10. EL MITO DE LOS NACIONALISMOS DE VÍA ESTRECHA

Mistificación número cuatro: Los Estados-Nación, Estados-República, Estados Centrales son también un monstruo devorador de las entidades nacionales que los componen, crean un aparato fundamentalmente represivo y conducen a la pérdida de identidad de los pueblos. En consecuencia, hay que ir a buscar las «raíces» de identidad de las comunidades nacionales autónomas, reivindicar las peculiaridades propias de las tradiciones y organizar un sistema de vida basado en una mayor «comunicación con la Naturaleza, fomentando la vida y la organización rural».

Este discurso de moda es particularmente atractivo en España, donde se da una extraña coincidencia entre los llamados progresistas y los conservadores de las nacionalidades autonómicas en pugna con el Estado central.

Ya hace mucho tiempo que en España se encontró una solución racional al problema de las nacionalidades que componen el Estado mediante la fórmula federativa. En Estado federal se basas en la descentralización administrativa y en el autogobierno de las nacionalidades, pactando la aceptación de un poder central que coordina los diversos intereses nacionales y administra las cuestiones de defensa, de relaciones exteriores y de planificación para el bien del conjunto de las nacionalidades. Pero esta fórmula federativa, propugnada por los progresistas republicanos socialmente avanzados, murió a manos, precisamente, de los movimientos foralistas y nacionalistas, socialmente conservadores y, por supuesto, fue desechada por los que construyeron el Estado de las Autonomías, dentro de su estrategia de reforma política durante la transición al posfranquismo. Eligieron la vía de la Autonomías —inventando precipitada y arbitrariamente algunas de ellas—, que tiende a ser un elemento disgregador, frente a las ventajas aglutinadoras en las cuestiones importantes del Estado federativo.

El previsible fracaso de las Autonomías, con la aceleración del gigantismo burocrático, la duplicidad de funciones y el desorbitado gasto público, es un buen pretexto para que se manifiesten, de hecho, las tendencias independentistas y separatistas y la lucha contra el poder central en las que coincidirían, por razones distintas, los progresistas y los conservadores nacionalistas.

Los primeros, incapaces de elaborar una política coherente con el ideario que dicen sostener, abandonan todo gesto de intervención política general —en el que hay mucho de carrerismo político mediocre— para recluirse en reivindicaciones nacional-populistas.

Los segundos pretenderían mantener el monopolio político sobre la comunidad autónoma para cumplir sus objetivos de disminución de la población, de desindustrialización y de reducción de la capacidad energética.

Tanto en Cataluña como en el País Vasco, los gobiernos autónomos dirigidos por las fuerzas nacionalistas conservadoras, dicen esforzarse por no agudizar las tensiones entre la población autóctona y la inmigrante, recalcando que el ciudadano de la comunidad autónoma es el que vive y trabaja en ella, pero también es cierto que la política industrial seguida por ambos gobiernos autónomos no contempla la necesidad imperiosa de profundizar el proceso de industrialización. Por diversos procedimientos se estimula el regreso de los inmigrantes a sus lugares de origen y, en todo caso no se provoca la creación de nuevos puestos de trabajo productivos. A lo sumo se extiende el funcionariado, que se recluta especialmente entre la población autóctona. Un crecimiento de la población, por la vía de los nacimientos y de la inmigración, en las comunidades autónomas, parece no convenir a los sectores tradicionales que controlan la política y los negocios autóctonos, porque temen que la expansión poblacional generaría una dinámica de mayor movilidad social que no podría ser dominada a la medida de sus intereses.

LOS SUCESIVOS ACOMODOS DE LOS PARTIDOS NACIONALISTAS

El derecho de los pueblos a su autodeterminación figura entre los fundamentales, reconocido en la Carta Magna de las Naciones Unidas y por cualquier espíritu democrático. En las relaciones internacionales la Autonomía constituye siempre una especie de transición hacia la completa independencia. En los países sometidos a la explotación colonial y a opresión política por una potencia extranjera, las fuerzas que pugnan por alterar la situación son fundamentalmente progresistas, aspiran a desarrollar las potencialidades del país y a organizarse de una manera propia. El sistema político y las relaciones de producción que se establezcan después, obtenida la independencia, dependerán de las alianzas que se hayan establecido para lograrla y de qué fuerzas han resultado hegemónicas en el proceso.

