18

—Esto pertenece a Chane —afirmó Jilian después de dar vueltas en sus manos al martillo—. ¡No me cabe la menor duda!

Era un instrumento basto, obviamente hecho por quien no tenía nada mejor con que trabajar. Ala Torcida se agachó junto a la primitiva forja de piedra y pasó la mano por las frías cenizas que llenaban la cavidad destinada al fuego. Luego dedicó su atención a un objeto de arcilla compacta que había al lado.

¿Qué sería aquello? Un trozo de roca, dura y escamosa arcilla compacta que había recibido una forma ovalada, plana de encima y de lados sujetos con varas de mimbre. Ala Torcida contempló otra vez la fragua y llegó a la conclusión de que aquella pieza de arcilla compacta, atada como estaba a un tronco caído, tenía que haber servido de yunque. Otro invento colocado junto a la fragua habría constituido el fuelle. Fragmentos de piedra quemados alrededor del improvisado yunque indicaban que alguien había trabajado allí recientemente.

—¡Muy interesante! —murmuró el hombre—. Desde luego, quien estuviera aquí supo valerse de lo que tenía a mano. Pero… ¿cómo puedes estar segura de que fue Chane?

—¡Hizo este martillo! —insistió Jilian, alborozada—. ¡Mira, lleva sus iniciales! Ce hache, ce, ere. ¡Igual que su daga de níquel!

La joven le pasó la herramienta a Ala Torcida, que la examinó.

—Pensé que podía ser un martillo —reconoció—. Por consiguiente, cabe suponer que Chane Canto Rodado se detuvo aquí y creó esta pieza. Sin embargo, ¿por qué se fue dejándolo atrás?

—Porque Chane no podía querer un martillo tan basto como éste —explicó Jilian, incapaz de entender las limitaciones de los humanos.

Aquél parecía bastante inteligente en algunas cosas, pero había cosas que ninguno de ellos concebía. Cosas que cualquier enano comprendería en el acto.

El hombre la miró ceñudo.

—Pues bien, si lo hizo Chane y no tenía intención de quedárselo, ¿para qué le sirvió?

—Sencillamente, para forjar otro martillo.

Ala Torcida suspiró con un meneo de cabeza. Lo más probable era que la chica estuviera en lo cierto. Era la suya una buena lógica de enanos.

—Aquí tienes la inscripción —indicó Jilian—. ¡Aquí arriba!

Y, abriendo su pequeño fardo, la joven extrajo una bonita daga de hoja brillante como un espejo y empuñadura de ébano y latón.

—¿Ves esta inscripción? —agregó. ¡Es la misma que lleva el martillo! Creo que ahora ya podemos dar con él en cualquier momento. ¿No opinas tú lo mismo?

Ala Torcida no contestó. Caminaba despacio alrededor de la fragua, con la mirada fija en el suelo. Dio dos vueltas, se paró y se agachó para ver mejor alguna cosa. Repitió sus paseos y se detuvo en otro sitio.

—La pista no es clara —dijo por fin—. Desde aquí pudo dirigirse a cualquier parte. En cualquier caso, no iba solo. Otros lo acompañaban. Uno al menos, si no más. Y era humano, aproximadamente de mi estatura.

—¿Cómo lo sabes?

—Del mismo modo que tú sabes que esta herramienta procede de Chane, supongo. Es cuestión de interpretar las señales.

—En el mundo exterior, todo es distinto que en Thorbardin —comentó Jilian—. Allí, las indicaciones se escriben sobre madera o tela, y se cuelgan de las paredes para que la gente las vea. Por ejemplo: «Los intrusos serán mutilados» o «Las cálidas pieles de Gorlum» o «Prohibido el Aghar».

—Eso son letreros —la corrigió el hombre—. Yo me refiero a huellas, en este caso. Pero como llevan aquí algún tiempo, me resulta imposible decirte adonde conducen.

—Entonces continuemos por donde íbamos, y veamos qué podemos encontrar —decidió Jilian.

Ala Torcida fue hacia su caballo.

—Ven, pues. Te ayudaré a montar en Geekay. Yo andaré un rato y os conduciré. A lo mejor descubro alguna pista.

—Yo también prefiero caminar —declaró la enana—. Estoy harta de cabalgar.

—A Geekay no le importa llevarte —insistió el humano.

—A él quizá no, pero a mí sí. Estoy dolorida.

—¿Tú? ¿Dónde?

—Eso no es asunto tuyo —replicó Jilian, sonrojándose.

—¡Ay, ya entiendo! —dijo él y se rio—. Tienes escoceduras, ¿no? Pero no será por mucho rato. Apuesto algo a que es el primer caballo en que montas.

