RAMIRO GUTIÉRREZ HUYE
1
Ramiro no reparó en que estaba en pijama, entre otras cosas porque no era momento para remilgos de esa clase. Cogió únicamente las llaves de su casa, su cartera (probablemente en un movimiento mecánico y rutinario) y salió despavorido hacia la puerta. A mitad del pasillo frenó en seco: ¡los rollos de película! No podía dejarlos ahí. Eran su única salvación, también su condena. Pero de momento eran su única salvación. No podía acudir a la policía sin esas latas. Podrían pensar que había sido él quien había matado a Albert Toole. No, tenía que hacerse con la grabación.
Corrió de nuevo hasta el salón y cogió los viejos rollos. Los metió dentro de una mochila que encontró en la entrada y abandonó la casa. ¡Mierda! Se le había olvidado el papel con la dirección del piso de Arturo Soria donde estaba el dinero escondido. No había tiempo para eso, el puto dinero era lo de menos, ahora tenía que salvar su vida. Frenó de nuevo en seco en el descansillo: no podía bajar por la escalera. Los asesinos estarían subiendo en aquel momento en su busca, ¿y si se los encontraba? No, la escalera no era una buena opción… ¿Qué coño podía hacer?… Se sentía como un conejo atrapado entre el galgo y la escopeta del amo. De pronto, y haciendo bueno ese refrán que dice que la necesidad agudiza el ingenio, recordó que hacía un año había sido presidente de la comunidad de vecinos y que todavía tenía en su llavero la llave que daba acceso a la azotea del edificio, porque tuvo que encargarse de la reparación del tejado. Era su única opción. Recorrió a toda prisa los tres pisos que le separaban de la azotea. Abrió una verja, la cerró a su paso, subió un pequeño tramo de escaleras y abrió una puerta metálica; era el último escollo hasta el tejado.
Allí se quedó, acurrucado entre las tejas y la chimenea del edificio. Completamente cagado de miedo y sin saber qué iba a hacer a partir de ese momento.
2
Así que Albert Toole no era ningún loco. Aquel hijo de puta contaba la verdad: los yanquis se habían inventado todo el cuento de la Luna. ¡Joder, no podía creer lo que estaba pasando!… Le habían pegado un tiro en la cabeza delante de sus putas narices. Esos cabrones iban en serio. En menudo lío le había metido el hijo de puta de Albert Toole. A él le importaba un cojón si los americanos habían subido o no a la Luna y su puta Guerra Fría con los rusos. Y ahora, por culpa de una historia que había sucedido en 1969 a miles de kilómetros de su casa, estaba arrinconado en un tejado como una comadreja.
¿Desde dónde coño habrían realizado el disparo? Era evidente que tenían que haberlo hecho desde alguna de las terrazas de las viviendas de enfrente. Habían deducido que el capullo de Albert Toole estaba largando la historia y le habían liquidado antes de que abriese su bocaza. Lo que quería decir que habían sido testigos de toda la conversación que había mantenido con él. Sabían de su presencia, sabían que podía saber algo, y estaba claro que no iban a parar hasta que lo encontrasen. Era cuestión de tiempo. Era cuestión de tiempo que diesen con él en aquel tejado y acabase allí sus días, igual que Albert Toole lo había hecho en el salón de su casa. Tenía que encontrar una manera de salir de allí. Pegó la oreja a la puerta metálica: no se oía nada. Seguramente en ese momento estarían poniendo su casa patas arriba en busca de algo, de los putos rollos de película, por ejemplo. Algún vecino tenía que haber oído algo, puede que alguien llamase a la policía. Aunque tampoco podía esperar mucho de los vecinos: nadie se pringa por nadie, la gente va a lo suyo; en realidad él también iba a lo suyo, no les podía reprochar nada.
¿Cuántos serían? Estarían vigilando el edificio, seguro. Sabrían que aún no habría salido de allí. Estuvo a punto de mearse en los pantalones del pijama, ¿o lo hizo? La situación era bastante cómica: encima de un tejado, en pijama, con un frío de mil demonios y completamente cagado de miedo. Pero lo peor era que en cuanto a aquellos tipos les diese por subir allí arriba, la situación iba a dejar de ser cómica para convertirse en trágica, sobre todo en lo que a él concernía.
