ALBERTO TOOLE SE DESPIDE
1
—Esto es lo que sucedió, señor Gutiérrez —dijo Albert dirigiéndose a Ramiro—. Lo demás ya lo conocen todos ustedes, es parte de nuestra historia reciente. Armstrong puso el pie en la Luna el 20 de julio de 1969 ante la mirada atónita de millones de espectadores de todo el mundo. En realidad, Armstrong nunca salió del plató de unos estudios de grabación en Florida. Toda una auténtica película de ciencia ficción hecha realidad. Jamás creí que lo pudiesen conseguir, jamás creí que fuese posible que el mundo entero se tragase semejante engaño. Pero lo hicieron, vaya que sí lo hicieron. El mayor fraude de nuestra historia. Sí, señor. Hubo fallos de rodaje, pero nadie se percató de ellos o no quisieron verlo. Todo el mundo estaba deslumbrado, admirado por la capacidad del ser humano. Neil Armstrong materializó los sueños de mucha gente y eso era más que suficiente para creer lo que estaba pasando allí arriba. Ahora hay algunas personas que han analizado las fotos y ponen en duda ciertos aspectos. Pero ¿quién les cree? Simplemente son locos o fantasiosos, o personas con ansias de notoriedad que crean absurdos interrogantes en Internet y en minoritarios programas televisivos. Pero nadie se pregunta por qué si fuimos capaces de subir a la Luna en 1969 no la hemos colonizado más de treinta años después. Apenas subimos un par de veces más, también montajes, por supuesto, créame. ¿No le parece a usted algo increíble? ¿No se ha parado a pensarlo? Si algo distingue a nuestra especie es la curiosidad, las ansias por removerlo todo, por no dejar nada en su sitio. Y sin embargo, no hemos querido regresar a un sitio que supuestamente conquistamos ya hace más de tres décadas: el espacio exterior.
Albert Toole fijó sus ojos en Ramiro. Este se levantó, cogió un paquete de tabaco que había encima de la mesa, encendió un pitillo y ofreció otro a Albert Toole, que rechazó.
2
—Bien —dijo Ramiro—, supongamos por un momento que creo toda esa historia de la Luna y su padre y todas esas conspiraciones políticas en contra de los rusos. La verdad que la historia no suena mal y he de decirle que me ha enganchado: como novelista usted no tendría precio. Pero todo esto qué tiene que ver con el hecho de que haya aparecido en mi casa, y con su suicidio. Porque no se olvide de la cuestión que nos tiene a los dos aquí reunidos: usted se presentó ayer en mi casa con el propósito de que yo le redactase una nota de suicidio por la que me iba a pagar una cantidad desproporcionada de dinero. De hecho, ya me ha dado un adelanto que yo pretendo devolverle. Así que le agradecería que se dejase de historias del abuelo al calor de la lumbre y fuésemos al grano o, más bien, le agradecería que cogiese su dinero y se largase con sus cuentos de montajes, de cohetes y de extraterrestres a otra parte y me dejase a mí tranquilo, que era como estaba antes de que a usted le diese por irrumpir en mi vida.
—Tiene que ver y mucho, claro que tiene que ver. Usted cree que yo soy un imbécil; claro que no, amigo, no soy ningún imbécil. Ellos me tenían pillado por las pelotas, pero yo no iba a dejar que manipulasen mi vida. Una vez que la CIA y el Gobierno entran en ella y la ponen patas arriba es difícil que vuelva a ser la misma. Aquello era un engaño en toda regla. Un engaño a nivel mundial en todas las dimensiones posibles: política, económica, social… No estamos hablando de timar a un tipo veinte dólares en cualquier esquina con el juego de los trileros, ni de sacar un conejo de una chistera para que todo el público aplauda. Estamos hablando de engañar al mundo entero y a los Gobiernos de todos los estados.
Tenía la impresión de que aquello no iba a acabar allí. La cosa no iba a ser tan fácil como realizar un trabajo, cobrarlo y «adiós muy buenas, llámeme para la próxima ocasión, hemos quedado muy contentos con los servicios prestados». Claro que no. Todos los que estábamos allí metidos teníamos mucha información, información que les podía hacer mucho daño. Sí, es posible que nadie nos fuese a creer. Pero, aun así, la CIA nos iba a vigilar muy de cerca. Un puñado de tipos sueltos por ahí contando la misma historia pueden levantar la liebre.
