11. EL MITO DE LA «AGRICULTURA NATURAL». LO QUE HAY DETRÁS DEL ODIO A LA TÉCNICA
A los cuatro grandes bloques de mistificación modernas habría que añadir el inmenso tejido de corolarios que las acompaña y que configura los aspectos más sobresalientes del discurso de moda.
El movimiento «progresista» que engloba a una serie de especialidades y de tendencias —ecologistas, verdes, pacifistas, nuevas alternativas, comunas, comunidades rurales, comités antinucleares y otros colectivos «anticapitalistas»— no se manifiesta como una corriente reformista o deformadora, como sería de esperar por el alcance de los temas que eligen, ni como una serie de organizaciones que pretendan denunciar los abusos del capitalismo y los atropellos contra los consumidores. Su alternativa es «radical» y pretende nada menos que el cambio del modo de producción capitalista y el del modo de producción socialista. La ambición no es nueva. La fórmula «ni capitalismo ni comunismo» tiene resonancias muy concretas y explica las simpatías con que es acogida, bajo una apariencia «moderna», por los enemigos de uno y otro sistema.
En España sería necesaria la presencia de organizaciones específicas dedicadas a demostrar y a denunciar las maquinaciones de todo tipo que lesionan los intereses de los ciudadanos. Durante muchos años los españoles no tuvieron capacidad de defensa frente a un Estado totalitario que impedía las asociaciones para tal fin. Hubo casos reales extremos en los que la demanda deun botijo en el lugar de trabajo fue considerada subversiva. Un pueblo que reclamaba agua fue acordonado por las fuerzas de orden público. Un distinguido periodista fue obligado por el gobernador civil a comerse, literalmente, el artículo que acababa de publicar sobre el estado de unas viviendas de protección oficial, titulado «Las casitas de papel». Envenenamientos masivos por consumo de alcoholes metílicos fueron silenciados —tergiversadas sus causas—, lo mismo que el hundimiento de edificios o la rotura de una presa. Legislaciones que habían sido implantadas en los países industriales para perseguir los fraudes alimenticios, para vigilar la correcta terminación de los objetos de consumo y para impedir los abusos de la burocracia oficial, no fueron introducidas en España hasta fecha muy reciente. El ciudadano español, si es que merecía tal denominación un colectivo imposibilitado de ejercer los derechos políticos fundamentales, vivió indefenso y se educó —se deseducó— en el miedo, en la ignorancia de sus derechos y en la resignación a hacer dejación de los mismos. Las organizaciones específicas de defensa de los consumidores y de los ciudadanos en general podrían cumplir una función muy importante en España, informándoles de sus derechos y ejerciendo al mismo tiempo las acciones legales pertinentes para hacerlos valer. A donde quiera que se mire no faltarían ocasiones para organizar las protestas. El ciudadano español podría confeccionar un voluminoso memorial de agravios que afectan a su vida privada y a su proyección pública, desde la Seguridad Social, la Medicina y las debidas atenciones a la vejez, hasta la organización ciudadana, la contaminación ambiental, los fraudes alimenticios, las desatenciones culturales, la prepotencia del funcionariado público y el conjunto de arbitrariedades de alcance público.
Tan vasto campo de trabajo concreto es prácticamente menospreciado por los llamados progresistas. Las causas de este abandono habría que buscarlas una vez más en el origen de la formación de estos grupos. La mayoría de sus militantes procede de organizaciones políticas ultraizquierdistas desaparecidas y no se resigna a desempeñar una tarea reformista. La función principal de aquellos grupos fue precisamente la lucha contra el «reformismo» de los partidos de la izquierda, desde la creencia de que ellos estaban llamados, con sus análisis correctos, a encabezar la inminente revolución en España.
