7. EL MITO DE LA «EXPLOSIÓN DEMOGRÁFICA»

Mistificación número uno: El mayor problema con que se enfrenta el mundo hoy es el exceso de población. La superpoblación ha generado el paro en los países industrializados y ha llevado a la ruina y a la destrucción a los países del Tercer Mundo. En consecuencia hay que fomentar las políticas que llevan a la reducción de la población.

Es frecuente leer esta afirmación no sólo en la literatura neomalthusiana, bendecida por instituciones tan «respetables» como el «Club de Roma», sino también en los textos pretendidamente progresistas. En realidad, las propuestas ecologistas presuponen siempre la denuncia de los peligros de la superpoblación mundial y la alternativa económica y social que defienden pasa por las «economías de escala», por la «tecnología adecuada» y por los modelos de crecimiento adaptados a las tesis «biologistas» de los neomalthusianos. Algunos sostienen la peregrina idea de que el mundo sería más habitable, más «humano», si la población mundial se hubiera mantenido a niveles tan bajos como los existentes antes de producirse el moderno boom demográfico.

Quizás el rasgo más sobresaliente del siglo XX sea la explosión demográfica que, unida a las conquistas de la ciencia y de la técnica y a los avances de la medicina, de la seguridad social y de la higiene, permitió el desarrollo espectacular de la mayoría de los países. Todas las explosiones demográficas registradas en la Historia coinciden con grandes cambios, pues el número creciente de habitantes, si cuentan con oportunidades técnicas adecuadas, extiende las actividades económicas y genera una gran movilidad social. Los ataques contra el aumento de la población resultan sumamente reveladores y constituyen la clave más importante para establecer la divisoria entre las fuerzas del progreso y las fuerzas de la reacción. El aumento de la población es en sí mismo el factor más decisivo y contradictorio de la dinámica social. Los países por separado buscan el aumento de su población —que les dará potencia económica y militar— y desean la reducción de la de los países vecinos y tienden a destruirla. Pero al mismo tiempo el aumento de la población propia, ocupada en actividades cada vez más complejas, demuestra su fuerza centrípeta escapándose de los centros del poder. El aumento de la población campesina con la necesaria puesta en cultivo de nuevas tierras destruyó la organización feudal de la servidumbre, obligando a los señores a otorgar tierras a los siervos. Aquéllos conservaron todavía sus privilegios, pero éstos emprendieron el camino irreversible de su emancipación. El aumento de la población proletaria hizo posible la transformación industrial de los países, la acumulación de capital de los propietarios de las fábricas y la concentración de poder, pero al mismo tiempo los obreros y los empleados se escaparon de la rígida organización política que convenía a aquéllos. La explosión demográfica en los países colonizados —a pesar de la gran mortandad causada por la política económica de los colonizadores— dejó de ser una ventaja para las metrópolis colonialistas —que disponían de mano de obra abundante y barata y de un mercado sojuzgado—, cuando se impulsó el proceso de industrialización y la extensión de las actividades técnicas autóctonas.

Bajo las condiciones de un sistema social justo, o en lucha para conseguirlo, el aumento de la población es un factor imprescindible para el logro del bienestar humano. Sólo con unos niveles de población alto se puede cumplir el destino humano de poblar la tierra y dominar la Naturaleza. A lo largo del siglo XX se empezó a desarrollar este destino mediante el aumento de la población y el uso de las más variadas aportaciones técnico-científicas. El exceso de población y la escasez de recursos aparecen relacionados tan sólo por la existencia de sistemas sociales y políticos que hacen antagónicos el aumento de la población y la disponibilidad de recursos. Antagonismo que se verá superado, con población abundante dotada de recursos suficientes, a medida que se creen las condiciones de una distribución más justa de los bienes. Se vio bien claro que ambos factores —aumento de la población y recursos suficientes— iban a dinamitar las expectativas de aquellos grupos oligárquicos cuyo proyecto pasaba por el dominio y el sometimiento de la población y de sus recursos, manteniéndola fuera de los avances científico-técnicos.

El miedo a la libertad de los centros de poder es el miedo al aumento incesante de la población, escondiendo el hecho de que la «explosión demográfica» cesará en los países en vías de desarrollo a medida que se reduzca drásticamente la mortandad gracias al desarrollo económico y una distribución más justa de la riqueza. Está demostrado que cuanto menor es la mortandad, tanto mayor es la probabilidad de que disminuya el ritmo de crecimiento de la población.

