6. LOS MODERNOS ROMPEDORES DE MÁQUINAS

Un tal Ned Ludd, de Leicestershire, excitado por la desesperación o por algún otro secreto designio, se lanzó, en 1779, a destruir las máquinas destinadas a fabricar medias en serie. Eran los albores de la civilización industrial. Las condiciones de vida de los obreros textiles de la época —y de un siglo y medio que la siguió— han sido reflejadas dramáticamente en los textos literarios coetáneos. Niños que apenas podían sostenerse en pie, mujeres famélicas que daban a luz al pie de los telares y obreros que morían tras una vida corta y miserable, corroídos por las enfermedades profesionales, trabajaban de sol a sol —o de noche a día— en los destartalados edificios fabriles, azotados por el frío y por la inanición. Gastaban la mayor parte de su salario en la compra de comida ruin que debían adquirir en la cantina de las fábricas y se albergaban en lóbregos chamizos.

Pero peor que aquello, a los ojos de Ned Ludd, era quedarse sin trabajo, engrosar las filas de los mendigos que deambulaban como esqueletos apenas vivos por los suburbios de las ciudades. El enemigo no era el capitalista que dictaba leyes inmisericordes de explotación, sino las máquinas que iban a provocar un paro pavoroso. Había que destruirlas para que los obreros no se quedaran sin trabajo.

La misma exasperación social se reproduciría durante el siglo XIX en España. Por los años veinte de aquel siglo los obreros de Alcoy y de Camprodón incendiaron las fábricas y su ejemplo fue seguido en Barcelona. Los obreros arrasaron la fábrica Bonaplata en 1835 y veinte años después destruyeron las selfactinas.

Su vida cotidiana apenas se diferenciaba de la de los esclavos y los siervos que habían hecho funcionar el mundo durante milenios. En ciertos aspectos era peor. Al menos, el esclavo tenía asegurado el techo y una ración de comida. Su vida era útil porque aseguraba la riqueza del amo, mas la del obrero industrial, dejado libre como mercancía unas veces comprada y otras no, dependía de las condiciones del mercado. Había una contradicción más flagrante. Durante la época de la esclavitud y de la servidumbre la demografía había sido vigilada por el sistema. En la naciente sociedad industrial. La demografía era su primera condición de éxito. El proletario se autodefiniría así porque formaba parte de la legión que suministraba prole abundante. Su principal —casi único objetivo— era la supervivencia. Se justificaba así que aquellos hombres y mujeres miserables temieran la competencia de las máquinas que, en su criterio, iban a dejarles sin empleo y, en consecuencia, abocarles a la muerte. Eran simplemente músculo, fuerza de trabajo desprovista de derechos políticos y representativos, analfabetos y oscuros. No podían entender que las nuevas máquinas, los telares y en general las máquinas herramientas, no podían ser producidas in vitro, ni que ellos mismos serían llamados a fabricarlas, creando nuevas actividades industriales a través de un nuevo y necesario fenómeno llamado «reconversión industrial de la fuerza de trabajo». No podían ver más que su muerte inmediata. En consecuencia, destruyeron las máquinas.

Su decisión no sirvió para nada. Con más frecuencia de lo que se suele suponer sigue siendo válido el consejo evangélico. Un ciego conduciendo a otro ciego lleva a ambos a caer al precipicio. Los dirigentes «ludditas» ingleses y los rompedores de máquinas alicantinos y catalanes fueron aniquilados por el poder económico y político y no lograron impedir que el capitalismo impusiera sus leyes. Nuevas máquinas más perfectas sucedieron a las antiguas, aumentó la producción y se crearon nuevos empleos cada vez más técnicos. Los obreros empezaron a entender que las máquinas no eran su enemigo, sino su aliado, el elemento que les daba fuerza y cohesión.

EL ENGAÑO DE LA «SOCIEDAD POSTINDUSTRIAL»

La contradicción hoy se hallaría en otros niveles. Los obreros industriales han recorrido un largo camino plagado de experiencias. Entre ellas están el sufrimiento de sus antepasados —sin olvidar a los «ludditas»— y las lecciones aprendidas en más de un siglo de lucha sindical, cuando no estaba contaminada por la burocracia.

