ALBERT TOOLE CUENTA SU HISTORIA
1
Ramiro abrió la puerta. Albert Toole entró directamente sin pronunciar una sola palabra. —Puede pasar— dijo Ramiro con fina ironía, cerrando la puerta detrás de Albert.
—Déjese de estupideces —contestó Albert—. He venido hasta aquí para hablar con usted y no pretenderá que hablemos un tema como este en el rellano.
—Por supuesto que no, pero un «hola, qué tal, buenos días», o algo parecido, tampoco estaría mal por su parte. Después de todo nos hemos visto tres veces en menos de un día, ya casi se puede decir que empezamos a ser amigos.
—Muy bien, ¡hola! ¿Qué tal? Buenos días. ¿Le gusta más así?
—Mucho mejor, dónde va a parar —Ramiro siguió dando muestras de su ironía.
—Pues bien, ahora que ya hemos cumplido con su estúpido protocolo, pasemos al salón y zanjemos este tema cuanto antes. No tengo mucho tiempo que perder. Creí que iba a disponer de más tiempo. Pero ellos se me han adelantado, me han encontrado antes de lo que pensaba y no creo que tarden mucho en acabar conmigo.
—¿Ellos? ¿Se le han adelantado? ¿Pero de qué coño habla? No me diga que los extraterrestres por fin han colonizado la Tierra y quieren apoderarse de su cuerpo y abducirle en una de sus naves. Sin duda usted está peor de lo que yo imaginaba.
—¡Haga el favor de dejar de decir gilipolleces y escúcheme! El tema que tenemos entre manos es muy serio como para andar bromeando.
—¿El tema que tenemos entre manos? Que yo sepa usted y yo no tenemos ningún tema entre manos, exceptuando un sobre que se ha empeñado en darme y que yo no estoy dispuesto a aceptar. De hecho, si le he llamado no es para otra cosa que para devolvérselo y que así podamos dejar de tener temas entre manos.
Ramiro retiró unas cuantas revistas y libros esparcidos al azar en un sillón y le ofreció asiento a Albert Toole. Este se sentó sin quitarse el abrigo ni la bufanda (que dicho sea de paso tampoco es que sobrase) y sin reclinarse en el respaldo. Se le veía nervioso; miraba a un lado y a otro de la casa.
—Mire —continuó Ramiro—, no tengo ni la menor idea de sus razones para quitarse la vida y, si le soy sincero, le diré que me importan una mierda. Le había hecho venir hasta aquí con el firme propósito de convencerle para que no llevase a cabo esa decisión, pero en este momento lo cierto es que me da exactamente igual lo que usted haga con su vida. Al fin y al cabo yo no tengo ninguna relación con usted: no soy pariente suyo, ni amigo, ni siquiera un mero conocido al que le das los buenos días en el ascensor. Nada, no soy absolutamente nada suyo. Así que haga usted lo que le venga en gana, pero le pido por favor que no me mezcle en sus asuntos y me deje en paz de una vez. Aquí tiene su sobre con el dinero —extendió el sobre hacia Albert—. Cuéntelo, está todo. Y si me permite que le diga otra cosa, le diré que está usted completamente loco. Loco de remate. Y ahora, si quiere, le puedo ofrecer un café, acabo de poner la cafetera en el fuego y ya estará listo.
—Pues mire, ahora que lo dice —dijo Albert alargando la mano y recogiendo el sobre que Ramiro le había puesto a menos de veinte centímetros—, me apetece ese café, y mientras me lo tomo va usted a escucharme solo unos minutos si es tan amable. Después, una vez conozca mi historia, y con todos los elementos de juicio, admitiré su negativa por respuesta, y le prometo que si sigue siendo firme no volveré a molestarle nunca más.
El tono de Albert Toole era mucho más amable que el que había utilizado en sus anteriores visitas; no tan amable como para poder calificarlo de cordial: seguía conservando su dureza y esa franqueza acompañada de numerosas pausas que lo hacían, si cabe, más solemne. Pero había rebajado su grosería y se podría considerar como aceptablemente respetuoso.
—Está bien —contestó Ramiro—. Me tomaré ese café con usted. El último café. Y no me entienda mal, no trato de hacer un chiste macabro. Simplemente me refiero a que será el último y el primer café que usted y yo tomemos juntos. Independientemente de si decide seguir en este mundo o decide abandonarlo. En todo caso, haga lo que haga, se tendrá usted que tomar los cafés solo o en compañía de otra persona, porque, créame, yo ya he tenido bastante.
