5. ESPAÑA, COMO SIEMPRE, EN UN PUÑO. LO QUE HABRÍA QUE HACER PARA CAMBIAR

Sería asombroso constatar que la España del posfranquismo no ofrezca un solo proyecto ambicioso de transformación económica, si no tuviéramos en cuenta que el país no sólo no está sometido a una serie de profundos cambios, sino que se han paralizado los procesos de la transformación iniciados en la década de los sesenta.

En aquellos años, el país llegó a situarse en el undécimo lugar en la lista de los países industrializados y se ensanchó la base técnica de la sociedad bajo los efectos inducidos por una compleja división del trabajo. No fue un crecimiento ordenado porque lo impedían diversos factores y se apuntaban las tendencias de lo que en adelante iba a destruir el esfuerzo realizado.

En pocos lugares se procedió de manera más rápida e intensa al paso de la sociedad agraria a la industrial. Hubo migraciones interiores masivas y convulsas. Centenares de miles de campesinos jornaleros andaluces y extremeños y pequeños propietarios arruinados de las provincias del Centro, más Galicia— fueron desalojados de la tierra y depositados en los cinturones industriales de las ciudades del Norte, en el País Vasco y en Cataluña. Los obreros industriales, que adquirieron su calificación en el centro de trabajo, vivieron en condiciones durísimas, hacinados en las barracas de la periferia, con una seguridad social más que deficiente y con una legislación que les negaba los derechos más elementales. Al no poder ejercerlos ni reivindicarlos —salvo arriesgándose a graves represalias—, los obreros fueron separados de las decisiones más importantes que les afectaban e interesaban al resto de la población. El alejamiento de los obreros industriales de la política favoreció las agresiones ecológicas de la época —que dañaron seriamente al medio natural— y tapó las conspiraciones industriales y financieras que empezaron a organizarse y que terminarían destruyendo el propio proceso industrializador. Al principio parecía que aquel desarrollo iba a conducir a algún sitio, que el poderío industrial español iba a consolidarse en algunos sectores especializados y que conquistaría sólidamente los mercados exteriores. Parecía, en fin, que el esfuerzo titánico de dos generaciones de españoles iba a ser recompensado, al menos, con el nacimiento de un país desarrollado y socialmente próspero.

No fue así. Veinte años después, España ha sido desplazada del undécimo lugar de países industriales e, interiormente, ha retrocedido sino al punto de partida sí al del despegue, con la diferencia de que ahora no se ve una perspectiva clara de cómo seguir avanzando. Importa establecer las causas de este fenómeno, encontrarlas en casa y no ir a buscarlas en la «crisis económica mundial», pues las medidas económicas que se toman en la actualidad no vienen condicionadas principalmente por la crisis externa, sino como continuidad de una estrategia de saqueo al servicio de un grupo oligárquico poderoso que se oculta tras el poder. No más de cien personas sólidamente instaladas en los consejos de administración de unos cuantos bancos y con conexiones «orgánicas» con los consejos de administración de las principales industrias y con los puestos clave de la Administración —direcciones generales de Comercio, Aduanas, Industria y organismos financieros del Estado— siguen dirigiendo la política industrial y financiera del país en una dirección que no conduce a la consolidación de un Estado moderno, sino a su fragmentación política y a su desertización industrial.

LO QUE NO SE ATREVEN A CAMBIAR

La propaganda electoral del Partido Socialista asumió las necesidades reales de cambio a que aspiraba la sociedad española, lo que le valió conseguir la mítica cifra de diez millones de votos, pero una vez en el gobierno y en posesión de la mayoría parlamentaria, el cambio se circunscribió a reformar parcialmente algunas cuestiones administrativas y jurídicas que si bien son importantes, no debieran excluir el trastrocamiento de situaciones heredadas más determinantes. Las resistencias mayores al cambio no han procedido ni del Ejército —que está sometido a transformaciones impensables hace muy pocos años—, ni de la Iglesia, que aun a regañadientes ha perdido buena parte de su parcela de influencia. El cambio ha acelerado la aparición de algunos componentes de la sociedad moderna de los aspectos superestructurales, pero no ha afectado a lo que constituye la plataforma básica de la modernidad. Un país avanzado se define fundamentalmente por su capacidad de poner en marcha el aparato productivo, lo que supone acelerar el proceso de industrialización y de tecnificación, perfeccionar la agricultura, ensanchar la base científico-técnica de la sociedad mediante la educación y el aprendizaje, extender el transporte y establecer lazos comerciales sólidos y duraderos con otros países. Todos estos aspectos son irreconciliables con la continuación de esquemas que niegan el principio mismo del desarrollo.