A veces, a los propios revolucionarios les exaspera la «lentitud» y el «corto realismo» de los obreros que se plantean metas prácticas y aparentemente de corto alcance. No es culpa de los obreros, sino incomprensión de los «revolucionarios». Un obrero sabe que difícilmente se escapará de la condición de tal. A lo máximo que puede aspirar es a una lenta cualificación profesional, a procurar que su hijo adquiera una recolocación técnica un poco superior a la suya. El obrero es la realidad. Vende su fuerza de trabajo y espera hacerlo en las mejores condiciones posibles. Al contrario que el «revolucionario» o que el «intelectual», no es un aventurero nato. Sabe que su vida ha de transcurrir en una fábrica y desea hacerlo en las mejores condiciones posibles, pero sabe también que siempre existirá la fábrica. Para él no existe contradicción en la «reconversión industrial». Siempre ha sido así. Si no se le contrata en esa fábrica, se le contratará en la otra. A condición de que exista otra. Lo peor que puede ocurrirle a un obrero, por su propia definición, es que no haya otra. Su enemigo principal es la desindustrialización, la paralización de los proyectos. Es evidente que a ningún obrero le produce orgasmo trabajar en una fábrica determinada. Para poner un ejemplo casero, al trabajador de Altos Hornos de Sagunto que ha visto perdido su puesto de trabajo le trae objetivamente sin cuidado que la IV Planta Siderúrgica funcione o no. Lo que le preocupa es el designio global de la Administración —la trampa— consistente en cerrar una fábrica y en no abrir simultáneamente otra. Y lo mismo se puede decir de todos los sectores sometidos a «reconversión». El obrero industrial español sospecha que no hay proyecto alguno serio de reconversión industrial y que en esta ocasión los «ludditas» son los «otros», la Administración. Si se le ofreciera un puesto en cualquier fábrica, lo aceptaría porque es consciente de que su único «valor» reside en la posibilidad de vender su fuerza de trabajo. Su única posibilidad de supervivencia —salvo que tenga la oportunidad de convertirse en un parásito vivaqueando al albur del subsidio de desempleo, lo que significa aceptar su propia negación— es seguir vendiendo su fuerza de trabajo.

La contradicción principal reside en el hecho de que el obrero industrial pretende seguir siéndolo porque es su propia afirmación— mientras que los estrategas del sistema pretenden que no prosiga el proceso de industrialización. El canto de las excelencias de la sociedad postindustrial —crecimiento cero, primacía de los servicios sobre la producción, tecnología «blanda», fuera la industria pesada— no puede encandilar a los obreros industriales que no ven en ella un lugar propio. Lo único que observan es el creciente desempleo a que conduce y las escasas o ningunas perspectivas que se abren para sus hijos. La destrucción de los empleos industriales les plantea un serio interrogante sobre su propia supervivencia física y cuando se habla del «peligro de superpoblación» empiezan a aplicarse el cuento a sí mismos. Tienen la evidencia de que sobran y que si alguien ha de ser eliminado se empezará lógicamente por ellos. ¿Porque qué hay que hacer con los millones de parados industriales, si la situación se prolonga y no se oye hablar de un relanzamiento de la actividad industrial sino todo lo contrario? ¿Qué ocurrirá cuando no haya más fondos para sufragar las crecientes necesidades del subsidio de desempleo? ¿Quiénes serán los primeros eliminados si la depresión económica conduce al vaticinado crack? En los países industrializados minados por la paralización de los proyectos, la llamada sociedad postindustrial ha creado enormes bolsas de población que no tienen posibilidad alguna de acceder a ella, ni de sobrevivir si no es dedicándose al pillaje y a la marginación. A veces, algunos «neomalthusianos» dicen en voz baja lo que aún no se atreven a expresar públicamente: los millones de parados viviendo de la subvención estatal son una demostración del fracaso del desarrollo industrial seguido hasta ahora. Y añaden cínicamente que la sociedad postindustrial alcanzará cotas de mayor bienestar cuando se eliminen aquellas bolsas de población. Algunos «teóricos» opinan que el ejército laboral de reserva, los parados, de los que se nutría el sistema cuando empezaban a remitir las crisis cíclicas, no será ya necesario en la sociedad postindustrial. Sin embargo, como veremos más adelante, no se llegará a la sociedad postindustrial, como la sueñan aquéllos —un monstruo de insolidaridad—, por la sencilla razón de que la Historia no se mueve para satisfacer los mezquinos intereses de los grupos privilegiados. La desindustrialización no conduce a una salida adelante, sino a un retroceso, a la degradación de las formas de vida.

