A MODO DE AUTOCRÍTICA Y PROVOCACIÓN

Es necesario formular una declaración de los principios que animan la finalidad de este trabajo: jamás se ha cumplido una sola de las profecías catastrofistas. Éstas alimentan la melancolía, provocan la esquizofrenia y pueden parecer de cumplimiento ineludible, pero son tan sólo una pesadilla de comunicación entre enfermos. A través de ellas se manifiesta el lenguaje del poder en su aspecto más negativo.

Por el contrario, las profecías tanto de inspiración religiosa como civil que auguraban el advenimiento de una nueva era de mayor felicidad, una organización social más justa y libre y un desarrollo sin límites de la potencialidad humana, van cumpliéndose a través de un proceso todavía no acabado. Así seguirá ocurriendo, por más que los vientos de moda siembren el pesimismo y la desesperanza. Pronto veremos que tanto el uno como la otra forman parte del discurso de moda y son manifestaciones de la «guerra psicológica» para desalentar a la población y acomodarla a los designios de grupos oligárquicos privilegiados que dominan una parcela muy importante de los resortes del poder.

El siglo XX, de conclusión tan próxima, ha significado una época de brillantes realizaciones y sentó las bases para que la Humanidad emprendiera un camino hacia una organización social más libre y justa. Ha sido también un siglo de grandes convulsiones y de horribles carnicerías que provocaron sufrimientos inenarrables. Lo que importa es identificar los rasgos fundamentales que lo conforman. Pronto veremos que los aspectos negativos, las amenazas de destrucción masiva y los aniquilamientos aislados son el resultado de la resistencia que oponen las fuerzas enemigas del progreso. Sus agresiones, tan visibles en la proximidad del fin del siglo, forman parte de una estrategia de desesperación. Se diría que se han lanzado a la ofensiva para destruir los logros del siglo, en el intento de retroceder a una organización social y política que garantizaba sus privilegios. Esta ofensiva vendría a ser la última fase de la lucha sostenida desde el Renacimiento entre las grandes familias oligárquicas y los procesos de modernización. En el Renacimiento se sientan las bases de la sociedad moderna configurada por la secularización de la sociedad frente al poder eclesiástico, por la dinámica de la producción industrial frente al poder de la organización comercial-expoliadora, por la constitución de Estados centrales que llevan el embrión de la democracia frente a los Estados feudales, por el poder de la razón frente a la fuerza de la ignorancia, por el imparable proceso de urbanización frente a los núcleos rurales y ruralizados dispersos.

El desarrollo de la ciencia y de la técnica hizo posible el logro de la sociedad moderna. La una y la otra se convirtieron en enemigas de la estabilidad de los privilegios feudales, y no es necesario recordar con cuanta saña se volcaron la Iglesia y las grandes familias que monopolizaban la propiedad de la tierra, el comercio y las rutas marítimas a perseguir y a aniquilar a los científicos a los técnicos. Importa también señalar que los científicos y los técnicos eran filósofos que interpretaban la realidad, le daban coherencia y proponían una organización social abierta porque su concepción global se basaba en la experimentación científica y en la necesidad de desarrollarla. El poder político de la época, ostentado por la Iglesia y por las familias oligárquicas feudales, entendía que la ciencia y la técnica encerraban el germen de su propia destrucción. Es verdad que algunos de los hallazgos científico-técnicos venían a robustecer su poder: la brújula de navegar, las herramientas de uso agrícola y las máquinas para aumentar la producción redundaban en un enriquecimiento mayor, pero también es verdad que introducían la antítesis, la contradicción y, en definitiva, la dialéctica de la movilidad social. El aumento de la población y su ocupación laboral en actividades que se escapaban del control de las grandes familias oligárquicas feudales iban a necesitar una organización social cada vez más abierta.

