12. VARIOS MITOS MÁS DE LOS «GURÚS» DE MODA
Situaciones distintas, desencadenadas por causas no coincidentes, merecen sin embargo la misma crítica a los ojos de los progresistas que se mueven a un lado y al otro del Atlántico y proponen las mismas alternativas. Como en tantos otros temas, no deja de ser curioso que determinados círculos intelectuales europeos —y particularmente españoles—, hacen continua profesión de fe «antiimperialista» y «antiyanqui», se avengan a aceptar gustosamente un nuevo tipo de «colonización ideológica», supeditándose a los «hallazgos» de los círculos ecologistas norteamericanos.
Otro de los frentes abiertos por estos grupos es el de la lucha contra la medicina de grandes hospitales y sus centros de investigación y de experimentación. Pretenden que la medicina de desarrollo científico debe ser sustituida por la «medicina natural», «blanda», tradicional, fuera de los canales técnicos, y por una serie de métodos «alternativos». En su opinión, el fracaso dela medicina —compendiado por los ciertos y a veces escalofriantes abusos cometidos contra los pacientes— es fundamentalmente un fracaso científico. Se inició por una deformación, cada vez más monstruosa, de la función social de la medicina en las sociedades industriales. El objetivo fundamental del aparato sanitario sería el de reponer lo más rápidamente posible las fuerzas productivas gastadas por el trabajo para que siguieran produciendo y consumiendo. Al mismo tiempo, la medicina, en su aspecto preventivo, se ocuparía de asegurar unos niveles de sanidad aceptables para que no se resintiera la disponibilidad de fuerzas del trabajo; en su aspecto de tratamiento psicológico y psiquiátrico, trataría de reconducir las desviaciones de conducta hacia las normas de comportamiento estándar. Tan vasto cometido, en un campo que afecta a las necesidades más importantes de las personas, tenía que chocar con intereses económicos e ideológicos contrarios y contradictorios. En su aspecto general, la cuestión sanitaria está en el centro de la más encarnizada polémica. Individual y colectivamente el ciudadano tiene derecho a una sanidad que contemple la prevención, el tratamiento y la curación de las enfermedades y de los conflictos de manifestación psicosomática. El memorial de agravios del ciudadano español en sus relaciones con la atención médica que recibe es tan extenso como las agresiones y las desatenciones que sufre cada día por parte de la Seguridad Social y de la medicina privada. Mientras millares de médicos se encuentran en paro, los ambulatorios de la Seguridad Social se han convertido en centros expendedores de recetas donde los médicos apenas disponen de unos minutos para firmarlas, sin levantar la vista hacia los pacientes. Las poblaciones rurales apenas cuentan con centros de asistencia y sus moradores saben que han de desplazarse a las ciudades para aliviarse de males a veces sencillos. Es evidente la necesidad de una reforma de la sanidad a fondo que devuelva a los ciudadanos su derecho a la salud.
Pero ninguna de las críticas justas que merece la desastrosa situación sanitaria debe conducir al desmantelamiento de las aportaciones científicas al campo de la Medicina. Numerosas enfermedades desaparecieron y otras están en vías de extinción por el desarrollo científico impulsado desde hace un siglo. Los modernos detractores de la investigación y de la experimentación, sólo posible en los grandes hospitales, recuerdan a los censores de la época victoriana, al sistema de inercia que pesó sobre los hospitales europeos en el siglo pasado, cuando grandes científicos, al estilo de Semmelweis, fueron destruidos por los encarnizados enemigos del progreso. Algunos modernos anticientíficos, que se proclaman contestatarios y aun en propiedad de «claves revolucionarias» frente a los «desmanes» de la ciencia actual, se comportan de manera harto sospechosa.
Arguyen que las aportaciones científicas actuales —cuyos logros son más que evidentes— son agresivas y entrañan un peligro cierto, mientras ellos intentan «resucitar» una supuesta ciencia perdida en la noche de los tiempos. No deja de ser grotesco que mientras lanzan los ataques más descalificadores sobre las modernas instalaciones científicas en los países avanzados, pretenden sustituirlas por la recuperación de prácticas que «usaban con éxito los faraones» o «ciertos monjes de las estribaciones del Himalaya».
No se entiende por qué cualquiera de estos «gurús» o santones de sectas extrañas, o autodidactas sin más aval que la fuerza sus propias fantasías, han de merecer más confianza que los profesionales formados en universidades cuyos logros han sido suficientemente demostrados. Sólo se explicaría por la existencia de una estrategia que sería desmentida por los modernos anticientíficos: la mayor parte de las medicinas «alternativas» no cumpliría otra función que la de cooperar al lavado de cerebro de un población cada vez más desinformada. Históricamente es demostrable que cada movimiento de tipo reaccionario ha sido precedido de un meditado asalto a la razón, por la proliferación de sectas que desenterraban supuestas corrientes de pensamiento antiguo.
En el discurso de moda aparecen algunas otras claves que explican un bien planificado asalto a la razón, como las teorías del supuesto sometimiento del hombre a las condiciones de su «animalidad». Según este discurso, el hombre no es más que un saco de instintos en perpetua lucha de reconducción por los hábitos sociales. En consecuencia, el arte moderno ha de exponer la realidad «perversa» del hombre, su desenmascarado comportamiento animal. Las sociedades de las que merecería tomar ejemplo no serían las occidentales, corrompidas por las corrientes judeocristianas, sino las incontaminadas o las destruidas por éstas. El arquetipo humano sería el «buen salvaje», africano, polinesio o indio americano, cuyas costumbres sangrientas habría que ignorar para resaltar las virtudes de su «vinculación con la Naturaleza», su plácida inserción en el «ciclo natural» y su equilibrado ecologismo. En consecuencia habría que preservar las comunidades naturales del contagio de la civilización. Las comunidades indias, según este criterio, del continente americano deberían formar su propia nación fuera del sistema de la civilización occidental. En definitiva y en la práctica, este discurso de moda, aparentemente progresista, encubre un nuevo apartheid que conduciría forzosamente al exterminio de aquellas comunidades «naturales».