A pesar de los esfuerzos en este sentido, que obedecen a la razón de ser de los partidos nacionalistas, no se puede hablar propiamente de explotación colonial y de opresión política específica en las nacionalidades que conforman el Estado español por parte del Gobierno central. Ciertamente es una cuestión no resuelta el establecimiento de relaciones solidarias y de pactos de entendimiento entre aquéllas y éste. El Gobierno central ha heredado una serie de hábitos de la peor especie centralista que le incapacitan para afrontar un pacto de pleno entendimiento, por el que las nacionalidades autónomas puedan desarrollar su autogobierno de acuerdo con sus intereses generales. Y al mismo tiempo, los partidos nacionalistas, que han heredado a su vez las pretensiones históricamente más negativas del separatismo, hacen lo posible para que los hábitos centralistas de aquél aviven el fuego de sus ambiciones. Pero ocurre que los partidos nacionalistas, que por un tiempo pueden demostrar la justeza de sus reivindicaciones en razón del número creciente de votos obtenidos, no representan las aspiraciones colectivas de todo un pueblo y, lo que es más importante, no se hallan, per se, en condiciones de asumirlas. Los partidos nacionalistas son destacamentos ideológicos, que, a pesar de sus pretensiones interclasistas, reflejan siempre los intereses de un sector muy determinado que, además, va cambiando no en función de razones estratégicas sino coyunturales. Y así, unas veces representarán los intereses agrarios, industriales otras, intervencionistas o proteccionistas según los aires de la política internacional, y según los rumbos de ésta podrán ser una vez profascistas y prodemocráticos, otra. Más que en ninguna otra formación política, es en los partidos nacionalistas donde ejercen su influencia más directa instituciones religiosas internacionales. Ciertamente, los benedictinos y los jesuitas, cuya primer razón de ser histórica fue la de militar y conspirar contra los nacientes Estados centrales laicos, al servicio de las grandes familias genovesas y venecianas, se ocuparon de fomentar los partidos nacionalistas y de introducirse fuertemente en ellos. También ellos cambian de apariencia, mostrándose unas veces reaccionarios e integristas y progresistas y hasta revolucionarios, otras, según las conveniencias del momento, pero alentando siempre la actividad de grupos y de partidos nacionalistas y separatistas con quienes coinciden en su estrategia de desmembrar los Estados centrales.

SEPARAR PARA DESINTEGRAR

Es fácilmente observable que los movimientos nacionalistas en el área de los países industrializados y avanzados de Europa, que aspiran a un régimen autonómico y a la autodeterminación en una parte del territorio —con características nacionales propias— son conservadores. La hegemonía del movimiento pertenece a la burguesía local que estimula tanto el odio al poder central, como los sentimientos xenófobos. Los movimientos de liberación corsos, occitanos y sicilianos están alimentados por grupos que practican el terrorismo y su proyecto pasa por cumplir las aspiraciones conservadoras de la burguesía comercial local, detrás de la cual se esconde la estrategia de las grandes familias oligárquicas que aspiran a dominar plazas propias y a minar la fortaleza del Estado central. Hemos visto en otra parte que el proyecto de estas familias, sólidamente afianzadas en poderosas organizaciones internacionales, consiste en destruir los Estados modernos para sustituirlos por una «federación de pueblos» europeos en la que tendría cabida la realización de su sueño oligárquico.

En Italia se demostró que detrás de la logia masónica «Propaganda-2» existía el proyecto de fragmentación del Estado. Los residuos del fascismo, sólidamente representados por familias oligárquicas, vinculadas a la casa de Saboya, sabían que para lograr sus proyectos de dominación tendrían que empezar por la destrucción del Estado. Semejante estrategia fue abiertamente explícita en las declaraciones de Monseñor Arrigo Pintonello, arzobispo militar honorífico, jesuita de la Universidad Gregoriana de Roma y director del «Collegio Selva dei Pini». «Italia —dijo— es demasiado heterogénea. Garibaldi estaba equivocado. El Norte y el Sur son incompatibles y nunca han sido un solo país. En el futuro nosotros podemos crear un Estado con el Piamonte, la Lombardía, Venecia y Toscana, y otros en el Sur. Sicilia, Cerdeña y Calabria deben seguir su propio camino. Necesitamos una federación de regiones para toda Europa encabezada por un jefe».

QUIÉN TOMÓ LA HEGEMONÍA

Parte de la extraña coincidencia de progresistas y conservadores tiene su origen en la debilidad ideológica de las fuerzas progresistas que fue haciéndose patente en los últimos años del franquismo, en la medida en que no fue posible establecer una sólida alianza entre las fuerzas del trabajo y de la cultura. El movimiento obrero industrial no consiguió establecer su hegemonía, sino que, falto de dirección política consecuente y convertida su vanguardia en una floración de tendencias raquíticas, fue pasándola al grupo de la cultura que no tenían nada que ver o muy poco, con él. Fue creándose un curioso círculo vicioso de dirigentes obreros atrayéndose a los «progres» de la época por motivaciones «éticas» y de éstos intentando sacar algún provecho de las luchas obreras. Lo que en definitiva falló no fue la alianza, sino la propia fortaleza de ambas fuerzas. Desgraciadamente, el país «no daba para más». El franquismo, en cuyo seno se daba una contradicción notoria al haber asimilado por la primitiva tendencia nacionalsindicalista la concepción del Estado central, había castigado duramente a las «provincias separatistas» del Norte y de Cataluña, al precio de machacar a sus clases conservadoras. Personalidades políticas y religiosas conservadoras fueron fusiladas bajo la acusación de «haber fomentado el separatismo». Se destruyeron las bases idiomáticas propias y fue cancelada, por decreto, la cultura autóctona.