La teorización de aquel miedo-pánico consiste en repetir la idea de que la explosión demográfica es un peligro para la Humanidad y que en consecuencia no sólo hay que eliminar el exceso, sino reducir el crecimiento de la población a niveles inferiores a los actuales.

PROGRESO POSIBLE Y NECESARIO

Las teorías neomalthusianas, que forman parte importante del discurso de moda, sostienen que la tierra no puede soportar niveles de población superiores a los actuales. Sin admitir explícitamente que se han superado las tesis malthusianas, afirman que si bien es posible aumentar la producción y la productividad de alimentos con la ayuda de la técnica, no es conveniente hacerlo. La variante modernizada del malthusianismo es el concepto del «agotamiento» de los recursos naturales, difundido a principios de la década de los setenta. De acuerdo con esta concepción, el hambre global sería resultado, al parecer, del inevitable e ineludible progreso de la contaminación e intoxicación del medio ambiente y del agotamiento de los recursos naturales para las necesidades de una población creciente. Los argumentos más importantes de los autores del libro Los límites del crecimiento se basan en el hecho de que, conservando los ritmos actuales del crecimiento de la población y la productividad media de la agricultura en los treinta años por venir, todas las reservas de la tierra serán incorporadas a la rotación de cultivos antes del año 2000, en caso de duplicarse la productividad, hacia el año 2030 y en caso de cuadruplicarse, hacia el año 2060. Esta intensificación jamás vista en la utilización de las tierras laborables elevará los procesos de erosión y, por consiguiente, provocará una disminución en la producción de alimentos. Al faltar la comida, aumentará la mortandad y comenzará a reducirse la población. Frente a esta amenaza, Meadows y sus coautores ven la salvación en la limitación impostergable de los ritmos con que aumenta naturalmente la población, hasta alcanzar el nivel cero. En Los límites del crecimiento se presenta la variante moderna, no clásica, del malthusianismo. Parte de la premisa de que el crecimiento de la población estimula un concurso excesivo y un aumento, innecesario a la sociedad, del producto nacional bruto, lo cual, al final de cuentas, condena a la Humanidad a perecer inevitablemente por hambre como resultado del agotamiento de los recursos naturales y la contaminación del medio ambiente. De este modo, el hambre es presentada en las teorías malthusianas modernizadas como una consecuencia del progreso científico-técnico.

En su crítica a la «biblia» del «Club de Roma», L. Kniazhinskaia, resume la actitud de los autores del célebre informe de la siguiente manera: «El progreso científico es posible, pero no es necesario a causa de su nocividad. Aplicado a la economía rural, tanto Meadows como otros propagandistas del “finalismo”, a diferencia de los partidarios de la “ley de fertilidad decreciente del suelo”, creen posible elevar varias veces la productividad de las tierras arables (admiten incluso, elevarla al cuádruplo). Pero, en su opinión, las innovaciones tecnológicas necesarias para lograrlo en la economía rural suscitarán en primer término, un aumento “poco económico” del costo de la producción rural; en segundo término, fenómenos suplementarios de orden social: la diferenciación del campesinado, la falta de tierras, una emigración más elevada a las ciudades ya superpobladas y, como consecuencia de ello, “desórdenes sociales”. Consideran que la experiencia de la “revolución verde” en calidad de solución tecnológica en la cuestión de los alimentos no resultó justificada. Las deducciones de los autores están dirigidas contra la introducción de la tecnología nueva, mas no contra el orden social que obstaculiza su amplia y eficaz utilización en intereses de las masas trabajadoras».

CUANDO NO ERA MODA HABLAR DEL HAMBRE

Resulta realmente sospechoso el alarmismo de los que predicen constantemente una próxima catástrofe mundial que llevará a la Humanidad a la muerte por hambre y la ilustran con un aluvión de datos sobre las hambrunas del Tercer Mundo. Son características y piadosamente hipócritas las fotografías que muestran esqueletos vivientes de niños negros y escenas desoladoras de muertes masivas por hambre, como si las hambrunas fueran una especie de castigo divino a aquellos seres humanos que en su ignorancia y perversión no saben hacer otra cosa que procrear.