NO NOS QUEDA TIEMPO PARA PENSAR

Sólo hay una justificación para resistirse al cambio: tener algo que perder con él. El miedo a la libertad atenaza a los opresores, no a los oprimidos. El problema consiste en encontrar las causas de por qué siendo éstos más numerosos que aquéllos, no pueden imponer el cambio satisfactorio. En principio, parece extraño comprobar cómo en una época de profundos logros científico-técnicos, con un vasto dispositivo que permite desentrañar algunas de las leyes hasta ahora más herméticas de la Naturaleza, no se dispone de información suficiente para explicar adecuadamente las causas de las resistencias al cambio. Conocemos peculiaridades complicadísimas de la materia y hemos asistido a la destrucción de leyes físicas que abren una perspectiva nueva para explicar el origen y el futuro de la vida en el Universo. Sin embargo, no entendemos qué ocurre en la vida social y política, por qué se produce una serie de hechos que alteran y destruyen la vida política de los países. El «enmascaramiento» de la realidad sociopolítica es la primera finalidad de los que se oponen al cambio.

Socialmente existe una primera contradicción entre los individuos y sus colectividades y los grupos que se oponen al cambio. El individuo tiene prioritariamente un interés individual. Nace y tiene que aprender a sobrevivir. Lo curioso es que la mayoría de la población no forma un todo homogéneo, de inquietudes solidarias, sino una suma forzada de preocupaciones individuales. «No le queda tiempo para pensar». Durante los primeros años de su vida tiene que dedicarse a formar su propia estructura física. «Uno de los más importantes y peculiares aspectos del progreso histórico de la conciencia —dice el académico de ciencias soviético Nicolai Dubinin— fue que no reposó sobre la evolución del programa genético del hombre. Durante los cuarenta mil años de la historia del Homo sapiens, el genotipo de la población de la Humanidad no ha sufrido transformaciones directas. Contra este background de estructuras de población genéticamente estables la conciencia no ha estado conectada con cambios en el código genético. Los logros del progreso social no se imprimían en los genes. Impreso sobre la cultura espiritual y material, el programa social que forma la conciencia de la gente tiene un contenido social y no biológico». Todo esto demuestra que la base material del progreso del hombre no es una evolución genética. Los logros del progreso social no son transmitidos a través de los mecanismos materiales de la herencia biológica. Ninguna generación posee conciencia tan pronto como llega al mundo. La conciencia surge como una nueva cualidad en el proceso de su ontogénesis bajo la influencia de la práctica social. De este modo, el fundamento material del progreso del hombre tiende a diferir de otras formas orgánicas de la evolución.

APRENDER A RELACIONAR LOS HECHOS

Lo que ocurre es que, generalmente, la conciencia permanece socialmente dormida, o mejor, adormilada por los imperativos inmediatos de la vida. La facultad racional del hombre no le lleva necesariamente a ser un ser reflexivo, como por lo común se demuestra en tantos aspectos de la vida. Individuos y generaciones nacen, se reproducen y mueren sin haber aportado un mínimo de energía a los cambios necesarios. Por el contrario, unos y otras aparecen en el mundo en una situación creada no sólo de bienes —o penuria— materiales, sino de estructuras de poder que se han reproducido a sí mismas en el transcurso de la Historia.

En este trabajo interesa destacar el papel de los «innombrables» que, por el hecho de serlo, resultan innombrados.

Existen constantes alusiones históricas a los poderes que se ocultan detrás del poder y al peligro que supone intentar descorrer la cortina. La estrategia fundamental de aquellos poderes es su obstinación en negar su propia existencia. Naturalmente, no existe una ciencia social que se ocupe de su descripción y de la enumeración de sus funciones. Es curioso observar que ni siquiera los textos marxistas que han hecho avanzar la metodología de las ciencias sociales, se atreven a descorrer la cortina. No estoy recurriendo a la necesidad del esoterismo, ni de la paraciencia, que en múltiples ocasiones sirven de eficaz cortina de humo que impide ver más allá de lo permitido. Me refiero al entramado del poder, a su sutil reproducción a lo largo del tiempo y a la herencia transmitida de responsabilidades.

Se ha dicho muchas veces que la historia escrita suele ser una vendetta. Pero aún, la Historia se escribe con el permiso de los «innombrables» que disponen de un inmenso poder para no dejar ni rastro de su paso por la Historia.