Su desencanto fue doble. En lugar de haber elaborado una autocrítica profunda de su fracaso y de proseguir después la lucha con planteamientos políticos, huyeron de los partidos que habían creado y se convirtieron en los críticos más feroces de la estructura del partido, pretendiendo sustituirla por la práctica asamblearia, el espontaneísmo y las organizaciones que se hacen y se deshacen. Sospechosamente, no abandonaron sus planteamientos elitistas y revolucionarios, sino que los trasladaron a otro ámbito. Primero intentaron atosigar a las «masas» con sus farragosos discursos políticos cargados de voluntarismo y de lugares comunes, achacando a la incomprensión de aquéllas el nulo resultado político que obtenían. Después dieron por bueno todo lo que producían las «masas», incluidos la desinformación, la ignorancia y los arranques espontáneos producidos por ambas. Una labor metódica de información y de educación, señalando correctamente los peligros reales y los abusos ciertos, sin recurrir a demagogias fáciles, habría sido muy positiva para estos grupos y para la ciudadanía en general. Pero prefirieron estimular las reacciones irracionales de una población desinformada para obtener un éxito político fácil. Nada más sencillo que alertar a las poblaciones campesinas desinformadas sobre los peligros de la energía nuclear y sobre los riesgos de la industrialización, ni nada más cómodo que estimular las reacciones populistas —como la derecha tradicional explotaba el patrioterismo— y los nacionalistas de vía estrecha, para contar con el apoyo —en seguida estéril— de amplios grupos de la población.
Lo más sospechoso es que estos grupos que no se acomodan a una labor reformista, tan útil y tan de «paso a paso», por su función pedagógica, revelan su obsesión anticientífica. Su lucha va contra la Ciencia y la Técnica mismas como factores capitales del desarrollo. Si hay algo que les irrite particularmente es la simple mención de este concepto, como si fuera la concreción de todos los males que amenazan con destruir a la Humanidad. He aquí algunas de sus exposiciones predilectas:
LO QUE HAY DETRÁS DE LA PROHIBICIÓN DEL DDT
«La agricultura técnico-científica de grandes producciones debe ser sustituida por unidades de producción “artesanales”, sin el empleo de plaguicidas, pesticidas, ni de abonos. La producción de carnes en grandes instalaciones tecnificadas —y, por cierto, higiénicas— debe ser sustituida por las granjas de corte tradicional. Es evidente, dicen, que el campo debe dejar de ser la fábrica de alimentos de la superciudad, para pasar a formar colectividades de agricultores-ganaderos basadas en el autoconsumo, el reciclaje de los desechos de todo tipo y en el intercambio de los sobrantes con otras comunidades. No se trata, añaden, de socializar las fábricas de abonos químicos sino de eliminarlas».
Este enunciado, que aparece repetidamente en los textos ecologistas españoles y en la práctica de algunos grupos que pregonan la quimera de la «vuelta al campo», no es original. Nació con los grupos ecologistas norteamericanos que tras una campaña en contra de ciertos plaguicidas, lograron la promulgación de varias leyes que los prohibieron.
La «biblia» ecologista de aquellos años fue el libro de Rachel Carson, Primavera silenciosa (Silent Spring),publicado también en España. Tuvo un éxito sin precedentes en este tipo de temas e inauguró una etapa de divulgación de temas críticos hacia la Ciencia y la tecnología. Primavera silenciosa fue un alegato, aparentemente bien argumentado y espectacular, contra el uso del DDT al que se atribuían poderes altamente contaminadores y destructivos del medio ambiente. El escrito de Rachel Carson produjo tal conmoción en la opinión pública que ésta se alzó en una oleada de indignación, exigiendo la prohibición del DDT y también de los detergentes de fosfatos, del uso de la hormona DES para estimular el crecimiento de los animales y el herbicida 2, 4, 5 - T.
Las consecuencias de estas prohibiciones tuvieron un alcance tan grave que merecieron un posterior estudio del también ecologista y licenciado en Botánica, en Microbiología y en Medicina George Claus y de Karen Bolander, titulado Sanidad ecológica. Ambos demostraron que los estudios que sirvieron de base para lograr la prohibición del DDT no consiguieron establecer la evidencia de que el DDT fuera cancerígeno o de que constituyera un peligro para el medio ambiente.