El cambió dejó intacta la estructura —y en ocasiones mantuvo hasta los mismos nombres o los elevó a puestos de responsabilidad mayor— que había funcionado durante la transición en cuestiones básicas de la política económica: Energética (compra de petróleo, suministros de gas y carbón a través de los mismos «ejes» que durante años ocasionaron un grave quebranto a la economía del país al hacer alternativos los planes de abastecimiento energético según las conveniencias de los grupos que intervenían en la negociación); el comercio de Estado (que sigue pasando por intereses particulares con grave repercusión sobre las distintas ramas de la producción nacional); el sistema crediticio (uno de los principales factores de la desintegración industrial. El mercado de capitales y de redescuento del Banco de España sigue congelado por los riesgos de las empresas estatales, paraestatales y de cabecera. La industria media y pequeña no tiene posibilidades de liquidez y de financiación para su desenvolvimiento industrial, lo que produce el paro. Las empresas de cabecera están pagando a 180 días, lo que supone unos gastos bancarios de aproximadamente el 21%. Si añadimos los gastos por devoluciones, descubiertos, quebrantos, etc., pasan del 30%. Lo que quiere decir que la Banca, que recibe las aportaciones del Estado para satisfacer las deudas de las empresas públicas, no ve inconveniente alguno en que prosiga la misma situación de la que obtiene grandes beneficios seguros. Lo mismo se puede decir del déficit público y de las continuas emisiones de deuda pública y de pagarés para paliarlo, que drena la circulación de capital que debería ir a alimentar el proceso productivo y lo mantiene en reserva para generar especulación).

EL PERMANENTE DESPRECIO A LA INDUSTRIA Y A LOS INDUSTRIALES

La reconversión industrial era —y es— una necesidad prioritaria que habría de mejorar el sistema productivo y generar empleo, pero en lugar de ello se ha acelerado, por los factores mencionados, el proceso de desindustrialización. Dos años después de haber sido tomadas una serie de medidas de reconversión industrial, sería oportuno y necesario saber cómo se ha utilizado el dinero público entregado a cada sector y a cada industria en particular para proceder a su reconversión industrial. Hay escasa información pública sobre este tema, pero existen indicios suficientes para afirmar que en muchas ocasiones —y en casos muy concretos— el dinero con avales de entidades públicas, centrales y autonómicas, ha sido empleado para que los propietarios de las empresas se liberaran de su propio riesgo personal contraído con otros Bancos en operaciones anteriores. Se conocen situaciones concretas de malversación de fondos públicos cuya denuncia, con pruebas suficientes, no ha prosperado por tratarse de personalidades políticas influyentes. Los escándalos de «Rumasa» y de «Banca Catalana» —como en su día lo fue el de «Matesa»—, almargen de lo que pudo haber de actuación delictiva y de «ajuste de cuentas», sirvieron de eficaz tapadera para que no salieran a la luz pública otros affaires fuertemente relacionados con la estructura intacta a la que me refería antes. Después de dos años de reconversión industrial correctamente planteada, debería haberse notado la aparición de nuevas actividades industriales, con la consiguiente ocupación de mano de obra. Ha ocurrido lo contrario. Prosigue a ritmo rápido el proceso de desertización industrial y los nuevos puestos de trabajo creados se centran en un aumento de la burocracia central y autonómica y en temporales actividades turísticas.