PLAGA DE INTELECTUALES

Una versión moderna de los «ludditas» decimonónicos es el movimiento que aglutina a una serie de corrientes partidarias de la paralización del crecimiento demográfico, mediante la desindustrialización, el parón energético y el freno del desarrollo científico-técnico. Atacan directamente a la tecnología y la ciencia, acusándolas de poner en peligro la propia vida del planeta.

Lo que les distingue de los rompedores de máquinas es precisamente su no pertenencia a la clase obrera. En España es un fenómeno reciente que se produce después de una serie de curiosas y estrambóticas experiencias. Durante los últimos años de la década de los sesenta y los primeros de la siguiente, el «intelectual» —universitario en los últimos años de carrera o profesional que aún no había conseguido su colocación— arrastraba un complejo de culpabilidad respecto de la clase obrera. Quería militar en el Partido Comunista y generalmente lo hacía, pero experimentaba una desazón incómoda. Rechazaba el «pecado original» de su origen burgués y quería ser más obrerista que los propios obreros. Durante aquellos años hubo un grotesco éxodo de intelectuales que dejaron la universidad, sus oficinas de arquitectos y sus despachos de abogados y se metieron a trabajar en las fábricas. Querían redimirse así de la mancha de su condición de clase, pero el experimento no les llevaba a sumergirse en el mundo obrero, desapareciendo en la masa anónima, sino a exigir un protagonismo político que creían merecer en razón de su sacrificio. Aquellos «obreros» de ocasión que trabajaban en las fábricas —aunque en muchos casos seguían disfrutando de las rentas de sus familias acomodadas— eran, naturalmente, más radicales que nadie. Carecían de un proyecto político serio, no eran los revolucionarios o profesionales que había previsto Lenin, sino simples alborotadores que exigían a los obreros lo que éstos, con mejor criterio, no podían dar. En las condiciones extremas de clandestinidad —con los partidos políticos y las organizaciones sindicales prohibidos—, en las que la huelga era severamente castigada con largos años de prisión, los obreros industriales, con conciencia de clase o sin ella, tenían forzosamente que administrar su capacidad de respuesta. Se jugaban su estabilidad familiar y su vida privada. La mayoría de ellos eran obreros industriales recientes, acababan de llegar de los campos del interior a las ciudades y no tenían otra perspectiva que mantener el puesto de trabajo que, explotación abusiva incluida, les aseguraba un nuevo tipo de vida: un piso en propiedad, una plaza escolar —no siempre— para los hijos, asistencia sanitaria y una comida regularmente asegurada. De aquella masa sometida de obreros sobresalían unos cuantos centenares que se arriesgaban a organizarse clandestinamente para lograr unas cuantas mejoras sindicales. Esta «vanguardia», realmente sacrificada, consiguió organizar una mínima resistencia que obtuvo algunos logros sociales y políticos relativamente importantes. Era respetada y hasta admirada por los compañeros que no se atrevían a imitarla. Los intelectuales «intrusos» significaron una amenaza real y un peligro para las condiciones específicas en que se desarrollaba la lucha clandestina sindical. Cuando se planteaba la realización de una huelga, sus posiciones eran extremistas. A veces llegaban a pergeñar tesis bien curiosas. El objetivo de los propietarios de las fábricas, decían, es asegurar la producción; por lo tanto, los obreros deben intentar lo contrario: impedirla. Era la versión correspondiente de los rompedores de máquinas, con una diferencia: no se hallaban suficientemente desesperados y no lo hacían ellos, sino que pretendían azuzar a los obreros para que colocaran una serie de obstáculos a la producción. En algún caso, obtuvieron algún éxito deplorable. Entre los obreros del comité de huelga de la SEAT que fueron a parar a la cárcel en 1972, había uno —precisamente el menos politizado— que contó algunos pormenores de su particular lucha contra la empresa, dentro de la mejor tradición «luddita», aconsejado por uno de aquellos intelectuales. Puesto que la empresa, decía, era un «apéndice del Estado policiaco» y no permitía la libre sindicación, los obreros debían aprender algunas tácticas secretas de venganza. Explicaba cómo había saboteado la producción, ocasionando discretas averías en la cadena de montaje y cómo engañaba a los técnicos poniendo menos puntos de soldadura de los que exigía la normativa. Hablaba con admiración de su «mentor» que, por cierto, no se dejó identificar nunca por la Policía —«tenía importantes responsabilidades que proteger»—, sin sospechar que lo había conducido a situaciones sin salida.

