RAMIRO MEDITA SOBRE LO SUCEDIDO
1
Ramiro se quedó recostado analizando el estrambótico encargo que acababan de proponerle. Sin duda alguna aquel hombre estaba completamente loco. ¿A quién podía ocurrírsele la idea de encargar a un redactor su nota de suicidio? Uno se suicida sin más, y escribe una nota o no, según le dicte su conciencia, pero no va por ahí pidiéndole a nadie que se la escriba. A fin de cuentas qué importancia puede tener la redacción de un texto de ese tipo comparado con el acto en sí de suicidarse. Nadie, después de ver el muerto y encontrar la nota, va a reparar en si tiene o no faltas de ortografía.
Valoró la posibilidad de que simplemente fuese una tomadura de pelo de algún amigo. Posibilidad que desechó al instante, pues su grupo de amigos era tan reducido que no se componía de ningún miembro. Aun así, era posible que fuese una broma: un gracioso pasa por debajo de su terraza, ve el anuncio, está con unos amigotes, probablemente han tomado unas cervezas de más, y deciden reírse del pobre idiota que ha colgado el anuncio del balcón, en este caso Ramiro. Cierto que era un poco mayor para ir por ahí gastando estúpidas bromitas. Pero eso tampoco significaba nada; su experiencia le decía que el mundo estaba lleno de gilipollas de todas las edades. Sin ir más lejos, el propio Martín, su antiguo encargado, era un auténtico imbécil y sobrepasaba de largo los cuarenta.
Finalmente, después de examinar la situación, concluyó que aquello era lo que había sucedido. Quizá fuese el pago de cualquier apuesta entre machotes: «¡A que no hay güevos a subir a casa de ese imbécil y descojonarse de él!». «¡Cómo que no, ya verás!». A buen seguro, así había sido, era lo más factible: ese estúpido tono serio, rozando la mala educación, ese aire de misterio, ese acento de aventurero de otras tierras, probablemente fingido… Ahora estarían todos debajo de su portal partiéndose de risa: «Mira el pobre tonto, menuda cara ha puesto». El muy anormal estaría contando la anécdota, añadiendo todos los detalles inventados que se le ocurriesen acerca de cualquier cosa: su nerviosismo, sus gestos, su voz tintineante… En fin, tampoco había que darle mayor importancia. Uno tiene que saber encajar las bromas por muy estúpidas que le parezcan. Desde luego esta se llevaba la palma de la estupidez.
En definitiva, lo realmente preocupante era que seguía sin trabajo y sin visos de encontrarlo en breve. Se levantó del sillón y se situó frente al ordenador para continuar golpeando las teclas. Su gran novela le esperaba.
2
Estuvo frente a él lo que restaba de tarde, escribiendo y destruyendo archivos. Estaba completamente atascado: tenía una historia, sabía lo que quería contar con ella, pero le faltaba el cómo. Sus dedos no estaban ágiles, las palabras no brotaban de su cabeza. Encendía un cigarrillo tras otro en busca de la inspiración, pero a lo único que realmente se aproximaba era al cáncer de pulmón, mientras la inspiración seguía en un lugar muy lejano a la habitación donde se encontraba Ramiro.
Lo que Ramiro pretendía plasmar era la historia de la humanidad, su crueldad, la crueldad del hombre, la violencia, el desgarro, el mundo de locura en el cual estábamos todos inmersos y en el que siempre habíamos navegado, desde el comienzo mismo de la vida humana. El comienzo de la vida humana había sido paradójicamente el final de la humanidad. ¿Pero cómo coño iba a ser capaz de escribir todo eso?
De pronto pensó que Dios era esquizofrénico, que en realidad ninguno de nosotros existíamos, simplemente estábamos dentro de la cabeza de Dios, que en realidad tampoco era Dios, sino un esquizofrénico solitario enfrentándose a la vida eterna como una especie de John Wayne cabalgando solo por el desierto de Arizona.
Hubo una época en la que los seres humanos que habitaban la Tierra eran inmortales. Crecían hasta la edad adulta, veinticinco, quizá treinta años, y a partir de ahí se detenía su crecimiento para siempre. Vivían eternamente con esa edad, nada los podía destruir, excepto la lucha con otro hombre; por eso vivían en paz los unos con los otros. Vivir en paz era su modo de sobrevivir, de preservar su propia vida y la de los suyos. La vida se desarrollaba en una especie de paraíso en el que reinaba el amor y el respeto entre todos los habitantes.
Todo iba bien, la gente era feliz y disfrutaba de la armonía en un mundo idílico lleno de jóvenes apolos y bellas doncellas, que practicaban sexo en plena libertad y sin ninguna atadura. Hasta que estalló una gran guerra, una guerra mundial, una lucha sanguinaria de todos contra todos. Se apoderó del planeta Tierra un virus llamado la Ira. Aunque esto del virus de la Ira tenía que modificarlo, le sonaba haberlo sacado de alguna película, 28 días o algo así. Una en que un hombre se despierta de un coma después de 28 días y se encuentra el mundo completamente destrozado y sin ningún habitante a causa de la Ira. En fin, ya pensaría sobre cómo modificar eso para que no pareciera un plagio.
Los hombres comenzaron a destrozarse unos a otros, hombres contra hombres, mujeres contra mujeres, niños contra niños, hombres contra niños, mujeres contra hombres, todo el mundo sembraba a su paso la violencia y el caos… Hasta que la humanidad llegó a su fin. Solo quedó un hombre sobre el planeta, Dionisio. Un único habitante de su especie. Un único habitante inmortal. Un único habitante destinado a vivir el resto de sus días en la más absoluta soledad. Vagando por una tierra desolada sin nadie con quien poder comunicarse. Quizá fue el más fuerte, pero también fue el que salió derrotado: para él nunca habría paz.