Sus últimas palabras ya las pronunció camino de la cocina. El café ya estaba listo. Ramiro sacó dos tazas del armario con el anagrama de la cerveza Guiness, un recuerdo de cuando viajó a Irlanda para visitar los sitios que Joyce recorrió para escribir el Ulises y Dublineses (era un auténtico fanático de la literatura de James Joyce), y las colocó encima de una bandeja junto con el café, el azucarero y un tarro con leche, que no era más que una jarra de plástico que había comprado en la tienda de chinos de la esquina, y que en ocasiones hacía las veces de jarra de agua y en ocasiones de calientaleches. Apareció de nuevo en el salón y posó la bandeja encima de la mesa. Realmente la escena tenía un cierto aire cómico: Albert Toole, serio y elegantemente vestido, como si de un empresario o un importante hombre de negocios se tratase, y Ramiro con su pijama del Pato Donald y Mickey Mouse. Desde luego era bastante ridículo.
—Sírvase usted mismo y empiece cuanto antes con su historia. Cuanto antes terminemos con esto, mejor para los dos. Usted podrá volver a sus cosas, planear su suicidio, por ejemplo, si es que no lo ha hecho ya, y yo a las mías.
Ramiro se sirvió un café solo con una cucharada de azúcar. Le gustaba fuerte, o mejor dicho, creía que era propio de los escritores tomar el café fuerte, porque la verdad es que a él el café, además de no gustarle, le producía dolor de estómago. Y Albert llenó media taza de café y otra media de leche y le puso cuatro cucharadas de azúcar.
—Tenga seguro que si no se mata usted antes, lo hará una diabetes —bromeó Ramiro, que no había visto nunca a nadie abusar tanto del azúcar.
Removió lentamente con la cuchara ante la mirada atenta de Ramiro, que se estaba empezando a poner nervioso con tanta parsimonia. Por fin, comenzó a hablar.
2
—Mi nombre es Albert Toole, como ya habrá deducido por el sobre que le entregué con el dinero y que ahora usted rechaza de manera precipitada —dijo señalando el frontal del sobre donde estaba escrito su nombre a mano—. Para ser más exactos, le diré que mi nombre es Albert Toole Jr., ya que mi padre se llamaba también Albert Toole. En España, aunque padre e hijo se llamen del mismo modo, costumbre que siempre me ha parecido horrorosa, no se hace ninguna diferencia, pero en Estados Unidos sí suele hacerse. Así sucede que con más de sesenta años uno sigue siendo junior.
Nací en Nueva York, en el barrio de Brooklyn, no sé si lo habrá notado en mi acento. Ya llevo muchos años viviendo en este país y aunque hablo el idioma perfectamente, y apenas lo conservo, todavía tengo un cierto deje: es así como lo llaman ustedes, ¿verdad?
Nací en Estados Unidos, pero tampoco puede decirse que sea totalmente americano, ni que este país, me refiero a España, me sea del todo ajeno, y no solo por los años de estancia en él. Mi madre era española de nacimiento… De oficio prostituta, puta, si lo prefiere —Ramiro puso cara de sorpresa, pero no dijo una sola palabra y siguió escuchando atentamente—. El oficio de mi padre no se lo puedo decir, no porque no lo sepa, sino porque no tenía ninguno, a no ser que se considere un oficio el de alcohólico, proxeneta o delincuente. Porque eso era lo único que hacía: beber hasta caer completamente borracho y chulearle todo el dinero a mi madre. Hasta que ella un día se hartó y nos abandonó para siempre, cosa que no le reprocho. Mi padre siguió bebiendo aún más si cabe y chuleando a otras putas del barrio. En fin, tampoco tiene mucho más sentido alargar este episodio, creo que ya sabe a qué me refiero. A fin de cuentas no deja de ser la típica historia de cualquier chaval marginado en cualquier barrio pobre de cualquier ciudad. Supongo que sabe de qué le hablo y si no, puede imaginárselo a poco que haga un esfuerzo…
Aun así conseguí salir de allí. Conseguí salir de Brooklyn y conseguí salir de esa vida de miseria y abandono que mi destino me había marcado. Al menos eso era lo que yo creía. Pero por mucho que uno huya, el destino corre más rápido que tú y tarde o temprano acaba por alcanzarte.