Tomé mis precauciones, por supuesto que tomé mis precauciones, ya le he dicho antes que no soy gilipollas. Grabé seis rollos de película en ocho milímetros donde se puede ver toda la farsa. Todo, desde el plató donde se montó la superficie lunar, hasta los astronautas disfrazándose con sus trajes y luego quitándoselos para ducharse después de las quince horas de rodaje. Todo, todo: trucos, cortes de plano, instrucciones del director, aplausos y felicitaciones del equipo después de que todo hubiese terminado. Una especie de making of, eso es lo que yo grabé en seis intensos rollos de diez minutos de duración cada uno: el making of del timo lunar. —Albert Toole revolvió en su maleta y sacó de entre la ropa unas cuantas latas metálicas—. Aquí los tiene. Écheles un vistazo, no le será difícil conseguir un proyector con el que poder hacerlo, yo conozco una tienda aquí cerca donde le pueden alquilar uno. Es posible que después de verlos se despejen todas sus dudas e incredulidades. Es una película muda, pero cuando vea las imágenes se dará cuenta de que no le hace falta ningún sonido. Las cintas hablan por sí solas.
—Le repito de nuevo que no se trata de su historia —dijo Ramiro—. Estoy dispuesto a creérmela a pies juntillas, aunque sinceramente me importa más bien poco si Armstrong puso el pie en la Luna o no ha salido de vacaciones en toda su vida. Creo que no ha entendido mi pregunta. ¿Qué cojones tiene que ver la puta historia de la Luna con el hecho de que usted se presente en mi casa y me ofrezca dinero por redactar una nota de suicidio? ¿Por qué quiere suicidarse? ¿Por qué me ha elegido a mí para redactar su nota final? ¿A qué viene toda esta historia?… No sé, amigo, si yo no me explico bien o usted no me entiende.
—Le entiendo perfectamente, pero es usted el que no se quiere enterar o es que es completamente estúpido…
—¡Oiga! —se ofendió Ramiro, pero Albert no le dejó terminar.
—Hace unos meses murió Richard Lasdun, el técnico de sonido, en circunstancias muy extrañas. Un año antes fue Anne Kidman, la directora de fotografía: se escurrió en la bañera mientras tomaba una ducha. Y le podría seguir citando un sinfín de casos; todos ellos participaron conmigo en el rodaje. La CIA se los está cargando uno a uno sin ningún miramiento. A mí han tardado en encontrarme, pero ya lo han hecho, me están pisando los talones, es cuestión de tiempo que me encuentren y acaben conmigo. No estoy dispuesto a morir en manos de la CIA. Todo el mundo habla de los métodos del espionaje ruso, de sus torturas, de las cárceles, de la crueldad de sus interrogatorios… Créame, los de la CIA son mucho peores, se lo puedo garantizar. Antes de que ellos acaben conmigo de un modo sanguinario e inhumano, prefiero quitarme la vida yo mismo. Además, hace un año que me diagnosticaron cáncer de páncreas terminal. Los médicos me dieron seis meses de vida como mucho, ya llevo el doble. Y aunque los médicos se han equivocado, lo lógico es que tarde o temprano el tiempo les dé la razón y acabe por palmarla retorcido de dolor en la cama de un hospital, solo. Hace ya mucho tiempo que no tengo a nadie: ni familia, que nunca la tuve, ni amigos. El Gobierno me condenó a una vida errante, ellos me lo quitaron todo, la posibilidad de ser feliz, de tener una familia, de entablar relaciones personales… Me he pasado toda mi vida huyendo.
Como ve, no tengo muchas opciones: la CIA o morir en un hospital como un perro. Pero lo que no estoy dispuesto a hacer es irme de este mundo sin joderles como ellos me han jodido a mí, sin que todo el mundo sepa la verdad. Por eso le he dado las películas a usted. Usted es redactor, ¿no? Ahí tiene las filmaciones, véalas, écheles un vistazo y opine usted mismo. Le dejo a usted encargado de contar mi historia, de sacarla a la luz pública. Le prometí tres mil euros y a usted le pareció una locura. Ahora ya habrá comprendido que no es nada para el trabajo que le encomiendo, solo quería probarlo, ver si estaba dispuesto a timar a un pobre hombre con ganas de quitarse la vida o, por el contrario, era un tipo honesto. Veo que es usted un tipo honesto. El precio por el encargo son sesenta mil euros, diez millones de sus antiguas pesetas. Más todo el dinero que usted puede obtener después por vender la historia. No creo que tenga muchas dificultades en vender una historia como esta a cualquier televisión o medio de comunicación. Esos rollos de cinta valen una fortuna. Probablemente diez veces más de lo que yo pienso pagarle…
Véalos y luego juzgue usted mismo mi historia. Saldrá de dudas, observará que todo lo que le he contado es la verdad.