Sin embargo, son visibles los hechos y es importante aprender a relacionarlos. Conocemos pocas instituciones que perduran a lo largo de los siglos. Una de ellas es la Iglesia y sabemos que su objetivo histórico no se ha modificado en el transcurso de los siglos. De la misma manera, existen instituciones cuyo objetivo sigue siendo cubrir la finalidad para la que fueron creadas, aunque deben transmutarse a otras instituciones. Su capacidad de infiltración es poderosísima y tienen el poder de viciar cuanto tocan.

TODO CAMBIA PARA QUE NADA CAMBIE

En el aspecto práctico inmediato tenemos numerosos ejemplos. Personajes políticos que dicen representar una cosa y defienden otra, tránsfugas que poco a poco merecen el calificativo de «oportunistas» y aun de «traidores». Partidos políticos que se descomponen en la inoperancia y en la corrupción. Movimientos ideológicos que pretenden ser una cosa y son la contraria. El «progresismo» moderno que reclama el monopolio de la defensa de la ciudadanía, cuando en realidad está dirigido para hacer simulacros de cambio, «para fingir que las cosas cambian, como estrategia para que no cambien». El «baile de los malditos» que siembran la confusión y saben que la mejor manera de lograrlo es ocupar el lugar del enemigo para que éste carezca de entidad.

¿O no son estos aspectos reconocibles en la situación de España hoy? La apariencia del cambio es un engaño sociológico. El hecho de que las grandes familias de principio de siglo se hayan —anonadado llegado a la nada— en manos de sus nietos y que las inmensas fortunas hayan ido a parar a la cuenta de sus administradores materiales —y de sus confesores, administradores de sus debilidades espirituales— no invalida que los «centros de decisión» permanezcan prácticamente invariados. Lo que importa destacar es la tendencia.

EL ENEMIGO EN CASA

El «enemigo» no podría haberlo hecho peor y a veces parece que España está gobernada por sus enemigos. Ha costado varios siglos llegar a las puertas casi de la modernidad y de pronto todo el esfuerzo se viene abajo. No hemos conseguido crear una estructura científico-técnica, que nos habría convertido en un país civilizado, y sólo se oyen voces en contra de la ciencia y de la técnica. No nos hemos acostumbrado a leer y parece que la lectura es un defecto nacional que hay que corregir. No tenemos explicaciones racionales para casi nada y nos da por inventar fábulas dándolas por buenas. Combatimos la ciencia con argumentos que pretenden ser científicos. Deseamos introducir la «cultura del ocio» cuando rehuimos cada día el trabajo. No creemos en cosas importantes y nos satisface entregarnos a alucinaciones.

Pero resulta que una parte importante de la población desea vivir de otro modo, tiene ideas para resolver los problemas y le queda, milagrosamente, empuje para seguir realizando tareas concretas, cotidianas y anónimas de gran valía. ¿Entonces?

Ocurre que es sepultada por charlatanes de moda que hacen el papel de inquisidores modernos. No entienden de casi nada, no dominan aspectos técnicos, tan importante hoy, pero se permiten descalificarlos y utilizan las parcelas de poder de que disponen para seguir imponiendo su mediocridad y su ignorancia. Amargamente hay quien dice que en este país es mejor no tener ideas, ni iniciativas. Es mejor ser un poco más bajo que los demás, un poco más feo y mucho menos inteligente. Sarcásticamente, otros añaden que este país ha estado siempre en manos de los mediocres y que, además, han conquistado el poder.

MULTITUD DE IGNORANTES

Pero no son el poder. Detrás de ellos están los que en cada momento histórico decisivo han impedido la modernidad del país, reventando proyectos de urbanización y de industrialización. En épocas pasadas, de dominación más burda, sabían que para mantener sus privilegios la población tenía que ser poca, mal alimentada y peor instruida. Ahora, debe estar emponzoñada y desinformada. Sucede, además, que el poder innombrado envía emisarios para que realicen una política que sea objetivamente condenable. Seleccionan las causas en función de los efectos buscados. Y no falta multitud de ignorantes que les hacen el juego, bailando al son que les tocan pero presumiendo de independencia.