En adelante sería difícil defender el concepto de Estado central que había servido, en definitiva, bajo la legitimación franquista, para crear una estructura industrial que se convertía en objeto de botín por los grupos oligárquicos. En consecuencia, la descentralización pasaba a ser una aspiración democrática. Pero tampoco podrían entenderse las causas y las consecuencias de aquel círculo vicioso sin considerar la creciente despolitización de los ciudadanos españoles. Aunque durante un tiempo pareció que la opinión pública española estaba altamente politizada —por la cantidad de actos públicos de protesta y el clima general de deseo de cambio—, la situación no dejaba de ser un espejismo.

La tarea de politización, condicionada siempre por los altibajos de la represión, fue excesivamente primaria y hubo de realizarse sobre conceptos que siendo secundarios o mínimos, eran propuestos como principales. Se aprovechó cualquier pretexto para movilizar a los ciudadanos y en aquella tarea, realmente difícil, se daba por buena cualquier reivindicación capaz de alentar un destello de protesta. En este contexto, las «reivindicaciones nacionales» pasaron a primer plano. Se daba la circunstancia de que en Cataluña y en el País Vasco, por sus grandes concentraciones industriales y urbanas y por su tradición no extinguida, se daban las condiciones para la lucha política. Se pretendió que el movimiento obrero industrial —tan objeto prioritario de la represión— tuviera un «colchón» para amortiguar el peso de aquélla, incorporando a los sectores conservadores no franquistas a la lucha contra el Régimen. Así se empezó a colocar las reivindicaciones nacionalistas en primer término, intentando forzar el absurdo de que las grandes concentraciones obreras, producto en su mayoría de la inmigración, las antepusieran a las suyas propias. Se decía entonces, por parte de los dirigentes obreros, que si el movimiento obrero industrial no asumía las reivindicaciones nacionalistas, lo haría la burguesía y llegaría a monopolizarlas. Exactamente es lo que ocurriría, a pesar de que aquél se convirtiera al nacionalismo y perdiera las raíces de su identidad como clase.

«ABERTZALISMO» Y PRIMITIVISMO

El movimiento obrero industrial y las fuerzas progresistas no han conseguido liberarse del complejo de su tendencia a supeditarse al planteamiento nacionalista. El resultado ha sido que tanto en Cataluña como en el País Vasco se han debilitado el uno y las otras. En el País Vasco el movimiento obrero industrial, empezando por su partido comunista, ha desaparecido prácticamente arrollado por la vorágine «abertzale». El término «abertzale» nos remite a un concepto de supremacía de lo «popular-patriótico» que se contrapone a los intereses generales representados por el movimiento obrero industrial. Éste ha debido replegarse hasta la casi extinción, renunciando a sus formas de lucha propias y viendo las fábricas «invadidas» por los «abertzales» cuando se plantea cualquier acción reivindicativa. El «abertzalismo» es una exaltación de las «raíces populares» que se desentienden de los valores de la sociedad industrial, alentando una cultura y unas formas de vida basadas en unas relaciones primitivas. Son alérgicas al proceso de secularización —están fuertemente penetradas por la «política de confesionario»— y alientan una dinámica de enclaustramiento. Nada hay más primitivo que la pasión por la sangre, la espiral del rito funerario, que hace de la matanza indiscriminada de los «otros» y de la martirización de los «propios» el supremo argumento de la razón colectiva.

¿RENUNCIA CATALUÑA A SER?

Es un hecho fácilmente constatable que la «cultureta» y el creciente divorcio entre las dos culturas, están arrasando la plataforma que había hecho de Cataluña una tierra de progreso y de apertura a las ideas modernas. La mayoría de los que llegamos a Cataluña de otras partes de España, pudiendo elegir, escogimos Cataluña, reducto de libertad. En mi tierra, en el Bajo Aragón, las gentes cada una de las familias tiene al menos un pariente emigrado Cataluña— encontró espontáneamente la definición más hermosa que el espíritu popular puede hacer de una tierra. Al señalar al Oriente, al otro lado del Ebro, las gentes que no encontraron trabajo en su tierra, por la mezquindad de los caciques, solían decir: «El Sol sale por Cataluña». No era una simple observación natural. Sino una declaración de principios: la vida, la libertad, están en Cataluña. Y aquellas mismas gentes, que se establecieron por decenas de millares en Cataluña, aprendieron algo más que los catalanes no han sabido apreciar en su profundidad: para aquéllas, lo importante no era «hablar catalán», sino «pensar en catalán». Equivalía a adoptar las ideas modernas, a establecer un tipo nuevo de relaciones, a desarrollar la iniciativa, a «hacer y dejar hacer».

Lo más lamentable, para el futuro propio de Cataluña, sería que los catalanes, recuperando con todo derecho su lengua, empezaran a olvidarse de «pensar en catalán». En la medida en que renuncien a una política general amplia, no mezquina, y se encierren cada vez más en sí mismos, empezarán a olvidar su propia estructura.