3
Ramiro avanzó unos pasos con cuidado entre las tejas hasta que pudo divisar la calle. Seis pisos era una altura bastante considerable como para plantearse siquiera el salto. Aunque, que un tío al que no conoces de nada, con pinta de matón de Pulp Fiction (así era como Ramiro imaginaba a aquellos tipos), te vuele la cabeza en pijama encima de un tejado, tampoco era una opción que le volviese loco.
Había leído en algún sitio que cuando alguien se suicida o se cae desde cierta altura, muere antes de impactar con el suelo. Se le para el corazón del susto o de la sensación que se produce en la caída libre mucho antes de dar con sus huesos en el asfalto. Si eso era cierto podía ser mucho mejor que le volasen la tapa de los sesos de un disparo. En todo caso, todavía no había llegado el momento de imitar a Superman. No se oía ruido ahí afuera, por lo tanto aún no se les habría ocurrido subir hasta el tejado, aunque no tardarían mucho. Había que agotar las opciones antes de realizar cualquier gilipollez de la que luego no pudiese arrepentirse.
¿Quién se lo iba a decir a él? Solo pretendía ganar un poco de dinero extra, redactando unos simples textos, que le permitiera poder escribir su novela sin tener que buscar un trabajo basura. Al final su vida sí que se había convertido en una novela, y sin necesidad de escribir una sola letra, una novela de ciencia ficción y de terror al mismo tiempo, y cómica, desde luego. Con ese pijama de Mickey Mouse que se había comprado en las rebajas. ¿A quién se le ocurre comprarse un pijama de Mickey Mouse? Claro que uno tampoco sabe que va a terminar luciéndolo encima del tejado de su edificio. Desde luego la situación era para partirse de risa. Cosa que no hubiese dudado en hacer si no fuese porque ahí fuera había unos tíos buscándole con no muy buenas intenciones.
Quizá podía bajar y entregarles la mochila con la filmación de Albert Toole, contarles todo lo que le había dicho y prometer que no iba a decir una sola palabra sobre aquello a nadie el resto de su vida… No, era una absoluta ingenuidad. Si se habían deshecho de Albert Toole sin el menor miramiento, no tendrían ningún problema en hacer lo propio con él. Cogerían la mochila, encantados, y después le arrojarían por el balcón. Eso si no le arrancaban antes las uñas de las manos una a una y le quitaban los dientes con unas tenazas, o le cortaban la lengua con una navaja. Albert Toole había dicho que aquellos tipos eran peores que los espías rusos. Él no tenía la menor idea de cómo se las gastaban los espías rusos ni los espías americanos, pero las películas desde luego no habían contribuido a darles muy buena fama. Y ya se sabe lo que dicen: la realidad supera la ficción…
Ramiro oyó algo al otro lado de la puerta. Pegó su oído: alguien estaba subiendo por las escaleras. ¡Dios! ¡Ya estaban allí! Se oyeron voces, hablaban en inglés. ¡Eran ellos! Tan solo tenía treinta y tres años e iba a morir como un perro encima de un tejado, asesinado por unos sicarios a los que no había visto en su vida, por culpa de aquel hijo de puta siniestro de Albert Toole. Tenía que pensar algo rápidamente. No había nada que pensar: aquello no tenía solución. Se acurrucó detrás de la chimenea y rezó para que a aquellos cabrones no les diese por tirar la puerta abajo.
Alguien golpeó la puerta y gritó algo que no entendió. Iban a entrar. ¡Joder, ahora sí que se había cagado encima!
4
Dicen que cagarse de miedo es un acto reflejo, parte de lo que nos queda de nuestro instinto animal; los animales se cagan cuando perciben peligro para aligerar peso en su huida. Ramiro también lo hizo y quizá esa suelta de lastre en forma de heces fue la que le hizo pensar con mayor claridad. De pronto tuvo una brillante idea, y no solo porque fuese la única que se le ocurrió, sino porque realmente era brillante.