La Agencia de Protección del Medio Ambiente (EPA) nombró un observador en el proceso judicial que escuchó las evidencias a favor y en contra del DDT, formuladas por 125 testigos a lo largo de 81 días que duraron las sesiones. Llegó a esta conclusión: «El DDT no supone un riesgo cancerígeno para el hombre. El uso del DDT bajo los presupuestos que se examinan aquí no tiene efecto deletéreo sobre el agua en la que habitan peces, sobre la vida orgánica en los estuarios, ni sobre los pájaros ni otro tipo de vida salvaje… En mi opinión la evidencia en este procedimiento (judicial) apoya la conclusión de que existe una necesidad actual de los usos esenciales del DDT».
Pero a pesar de que la Agencia de Protección del Medio Ambiente estaba en condiciones de decidir si había que prohibir el DDT sobre la base de las recomendaciones del observador judicial, menos de dos meses después William Ruckelshaus, administrador entonces de la EPA, prohibió el uso total del DDT en los Estados Unidos, Ruckelshaus jamás atendió parte alguna del resultado judicial y más tarde llegó a admitir que ni siquiera había leído las actas. Claus y Bolander subrayaron: «Al negarse a reconocer que las sesiones judiciales habían señalado que la mayor parte del trabajo atacando el DDT era una simple chapuza pseudocientífica o ignorante, Ruckelshaus impuso un precedente muy peligroso para el futuro de la biología americana».
Rael Jean Isaac y Erich Isaac apuntan que la prohibición del DDT en 1972 fue una victoria superficial del lobby ecologista, particularmente la Audubon Society, el Sierra Club y la Fundación para la Defensa del Medio Ambiente, que habían encabezado la campaña contra él. Fundamentalmente, fue una victoria de Primavera Silenciosa, diez años después de su aparición. Pero principalmente fue una victoria de la campaña utópica contra la tecnología moderna. Los plaguicidas, en especial el DDT, habían reducido enormemente la amenaza de los insectos y de los parásitos sobre la producción de alimentos y habían permitido la expansión de la agricultura en áreas subdesarrolladas donde la infestación de las plantas había sido la causa mayor de malnutrición. Con el DDT se puso en juicio la moderna tecnología y se tomó por destructivo su más orgulloso logro, cuando se consideró la fábrica de la vida como un todo.
Informes posteriores han señalado cómo la prohibición el DDT resucitó antiguas plagas e hizo imposible la práctica de una agricultura masiva, capaz de alimentar a una población que, en consecuencia, empezó a disminuir. Como señala Marjorie Mazel Hecht, desde que se prohibió el DDT la incidencia de la malaria ha aumentado en todo el mundo: más de 210 millones de personas padecen actualmente la enfermedad, que cobra unos diez millones de víctimas al año. Un conocido experto en plaguicidas norteamericano, el entomólogo J. Gordon Edwards, de la Universidad Estatal de San José, California, ha calculado que, tan sólo en los Estados Unidos, las medidas contra el empleo de plaguicidas han causado directa o indirectamente entre 60 y 100 mil muertes al año.
En septiembre de 1983, la Agencia de Protección del Medio Ambiente (EPA) prohibió el uso en la agricultura del dibromuro de etileno porque se dice que este compuesto químico contamina los mantos freáticos de varios Estados de la Unión Americana y ha aumentado la posibilidad de que la población contraiga cáncer y sufra defectos congénitos. A pesar de que en los últimos años —dice Marjorie Mazel Hecht— los ecologistas y los medios de comunicación han aterrorizado a la gente con el cuento de que el dibromuro de etileno produce cáncer, los científicos no han encontrado prueba alguna de que su empleo normal como plaguicida tienda a aumentar la posibilidad de que los humanos contraigan cáncer. La verdad es que es precisamente la prohibición del dibromuro de etileno lo que dañará la vida humana. De no dársele marcha atrás, esa prohibición hará imposible la producción de frutas en casi todo el hemisferio occidental, pues afectará a todos los productores de cítricos de los Estados Unidos y a los exportadores de fruta del Caribe y América Latina. La misma Agencia de Protección del Medio Ambiente reconoce que, nada más para los productores de cítricos de los Estados unidos, las pérdidas resultantes de la prohibición ascenderán a 69 millones de dólares por año.