UTOPÍAS BASADAS EN EL PASADO
Por último, una contradicción de grueso calibre. Los modernos anticientíficos que se pronuncian violentamente en contra del uso de los ordenadores y de los robots en el proceso industrial, no cesan de cantar las excelencias de la cultura del ocio.
Los ordenadores y los robots no son exponentes de una nueva civilización deshumanizada y fría, dominada por las máquinas infernales que esclavizarán a los hombres, sino que sientan las bases de una sociedad más avanzada. Liberarán al hombre de las servidumbres más penosas, de los procesos de trabajo más duros y están haciéndolo ya. La sociedad del ocio, entendida por una disminución de las horas de trabajo, manteniendo niveles adecuados de producción y de consumo, y por una mayor disfrute de la cultura y de las diversiones, sólo podrá ser obtenida por el desarrollo prácticamente ilimitado de los ordenadores y de la robotización, en el marco de un completo proceso de industrialización, de utilización de los recursos naturales y de obtención de nuevas fuentes de materias.
Lo asombroso de los modernos «ludditas» es que se esfuerzan en construir modelos de utopía basados en el pasado y no en el futuro, En el mejor de los casos, se escandalizan de un mundo construido por el desarrollo científico-técnico y no de un mundo de escasez producido por la ignorancia, la represión y el dominio feudal o esclavista. Los modernos «ludditas» arguyen que los ordenadores y la robotización destruyen puestos de trabajo y no crean otros nuevos, como está ocurriendo en Norteamérica, cuya contradicción ha sido magistralmente observada por el antropólogo Marvin Harris. No es culpa de los ordenadores ni de la robotización, sino de las tendencias de la organización político-social. La producción de ordenadores y de robots, como se desprende del ejemplo soviético, descansa sobre una amplia base de nuevas profesiones, acelera la necesidad de una mayor calificación técnica y estimula el crecimiento social a partir de una población numéricamente importante que encuentra satisfacción a sus necesidades crecientes.
Los modernos «ludditas», en honor, al parecer, a sus viejas raíces, expresan una crítica despiadada y a todas luces hipócrita, victoriana y austera, a las necesidades «consumistas» de la población, sin reparar en que hacen una distinción elitista del consumo. Lo deseable y lo «ético» sería el modelo de consumo propuesto por ellos, y lo alienado serían las costumbres y las predilecciones de las «masas». No es «progresista» consumir electrodomésticos, videojuegos y moda, ni utilizar la autopista o tener un apartamento en la playa, pero sí lo es consumir estupefacientes, hacer viajes exóticos y poseer aparatos de alta fidelidad.
El consumo de estupefacientes —«lamentablemente» extendido a las «masas»— sería una manifestación de progresismo, sin pararse a pensar que las drogas son un proyecto político que debería escandalizar a los que las consumen y hacen apología de ellas.
PAPELES CAMBIADOS
A pesar de que la esquematización del enunciado de las mistificaciones señaladas pueda agudizar su parte caricaturesca, no por ello dejarán de ser reconocibles como la base programática del discurso de moda en nuestros días. Curiosamente, el contenido ideológico que esconden no es tan moderno como sus defensores de hoy pueden pensar. Es el mismo que han utilizado desde el Renacimiento los metafísicos al servicio de las grandes familias venecianas y genovesas, los ideólogos en nómina de las grandes familias oligárquicas inglesas y de las familias austro-húngaras que, a través de poderosas organizaciones internacionales, forman la red de los encarnizados enemigos del progreso humano. Un triunfo no poco modesto de estos círculos oligárquicos ha sido lograr la difusión y la aceptación de la corriente irracional y anticientífica, asumida por los pensadores progresistas de nuestros días.
En un programa de televisión reciente, basado en la idea de la confrontación entre dos personalidades diferentes, se enfrentaron «cara a cara» un joven ejecutivo al servicio de la patronal y un joven profesor de historia de la filosofía. Resultó patético observar cómo se habían cambiado los papeles. El discurso del joven ejecutivo —menos brillante que el de su oponente— en la necesidad de proseguir el desarrollo industrial y la utilización de la energía eléctrica, como instrumentos para construir un país moderno. Era un discurso progresista en la medida en que propugnaba el progreso para un país sumido en una crisis económica grave y carente de proyectos de futuro. Naturalmente, el joven ejecutivo defendía la necesidad del crecimiento industrial que, a pesar de sus aspectos incómodos, era la única solución para ocupar a la población en paro, estimular las carreras universitarias y extender la red de actividades técnico-industriales y de ser vicios. Por su parte, el joven profesor de historia de la filosofía, pretendidamente progresista, demostró una pedantería hueca y una arrogancia ignorante. Habló de la sociedad del ocio —lo que no dejaba de ser un sarcasmo en una población con un índice de paro superior al 20%—, de la necesidad de preservar el medio ambiente —en un país que se degrada no precisamente por los humos industriales, sino por la desertización—, y atacó la competitividad del mundo técnico —en un país donde muy pocos profesionales jóvenes pueden demostrar sus dotes—. El joven historiador de la filosofía, adscrito a los movimientos ecologista y pacifista, después de su paso por organizaciones comunistas, no dejaba de ser un fósil, con unas cuantas ideas tan huecas como estériles.