Por su parte, los obreros pertenecientes a las comisiones sindicales clandestinas, tachados de «revisionistas» por los intrusos, se esforzaban en trabajar correctamente. Sabían que sólo convirtiéndose en trabajadores responsables se ganarían la confianza de sus compañeros y cierto respeto de la empresa hacia sus concepciones políticas disidentes. En aquella época era bien sabido que los organizadores de huelgas se distinguían por su disciplina y seriedad. Provistos de un buen olfato de clase, desconfiaban de los intrusos, sabían que más pronto o más tarde se cansarían de su vida obrera y que volverían al redil familiar. Así ocurrió. La moda obrerista se disolvió sin pena ni gloria y sus seguidores, antes tan radicalizados, abandonaron la lucha política. Hoy la recuerdan como una experiencia de juventud vagamente excitante, con la misma nostalgia con que sus compañeros de clase rememoran sus andanzas con la Tuna. Con una diferencia lamentable: la mayoría de aquellos excitados revolucionaristas no volvió a la vida privada, ni al ejercicio de una profesión con cuya lucha por consolidarla se mantuvieran alejados de reincidencias mesiánicas. Se hicieron funcionarios del Estado en sus diversas especialidades y con la tranquilidad derivada de su seguridad económica se permiten seguir inventando nuevos potajes de «crítica social y política».

Muchos de aquellos «obreristas», que pretendían dirigir al proletariado hacia la revolución, más otros que estuvieron también en los partidos de izquierda de la época, inventaron recientemente otro discurso de moda. Se reconcilian consigo mismos al admitir que estaban equivocados. Pero establecen que se hallaban en el error al suponer que la clase obrera industrial tenía un futuro. Han llegado a la conclusión de que los obreros no forman una clase social, sino una ralea de la peor especie: son sucios, torpes, ignorantes y sujetos de toda suerte de alienaciones. Les acusan de no tener el mínimo impulso para el cambio social, de haberse dejado atrapar por la «sociedad de consumo» y de ser, en definitiva, los peores aliados del sistema.

El discurso de moda es la serie de corrientes que engloban la contracultura, el ecologismo, el llamado progresismo y un cierto utopismo que no se refiere a los grandes anhelos que inspiró a los soñadores/realistas/imaginativos no fantasiosos— del pasado, sino a una confusa caterva que pregona no una sociedad mejor, sino una sociedad destruida.

Existen cuatro grandes mistificaciones sobre las que gira el discurso de moda de nuestros días. Curiosamente estas grandes mistificaciones han sido asumidas por sectores progresistas que las tienen por válidas. En ellas basan su acción política inmediata y su planteamiento estratégico. Su poder de persuasión es tan fuerte que han llegado a sacralizarlas y, en consecuencia, a descalificar a los que se atreven a ponerlas en cuestión. Estas mistificaciones son la gran baza de los llamados progresistas y toman su masiva circulación pública como un triunfo notable de las ideas de progresos y del sentido de responsabilidad delas masas que no quieren autodestruirse. Los modernos progresistas que sostienen estas mistificaciones son los mismos que hace una década o dos mantenían tesis totalmente opuestas. Lo que les identifica es la misma pasión descalificadora y su pretensión de mantener el monopolio de la ética y de la estética. Quien no acepte estas mistificaciones corre peligro de ser tachado de cavernícola, reaccionario, agente del imperialismo y otras lindezas por el estilo.