También está en peligro el almacenamiento de granos. El dibromuro de etileno se utiliza para fumigar los silos y hasta el momento no hay un compuesto que lo sustituya. Desde 1948 el dibromuro de etileno se ha utilizado ampliamente para combatir nematodos y otros insectos que atacan a las frutas tropicales. La disposición de la EPA, dictada con carácter de urgencia, prohíbe el uso del compuesto como plaguicida, el cual se inyecta en la tierra para matar bichos que atacan sobre todo los huertos de cítricos, pero también a las plantas jóvenes de algodón, patata y cacahuete, entre otras. La EPA prohibió también que se fumigue durante un año con este compuesto las frutas tropicales, los molinos de harina y los silos.
Asombrosamente, como en el caso de la prohibición del DDT, tras siete meses de audiencias en las que se demostró que el dibromuro de etileno es un producto seguro, el director de la EPA, William Ruckelhaus —el mismo sujeto que reconoce haber prohibido el DDT, hace diez años, por razones políticas y no científicas— pretende justificar la prohibición inmediata del plaguicida con el argumento de «los peligros que representa para la salud pública… rebasan claramente los beneficios que tendría el esperar los treinta días acostumbrados para que entren en vigor prohibiciones como ésta».
El veredicto científico sobre el dibromuro de etileno es definitivo: no se ha demostrado que cause cáncer en los seres humanos o afecte su capacidad reproductora, aun cuando se han encontrado ambos efectos en ratones de laboratorio. La prensa, no obstante, rara vez cita a científicos, y prefiere en cambio hacer creer que los resultados obtenidos con ratones corresponden a resultados con seres humanos. El doctor Sorell Schwartz, del Departamento de Farmacología de la Escuela de Medicina de la Universidad de Georgetown, le dijo a Marjorie Mazel Hecht: «Si bien, en experimentos de laboratorio, el dibromuro de etileno ha resultado ser un carcinogénico potente en animales, 35 años de experiencia de contacto humano con el producto no indican que haya un grado equivalente de peligro para los seres humanos… El peligro de contraer cáncer cuando se usan plaguicidas en forma correcta es extremadamente reducido, y la idea de que existe semejante peligro es puramente teórica, basada en métodos de evaluación matemática sumamente discutibles». Por su parte, el doctor Ely Swisher, especialista con 38 años de experiencia en la industria de los plaguicidas, dijo: «Hasta donde yo sé, nunca ha habido un solo caso de cáncer atribuible al empleo de plaguicidas en productos alimenticios… Todos los alegatos en el sentido de que los plaguicidas causan cáncer se basan en especulaciones… No ha habido un solo caso de alguien que haya sufrido una enfermedad seria por comer frutas o verduras que contuviesen la cantidad normal de residuos que deja el plaguicida. Estos residuos no causan enfermedad alguna. La cantidad legalmente permitida es tan reducida, que no hay modo de que ocurra». Con todo, la Prensa fue la que decidió el debate. Al decir de muchos observadores, lo que precipitó la decisión de la EPA fue la propaganda que se hizo en torno a un accidente en el que murieron dos trabajadores de Bakersfield, California, por entrar en un tanque de dibromuro de etileno, que creyeron vacío, para limpiarlo. La campaña ecologista culminó a mediados de septiembre de 1983, cuando la cadena de televisión ABC difundió un documental aterrador dirigido a convencer a la gente de que es lo mismo cualquier mínimo residuo de plaguicida que la gran cantidad del que había en el tanque fatal cuando sucedió el accidente.
LOS CAMPESINOS QUIEREN EL PROGRESO
Periódicamente se organizan campañas en la prensa alertando a la población sobre hipotéticos peligros de nuevos productos químicos. Algunas publicaciones, que más bien parecen alimento para hipocondríacos, lanzan irresponsable denuncias que, de ser tenidas en cuenta, lograrían la reducción de las posibilidades alimentarias de la población.