El incremento del déficit público se agrava y la política de elevados intereses, propiciada por el gobierno para satisfacer las necesidades de aquél, es un estímulo para las operaciones especulativas, mientras que se desalienta a los hipotéticos inversores en actividades productivas. Semejante desaliento parece traer sin cuidado a los gestores de la política económica que no hacen nada por evitarlo, sino que lo agravan con medidas que, por otra parte, reflejan un no confesado espíritu de «castigo» a los empresarios industriales. Este espíritu se manifiesta no sólo en las medidas concretas de la política económica, sino en el talante de muchos dirigentes políticos socialistas con su permanente desprecio a la industria y a los industriales. Su extracción social —funcionarios públicos, burócratas, hijos de pequeños mercaderes, profesores de la rama de letras— debe de llevarles a aquella incomprensión que sería políticamente irrelevante si no se hubieran encumbrado a los más altos puestos de la Administración del Estado. Medidas y talante están provocando un grave daño al aparato productivo y justifican que muchos empresarios con iniciativa creadora se retraigan de llevarla a la práctica o que se retiren de la misma en la primera oportunidad. La iniciativa privada empresarial productiva, como es fácilmente observable, está alcanzando las cotas más bajas del período industrializador. Se retiran de ella las familias tradicionales y no son sustituidas por nuevos empresarios que quieran arriesgar su dinero en la industria de creación de bienes.

La desertización industrial está destruyendo la base técnica de la sociedad española al desaparecer —y no aparecer— industrias pequeñas y medianas. Las carreras técnicas se han degradado y además se desalienta a los jóvenes que quieran emprenderlas —huyendo de la comodidad de otros estudios más fáciles— con toda serie de obstáculos que parecen impuestos por una especie de resurrección del gremialismo. La rivalidad profesional, las envidias, las peleas de salón y las discusiones estériles sobre temas bizantinos, parecen ser el principal aliciente de la vida universitaria española. Las recientes pruebas de idoneidad para el acceso a la enseñanza universitaria de profesores que se dedicaban a ella desde hace cinco o diez años, ha sido la última prueba del carácter antropófago de la burocracia universitaria. Como era de esperar, ni siquiera ha funcionado el espíritu de cuerpo. Compañeros juzgando a compañeros en la mayoría de los casos con tanto mérito y hasta superior como el de los primeros no han vacilado en suspenderlos, sin tiempo material para haber leído la memoria profesional de los candidatos.

El parón energético —al que me referiré más adelante— viene a resumir la estrategia del gobierno socialista propiciando de hecho la desindustrialización, con una curiosa teoría de que se procederá a la ampliación del complejo energético «cuando las necesidades de una demanda mayor lo aconsejen».

El gobierno socialista se ha convertido en un voraz recaudador de impuestos, en una política de «draculización» del Estado, que sangra a la mayoría de la población indefensa. El dinero recaudado no sirve para mejorar la calidad de vida de los contribuyentes —ahí están las enormes bolsas de deficiencias de la Seguridad Social y de la Educación—, sino para arrojar miles de millones de pesetas a las empresas deficitarias públicas, al mastodóntico aparato burocrático del Estado y a los planes de reconversión industrial cuyos resultados no se han visto todavía. Consciente o no, el Partido Socialista, a través de los Ministerios de Industria y de Hacienda, no sólo no ha impuesto ningún cambio fundamental para mejorar el sistema productivo —de creación de riqueza—, sino que significa la continuación de una política de desindustrialización y de agresiones industriales— emprendida al final de la década de los sesenta.

Los movimientos ecologistas, de los que se nutrió en buena parte el aparato burocrático del Partido Socialista, no deberían alarmarse por el avance de la «civilización del humo». Cada año se apagan más chimeneas. Lo que no quiere decir que haya más progreso.

LO PEQUEÑO, LO MALO Y LA NADA CONTAMINAN MÁS

La crítica «ecológica» que debería hacerse en España —desde la perspectiva de la no contradicción entre ecología y progreso— no pasa principalmente por las agresiones industriales al medio natural, sino por la desindustrialización como consecuencia de una estrategia económico-política determinada. Si bien es cierto que el desarrollo industrial, como hemos visto, supone técnicamente la producción de grandes cantidades de desechos y la sobresaturación contaminante, también lo es que el raquitismo industrial de los pequeños proyectos agudiza los problemas de contaminación, porque la endeblez del resultado económico final desaconseja el uso de medidas preventivas. Es fácilmente observable que una modesta instalación textil, papelera, metalúrgica, minera o química, minada por las dificultades económicas, se desentiende de los problemas de la contaminación que ocasiona y amenaza con cerrar sus puertas —invocando el peligro mayor del paro—, si se la obliga a gastar dinero en la limpieza de sus desechos. Por el contrario, como también es fácilmente observable, en una situación de desenvolvimiento económico normal, la cuota de inversión en medidas correctoras de la contaminación es cómodamente absorbible por el resultado del negocio.

