32
Una enigmática oscuridad cubría las tierras, una oscuridad de negras y arremolinadas nubes turbulentas que parecían enrollarse y desbancaban la luz del sol. Al oeste del puente, el Fin del Cielo estaba velado, sumergidas sus laderas en una fluida lobreguez. Al éste, la zona quebrada, las pequeñas colinas y las vastas llanuras que se extendían detrás constituían un danzante mosaico de sombras. Hacia el Monte de la Calavera, las nubes giraban y caían sobre sí mismas, retorciéndose en el sentido de las agujas del reloj a medida que el centro de la tormenta descendía más y más, con lo que formaba una chimenea de kilómetros de profundidad.
Ala Torcida apoyó la espada en una piedra y utilizó la mano derecha para levantar su brazo izquierdo, escudo inclusive, hasta que el borde de éste quedó justamente debajo de sus ojos. Con una tira de tela arrancada de su túnica sujetó el brazo inútil. Luego recogió la espada.
La mujer del casco provisto de cuernos posó una arrogante mirada en él y gritó:
—¡Quiero ese objeto que trajiste de Dergoth! ¡Dámelo!
Ala Torcida esperó.
»A mí no me matarás —añadió Kolanda—. ¡No puedes!
Su risa cortó el viento al levantar ella la horrible máscara para permitir que el hombre le viese la cara.
—No sé qué quieres —respondió Ala Torcida.
—Lo sabes perfectamente —replicó la mujer—. Lo que tenía tu mago, y que tú te trajiste. ¡Dámelo!
Ala Torcida trató de soportar su mirada mientras contaba en silencio. El montón de rocalla se hallaba sólo a unos trescientos metros del puente. Los dos enanos lo alcanzarían en cualquier instante. Una vez pasada la escondida puerta, seguramente estarían a salvo. Ignoraba de dónde extraía tal certeza, pero la tenía.
—Llegaste tarde para eso —voceó—. ¡Ya no está aquí!
—¿Cómo? ¿Dónde, pues?
En lo alto de una roca, justamente detrás de Kolanda y sus goblins, apareció una figura. Era Sombra de la Cañada. Con su capa de bisonte, sus largos cabellos y la barba ondeando en el viento, el mago se apoyó unos segundos en su bastón y, cuando el extremo superior de éste adquirió vida, Sombra de la Cañada se enderezó. Una clara luz granate parpadeó en medio de las tinieblas.
—¡Lo han conseguido! —respiró Ala Torcida—. ¡El Sometedor de Hechizos está bajo tierra!
Erguido en la plana cumbre de la resquebrajada roca, el mago levantó su resplandeciente bastón y exclamó:
—¡Te conozco, Caliban!
Su voz fue transportada por el viento cual una flecha de hielo, y una brillante llamarada roja salió disparada de su báculo en dirección a Kolanda Pantano Oscuro… y se detuvo poco antes de alcanzar a la mujer, engullida por una negrura que poseía una voz propia.
La gastada y sibilante voz dijo:
«¡Y yo te conozco a ti, Sombra de la Cañada! Eres el último».
Una cegadora luz se encendió allí donde terminaba el rayo de color granate, y en el acto retumbó un trueno.
El rayo emitido por Sombra de la Cañada retrocedió, absorbido por una ola de oscuridad que avanzó hacia el mago… para vacilar de pronto. A Ala Torcida le dio vueltas la cabeza. ¿De qué Sombra de la Cañada se trataba? Porque ya no había uno solo, sino tres. Luego fueron cinco y después una docena o más. Una miríada de Sombras de la Cañada, que se movían al unísono para arrojar su propia magia contra la lobreguez centrada en el pecho de Kolanda.
«¡Tramposo! —graznó la gastada voz—. ¿Pretendes combatirme con ilusiones ópticas, Túnica Roja? ¡Muérete!», agregó en un murmullo, a la vez que unas retorcidas negruras partían de ella en busca de todos los Sombras de la Cañada. Las serpenteantes y oscuras volutas surcaron los aires en dirección a los magos, y uno tras otro éstos se desvanecieron… menos uno. Ala Torcida vio que, de repente, el único que quedaba adquiría un tamaño gigantesco. De centenares de metros de altura, con una envergadura de brazos que llegaba hasta las cercanas quebradas, Sombra de la Cañada atrajo hacia sí toda la negrura que le había sido arrojada, y que lo atravesó hasta perderse en su grandiosidad.
«¡Ilusiones ópticas! —repitió la cascada voz—. ¿No sabes hacer nada mejor?». Los vientos chispearon arremolinados, y la insistente oscuridad creció.