No deja de ser chocante que se ensalcen las virtudes y las ventajas de una agricultura tradicional, basada en prácticas demostradamente antihigiénicas, mientras se condena cualquier logro de la tecnología moderna.
El paso de la sociedad agraria a la sociedad industrial fue un proceso muy laborioso en el que se gastaron energías de todo tipo, sin contar el ingente sufrimiento de las personas que lo vivieron. Desde el lado de la Agricultura hay que considerar dos situaciones reales. La mecanización y la aplicación de productos químicos fueron condición inexcusable para dar satisfacción alimenticia al creciente número de población, en los países en que intervinieron ambos factores. ¿Había que dejarla morir de hambre? Esta pregunta debería ser contestada seriamente por los que ponen en tela de juicio aquella condición. Hoy el fenómeno es todavía más imparable. Es imposible la vuelta atrás, el regreso a una agricultura tradicional de limitadas producciones, si se quiere seguir alimentando a la población actual. El problema de los excedentes agrarios —coexistiendo con una terrible escasez— es un tema exclusivamente político y de organización social. No se puede hablar enserio de sobreproducciones agrarias cuando hay millones de seres muriendo de hambre y millones de personas que no pueden disponer de una dieta variada.
Los ataques a la mecanización y al uso de la química en la agricultura tienen también un contenido político y sus autores deberían terminar de exponer sus argumentos y explicar sus verdaderos propósitos. Aquellos supuestos progresistas que hablan pomposamente de «calidad de vida» deberían confesar que lo que realmente les importa es su mezquina seguridad, su hipocondría y su desprecio por las gentes a las que dicen defender.
Desde otro punto de vista, referido a los propios campesinos, es evidente —y recomiendo a los «progresistas» que hablen con ellos— que la mecanización y el uso de productos químicos los liberó de parecerse a las bestias en cuya compañía, o en simbiosis, habían vivido durante siglos. Esos progresistas de salón que añoran los tiempos pasados, pretendidamente idílicos, repiten tragicómicamente la danza «agraria» de la Corte de María Antonieta. Recluidos en sus masías catalanas —o en las casas de pueblos castellanos, reconstruidas con «sabor rústico», no han visto a los pastores trashumantes calentándose por la noches entre las patas de las bestias, no han visto a los recogedores de aceituna de Aragón rompiéndose de frío, ni a los segadores de hoz en mano partiéndose para arrancar una mísera y rala cosecha. No han visto tampoco a las mujeres campesinas —recogedoras de algodón, de garbanzos, de remolacha, de tomates y de uva— malviviendo como en las sociedades primitivas. El «paraíso agrario» al que quieren volver es un infierno de ignorancia, de superstición y de hambrunas.
A ese «paraíso» renunciaron hace ya mucho tiempo los campesinos. Unos arrojaron la azada y se fueron corriendo a los suburbios industriales. Saben que es mejor vivir en Santa Coloma de Gramanet, la ciudad dicen más superpoblada de España, entre humos y contaminación, que en los secanos de Aragón o en los latifundios andaluces. Hace mucho que descubrieron que la libertad —la poca, la alienada— tiene apellido industrial y nunca agrario.
Los que se quedaron —por otra parte propietarios— lo hicieron con la esperanza de modificar sus condiciones de vida. Y lo lograron con los tractores y con los productos químicos que compran a las multinacionales, cuyo dominio del mercado obedece a condiciones sociales y políticas. Modificables, por tanto.
Será útil divulgar algunos ejemplos referidos a «progres» que «volvieron al campo». Conozco algunos. Ciertos intelectuales de Barcelona decidieron un día instalarse en una finca agraria propiedad de los tíos de uno de ellos. Remozaron parcamente la vivienda y se instalaron en comuna para poner en cultivo tierras abandonadas. Durante unos años, pocos, cultivaron la tierra como si fuera un juego. Criaban cerdos y como su sensibilidad no les permitía sacrificarlos, contrataban los servicios de un «rústico» que se encargaba de degollar a los animales. Pasó el tiempo y la comuna estuvo a punto de disolverse. Aquello era demasiado duro. Pero tras varios intentos de «reinsertarse» en sus antiguas profesiones —médicos, arquitectos, ingenieros—, no tuvieron más remedio que tomarse en serio la «profesión» que con tanta ligereza habían elegido. Hoy poseen tractores, han mecanizado las granjas y no tienen escrúpulos de arrojar abono a los campos. Han recibido una buena lección, aconsejados por la necesidad. Otros ejemplos han tenido un final distinto. Se disolvieron las comunas y sus miembros regresaron a la ciudad como almas en pena.