Hace treinta años la propaganda era exactamente la contraria. A principios de los años 50, Josué de Castro, ex presidente del Comité Ejecutivo de la FAO, decía: «Hasta estos últimos tiempos, este problema, por cuanto atañe a problemas de carácter social y político, había sido uno de los tabúes de nuestra civilización. Era uno de nuestros talones de Aquiles vulnerable en alto grado. Un tema peligroso de discutir en público. Al igual que algunos temas sobre el sexo, el hambre era considerada como algo vergonzoso, indecente, sucio. No se tocaba el problema del hambre. Era tabú». Se continuaba así la política de los países colonialistas tendente a ocultar por completo la situación de miseria y las epidemias de hambre que asolaban las colonias.

Más o menos desde la mitad de los años cincuenta —como subraya L. Kniazhinskaia—, a medida del naufragio del sistema colonialista, el silencio sobre la existencia del hambre en la periferia del capitalismo mundial fue sustituido cada vez más por la falsificación de sus causas y por la «invención» de paliativos para curar este mal social, endosando sobre las mismas víctimas la culpa por la miseria, los sufrimientos y el hambre. Ésa es interpretada como derivación de los factores «naturales»: biodemográficos, naturales-climáticos, étnicos, ético morales, etc. No fue, pues, una casualidad que la propaganda tendente a disminuir la natalidad como medio principal para superar las dificultades económico-sociales en los países en desarrollo se haya convertido en una de las direcciones en que se mueve la política exterior de las fuerzas imperialistas y de la serie de organizaciones controladas por ésta, como el Banco Internacional para la Reconstrucción y el Fomento, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Pretender reducir todas las «transformaciones» a meras medidas demográficas para controlar el incremento de la población, parece ser el único programa «serio» de aquellas organizaciones.

Cuando algunas de éstas, y especialmente ciertos propagandistas a su servicio, perciben que es demasiado grotesco seguir planteando soluciones neomalthusianas, por las reacciones a veces airadas de los países del Tercer Mundo, adoptan una aire antimalthusiano y proponen algunas soluciones de tipo técnico, como la agroproductiva, la reformista o una nueva redistribución global, que sirven casi tan sólo para mantener permanentemente ocupados a una legión de congresistas redactando miles de folios sobre propuestas de soluciones que nunca resuelven nada.

LA MÍTICA EXPLOSIÓN DEMOGRÁFICA

Si el espectro del hambre es utilizado para enmascarar la raíz del problema, resulta también sospechoso que se eche mano a la mítica «explosión demográfica» precisamente cuando está remitiendo. La tendencia iniciada hacia mitad de la década de los setenta a disminuir los ritmos del crecimiento demográfico, debe examinarse, y así lo hace L. Kniazhinskaia, como el principio del fin de la «creciente demográfica», el ingreso de la Humanidad en una etapa nueva de desarrollo demográfico, una fase de amortiguación gradual del crecimiento de la población con la perspectiva de una estabilización de su número. Este proceso, que en la literatura mundial ha recibido el nombre de transición demográfica, transcurre ante todo bajo la influencia del desarrollo que han tenido las fuerzas productivas y la elevación del nivel económico y cultural de la vida, inevitable en la marcha progresiva, ascendente del desarrollo de la sociedad humana.

En su documentado estudio, la autora soviética mencionada demuestra que el incremento económico y cultural multilateral abre camino a la tendencia de disminución de una natalidad excesiva, de disminución de la mortandad, y de regulación consciente de la cantidad de hijos por parte de los progenitores.