PARALIZAR GRANDES PROYECTOS, AGRESIÓN ECOLÓGICA

El tipo fundamental de «agresión ecológica» que ha venido sufriendo España en los últimos años debería establecerse sobre tres aspectos principales: el de la paralización de grandes proyectos, el del saqueo industrial y el de la presión financiera. Algunos grandes proyectos, como el de la completa irrigación de los Monegros —a la que se oponen en primer lugar los fuertes intereses latifundistas en la zona— o la profunda transformación agrario-industrial de Extremadura y de Andalucía, han sido simplemente detenidos en perjuicio de los habitantes de aquellas regiones y del cojunto de la población. Su puesta en marcha supondría lanzar una dinámica de actividades productivas que daría gran potencia económica a aquellas regiones y al país en su conjunto, aunque alteraría la discusión y las negociaciones sobre la entrada en el Mercado Común. Pero ha de llegar la hora en que los países del Mercado común acepten la realidad de la potencia agrario-industrial de España, acrecentada por la puesta en marcha de los grandes proyectos pendientes.

Otros proyectos, como el del superpuerto de Bilbao, han sido adulterados y desviados de su objetivo fundamental.

Una de las cuestiones estratégicas que debería encarar España es su acción decidida para recuperar una parte de su perdida hegemonía sobre el mar, que podría haber sido recuperada con la construcción del superpuerto de Bilbao. Había, claro está, fuertes intereses internacionales para lograr la paralización del proyecto, especialmente por parte de Francia, cuya ventaja estratégica en el Sur —además de crear un tapón turístico en el Rosellón— le vendría de la culminación del ciclo de desertización industrial del País Vasco —al que con tanto empeño ha contribuido ETA— para crear su propia zona de desarrollo con la creación de industrias homólogas a las del País Vasco español y con la construcción de un competidor superpuerto en Burdeos. El otro interés estaba en Irlanda, con otro proyecto similar. La función principal del superpuerto de Bilbao —siguiendo la experiencia y la colaboración con el de Rotterdam— era contribuir al relanzamiento industrial del País Vasco y potenciar —como siempre lo había hecho Bilbao— la salida al mar de los productos agrarios e industriales de Álava, Navarra, La Rioja, Soria, Burgos, Valladolid, Palencia, Madrid y Zaragoza. Bilbao conseguiría relanzar sus propias industrias en ambas márgenes de la Ría, donde se asienta en pocos kilómetros cuadrados el cinturón industrial más importante del Estado. En lugar de este objetivo y con la curiosa colaboración de sectores del Partido Nacionalista Vasco, se prefirió instalar una estación de gigantescos tanques receptora de líquidos para la «Campsa», luego sustituida por una explanada para el tráfico de granos, lo que, en parte, favorece el concepto de superpuertospero no acaba de definirlo. Generalmente, una norma elemental de la política económica obliga a pensar que si la propuesta de un gran proyecto se plantea como un objetivo de interés general, su paralización o su desvío se hacen por motivos de intereses privados.

AGRESIÓN ECOLÓGICA CONTRA LA RENFE

La paralización de este proyecto recuerda, por sus resultados previsibles, el atentado económico que sufrió en su día la RENFE, con el desvío hacia la carretera del transporte de mercancías que debía haber sido cumplido por el ferrocarril, atendiendo al interés colectivo. Tal decisión estratégica fue un atentado realmente «ecológico» cuyas consecuencias no han desaparecido.

Hacia la mitad de la década de los 60 el plan de modernización de la RENFE era una necesidad imperiosa para agilizar el transporte de mercancías y prever los voluminosos traslados de líquidos, áridos y materias primas en general que habrían de producirse en las décadas siguientes. Pero en aquella época primaron los intereses derivados de la instalación de la fábrica de camiones «Pegaso», que no consistían principalmente en el proceso de fabricación sino en el dominio de la producción, como ha ocurrido en otras ramas estatales de la industria. Es decir, lo importante es que la fábrica produzca aunque tenga pérdidas —que serían sufragadas por el Estado— y que la venta de la producción en el mercado nacional y en el exterior pase por unos canales de privilegio. Generalmente, las empresas estatales y paraestatales no venden sus producciones directamente, sino que lo hacen a través de empresas comercializadoras, hábiles en el manejo de las facturaciones.