PRETENSIONES GROTESCAS DE LOS ECOLOGISTAS
El odio anticientífico produce muestras grotescas. Una publicación ecologista que se esfuerza en divulgar «alternativas», propone la, al parecer, maravillosa idea de utilizar el estiércol humano como solución al problema de los fertilizantes. Dedica varias páginas a explicar el ejemplo chino, el magnífico ejemplo de millones de chinos organizando la recogida de millones de defecaciones para obtener energía y fertilizantes. Allá los chinos, si encuentran atractiva semejante actividad, pero en España el ejemplo no es una novedad. En un pasado no muy distante, como pude comprobar hace muy pocos años, los huertos de la mayoría de los pueblos eran regados por el apestoso líquido procedente de las cloacas y así nos convertimos en un país predilecto de las «diarreas estivales», eufemismo con el que era bautizado el innombrable tifus por los comunicados oficiales en las postrimerías del franquismo.
Cantar las excelencias de los excrementos humanos para uso agrícola, puede ser un chiste escatológico, al que tan dados son muchos españoles que estudiaron «en colegio de pago», pero jamás un consejo serio. Imagino el estupor con que esa sugerencia sería recibida por los campesinos tecnificados actuales. Afortunadamente, este tipo de publicaciones no llegan a los destinatarios a los que pretenden dirigirse. Una cosa es la realidad y otra los sueños horacianos del enfermo mental.
EL VERDADERO FUTURO DE LA AGRICULTURA
Desde la Primera Guerra Mundial —dice Cynthia Parson, investigadora norteamericana experta en temas agrarios—, la extensión de la mecanización, seguida de un uso masivo de fertilizantes, pesticidas y herbicidas, produjo un enorme salto en la productividad de la agricultura norteamericana. Acompañada con la utilización de semillas híbridas, el desarrollo conjunto facilitó un incremento del 30% durante un período de treinta años.
Si semejante progreso no continúa hoy, la razón no hay que buscarla en un fallo de innovación de la nueva tecnología, ni por una falta incluso del deseo de los agricultores norteamericanos de hallar mejores métodos de producción. La razón, concluye Cynthia Parson, es puramente política. Robert Bergland, secretario de Agricultura del presidente Carter, demostró su incompetencia al acabar con un siglo de apoyo gubernamental a la agricultura norteamericana. Expresó su opinión de que los agricultores norteamericanos producían «demasiado», a pesar de que la agricultura norteamericana no había llegado a demostrar su enorme potencialidad. Continuó diciendo que había excesiva mecanización, excesivo uso de fertilizantes, de pesticidas y de herbicidas y excesiva irrigación. Dio su apoyo a los ecologistas que reclamaban la vuelta a la situación «pionera» de explotaciones «tradicionales» bajo la fórmula de «veinte acres y una mula». A continuación, Carter, uno de los políticos más incompetentes, nombró al «mago» Paul Volcker, presidente del Federal Reserve Bank, que inició la política usurera de los altos tipos de interés. El lobby neomalthusiano detrás de Volcker —el mismo que ha llevado a la ruina a decenas de países— consiguió mantenerlo en la Administración Reagan, a pesar de que éste no es neomalthusiano, y continuó la política económica de agresión a los agricultores, privándoles de préstamos y de posibilidades para renovar la maquinaria. Desde que Vokcker asumió la dirección del Federal Reserve Bank, en 1979, hasta nuestros días, 1984, más de un millón de agricultores han abandonado sus explotaciones. Se ha paralizado la innovación tecnológica.