—Le vuelvo a repetir —intervino Ramiro, después de unos segundos de duda—: aun suponiendo que todo lo que me ha contado hasta ahora sea cierto…
—Hasta la última palabra —le interrumpió Albert.
—Bueno, pues, aunque suponiendo, como decía, que hasta la última palabra de lo que me ha contado sea cierto, sigo sin entender por qué me ha elegido usted a mí para ser el albacea de su secreto y el encargado de hacerlo ver la luz. ¿No le habría sido mucho más sencillo venderlo usted mismo a la prensa?, ¿llevarlo a la redacción de cualquier periódico o cualquier televisión? Como usted dice, de ser cierta, es una historia muy jugosa, probablemente la historia más jugosa que jamás ha tenido un periódico o una televisión en sus manos. Cualquier televisión o cualquier periódico del mundo. ¿Por qué contársela a un tipo que no conoce de nada? A un redactorucho de tres al cuarto que ha colgado un cartel del balcón de su casa. No tiene ningún sentido, absolutamente ningún sentido.
—En primer lugar, como ya le he explicado, yo pienso quitarme la vida. Si no me matan ellos lo hará el cáncer. No pienso quedarme aquí para sufrir más de lo que ya lo he hecho. Por lo que no busco ninguna notoriedad ni dinero. Dinero tengo más del que pueda desear, se lo aseguro, y nunca he perseguido la notoriedad, más bien he huido de ella siempre que he podido, imagínese ahora que pienso dejar este mundo de una vez…
—Pero eso sigue sin explicar absolutamente nada. ¿Por qué me eligió a mí? Aún más, ¿por qué eligió a nadie? Por mucho que usted no busque la fama o el dinero, si lo que quiere es venganza o simplemente destapar el fraude que realizó su Gobierno, en definitiva, como usted mismo ha dicho, joderles, si eso es lo que pretende, ¿por qué no ha enviado ese material a cualquier medio de comunicación y luego se ha pegado un tiro o se ha colgado de una soga, o se ha suicidado por el mecanismo que usted vaya a llevar a cabo su muerte? El engaño se habría hecho público y usted habría desaparecido de este mundo sin notoriedad ninguna y todos tan contentos. No entiendo qué pinto yo en todo este ajo de conspiraciones, chantajes y suicidios…
—A usted hay que dárselo todo mascadito. Sinceramente, cada vez estoy más contento de haberle elegido a usted. Fue algo casual, pero cada vez tengo más claro que el destino me puso en las manos del hombre apropiado, alguien completamente estúpido y sin ninguna malicia…
—¡No estoy dispuesto a tolerar…!
—Está bien, está bien, perdone por lo de estúpido y déjeme continuar, no es momento para susceptibilidades. Aunque no lo crea, no tengo todo el tiempo del mundo. Me estaba preguntando que por qué le elegí a usted como albacea y responsable de sacar a la luz pública mi secreto, cuando yo mismo podía haberlo puesto en manos de la prensa y luego haberme suicidado.
Muy sencillo, señor mío. Hay varios motivos, que esperaba que a estas alturas usted ya hubiese intuido. En primer lugar, Albert Toole no existe. Es decir, Albert Toole Jr. existió. Esa fue mi identidad hasta que ellos la borraron por completo. Ahora soy un hombre sin identidad, carezco de ella. No encontrará un solo documento donde aparezca el nombre de Albert Toole, y menos aún donde figure que alguna vez Albert Toole trabajó como montador en ningún estudio audiovisual…
—¡Oh, vamos, hombre! ¡No me venga con esas ahora! ¿Me está diciendo usted en serio que no ha enviado estas latas porque carece de remite con el que poder hacerlo? ¡No me joda, hombre! ¿Me toma por gilipollas? Estamos hablando del mayor fraude de la historia. ¿Cree de verdad que a los tíos de la tele les va a preocupar un carajo quién coño haya mandado las películas? ¿Pero qué excusa es esa?