Anduvo sin sentido días y noches enteras, recorriendo kilómetros en busca de alguien, pero lo único que encontró en su camino fueron cadáveres descompuestos, millones de cadáveres descomponiéndose al sol, pasto de los buitres y las hienas. Cayó rendido, exhausto.
Estuvo durmiendo siete días seguidos; al séptimo día despertó. Para su sorpresa nada era igual que antes, o quizá todo volvía a ser igual que siempre, igual que antes de caer en un profundo sueño. El mundo volvía a estar habitado. Había niños jugando por las calles, casas, mujeres haciendo la compra, hombres trabajando… Todo era igual, excepto que existía un tipo de hombre nuevo, un tipo de hombre desconocido hasta el momento. Un hombre que caminaba mucho más lento, encorvado, con arrugas en la cara y en el cuerpo, un hombre que no podía trabajar y en la mayoría de los casos necesitaba ser cuidado… El hombre podía envejecer, podía enfermar, podía morir… Por lo tanto, ya no necesitaba ser amable y vivir en paz, ya no solo podía ser destruido por sus congéneres; el paso del tiempo también hacia mella en él. Existían hombres que vivían en paz y otros que no lo hacían.
Lo curioso del asunto es que nadie reparó en su presencia: él era alguien ajeno al resto de mortales, nadie parecía verle ni oír sus gritos desesperados pidiendo ayuda, solicitando alguna explicación. El tiempo pasó, días, meses, años… Todo el mundo seguía sin verle. Y no solo eso: mientras el resto envejecía y moría, él se conservaba tal cual, con la misma plenitud de otros tiempos. Le costó entender qué era lo que estaba pasando, hasta que finalmente llegó a la conclusión de que durante los días que él había estado durmiendo había surgido un nuevo orden de humanos mortales. Él era el único superviviente del orden superior que hubo anteriormente, se otorgó a sí mismo el calificativo de Dios, que venía a significar un ser supremo que está por encima del bien y del mal y que observa todo, e incluso puede intervenir en ello a su antojo.
Evidentemente nada de esto era lo que había sucedido. Dionisio, completamente destrozado, estuvo descansando una semana entera. Cuando despertó, su mente no quiso asumir que era la única persona con vida y que, además, estaba condenado a vivir sin ninguna compañía hasta el final de los días. Se volvió esquizofrénico e imaginó un mundo a su alrededor mortal, en el que él era el único inmortal dominador de todo ese mundo que transformaba a su capricho. El resto solo existíamos dentro de la cabeza de Dionisio y continuaríamos existiendo mientras Dionisio quisiese que nuestro personaje permaneciese allí dentro. Una vez que no aportase nada a su mundo de fantasía, Dionisio lo haría desaparecer: un cáncer, una guerra, un accidente… Cualquier cosa.
3
A Ramiro le pareció genial todo aquello. La historia daba para mucho, estaba completamente excitado, sabedor de que había dado con algo grande. Como el científico que se pasa meses dentro del laboratorio y después de mucho trabajo descubre la fórmula exacta que está buscando. Por fin había conseguido tener un esqueleto del que partir para ir acoplando en él todo tipo de tejidos. ¡Y menudo esqueleto! Sin duda iba a ser la mejor novela escrita en tiempos, con permiso del señor don Miguel de Cervantes y su Quijote.
No acababa de creerse que aquello se le hubiese podido ocurrir a él, algo tan genial, tan sublime. Algo parecido es lo que debió sentir Cortázar cuando Rayuela se le introdujo dentro, del mismo modo que ahora a él se le había introducido La leyenda de Dionisio (título que eligió de manera provisional).
Reflexionó durante unos instantes acerca de si el escritor elige la historia o es la historia la que elige al escritor. Decidió que un poco de ambas cosas y volvió a lo suyo, que era la historia de Dionisio. Borró todos los archivos escritos hasta el momento y abrió una nueva página de Word: ¿quién quería ocupar sitio con historias mediocres teniendo una gran historia? La encabezó con grandes letras en negrita, 16 puntos de tamaño, tipo Arial: DIONISIO.
Antes de teclear ninguna cosa más se encendió un pitillo; estaba realmente nervioso, sabedor de que aquello no era una historia cualquiera, era la Historia, la Gran Historia con mayúsculas. Eran las nueve y media de la noche y se había pasado toda la tarde frente a la pantalla. No había prisa, la historia ya estaba en su cabeza y de ahí no iba a salir. Era necesario hacer las cosas bien, reposar las ideas: con ese estado de nervios no podía escribir. Decidió abandonar el ordenador y prepararse algo de cena, estaba hambriento.
Se preparó un sándwich para el que utilizó las últimas tres lonchas de mortadela y las dos últimas rebanadas de pan de molde. Abrió la penúltima lata de cerveza para acompañarlo. Mañana haría algo de compra. Puso el televisor y se quedó dormido en el sillón viendo por enésima vez la reposición de El planeta de los simios. Cerró los ojos justo cuando uno de los monos está interrogando a Charlton Heston mientras permanece encerrado en una gran jaula. Al lado, encerrada en otra jaula, una hembra humana que se comporta como un simio (que al fin y al cabo es lo que hacen todos los humanos durante la película) lo mira con ojos de cordero degollado.