Si se atiende a las perspectivas de solución del problema alimenticio mundial y tomando ante todo en consideración las posibilidades ecológicas y de recursos, no es indiferente con qué resultados arribará el género humano al término de la «explosión demográfica», cuándo y con qué efectivos de población cesará su crecimiento ulterior en la Tierra. Si consideramos que muchos países industrialmente desarrollados se aproximan ya a la estabilización del número de su población —en algunos de ellos parece que el problema es el inverso: la no reproducción suficiente—, resulta claro que los resultados del crecimiento demográfico mundial serán en muchos determinados por el carácter de la evolución que tendrá la población en numerosos países en desarrollo, del grado de su incorporación al proceso de transición demográfica. Vista la gran disparidad reinante entre los países del mundo en desarrollo, su transición demográfica no puede realizarse simultáneamente. En la actualidad se pueden destacar dos grupos: los países que ingresaron hace poco en la segunda fase de transición demográfica con una tendencia típica del tramo, de disminución de la natalidad (con una población total de cerca de 1300 millones de habitantes), y los países donde ha disminuido la mortandad, pero que han conservado en términos generales un régimen estable y tradicional de reproducción demográfica, sin cambios visibles en el nivel de natalidad (con una población de 800 millones[1]). Se puede suponer que a medida del progreso socioeconómico, las diferencias entre ambos grupos de países irán borrándose paulatinamente. De acuerdo con la hipótesis de los demógrafos expertos de la ONU, todos los países ingresarán en la fase de transición demográfica antes aún de finalizar el sigo XX, lo que aumenta la sospecha de tendenciosidad de los que manejan las cifras del «boom demográfico». Por el estudio de los datos sobre los dos grupos de países, se puede llegar a la deducción de que en los años setenta del siglo en curso, el mundo en desarrollo, a excepción de África más al sur del Sáhara, ha entrado en la segunda fase de la transición demográfica, en la que, después de la disminución de la mortandad ocurrida, comienza a disminuir también la natalidad, provocando a su vez la consiguiente disminución de los ritmos de crecimiento natural. Empero, el paso de transición a la estabilización es un proceso muy largo y, como lo muestran los pronósticos de la ONU, en los decenios próximos, a pesar de la esbozada disminución de la natalidad, los países en desarrollo seguirán en su avance impetuoso de crecimiento demográfico, multiplicando el número de su población.

L. Kniazhinskaia nombra tres causas principales del carácter inevitable del crecimiento ulterior de la población y, por ende, también del carácter inevitable del incremento de la demanda de víveres y de otros recursos vitales. La primera consiste en que los seres humanos viven más años. Así, la duración de la vida en la India, que en los años 1920 sumaba 27 años solamente, y en 1935, 32 años, actualmente llega ya, aproximadamente, a los 50 años. En el África Ecuatorial, la duración media de la vida es algo superior a los 40 años, en América Latina ha alcanzado ya los 60 años. Si el progreso actual de la duración media de la vida se mantiene, la población del mundo seguirá aumentando hasta que todos los habitantes alcancen la duración biológica de la vida. Esta tendencia biológica es irreversible y durará largo tiempo. (B. C. Urlanis define la duración biológica de la vida de ambos sexos como igual a 87 años. Para las mujeres, 88 y para los hombres, 86 años).

La segunda causa consiste en que las reservas de disminución de la mortandad en el mundo en desarrollo están muy lejos aún de su agotamiento. A medida que vaya disminuyendo la mortandad en estos países, continuará el elevado crecimiento de la población hasta que ese proceso sea compensado por la consiguiente disminución de la natalidad.

En cuanto a la natalidad, ésta aún mantendrá, durante mucho tiempo, su nivel elevado, siendo ésta la tercera causa de la inevitabilidad de un crecimiento ulterior de la población. Todas las regiones mayores del mundo en desarrollo han pasado ya la «cima» de la natalidad, aunque su nivel sigue siendo muy elevado. Empero, existen razones para considerar que el efecto de la futura disminución de la natalidad estará en parte considerablemente neutralizado por los dos factores mencionados en primer término y evidentemente se hará sentir sólo desde principios del siglo que viene. Pero cualesquiera fueran los índices del crecimiento demográfico futuro, está claro que la «oleada humana» seguirá elevándose en los países en desarrollo por lo menos durante dos generaciones más.

Las modificaciones demográfico-económicas de este último decenio permiten llegar a la conclusión de que, en primer lugar, la histórica transición delineada desde la «explosión demográfica» hacia un estado estacionario de la población no es un proceso que se autorregule, sino que depende de factores socioeconómicos. Como señalaba en su informe el secretario general de la ONU, en la Conferencia Mundial sobre la población, en Bucarest, en 1974, «el desarrollo económico-social… es condición imprescindible para una disminución considerable y constante de los ritmos de crecimiento de la población para dar como resultado el establecimiento de un número permanente de habitantes en el mundo».