—En segundo lugar —continuó Albert sin inmutarse ante las palabras de Ramiro—, ya le he dicho que ellos me vigilan muy de cerca. Estoy seguro de que saben que tengo un as bajo la manga. Ellos intuyen que puedo destaparlo todo y por eso quieren liquidarme. No es seguro que yo mande las películas: me arriesgaría a que fuesen interceptadas antes de llegar a su destino. Precisamente ese es uno de los motivos de que aún no me hayan matado. Antes quieren saber qué es lo que yo tengo…
—Mire —volvió a interrumpirle Ramiro—, esto ha sido muy divertido, se lo aseguro. He pasado un rato muy agradable con usted y me ha fascinado su historia, se lo digo en serio. Pero creo que usted está completamente loco y yo tengo una novela a medio escribir que me está esperando; lo que puedo hacer, si le parece a usted bien, es incluirle en uno de los capítulos de mi novela, ya buscaré el modo de hacerlo, no se preocupe. Además, prometo incluirle dentro de uno de los capítulos principales. Contaré todo, lo de su padre, lo de la Luna, todo, se lo prometo. Pero ahora, se lo digo en serio, haga el favor de coger su dinero y sus cintas y largarse de aquí para siempre. Creo que no tendrá ningún problema en encontrar otra persona que esté dispuesta a aceptar su encargo. Hay cientos, miles de redactores que estarían encantados de hacerlo. Pero yo no soy su hombre.
—Si se calla un momento me largaré, podré acabar mi historia y me largaré de una vez. Usted podrá ver tranquilo lo que contienen esos seis rollos y hacer lo que más le convenga. Pero ya que me ha escuchado hasta ahora, tenga un poco de paciencia, ya estamos llegando al final. Una vez que termine me despediré para siempre y dejaré de molestarle.
Le diré de todos modos que, si finalmente decide aceptar mi encargo (estoy seguro de que en cuanto vea el contenido no va a tener ningún problema en hacerlo), le dejo aquí esta llave —Albert sacó del bolsillo de su gabán una llave que dejó encima de la mesa, junto con un papel—. En el papel hay apuntada una dirección. Es la dirección de un piso que tengo alquilado en Arturo Soria, al que nunca voy por precaución. Como le digo, si decide aceptar mi encargo, en un doble fondo de uno de los armarios del dormitorio, encontrará usted un maletín con los sesenta mil euros que le he prometido.
Y ahora, sigamos, espero que sin más interrupciones por su parte. Me había preguntado por qué no había entregado yo mismo las películas a cualquier cadena de televisión. Ya le he dicho que en primer lugar carezco de identidad y que tengo serias y fundadas dudas de que esas cintas acaben por llegar a su destino. Pero esos no son los únicos motivos, ni siquiera los más importantes. El motivo principal para no haber actuado de ese modo que usted me sugiere es…
—¡Bang!
3
Albert Toole cayó fulminado al suelo por un certero disparo en la cabeza, que impactó primero en una de las ventanas del salón. La primera reacción de Ramiro fue tirarse cuerpo a tierra, por si había un segundo disparo. Se quedó así unos segundos, quieto, inmóvil, mirando el cuerpo de Albert, desparramado en su salón, bajo el que comenzaba a formarse un gran charco de sangre. Ramiro también estaba sangrando; tuvo un instante de confusión. ¿Cuántos disparos habían sido? ¿Uno, dos? ¿También a él le había alcanzado una bala? Al poco comprendió que la sangre que le brotaba en pequeñas cantidades de la cara y los brazos era producto de minúsculos cortes causados por la rotura del ventanal al paso de la bala. Pero no solo comprendió eso, sino que también comprendió que la historia de Albert Toole era completamente cierta y que en ese momento alguien estaría a punto de aparecer por la puerta con no muy buenas intenciones. Miró a Albert Toole tumbado en el suelo, al igual que él, pero con la diferencia de que ya no iba a levantarse. ¡Maldito hijo de puta! ¡En qué mala hora se le habría ocurrido aparecer en su casa! ¡En qué mala hora se le ocurrió poner un cartel colgado de su balcón ofreciéndose como redactor! No era momento de lamentaciones, tenía que salir de allí a toda hostia si no quería acabar como Albert Toole, con un disparo entre ceja y ceja.