que sus recursos serían objeto de rapiña, mientras que sus bosques y sus junglas permanecerían como reservas de caza para los miembros de las familias oligárquicas. Pero con la Segunda Guerra Mundial fue evidente que era insostenible mantener el sistema colonial. Al mismo tiempo que fue desmantelado el imperio colonial, se empezaron a desarrollar nuevas formas de manipulación feudal para mantener el sistema colonial por otros procedimientos. La «World Wildlife Fund» fue creada como una forma nueva de administración colonial, para establecer reservas de intocables, parques nacionales, bosques nacionales, etc., cuya «necesidad» fuera bien recibida por la opinión pública de los países desarrollados que veían en las «reservas naturales», convertidas en «pulmón de la Humanidad», una satisfacción a sus «instintos» de conservación. Puesto que la Humanidad necesitaba «pulmones», era lógico que estuvieran en aquellas «zonas salvajes» que todo el mundo podía reivindicar como propias. Estas áreas estaban administradas por dirigentes de la Fundación en colaboración con los gobiernos títeres de los nuevos países descolonizados. Cualquier cosa que hicieran los países descolonizados para salir de su atraso podía ser presentado como un «atentado a la preservación de la vida natural». Gracias al trabajo «filantrópico» de la Fundación, aproximadamente un 10% del total de la superficie del mundo se ha convertido en reservas, en parques naturales y en paraísos que imposibilitan el desarrollo de vastas áreas de África y de Brasil. La opinión pública ha sido «intoxicada» para condenar proyectos nacionales orientados a desarrollar estos países, mediante la transformación de sus espacios naturales, como si se tratara de un «crimen contra la Humanidad». Pero se silencia, a continuación, que los espacios naturales están dominados por los mismos grupos neocolonialistas.

Los movimientos ecologistas, que colaboran tan «desinteresadamente» con las mencionadas organizaciones internacionales, se convierten, de hecho, en cómplices de las mismas.