En contra de los criterios genocidas del «Club de Roma», las condiciones económico-sociales determinarán la disminución ulterior de la natalidad, principal regulador de la futura transición hacia la estabilización del crecimiento de la población. La investigación de las causas que determinaron la disminución ulterior de la natalidad en algunos países en desarrollo en este último decenio, muestra que uno de los factores importantes que influyen sobre el nivel de la natalidad, es el carácter de la distribución del producto interior bruto entre los distintos grupos de la población. Con índices per cápita iguales del producto interior bruto entre diferentes grupos sociales en países con una distribución más uniforme de la renta, se observa una tendencia de disminución de la natalidad más rápida, y viceversa. Dicho de otro modo, para lograr una disminución de la natalidad es necesario alcanzar un determinado nivel de bienestar de las masas populares, como, asimismo, un nivel cultural superior. El alza del nivel de vida se manifiesta favorablemente sobre el movimiento de los índices económicos y demográficos, que, a su vez, influyen sobre la natalidad y, por consiguiente, sobre la disminución de los ritmos del aumento natural de la población.

El análisis de los datos recogidos por la ONU muestra que al principio los ritmos de crecimiento de la población tienden a aumentar, pero seguidamente, después de haber alcanzado determinados niveles de desarrollo económico-social y cultural, tienden a disminuir. Evidentemente, en el cuarto final del siglo XX, los países en desarrollo conservarán todavía sus ritmos elevados de crecimiento de la población; disminuirán en el primer cuarto del siglo XXI y en el último cuarto, o sea dentro de 100 años, aproximadamente, se logrará una estabilización de la cantidad de habitantes de dicho grupo de países. Se realizará esta perspectiva no por un hambre masiva, como vaticinan los «neomalthusianos», sino como consecuencia de un desarrollo económico progresivo. Siempre que, naturalmente, no triunfe la estrategia de los grupos oligárquicos que intentan frenar ese desarrollo.

A juzgar por la citada estimación de la ONU, y que al parecer de L. Kniazhinskaia no debe examinarse como una variante media, sino como la variante culminante del crecimiento de la población, el número de habitantes del mundo en desarrollo, durante el último cuarto de siglo, puede aumentar en 1847 millones más, alcanzando la cantidad de 3848 millones de personas. La cantidad de habitantes de los países liberados en el año 2000, según un pronóstico posterior, se establece en un número algo menor, 3645 millones (repartidos del modo siguiente: Asia, 2267 millones; África, 758 millones; Latinoamérica, 620 millones). Cualquiera que sea la cantidad exacta del futuro número de habitantes del mundo en desarrollo, está claro que durante el último cuarto del siglo XX, aumentará en una de una vez y media, y su estabilización definitiva, no antes de 100 años, se situará en un nivel de8 a 9 mil millones de habitantes hacia el año 2075.

Sin duda esto significa un aumento enorme de la carga sobre los recursos terrestres que exigirá la movilización extrema de los esfuerzos interiores de los países en desarrollo y una ampliación de la colaboración internacional, sin los entorpecimientos que ponen actualmente los grupos oligárquicos. El aumento de la demanda de víveres crecerá de forma colosal y la producción de los mismos en los países en desarrollo deberá aumentar en un 4% durante los dos últimos decenios del siglo en curso. Esta cifra se funda en las premisas siguientes:

  • los ritmos de crecimiento de la población no superarán el nivel actual del 2,6%;
  • el aumento medio anual en el consumo de alimentos per cápita será del 1% aproximadamente (cifra mínima dado el nivel actual de subalimentación y hambre);
  • la parte de importación en el abastecimiento con víveres no superará el nivel actual (cerca del 15% del consumo en cereales para los países importadores), partiendo de la base de que posiblemente no podrán importar más cantidad durante un plazo largo, debido a las tensiones en la balanza de pagos.

El ritmo de crecimiento medio anual de la producción de víveres fijado en un 4%, significa un aumento del volumen de la producción en 3,2 veces durante 30 años. E incluso un crecimiento medio anual considerablemente menor, en un 2,6%, suficiente solamente para mantener el bajísimo nivel de consumo actual, crea la necesidad de aumentar en casi el doble la producción de víveres hasta el final del siglo en curso.