La peor condición de las víctimas es que se resignen a serlo y que tengan miedo de pensar. Como siempre lo han hecho otros por ellas, tienen tendencia a dar por malo lo que piensan y por óptimo lo que se cuece fuera de ellas. Pocos países hoy son tan profundamente antidemocráticos como España. Aquí no son democráticos ni los demócratas. Andamos de excomunión en excomunión, practicando siempre el hara-kiri como último recurso para dar testimonio de las razones tribales.

La razón de esta sinrazón habría que buscarla en las peculiaridades de la transición democrática, en la elección de la reforma política que dejó aplazada la más imperativa de las reformas: la económica. Es un hecho evidente que, desde la muerte del general Franco, España vive un festival-carnaval político y una desintegración económica.

Lo primero puede hacer las delicias de la nueva casta de políticos que unen a la ignorancia de las cuestiones técnicas fundamentales, un estilo de vida desligado de la producción. No es de poca monta el hecho de que la inmensa mayoría de los políticos vive en la capital central o en las capitales autonómicas de sueldos del Estado y de «momios» que les caen graciosamente de instituciones bancarias y de organizaciones internacionales. Muchos intelectuales conocidos antaño por sus ideas progresistas, y que siguen propugnando su «independencia política», no vacilan en vender caros sus informes —de dudosa utilidad, por otra parte— a las distintas dependencias del estado y todos ellos demuestran visiblemente que han mejorado su situación material. No se explica cómo ciertos escritores, periodistas, publicistas y correveidiles pueden sostener un ritmo de vida tan fastuoso, a no ser que obtengan ingresos paralelos de cuya procedencia deberían sonrojarse. Se convierten en aplaudidores del carnaval, en cancerberos de la nueva situación, en propagandistas de la democracia a la que no encuentran vicio alguno. Objetivamente, existe poca diferencia —aunque resulte irritante la comparación— entre el Madrid, alegre y despreocupado de la posguerra, con cientos de locales públicos alimentados por la corte de los triunfadores burócratas del Régimen y el Madrid de la democracia, lleno de intelectuales, de funcionarios de partidos y aún de sindicalistas que viven del favor del Estado, mientras que el resto del país se consume en dificultades económicas, en el paro y en la marginalidad. La única diferencia es a favor de los «modernos». Aquéllos, los antiguos jerifaltes de la autarquía y de la Falange, soñaban con el imperio del estraperlo y del enchufe, pero los actuales se consideran depositarios del «sentido de la Historia». Creen que por manejar unos cuantos conceptos de moda les está permitido todo. Basta con saber recitar a tiempo unas cuantas simplezas sobre el «imperialismo norteamericano» para tener carta de honorabilidad progresista.

Mientras tanto, lo segundo, la desintegración económica, está haciendo de España un país cada vez más dependiente de las servidumbres extranjeras. En diez años de democracia, el país ha acumulado la mayor deuda pública y privada de su historia, ha dilapidado, el patrimonio de una generación de españoles y, lo que es peor, se han sentado las bases para que la próxima generación viva en un desierto económico con la obligación de devolver a los intereses extranjeros lo que se ha derrochado antes.