Es memorable la situación que se creó en aquella época, con las carreteras inundadas de camiones haciéndose la competencia, en que España llegó a tener la mayor flota relativa de camiones. Bastaba firmar unas letras de cambio y aportar una pequeña cantidad de entrada, sin otro tipo de avales que el del propio camión, para hacerse transportista. Luego vendrían las dificultades. A las empresas que tenían necesidad de grandes movilizaciones de mercancías les interesaba la abundancia de oferta de transporte e imponían precios cada vez más bajos, pero los camioneros tenían que aceptarlos o quedarse sin carga y regresar de vacío. La mayoría de las veces los viajes de retorno se efectuaban por el coste del combustible.

La consecuencia más importante —además del hundimiento económico de muchos transportistas que vieron embargado su camión— fue que el ferrocarril se quedó sin mercancías, a pesar de que la RENFE ofrecía aparcaderos y ventajosas condiciones a las empresas que le presentaban operaciones de cierto volumen continuas. Bajó de tal manera el transporte ferroviario que no hubo las condiciones para ampliar las líneas férreas y mejorar la infraestructura que en los momentos actuales, de necesidad de ahorro energético, serían de tanta utilidad. Resulta forzosamente una aberración que no se tomen las medidas para hacer del transporte ferroviario el sistema principal de traslado de grandes mercancías.

CONSPIRACIÓN CONTRA LA INDUSTRIA NAVAL

El hundimiento de la construcción naval —cuando España había ocupado durante años el tercer puesto mundial en el sector— se produjo como resultado de una serie de maquinaciones industriales y financieras que afectan tanto al capítulo de la paralización de grandes proyectos como al del saqueo. De ambas cuestiones existe amplia documentación inédita que debería ser objeto de estudio y de posterior acción por las comisiones parlamentarias competentes.

En la época en que cada buque de cien mil toneladas costaba unos mil quinientos millones de pesetas, personajes «bien relacionados» y entonces fuera de toda sospecha —después serían protagonistas de estruendosas suspensiones de pago y de evasiones de capital— recibían toda suerte de facilidades para hacerse con la propiedad de uno o varios buques: avales, subvenciones a fondo perdido y créditos baratos. Se dieron casos de navieras salidas literalmente de la nada: el yerno de un personaje influyente obtenía un contrato para suministrar grandes partidas de carbón a una fábrica de cabecera ofreciendo precios de flete más baratos que otras navieras. Con el contrato de suministro solicitaba un préstamo al banco donde el suegro tenía gran influencia y con el dinero recibido solicitaba y obtenía otro crédito oficial más la subvención por la construcción del barco, que en este caso no era uno sino dos. Con el primero de ellos cumplía el contrato de suministro de carbón, con lo que la fábrica de cabecera, de la que participaba también el suegro, salía ganando al pagar fletes más baratos. Y con el segundo barco realizaba un negocio normal. Hasta cierto punto, pues, la naviera en cuestión fue preparando el terreno para declararse más adelante en suspensión de pagos, después de haber evadido al extranjero el producto de los fletes y de otras actividades contrabandísticas. La historia, que en modo alguno es singular, tiene nombres y apellidos. Ministros, ex ministros, directores generales y personajes de la gran banca participaron en una serie de operaciones, de las que igualmente existe constancia, que empezarían por el saqueo de los fondos públicos y terminarían destruyendo el sector. Entre paréntesis, permítaseme una pequeña digresión sobre el tratamiento de estos temas por la Prensa. Durante una época, en los últimos años del franquismo y en los primeros de la transición, la denuncia de escándalos financieros e industriales tuvo favorable acogida por parte de cierta prensa, que vio en ella la oportunidad —con todas las implicaciones de la palabra— de aumentar sus ventas. Pero poco a poco, la falta de rigor de las informaciones y la espiral del tremendismo fueron «vacunando» a los lectores que terminarían por tornarse insensibles a las nuevas denuncias. Momento que se aprovechó para que las aguas volvieran a su cauce y ya no fuera «de buen tono» dedicarse a ellas. En adelante se publicarían casi exclusivamente los escándalos cuya divulgación interesara a los propios círculos del poder en aras de su estrategia.