Grandes agujeros negros aparecieron en la enorme imagen de Sombra de la Cañada, que pareció oscilar en el viento, disolviéndose.
Pero de uno de sus ángulos salió entonces un rayo granate que golpeó con violencia el objeto que Kolanda llevaba en su pecho y lo hizo chillar y contraerse. Sin embargo, Caliban contraatacó y, nuevamente, se produjo entre ellos una escalofriante colisión de energías, rojas y negras, con una cegadora luminosidad en medio.
En alguna parte detrás del puente estallaron estremecedores truenos. Tembló el puente de piedra, se resintió y comenzó a oscilar. Al otro lado del abismo se derrumbaba parte de la montaña.
—¿Dónde está la cosa que yo quiero? —volvió a gritar Kolanda con voz llena de rabia.
—Donde ya nunca podrás alcanzarla —respondió Ala Torcida, a la vez que, pese a su cojera, echaba a andar.
Un dardo de los goblins chocó contra su escudo, quedó enganchado durante un instante y cayó al suelo. Un huevo de paloma estalló contra la armadura de un goblin; luego, una jarra de estaño golpeó al ser en plena cara. Otro que luchaba a su lado soltó un chillido cuando una daga hecha con un colmillo de felino, disparada por la jupak del kender, se alojó en su cuello.
—¡Ya estoy harta! —bramó Kolanda Pantano Oscuro y, recogiendo una ballesta cargada, apuntó con ella a Ala Torcida—. ¡Basta de una vez! ¡Pon fin a esto, Caliban!
Unas inmensas masas negras fluyeron en dirección a Sombra de la Cañada, una oscura magia que súbitamente flaqueó y se fundió. La ballesta que sostenía Kolanda osciló cuando ésta bajó la vista para mirar la flecha clavada en su pecho, que además atravesaba el marchito corazón de Caliban, encadenándolo para siempre al suyo propio mediante un vulgar astil de madera de nogal.
Junto a la aguja septentrional del puente, Garon Wendesthalas se desplomó cuando la espada de un goblin le traspasó la garganta. Tendido en el suelo, el arco resbaló de sus débiles dedos para quedar a su lado. En un último esfuerzo, el elfo volvió la cabeza para mirar puente arriba y alzó una temblorosa mano como saludo final a su viejo amigo Ala Torcida. Y no se movió más.
Ululaba el vendaval, y el granizo azotó la tierra. Rayos semejantes a patas de araña iluminaban las llanuras de Dergoth y las colinas más próximas. Muchos de ellos cayeron sobre los soldados goblins. Los relámpagos danzaban en el viento, que entre aullidos zarandeaba el oscilante puente de piedra.
Chestal Arbusto Inquieto gritó, agarrado al pretil:
—¡Es Zas! ¡Se realiza!
Con el escudo como protección contra el furioso vendaval, Ala Torcida se abrió paso hasta la base del puente con el kender colgado de él. Ambos cayeron y rodaron por el suelo en busca de un refugio en medio de una tempestad como no se había visto otra en Ansalon, al menos desde el Cataclismo.
«Tres hechizos pronunció Fistandantilus en el valle de Waykeep —había dicho Irda—. El primero fue el fuego. El segundo, el hielo, y el tercero aún no se ha producido».
Ahora, cuando Zas veía cumplido su destino, las resquebrajadas llanuras de Dergoth eran barridas por la tormenta.
* * *
La rocalla había cubierto la vieja puerta destinada al comercio. Lo que un día había sido un portón de marco de hierro, de casi tres metros de ancho y seis de alto, con soportes para las vagonetas tiradas por cables y plataformas de transporte, ahora no era más que un olvidado agujero situado detrás de centenares de toneladas de fragmentos de roca. Escondido, pero no cerrado.
Seguido por Jilian, Chane Canto Rodado se introdujo a través de una grieta y penetró en un túnel que más bien era un laberinto que sólo un enano o un curioso kender podría haber desembrollado. Atrás quedaba, débil ya, el retumbo de los truenos. Chane siguió una curva muy cerrada entre dos bloques de piedra, y luego gateó por encima de una losa enterrada y por debajo de otra, siempre guiado por la verde luz que parecía hablarle a la gema engastada en el antiguo yelmo que llevaba puesto. Así continuaron adelante, y todo eran oscuras piedras caídas, sin más orientación para ellos que la tenue línea verde. Rastreador latía y brillaba mientras el rocoso laberinto serpenteaba de manera imprecisa. En la bolsa colgada del cinturón del enano, el Sometedor de Hechizos entonaba palpitante un canto silencioso.