POLÍTICOS INMUNES E IRRESPONSABLES

He aquí un hecho chocante y radicalmente injusto: cualquier profesional negligente en el ejercicio de su empleo puede ser sometido a persecución judicial —y al descrédito público—, si se demuestra que lesionó los intereses de alguien, mientras que nuestros políticos parecen gozar de absoluta inmunidad y, por supuesto, son irresponsables, aunque las medidas tomadas en el ejercicio de su cargo hayan causado daños irreparables a la nación. No me refiero a la inmunidad parlamentaria que debe garantizar la actividad de los políticos, sino a otro tipo de inmunidad que les ahorra de rendir cuentas de las graves agresiones económicas perpetradas por ellos. Sabemos que en este país es norma habitual que cuando un periodista denuncia una situación escandalosa —sobre hechos que afectan a la supervivencia económica de los ciudadanos, no sobre gurruminas privadas—, se interrogue y se castigue al que escribe y no se hace nada por perseguir lo revelado. El periodista tiene que salirse de su oficio y convertirse en detective privado para reunir las pruebas que deberían ser aportadas por la Policía o por el fiscal. Más de doscientos periodistas se hallan pendientes de condena y algunos la hemos recibido ya. Cuando en cierta ocasión denuncié la falta de medidas de seguridad en el Banco de España, fui objeto de una querella por «incitación al delito». Nadie se molestó en averiguar si lo que decía era cierto, que lo era, o no. Y así, sucesivamente, después de haber denunciado a tiempo lo que se trataba con operaciones de contrabando y de suspensiones de pago, con el despilfarro de los fondos públicos, ni una sola de aquellas advertencias fue tenida en cuenta, salvo para que se iniciaran procesos judiciales contra el periodista.

Es asombroso constatar que los ciudadanos tengan que contribuir a rellenar con sus impuestos los «agujeros negros» que se han sucedido en la economía española desde los tiempos de «Matesa», «Redondela», «Confecciones Gibraltar», «Letasa», «Ibertrade», hasta la evaporación de cientos de miles de millones de pesetas en quiebras bancarias y en pérdidas «programadas» de las empresas públicas, sin que se haya exigido responsabilidad alguna a los políticos, —ministros, presidentes, vicepresidentes y directores generales— que ampararon aquellas operaciones. Desde el contrato de compra del gas de Argelia hasta el conjunto de la política energética, con tan graves repercusiones para un país que debe comprar en el exterior un porcentaje elevadísimo de su abastecimiento energético, el ciudadano español carece de información sobre lo que realmente ocurrió en uno y en otro tema, lo que no le excluye de la obligación de reparar con su dinero los desastres de unos políticos sobre los que recae, al menos la sospecha de haber actuado al servicio de intereses extranjeros. Lo mismo cabría decir de las programadas devaluaciones de la peseta que a partir de 1977 han colocado a la economía española en total supeditación a las directrices extranjeras. Ésta y no otra es la verdadera agresión «ecológica» que se comete cada día contra el ciudadano español, cada vez más desinformado y cada vez con menos oportunidades de enterarse de lo que ocurre realmente.

SE AVISÓ A TIEMPO

Este trabajo, que ha empezado con una declaración de principios optimista, es en buena medida autocrítico y, en consecuencia, escandaloso. Pero sucede que el autor, que ha debido dejar muchas plumas —que no la pluma— en el camino, está entre aquellos infortunados que pueden atreverse a decir cándidamente que «el rey va desnudo».

Todo libro es producto de la vida de su autor y, sobre todo, de los años inmediatamente anteriores a su redacción. Durante los tres últimos quise vivir como un apátrida y anduve de Washington a Moscú y viceversa con ganas de aprender. Durante los diez años anteriores estuve trabajando en un proyecto sangrante: descorrer la cortina. Detrás de ella pude ver a los que se sentaban a la mesa de las grandes decisiones. Estaban arruinando el país. Fomentaban la desertización industrial de España, el terrorismo como método para lograrla y la desmembración del Estado.

Tuve que volver a correr la cortina porque a veces el problema de la indigestión no está en la comida que se consume, sino en el estómago que la recibe. Y también en la hora escogida. De haberse escuchado con ganas las advertencias —con datos, con documentación, con denuncia de nombres y de situaciones— que hicimos a tiempo unos cuantos —que a la postre resultamos malditos—, el país se habría ahorrado, literalmente, más de un billón de pesetas, evaporadas en las sucesivas operaciones de contrabando de productos siderúrgicos, de suspensiones de pago programadas de industrias y de bancos, de evasiones de capital «protegidas» y de saqueo de los fondos públicos dilapidados en una serie de oportunas «reconversiones». Como intentaré demostrar más adelante, aquel trabajo de unos cuantos era, realmente una profunda crítica ecológica, pues no hay agresión mayor que la que afecta a la estructura de supervivencia económica de los ciudadanos. No hubo condiciones para seguir adelante y alguna vez se explicará por qué.