Hubo, además algunas particularidades técnicas poco conocidas, como fueron, en términos cronológicos, la falta de coordinación entre la producción de chapa y de bienes a suministrar por el mercado nacional y la importación de los mismos. Programas y precios quedaron supeditados, por imponderables privilegios, a ventajosas operaciones de importación. Armadores extranjeros bien «representados» en España importaban aquellos bienes sin pagar derechos arancelarios. La canalización de las importaciones a través de oficinas que tenían el favor de la Administración perjudicó gravemente a la fabricación de bienes españoles que, a su vez, eran comprados a precios de saldo y exportados, en dumping, al extranjero, amparándose en decretos, todavía vigentes, que favorecían el contrabando. Ha quedado totalmente evidenciada la situación que se creó a los astilleros pequeños, a los armadores y a las líneas marítimas españolas, desplazados por los armadores europeos que han llegado a controlar el incesante tráfico de mercancías entre Europa y España.

PARAÍSO DEL CONTRABANDO AMPARADO POR DECRETO

El saqueo que ha sufrido ininterrumpidamente la industria española ha condicionado la herencia recibida a que con tanta frecuencia aluden los socialistas. Lo que ocurre es que el problema no está tanto en ella como en su continuidad. El contrabando de mercancías industriales sigue amparado por decreto en función de unas legislaciones y de una práctica aduanera que permiten introducirlas en Europa con precios envilecidos que deterioran cada vez más la estructura industrial española.

Del conjunto de normas que amparan de distinta manera el comercio exterior de España, las más significativas, en cuanto a la exportación, son la desgravación fiscal, la carta de exportador, el crédito a la exportación y el seguro de crédito a la exportación. En cuanto a la importación, a veces con ciclo reversible —es decir, que nunca se sabe cuándo una mercancía es exportada o reimportada—, destacan las licencias de reimportación, las de régimen de perfeccionamiento y el contingente arancelario.

El doble sistema de crédito a la exportación (a través de la banca oficial o de la banca privada) proporciona diversas oportunidades de fraude:

  • El exportador puede falsear la factura al alzar los precios para recibir una cifra mayor de crédito.
  • Puede recibir créditos por una mercancía que no vende en el exterior. O que se la vende a sí mismo, a través de empresas fantasma. O que deje la mercancía consignada en una plaza extranjera.
  • Está comprobado que alguna empresa española ha obtenido como crédito de prefinanciación no sólo el necesario para fabricar la mercancía que se dice tener intención de exportar, sino que ha incluido en el epígrafe de «prefinanciación» gran parte de los servicios que en el futuro han de prestarse en el extranjero.
  • El Ministro de Hacienda posee facultades para conceder sin limitación créditos que no han sido incluidos en la cifra anual del crédito oficial.

La desgravación fiscal ofrece asimismo dos caminos para el fraude:

  • Si el exportador tiene influencia en la Administración puede conseguir que el coeficiente fijo sea superior al equivalente de los impuestos pagados. El fraude queda enmascarado como ayuda extraordinaria a la exportación.
  • Al fijarse la desgravación fiscal sobre un precio teórico, el exportador puede falsearlo. Si no se trabaja el mercado nacional, el falseamiento es absolutamente fácil. Este capítulo ha dado origen a las más rocambolescas operaciones de exportación que son pura y simplemente una estafa. Basta disponer de una «agente comprador» en el exterior que acepta comprar una mercancía con precios extraordinariamente encarecidos. Un «agente en el exterior» que puede ser uno mismo.

Las licencias de reimportación permiten que una mercancía salida de España con desgravación fiscal vuelva otra vez a España. Las licencias de régimen de perfeccionamiento son un invento ideal para burlar el arancel. Técnicamente entra una mercancía y debe salir la misma. ¿Pero una vez sometida al proceso de transformación, cómo puede ser identificada? La licencia ampara una mercancía, ¿cómo saber que se trata de la misma a la que se refiere el impreso oficial? Y al revés, un producto sale de España sin pagar aranceles porque se supone que ha de volver a entrar una vez perfeccionado en el exterior. ¿Cómo saber si se trata o no de la misma mercancía? A través de documentos se abren y se cierran operaciones, sin corresponder la mayoría de las veces a la materialización correcta que debería verificarse con los productos. El contingente arancelario se justifica técnicamente para autorizar la entrada de productos que faltan en el mercado en un momento determinado. La experiencia demuestra que el contingente arancelario ha servido para facilitar importaciones de oportunidad de materiales o productos que existían fuera, generalmente procedentes de stocks.