Las innovaciones tecnológicas mecánicas, que incluyen los robots, las computadoras y nuevos modelos de tractores, más las innovaciones en el uso del agua, de los pesticidas y de los herbicidas, aumentan la producción, reducen las necesidades de laboreo y abaratan los costes de producción en cualquier parte del mundo donde son introducidas. Por ejemplo:
La «agricultura sin suelo», aunque todavía no muy extendida, está siendo desarrollada en muchos países, aumentando la producción de vegetales y de la horticultura. Los israelíes están desarrollando métodos aeropónicos, un alto método intensivo-energético de producción de alimentos similar al de los hidropónicos. El hidropónico es un método de producción de cosechas sin tierra, con piedras o sustancias similares que reemplazan el suelo como medio donde crecen las plantas. Básicamente, la planta es aguantada en el agua por piedras a través de las cuales crecen las raíces y recibe los nutrientes. La nueva técnica aeropónica desarrollada en Israel es similar. Por este método se obtiene elevadas cosechas a costes muy económicos en cuanto a mano de obra, agua y energía. Pude comprobar la eficacia de este sistema en las extensas explotaciones de Haruvit, en el Sinaí —ahora devuelto a los egipcios—, que constituían un más que atractivo ejemplo para zonas de tierra pobre y con la necesidad de economizar al máximo el uso del agua. La experiencia serviría para muchos lugares de la España seca en la que, por otra parte, se sigue despilfarrando la escasa agua con métodos de riego —inundación de campos— inventado hace varios siglos. Según el método israelí, quedan completamente excluidos los microorganismos y los insectos. En aquellas inmensas extensiones, hasta entonces desérticas, sólo crece la planta deseada con una economía perfecta de nutrientes y de agua. Es imprescindible el uso de computadoras para programar «la cantidad y las horas de comida» para cada planta.
Como era de esperar, los japoneses —en lucha secular con una tierra pobrísima y escasa— van a la cabeza de la innovación agraria. Utilizan robots para recoger cosechas. Su ejemplo es imitado por Australia y se «contagiará» al Sudeste Asiático, con la utilización de nuevos métodos tecnológicos.
ESTRAGOS EN OCCIDENTE. AVANCE EN LA URSS
Como hemos visto en otras partes de este trabajo, en la actualidad existe un vasto dispositivo científico-técnico que sería suficiente para resolver los problemas de escasez de alimentos, sin que supusiera ninguna agresión al medio ambiente. Carece por completo de justificación el pesimismo de los ecologistas y, al mismo tiempo, son injustificables sus propuestas de «vuelta atrás». Este vasto dispositivo científico-técnico supera todos los pasos dados por la Humanidad en los últimos 20 000 años y sólo intereses políticos y sociales impiden su puesta en marcha al servicio de la Humanidad.
El freno tecnológico, impuesto por los grupos reaccionarios y oligárquicos —con la complicidad a veces no tan inconsciente de los llamados progresistas— está haciendo estragos en Occidente, único laboratorio en el que pueden trabajar libremente aquéllos.
Sus maquinaciones no tienen cabida en la Unión Soviética cuyo dispositivo científico-técnico avanza arrolladoramente. Como dijimos a propósito de la «acción sobre Siberia», el desarrollo de la Ciencia y de la Técnica en la Unión Soviética, libre de los obstáculos que se le ponen en Occidente, dejará en mantillas, en un futuro inmediato, a los esfuerzos combinados de todos los países del Occidente, industrializado. Las producciones por hectárea de la tierra arable, de las praderas y de los pastizales, de los jardines, huertos y bosques en la Unión Soviética, por la aplicación de los nuevos métodos de la ingeniería genética, aumentarán en un 200 ó 300 por ciento. La agroquímica está sometida a un proceso de revolución total y los científicos soviéticos, como explica Nicolai Dubinin, están próximos a conseguir en la práctica una disminución drástica de la dependencia del hombre de las proteínas de origen animal. Mientras los llamados progresistas occidentales sueñan con volver al pasado, enmascaran una realidad aplastante: el «futuro» ha caído, de golpe, sobre nosotros. Pero entrar en él es una cuestión de decisión política.