Dejé mi casa y a mi padre una mañana calurosa de verano, el día 17 de agosto de 1960. Era mi cumpleaños. Como supongo que ya habrá deducido, no me esperaba ningún regalo al despertarme ni ninguna tarta con velas encima para soplar todos juntos cantando el happy birthday. Así que decidí yo mismo hacerme un regalo: largarme de allí para siempre. Le he dicho antes que dejé a mi padre: es simplemente un modo de hablar. En realidad, llevaba más de cinco días sin verle, y tampoco creo que le importase mucho mi ausencia cuando regresase, si es que lo hizo. Ni siquiera creo que reparase en ella hasta pasado un tiempo, probablemente meses, cuando no tuviese un dólar con el que comprar una botella de whisky o vodka y rebuscase en mi cartera para robarme algo de dinero.
Conseguí un trabajo basura en un restaurante de comida rápida y con eso me pagué una buhardilla, en un barrio aún peor que el mío, que compartía con otro chico al que no veía mucho, ya que trabajaba de vigilante nocturno en unos grandes almacenes. En realidad era como vivir solo. Desde luego no se puede decir que aquello fuese un lujo, pero le puedo asegurar que era mucho mejor que lo que tenía. Por fin empezaba a disfrutar de mi juventud. Hice algunos amigos. Me gustaba la música, tocaba la guitarra, no se me daba mal del todo, y formamos un grupo entre unos cuantos. Dábamos algunos conciertos en pequeños clubs de la ciudad. Ganábamos algo de dinero, no mucho. La mayoría nos lo gastábamos en cerveza y en algo de marihuana. En realidad, todo era bastante sano y nunca se nos iba de las manos; éramos buena gente. Incluso una casa discográfica se interesó por nosotros y estuvimos a punto de grabar un disco, de verdad. Fueron buenos años, los mejores años de mi vida, probablemente. A veces, cuando echo la vista atrás, creo que solo entonces se puede decir que fuera verdaderamente feliz. Después ha habido otros momentos concretos, pero feliz… Creo que nunca lo he sido, solo entonces.
Conocí una chica, salimos juntos un tiempo y hacíamos el amor (hasta ese momento yo creía que para hacer el amor había que pagar). Íbamos a conciertos, al teatro, al cine, andábamos por ahí, no sé, lo que hace cualquier adolescente… En fin, aquello se acabó, la gente empezó a hacer sus cosas y dejamos el grupo. El trabajo, las mujeres, los estudios, todas esas cosas que suelen separar a las personas. Nos empezamos a hacer mayores. Se acabó el grupo y se acabó la chica. Las dos cosas me dolieron, supongo que lo de la chica mucho más.
Yo también tenía que hacer algo, buscarme alguna cosa. No podía pensar en trabajar toda la vida en un restaurante de comida rápida. Aquello estaba muy bien para una temporada, pero desde luego no era un futuro, al menos no era un futuro digno. Y si algo tenía claro es que no quería acabar como mi padre. Tenía ahorrado un dinerillo, poco, pero lo suficiente para pagarme los estudios en una academia de cine. El cine me interesaba mucho, era la nueva manifestación artística, pensaba que iba a revolucionar el futuro del arte. Aún me lo parece.
Trabajaba y estudiaba. Me encantaba lo que aprendía allí, para mí no resultaba ningún esfuerzo compatibilizar ambas cosas. Deseaba salir del trabajo para ponerme a estudiar o asistir a clase. Llegaba rendido, pero no me importaba, dormía a ratos, cuando podía. Aquello se me daba bien, estaba convencido de que quería trabajar en ello, de lo que fuese: cámara, realizador, director, guionista…, aunque fuese llevando cables. Había descubierto mi verdadera vocación.