No había otra solución que tirarse por el tejado, pero sin llegar a tirarse: ahí radicaba su genialidad. Es decir, fingirse un suicida encima del tejado. Si todo salía como Ramiro pensaba, la gente se arremolinaría al instante: otra cosa no, pero morbo era lo que sobraba en esta sociedad enferma. No tardarían en llamar a la policía y a los bomberos, que en poco tiempo acudirían en su rescate. Por lo menos eso es lo que él deseaba, desde luego; muchas más opciones no había. O eso o morir de verdad, vete tú a saber cómo.
Ramiro se acercó con cuidado (no fuera a ser que acabase por caer de verdad) a la repisa del tejado, mientras seguía oyendo golpes cada vez más bruscos al otro lado, y comenzó a exhalar gritos lo más fuerte que pudo con el objetivo de llamar la atención de los viandantes:
—¡Apártense de ahí, no quiero que nadie sufra ningún daño! ¡Voy a lanzarme al vacío, no lo aguanto más, esta vida es una auténtica mierda! ¡Y encima ella se ha ido con otro, con mi mejor amigo! —fue lo primero que se le ocurrió—. ¡Vamos, apártense, solo quiero quitarme la vida yo, ustedes sigan ahí tan tranquilos, con sus estúpidas caras de felicidad, ignorando la crueldad de la vida!…
Los planes de Ramiro salieron como él pensaba y a los pocos segundos tenía debajo casi un centenar de curiosos esperando la resolución de su fingido suicidio. Los golpes tras la puerta metálica eran cada vez más intensos. Empezó a preocuparse y no se cagó de nuevo porque ya lo había hecho y no tenía nada más en las tripas que soltar. Esos mamones iban a entrar en breve y no se veía que ninguno de aquellos hijos de puta morbosos tuviese un teléfono en la mano ni intenciones ningunas de llamar a la policía, los bomberos o alguien que acudiese en su rescate.
¿Pero qué coño pensaban hacer, esperar a que se tirase? ¿Eran unos cabrones psicópatas o qué coño les pasaba?
—¡Voy a tirarme, no traten de convencerme de que no lo haga! —gritó de nuevo.
—¡Pues tírate ya, payaso, no te jode! —se oyó desde abajo—. Aunque solo sea por hortera. ¡Mira que intentar suicidarse con un pijama de muñequitos! Seguro que no eres más que un puto loco con ganas de salir en la televisión. ¡Anda y que te follen, a los tipos como tú había que dejarles morir y no darles ni un segundo de gloria!
Y tú, pedazo de hijo de puta, te merecerías que te diesen una paliza por bocazas e insolidario, pensó Ramiro.
—¡Voy a tirarme a la de cinco! —volvió a insistir Ramiro—. ¡Vamos, apártense! Empiezo a contar y no quiero herir a nadie: Uno… Dos… Tres…
Se oyó un golpe estruendoso tras él y cómo la puerta cedía ante el empuje. ¡Joder, morir de un tiro en la cabeza debía ser muy doloroso! ¿Y si no moría en el acto? ¿Y si comenzaba a perder masa encefálica poco a poco aún en vida y era plenamente consciente de lo que le estaba pasando? Maldijo al hijo de puta de Albert Toole y decidió lanzarse al vacío antes de dejar que le acribillasen a balazos.
—… Cuatro y… —justo en el momento en que se disponía a saltar alguien le sujetó por las piernas.
—¡Nooo…! ¡Déjenme en paz, no me hagan nada! ¡Déjenme morir a mi manera! ¡Por favor, déjenme…!
—¡Ya le tengo! ¡Vamos, pásale la cuerda a la cintura, rápido! ¡Date prisa, va a hacer que nos caigamos todos! —le dijo un bombero a otro—. Y usted, tranquilo, buen hombre, no pasa nada, ya ha pasado todo, ahora tranquilo, está a salvo… Aquí huele fatal, Felipe. ¡No me jodas que te has tirado un pedo! ¡Eres un cerdo!
—Es el suicida, coño —se defendió Felipe de la acusación—. ¿No ves que se ha cagado encima?
—Claro que me he cagado, coño —dijo Ramiro—. ¡Cuánto han tardado ustedes, joder! Han estado a punto de hacer que me maten.