Según los cálculos de L. Kniazhinskaia, basados en los datos de la FAO, para mejorar sustancialmente el consumo de alimentos en los países en desarrollo y elevarlo hasta el nivel alcanzado por los países capitalistas desarrollados, donde se consume anualmente per cápita 700 kg de un equivalente de cereales, en los días de hoy se precisan ya 1500 millones de toneladas de cereales, vale decir, aproximadamente, tanto cuanto se había producido en todo el mundo en el año récord de 1978.

En el futuro, las escalas del problema alimenticio en estas regiones del mundo crecerán indudablemente más aún. El aumento de la población que, se supone, llegará para el año 2000 a unos 3500 millones de personas en los países hoy en desarrollo, exigirá un incremento de la producción de víveres de dos tercios más, solamente para mantener el bajo nivel actual de consumo medio per cápita. Mas si se plantea el problema de satisfacer las necesidades con un alimento total, equilibrado cualitativamente, será necesario elevar la producción de alimentos por lo menos hasta dos mil millones de toneladas. Comparadas con la situación actual, se alzan más grandiosas aún las escalas de abastecimiento de víveres a las poblaciones de Asia, África y Latinoamérica para la época en que lograrán un nivel estable de población, o sea, dentro de cien años aproximadamente, cuando para corresponder a sus necesidades se precisarán ente 5 y 6 mil millones de toneladas de cereales por año.

OPTIMISTAS PERSPECTIVAS PARA LA HUMANIDAD

Los «finalistas» y los «catastrofistas» de todo signo dicen, sin base científica alguna o tergiversando los datos, que no existen posibilidades naturales y técnico-económicas necesarias para afianzar y ampliar la base material para la producción de víveres. Reforzando sus posiciones apriorísticas añaden que aunque las hubiera, no sería conveniente aprovecharlas por los daños irreparables que causarían al medioambiente. De hecho están preparando las condiciones psicológicas y el desentendimiento político para justificar diversos tipos de genocidios —pero genocidio, al fin— contra las hambrientas y numerosas masas del Tercer Mundo, sin reparar que la primera y más criminal «agresión ecológica» es la que elige como víctima a los seres humanos. Otros tecnólogos antimalthusianos reconocen las posibilidades científico-técnicas de aumentar la producción de víveres al nivel suficiente para satisfacer las necesidades de la población de los países en desarrollo y ven en ellas la «única» solución, sin considerar que el problema tampoco será resuelto con simples métodos de producción. Lo demostró patentemente la experiencia de la «revolución verde», con la cual los círculos conservadores de los países en desarrollo esperaban modernizar la economía rural sin necesidad de reformas agrarias. Aquella pretendida solución «técnica» contribuyó indudablemente al incremento de la producción de víveres, pero no significó un aumento del consumo. Aumento la productividad de algunos sectores, especialmente la del arroz, pero por más que aumente la producción de alimentos, las capas indigentes y pobres de la ciudad y del campo no están en condiciones de mejorar sustancialmente su ración alimenticia, al no poseer los recursos correspondientes. La coexistencia de autoabastecimiento de víveres a nivel medio nacional y una vida de hambre para la mayoría del campesinado y los pobres de la ciudad, son las posibles consecuencias paradójicas del desarrollo ulterior de la«revolución verde», dadas las condiciones económico-sociales existentes hoy en los países del Tercer Mundo. Sólo las transformaciones socioeconómicas radicales de toda la estructura social de estos países y, en primer término, las reformas agrarias —no sobre la base de «la tierra para el que la trabaja», que empobrece aún más al campesino, sino de formas de cooperación colectiva—, podrán ser premisas de auge verdadero en la economía rural y en la solución del problema alimenticio.

Los abundantes y múltiples recursos naturales existentes en los trópicos y en los subtrópicos y las inmensas posibilidades/realidades que ofrece la revolución científico-técnica para aprovechar «ecológicamente» aquellos recursos y aumentar las disponibilidades de productos alimenticios nuevos, aseguran que la Humanidad, incluso con los previstos y «alarmantes» niveles de población, podrá disponer de alimentos suficientes. Lo que los círculos oligárquicos mundiales tratan de impedir a toda costa —intoxicando también a la opinión pública con bazofias alarmistas— es, precisamente, que los países del Tercer Mundo logren la conjunción de los tres factores —recursos naturales, más tecnología, más sistema social basado en la cooperación— que les permitiría emprender definitivamente un desarrollo armónico.