Terminé el curso y en poco tiempo encontré trabajo como montador en una televisión local. Era bueno, muy bueno, créame. Y además tenía ganas. La televisión empezaba a desarrollarse, era algo desconocido para todos nosotros. Todos éramos gente joven y con muchas ganas. Si eras bueno era fácil abrirse camino, y yo lo era. En poco tiempo pasé a trabajar para una televisión estatal y luego para una nacional. Con apenas veinticuatro años era uno de los mejores montadores. El montaje era todo un arte, no como ahora con los formatos digitales. Ahora cualquiera puede dedicarse a ello. En aquellos tiempos era completamente manual, se montaba en moviolas, cortando y pegando fotogramas con precisión de relojero. Era un auténtico lujo para el equipo contar con un montador que supiese lo que hacía, y yo estaba bastante considerado en el mundillo; gozaba de cierta fama y, por supuesto, ganaba dinero. No gran cosa, tampoco se vaya usted a creer, pero desde luego mucho más del que nunca hubiese imaginado que podría ganar cuando vivía en Brooklyn. Esos tiempos habían quedado atrás, ahora vivía en pleno corazón de Manhattan. Ya ni siquiera me acordaba del barrio, de mi padre, de todas las prostitutas desfilando por casa y de las botellas de whisky barato debajo de la cama. Excepto en momentos concretos. En realidad no había pasado mucho tiempo, poco más de siete años, pero olvidarlo fue fácil. Me fue fácil adaptarme a mi nueva vida. De hecho nunca hablaba con nadie de mi pasado. Si alguien me preguntaba o inevitablemente surgía en alguna conversación, me inventaba que era huérfano, que mis padres habían muerto en un accidente de tráfico cuando yo era pequeño y que me crie con una tía soltera que murió de cáncer cuando yo tenía diecinueve años. No me sentía mal, ni mucho menos. Tampoco consideraba que aquello fuese una mentira. Mi madre desapareció cuando yo era un niño. No se podía decir que hubiese tenido nunca un padre de verdad. Creo que entre eso y que tus padres hayan muerto sin que tú apenas te acuerdes de ellos, no hay mucha diferencia. Lo de la tía, claro que era mentira, pero qué iba a decir.
Las cosas funcionaban bien: un buen trabajo, un buen sueldo, un bonito apartamento en el que de vez en cuando dormía alguna mujer… Desde luego no podía quejarme. Y no lo hacía. Pero todo empezó a torcerse a finales del invierno de 1969.
El 3 de febrero de 1969 fue un día horrible, lluvioso como pocos. En Nueva York la lluvia puede resultar bastante incómoda, más que en cualquier otro lugar. Llegué a casa empapado después del trabajo. No había podido conseguir un taxi a la salida del estudio y tuve que cruzar siete manzanas a pie hasta mi casa. Pero no me importaba. Charline me esperaba en casa con la cena preparada. Llevaba con ella un mes; no estaba enamorado, pero sí me sentía bastante atraído. Un mes era mucho más de lo que había durado con cualquier otra. Además tenía un culo de escándalo y follaba como Dios, si es que Dios ha follado alguna vez. Aquello sí que era follar.
Me desnudé en la entrada para no poner todo perdido de agua; pensaba saludar a Charline e irme directo a la ducha. Pero allí estaba ella, con esos pantaloncitos cortos y ese culito del que antes le he hablado, adivinándose tras ellos. La cogí y empecé a hacerle el amor allí mismo, en el suelo del salón.
(A estas alturas, Ramiro estaba completamente metido en la historia de Albert Toole y sufrió una erección imaginando el culo de Charline, a la que supuso parecida a Angelina Jolie, alguien con quien se pajeaba en cuanto salía en la pantalla, fuese o no la película erótica).
Cuando tenía mi cabeza metida entre sus muslos —continuó Albert Toole—, sonó el teléfono. Sobra decir que ni me molesté en cogerlo. Pero después de cinco tonos saltó el contestador: «Este es un mensaje del Gobierno para Albert Toole relacionado con su padre; póngase en contacto con nosotros en cuanto oiga el mensaje en este número de teléfono (Albert se ahorró el número), a cualquier hora del día, es muy importante».
3
—A Charline le dije que aquello debía de ser un error. Ella, al igual que el resto de mis amistades y conocidos, pensaba que mis padres habían muerto en un accidente de tráfico. Yo, evidentemente, sabía que no era un error y tenía una mala corazonada. Sentía que mi pasado retornaba al presente y no para traer nada bueno, un fastidioso pasado del que parecía que no podría escapar nunca.
Charline insistió para que llamase y aclarase la confusión, pero le dije que no se preocupase, que ya lo haría más tarde: teníamos cosas más importantes que hacer en ese momento. Le hice el amor de nuevo. Por supuesto, me apetecía follar con ella a todas horas, ¿a quién no le iba a apetecer con una mujer como ella? Pero también lo hice para distraer su atención y que se olvidara de aquella llamada. Después de terminar, nos quedamos tumbados en la cama y ella se quedó dormida entre mis brazos, contándome no sé qué cosa que le había sucedido ese día al coger el autobús con una señora que quería entrar en él con un loro; en Nueva York hay gente muy rara. Me levanté con sumo cuidado para no despertarla y me llevé el teléfono a la cocina. Cerré la puerta y marqué el número.