Las muchas lágrimas enjugadas todavía humedecían las mejillas de Jilian, que tenía la garganta seca de tanto temor y pesar. Le dolía haberse visto obligada a dejar atrás a unos compañeros a los que había llegado a estimar mucho. Probablemente morirían para que la misión de Grallen, soñada por Chane, pudiera ser completada. Sólo se había vuelto una vez desde el punto más elevado del puente, con el corazón medio destrozado. Los dos parecían tan pequeños allí atrás, ¡tan indefensos! Un hombre ensangrentado y un kender de ojos centelleantes, con los cabellos enroscados al cuello. Sólo ellos dos, enfrentándose a…
Jilian no había sido capaz de volver a mirar.
Por primera vez en su vida, la muchacha experimentaba el peso de las montañas encima de ella, la presión de la piedra a través de la que se abrían paso.
—Quizá podamos retroceder y ayudarlos —susurró—. Cuando hayas llevado a cabo lo que tienes que hacer, quiero decir…
Delante, Chane logró meter sus anchos hombros por una fisura, después de lo cual torció hacia otro lado, deteniéndose sólo un momento para asegurarse de que Jilian lo seguía. Y, aunque a la enana le constaba que también Chane sufría por los amigos, él no dijo nada.
Otra angosta y dentada abertura entre derrumbadas piedras, una vuelta más, y Jilian oyó cómo Chane contenía el aliento. El enano penetró como pudo por una hendedura y, desde dentro, le dio la mano a la muchacha. Todo él se hallaba envuelto en una luz verdosa, que iluminaba la caverna descubierta. Chane y Jilian recorrieron con la vista lo que los rodeaba. La luz que veían era el resplandor de Rastreador, que se reflejaba en las inclinadas paredes y en el techo de un amplio y excavado espacio. Unos cuantos escombros yacían esparcidos entre ordenadas pilas de piedras. Cerca de allí había una vieja vagoneta volcada.
—Una terminal de transporte —indicó Chane.
Seguidamente señaló hacia la izquierda. Allí se abría un limpio túnel que se perdía en la oscuridad. Rastreador pulsó, y de nuevo apareció en el polvoriento suelo la débil guía verde. Conducía ésta en línea recta a un montón de piedra machacada, subía hasta la punta y acababa allí junto a un pequeño cono de luz verde, cuyo centro era rojo.
Chane se acercó al montón, que más o menos tenía la altura de su cabeza, y permaneció unos momentos a la escucha de algo que sólo él podía oír. Luego se sacó del bolsillo al Sometedor de Hechizos. La gema roja latió con calor, y su brillo adquirió el tono de la luz de Lunitari. El enano depositó la piedra preciosa sobre el montón de piedras, allí donde fulguraba el punto rojo.
A través de la puerta que ellos habían cruzado, les llegó entonces el sonido de un trueno lejano. La luminosidad del Sometedor de Hechizos se hizo más intensa, lanzó grandes destellos en el interior de la caverna y, luego, se redujo a un cálido y constante resplandor que parecía llenar el ambiente de suave música.
—Ven —dijo Chane, tomando a Jilian de la mano—. Rastreador ha devuelto al hogar al Sometedor de Hechizos. Ahora debemos darnos prisa.
—¿No podemos retroceder? —preguntó la joven.
Como si fuera una respuesta, el trueno aumentó en el exterior, y toda la cueva tembló de manera ominosa. Chane enfiló a toda prisa el túnel de la izquierda sin soltar a Jilian. Los truenos parecían perseguirlos.
Dejada atrás la caverna, el constante resplandor verde de Rastreador iluminó un bien excavado túnel que, por lo visto, continuaba sin obstrucciones.
—¡Corre! —jadeó Chane.
Detrás de ellos, el trueno se convirtió en el rugido de una sólida roca que se desmoronaba, seguido de una lluvia de rocalla. Una gran nube de polvo oscureció la entrada de la cueva, y la débil luz roja se apagó con un parpadeo.
—Se ha cerrado —gruñó Chane—. Ya no podrá entrar la magia. Es lo que quería lograr Grallen.
—¿Y adonde conduce esto? —inquirió Jilian, señalando los cables para el transporte de vagonetas.
—Pues… ¡a donde siempre condujo! —contestó Chane Canto Rodado—. ¡A Thorbardin!
La joven miró otra vez hacia atrás.
—Me gustaría volver a ver el exterior… en alguna ocasión. ¿Crees que será posible?
—Quizá… —respondió Chane con dulzura—. Incluso confío en verlos a ellos de nuevo, algún día…
En la frente del enano, Rastreador latió con su verde pulso, como si quisiera tranquilizarlo al respecto. Chane tuvo la sensación de que el yelmo de Grallen acababa de hacerle una promesa.