Las agresiones contar la industria a que han dado pie las situaciones brevemente descritas —pero de las que existe abundante documentación— formarían un completo memorial de agravios para formular una verdadera crítica ecológica a las causas de la desertización industrial española y la consiguiente pérdida masiva de empleos. Si es impugnable la destrucción de un paisaje, lo será en función de lo que signifique como atentado a los intereses vitales de la población. Pues antes que la destrucción del paisaje, se produce la agresión a éstos, por lo que la crítica ecológica debería intervenir, en primer lugar, para señalar las maquinaciones contra el derecho prioritario de la población: su supervivencia económica.

LA ALTERNATIVA ECOLÓGICA DEL DESARROLLO

Los «agujeros negros» producidos por la crisis en cadena de medio centenar de bancos, a los que se suman los derivados de las suspensiones de pagos de varias empresas de primer orden, suponen un quebranto a la economía del país cercano al billón de pesetas. Ésta es una agresión ecológica de primera magnitud, pues ha producido la pérdida de centenares de miles de puestos de trabajo. Puesto que el capital para rellenar los «agujeros negros» ha salido de los fondos públicos, se supone que la actividad de los responsables de los mismos ha dilapidado, al menos, el esfuerzo completo de una generación de españoles. No es lo peor.

Lo peor consiste en que no se tomen las medidas para impedir que se produzcan nuevos «agujeros negros» y para empezar a hacer las cosas de otra manera. El ceño fruncido del señor Boyer y la severidad paternalista del señor González en sus apariciones en la televisión no deberían aumentar las inquietudes y la zozobra de la generalidad de los ciudadanos indefensos, sino que deberían proceder, aunque fuera en privado, a su seria determinación de cortar las maquinaciones industriales y financieras que están desertizando el país. Naturalmente, su gobierno no sería un lecho de rosas, sino de espinas, pero para ello consiguieron diez millones de votos. No para llevar la rosa complaciente en el puño.

La alternativa ecológica para España debería centrarse, a partir de una campaña sostenida para denunciar las maquinaciones de los que han destruido y destruyen la estructura industrial, agraria y técnica del país, en la defensa de grandes proyectos al estilo de los que se han indicado arriba y que se concretarían en los siguientes:

  • Detener el proceso de «tierra calcinada» en el que se ve sumido el País Vasco. Analizar las causas y consecuencias del terrorismo como una estrategia desindustrializadora, de ruralización y de lavado de cerebro. Detener aquel proceso significa relanzar el desarrollo industrial del País Vasco, estratégicamente paralizado por la conjunción de fuerzas clerical-ruralizantes y centralistas-neomalthusianas.
  • Impulsar la antigua tendencia de Cataluña, como tierra de avance industrial, científico y técnico, en contra de las actuales líneas mercantil-usureras.
  • Un plan industrial-agrario-minero para Andalucía, Extremadura, Aragón, Castilla y Galicia.
  • Desarrollo del transporte ferroviario.
  • Recuperar la hegemonía del mar mediante el relanzamiento del superpuerto de Bilbao y los reacondicionamientos portuarios de Galicia, Levante y Sur.
  • Desarrollo energético, con particular incidencia en la energía nuclear.
  • Ensanchamiento de la base técnica mediante la enseñanza universitaria y profesional y la investigación científico-técnica.
  • Desarrollo de un moderno plan del agua que resuelva las crisis cíclicas sequía/inundaciones, mediante la creación de presas, pantanos y desvíos fluviales. Creación de plantas desalinizadoras. Expansión del regadío y de la agricultura técnico-científica intensiva. Repoblación forestal. Plan de investigación para el estudio de la posibilidad de cambios climáticos a largo plazo.

La ejecución de estos proyectos —suficientes para dos generaciones de españoles durante las próximas décadas— resolvería la aparente contradicción entre ecología y desarrollo y aportaría una saludable «tensión» nueva para una ciudadanía que hoy carece de alicientes y de perspectivas.