—¿Sí? —contestaron al otro lado de la línea.
—Soy Albert Toole; me han llamado hace un rato por un asunto relacionado con mi padre, me gustaría saber de qué se trata.
—Muchas gracias por atender nuestra llamada, señor Toole. Efectivamente, su padre está en un verdadero aprieto y solo usted puede sacarle de él. Pero es un asunto bastante peliagudo como para tratarlo por teléfono, ya me comprende. Le agradecería que si tuviese a mano papel y lápiz tomase nota de esta dirección para concertar una cita con nosotros, allí le aclararemos todos los detalles. —¿Pero no puede adelantarme algo?
—De verdad que no, señor Toole. Entiéndalo, hay temas que son difíciles de tratar por teléfono y este es uno de ellos. Tome nota si es tan amable —me facilitó una dirección—. Si le parece bien podríamos vernos mañana sobre las cinco de la tarde. ¿Le va bien?
—Sí, me va bien. ¿Por quién debo preguntar?
—No se preocupe. Simplemente dé su nombre en la entrada, enseguida acudirá alguien que se encargará de atenderle.
—De acuerdo, mañana a las cinco estaré allí.
—Gracias de nuevo, señor Toole.
Colgué el teléfono y volví con él al dormitorio. Charline todavía seguía durmiendo. Me tumbé a su lado y encendí la televisión con el volumen apagado para no despertarla, y también porque me divertía imaginar lo que decían los personajes que aparecían en la pantalla. Lo hacía también cuando estaba solo. Pero ese día no estaba muy imaginativo, que se diga. No dejaba de pensar en mi padre y en la cita del día siguiente. ¿Qué pasaría con aquel cabrón? ¡Y por qué coño había de mezclarme en sus putos asuntos! ¡Joder, a veces había pensado que a estas alturas ya habría muerto en cualquier calle, fruto de una intoxicación etílica! Desgraciadamente eso sería años más tarde. Me había marchado de Brooklyn con la firme decisión de perderle de vista para siempre, pero parecía que no iba a ser posible.
Al cabo de una hora de darle vueltas a la cabeza, me quedé dormido, rendido por mis pensamientos, que no me aventuraban nada bueno. A las tres de la madrugada noté cómo una mano se deslizaba por mi entrepierna hasta llegar a mi pene…
(Ramiro no acababa de entender tanto erotismo en aquella historia. Él apenas había echado tres polvos en su vida y aquel tipo ya llevaba los mismos en tan solo diez minutos de narración. Se estaba poniendo verdaderamente cachondo con la tal Charline, a la que ni siquiera conocía de nada, pero que debía de ser una auténtica leona. Estuvo tentado de decirle a Albert que esperase un poco para continuar con su historia, pues tenía que acudir al baño a cagar y hacerse una paja rápida. Ramiro era un pajillero insaciable. No lo hizo y le dejó proseguir sin ninguna interrupción).
—… Era Charline con ganas de hacer de nuevo el amor. Fue uno de los mejores polvos de mi vida, todavía me acuerdo de él treinta y cuatro años después. Caímos exhaustos y nos volvimos a quedar dormidos hasta que sonó el despertador para ir a trabajar.
Al día siguiente, en el trabajo casi no rendí, estuve todo el tiempo pensando en la cita que me esperaba por la tarde. Era como si un fantasma hubiese aparecido en mi vida y arrastrase de su tobillo una gran cadena de mierda que iba a acabar desplomándose sobre mi cabeza en cualquier instante.
Me citaron en un elegante edificio ministerial. Di mi nombre a la chica de recepción y me invitó amablemente a esperar en uno de los sillones de cuero que había en el hall. Descolgó un teléfono.
—Albert Toole está aquí —advirtió.
—Enseguida le atienden —dijo volviéndose a mí.
—Gracias.
—Verdaderamente estaba nervioso, deseoso por saber de qué iba todo aquello. Cogí una revista apoyada en una mesa de cristal y pasé las hojas una tras otra sin prestar mucha atención a lo que veía. A los pocos minutos apareció un hombre de unos cuarenta y cinco años, vestido con un traje oscuro impoluto, que se presentó como Henry Braxton y me invitó a que le acompañase a su despacho. Subimos hasta la segunda planta sin mediar palabra y entramos en una sala al final del pasillo en la que esperaban dos tipos más, sentados en una mesa redonda.
—Tome asiento si es tan amable —me indicó Henry Braxton.