LA GRAN «INTOXICACIÓN» DE NUESTRO TIEMPO

En consecuencia, me marché del país para hacer una reflexión desde fuera. Durante tres años hablé con ingenieros, matemáticos, físicos y biólogos, huyendo de los «poetas», de los «economistas» y de los «médicos». Curiosamente, hay más abundancia de éstos que de aquéllos en la dirección de los asuntos públicos, lo que explica la insensatez de muchas medidas, la mediocridad del presente y la incapacidad para planificar el futuro.

Este libro es el resultado de innumerables conversaciones con los primeros y de ahí la abundancia de las citas. Ciertamente, la mayoría de estos autores y de sus obras es desconocida en España. Pero ya se sabe que este país es autófago. Y endógamo. Se alimenta de sus propias miserias y se reproduce a partir de sus mezquindades. El resultado es un libro abiertamente provocador.

Va en contra del discurso de moda. Defiende la industrialización, el crecimiento de las posibilidades energéticas —y en particular de la energía nuclear— y el aumento de la población. Está a favor del desarrollo de la agricultura moderna, de la robotización y de la ingeniería genética. Defiende los grandes logros científico-técnicos de la Unión Soviética y los mismos habidos en los Estados Unidos de América. A este respecto, me causó particular impresión comprobar que sobre la Unión Soviética casi todo el mundo habla de oídas y todos coinciden en decir las mismas tonterías. Pateé la Unión Soviética de cabo a rabo y sólo eché de menos no haber aprendido más.

Sin que resulte una contradicción, sino todo lo contrario, me reconcilié con los Estados Unidos y lamenté el tiempo perdido en disquisiciones estúpidas. Creo que la intoxicación política de mayor alcance y más hábil montada en el siglo XX fue la que condujo al enfrentamiento entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, a la que me referiré más adelante. Me encontré con una observación interesante que será repetida a lo largo de este libro. La izquierda española —y también, o sobre todo, los movimientos ecologistas y «alternativos»—, que hacen una continua profesión de fe antinorteamericana, reproducen en su discurso casi al pie de la letra los mismos argumentos que esgrimen los movimientos análogos de los Estados Unidos. ¿No es otro tipo de supeditación? Pero, además, ocurre que los movimientos ecologistas, utópicos y «alternativos» norteamericanos son profundamente reaccionarios —como se demostrará más adelante—, lo que debería plantear un problema de identidad a los «contestatarios españoles».

Hay otros problemas de identidad mucho más serios. La destrucción de la izquierda española —en especial, del Partido Comunista— coincide, asombrosamente, con la pérdida de la hegemonía norteamericana en el mundo después de la Segunda Guerra Mundial. Las corrientes «prochinas», que estuvieron en el origen de la desintegración del Partido Comunista de España, no estaban fomentadas por la CIA norteamericana, como se dijo, sino que obedecían precisamente a una estrategia de mantener a los Estados Unidos alejados de China, en beneficio de los ingleses, y de fomentar las dificultades con la Unión Soviética. La Casa Blanca, como se verá más adelante, ha sido sometida a un cerco de provocaciones, como el que supusieron la guerra de Corea, la de Vietnam, la crisis de Centroamérica y la guerra de Oriente Medio, para minar su hegemonía en el mundo, con el fin de que los círculos oligárquicos recuperaran la suya.

El lector se enfrentará a una interpretación nueva de los hechos más importantes y conocerá datos, hasta ahora ocultos, de situaciones y de personajes. Algunos ídolos van a ser derribados. El problema no está en el demoledor, sino en el que los levantó. Pero si este libro es ferozmente demoledor, es sobre todo ambiciosamente constructivo, pues las soluciones que se aportan pesan más que los problemas, aún gravísimo, enunciados.

Este libro, en definitiva, es el resultado de una huida de los dogmatismos estériles y de una necesidad de «ver las cosas de otra manera». Desearía que el lector emprendiera, con indulgencia o sin ella, la misma aventura.