EL TIMBRE SUENA DE NUEVO

1

La realidad es que, por mucho que le pesase a Ramiro, nunca llegaría a ser escritor. Carecía del talento necesario para ello, más allá de que tuviese o no una historia que contar, que, dicho sea de paso, tampoco la tenía, si dejamos a un lado esa estúpida historia de que Dios era un esquizofrénico y que el resto de los mortales solo éramos producto de su imaginación.

¿Por qué entonces Ramiro se había empeñado en ser escritor? La respuesta es tan sencilla como increíble. Ramiro ganó con quince años un concurso de poesía organizado en su instituto, simple y llanamente. El jurado, compuesto por el claustro de literatura en pleno, entre los que se encontraba la implacable profesora Rita, no fue consciente en ese momento de que habían creado un monstruo, o un idealista, que viene a ser lo mismo. Sobre todo por la interpretación que Ramiro había de dar a ese premio. En él se basaron todas sus esperanzas de futuro. Todas sus esperanzas de hacer algo grande en este mundo y de dejar su imborrable huella para la posteridad.

Lo que Ramiro nunca supo es que al concurso de literatura solo se presentaron tres alumnos, con tres nefastos poemas, que a la postre fueron los tres poemas ganadores. Tan nefastos eran los poemas que el jurado lo tuvo bastante complicado para elegir uno de ellos como primer premio, uno como segundo y otro como tercero en discordia. Finalmente, decidieron resolver el fallo mediante un sorteo, en el que Ramiro resultó ser el ilustre vencedor y, por lo tanto, el merecedor de la placa conmemorativa, el lote de libros y lo más importante: el prestigio del concurso.

Paradójicamente, la suerte que acompañó a Ramiro en el sorteo debía convertirse finalmente, y sin que ninguno de los encargados de sacar los papelitos con los nombres de los participantes dentro de una bolsa lo supiesen, en mala suerte a la hora de marcar los designios de su vida.

Cuando Ramiro cumplió trece años y recibió como regalo de su tía Ángela un recopilatorio con los mejores poemas de Walt Whitman, comenzó a tener clara su vocación literaria. Con toda seguridad se convertiría en un trovador moderno que le cantaría a los infortunios, al igual que Whitman. Pero fue ese premio el que le proporcionó el espaldarazo definitivo. El que le convenció de la calidad que tenía su pluma. Una calidad que él siempre había intuido, pero que nunca había sido confirmada hasta ese momento.

2

Se despertó en el sillón a las cuatro de la madrugada con un dolor de cuello terrible. Los espantosos simios, vestidos de guerreros del ejército de Atila, y el señor Heston, ya no estaban. Ahora había una señora de mediana edad de muy buen ver, con unas mallas deportivas azul cobalto que se le introducían en los carrillos del culo, encima de una bicicleta, realizando movimientos aeróbicos e ilustrando al espectador sobre las maravillas que suponía contar con esa bicicleta en casa y mostrando el buen tipo que se le había quedado a ella gracias al ejercicio realizado encima del aparato. Tan solo media hora al día le había bastado para «tener unos glúteos firmes y bien formados».

Gracias o no a la bicicleta, la señora tenía unos glúteos más que firmes y bien formados. Y no solo los glúteos los tenía en su sitio, también el resto de su anatomía. No había más que fijarse en sus pechos turgentes que se movían al ritmo del pedaleo. Ramiro, recién despierto y con la imagen de aquella rubia cuarentona en el televisor, tuvo una erección más que considerable que sintió la necesidad de aplacar. Así que bajó el pantalón de su pijama y dejó al descubierto su pene, tieso como un palo de billar, que meneó una y otra vez abajo y arriba mientras observaba el culo de aquella rubia pedaleando.

El anuncio de la bicicleta terminó, para desgracia de Ramiro, que no había culminado todavía el onanismo, y la teletienda dio paso a otro anuncio en el que se publicitaba «una máquina para eliminar el vello de los sitios más difíciles: cuello, cejas, nariz, comisuras de los labios…». A Ramiro no le quedó más remedio que eyacular frente a la imagen de un tipo musculoso y rudo que se pasaba la maquinilla por el interior de su nariz «para eliminar los pelitos que a todos nos asoman y nos afean».

Después de limpiar las gotitas de semen de su pene con la servilleta que había encima de la mesa, que era la misma que había utilizado para cenar, y recoger del suelo con una fregona el groso de la eyaculación, decidió que ya había dormido suficiente y que era un buen momento para empezar con la historia de Dionisio, su dios esquizofrénico. Encendió el ordenador y se puso manos a la obra. Comenzó relatando los orígenes de la civilización de Dionisio y el porqué de su inmortalidad. Eso no quedó muy claro e hizo una nota en la que indicaba la necesidad de repasar y dar mayor contenido a ciertos párrafos.

Había leído en alguna parte que la mayoría de escritores no escriben las novelas de principio a fin, tal y como las leen los lectores, sino saltando de un capítulo a otro según la inspiración del momento para narrar una u otra cosa. Así que decidió que no era ningún problema aparcar por un momento el tema de la inmortalidad y describir la gran guerra en que los hombres víctimas de la Ira se destrozan los unos a los otros. Esta parte le ocupó tres capítulos, veinte hojas y cinco horas de trabajo intenso, además de medio paquete de cigarrillos. Hizo un descanso para poner la cafetera y volvió al ordenador con un café bien cargado para releer lo escrito. Corrigió unas cuantas faltas de ortografía, cambió el orden de algunos párrafos y sustituyó algunas palabras y estructuras por sinónimos más convenientes según su criterio. Con esto dio por bueno un trabajo que a cualquiera le hubiese parecido una auténtica basura literaria.

3

A pesar del café, el sueño le podía. Estaba orgulloso del trabajo realizado, así que no vio ningún inconveniente en echarse una cabezadita y volver a trabajar a media mañana o después de comer. Guardó los archivos bajo el título provisional de Dionisio, apagó el ordenador y se dispuso a recuperar el sillón cuando sonó el timbre.

¿Quién coño sería a esas horas de la mañana? Se hizo el remolón antes de abrir, en espera de que, fuese quien fuese, se hubiese equivocado, o de que simplemente fuera un mendigo vendiendo La Farola (los indigentes del barrio habían pasado de abordar a la gente por la calle a subir a sus casas) que desistiera al ver que no obtenía respuesta. El timbre volvió a sonar por segunda vez: aguantó con estoicismo, sentado frente al ordenador sin moverse. Nuevamente sonó una tercera. No tuvo más remedio que dirigirse a la puerta y abrir.

¡Joder! Se llevó un susto de muerte. Era el suicida del día anterior, o el bromista, o el loco, o lo que cojones fuese, embutido en el mismo gabán y con una bufanda negra.