—Antes de dejar Thorbardin no había visto un caballo en mi vida —confesó Jilian—. No quiero decir con eso que, allí, la gente no tenga caballos. Muchos enanos los poseen, pero no los introducen en Thorbardin. Los dejan fuera, en los pastos que hay más allá de la Puerta Sur.

—Lo sabía —contestó Ala Torcida, un poco malhumorado.

Seguidamente tomó las riendas de Geekay y se encaminó hacia el norte. La enana fue detrás de él, agradecida de poder apoyar los pies en suelo firme, en vez de castigar más sus pobres posaderas con tanto salto. Montar a caballo era sólo una de las miles de interesantes nuevas experiencias que tendría que explicar a Silicia cuando regresara a Thorbardin.

Tras caminar más de tres kilómetros, llegaron a una abierta y ondulada zona. Desde allí, Ala Torcida miró hacia el oeste, se puso la mano en forma de visera y señaló un punto lejano. Unas alas blancas descendían en espiral por encima del bosque. ¡Era Bobbin!

Jilian esforzó sus ojos, tal como había hecho el hombre.

—Me parece que lleva alguien con él —dijo.

El aparato volador se acercó hasta detenerse a unos dieciocho o veinte metros de altura. Dos cabezas se asomaron por el borde del cesto, aunque a contraluz sólo se distinguían las siluetas. El que estaba más a popa se llevó las manos a los labios y gritó:

—¿Tenéis pasas, ahora?

—¡Lo siento! —respondió Ala Torcida—. ¡Todavía no, pero sí otras cosas! ¿Puedes preparar algo? —preguntó el hombre, de cara a Jilian.

La enana hizo un gesto de afirmación y empezó a abrir paquetes.

—Enseguida.

—¿Qué traes de nuevo, gnomo? —voceó Ala Torcida.

Después de una breve vacilación, Bobbin contestó:

—¡Que Chane Canto Rodado es un famoso guerrero! —y le preguntó en un susurro a su pasajero—: ¿Qué tal te ha parecido?

—¡Perfecto! —dijo el otro—. Anuncia esto a suficiente gente, y verás cómo, dentro de nada, se hace famoso de verdad. Entonces sólo le faltará buscar la manera de ser rico.

—Ése es un kender —observó Ala Torcida—. ¿Dónde encontró el gnomo un kender? —preguntó, aunque en realidad no esperaba respuesta—. ¿Y qué clase de información es ésa?

Ya iba a repetir sus últimas palabras, cuando Jilian Atizafuegos se puso a saltar de excitación.

—¿Viste a Chane Canto Rodado? —chilló—. ¡Es al que buscamos!

—¡Yo sólo sé que es famoso! —declaró Bobbin—. ¡Ah, pero también descubrimos peligros…! Si la comida está a punto, trataré de soltar una cuerda.

Pero el aparato tenía otras intenciones y, sin más, salió disparado hacia las brillantes alturas. Momentos después era sólo un puntito que daba vueltas como loco.

Tuvo que transcurrir una hora para que el artefacto se acercase de nuevo a Ala Torcida y Jilian. Ésta vez descendió de él una soga, y un pequeño ser bajó por ella hasta su extremo inferior, donde con ágiles pies tocó tierra cuando el extraño avión quedó suspendido en el aire, encima de ellos.

Jilian corrió al encuentro del recién llegado, se hizo cargo de la cuerda y ató a ella un paquete de comida. En el aparato se oyó chirriar una manivela, y la soga subió al ser recogida. La enana miraba boquiabierta al desconocido.

Nunca había visto a un kender. No era más alto que ella y, además, de constitución menuda. Iba vestido de extraños colores y llevaba colgado de la espalda un bastón ahorquillado. El kender le sonrió de manera amistosa. Tenía un rostro de aspecto infantil que no era humano ni propio de un elfo, y menos todavía de un enano. Al mismo tiempo, no se diferenciaba mucho de los de las demás razas. Lo que, en un principio, Jilian había tomado por una barba, resultó ser una larga melena enrollada alrededor del cuello, como una piel de animal.

—Supongo que eres Jilian —dijo el kender—. El enano…, me refiero a Chane…, te mencionó varias veces. Soy Chestal Arbusto Inquieto —se presentó con una ligera inclinación—. Estuve ayudando a Chane para que se haga rico y famoso y pueda regresar a Thorbardin y soltarle unas cuantas frescas a tu padre.

—¿Dónde está? —logró preguntar ella al fin.

—¿Tu padre? No lo sé. Ni siquiera lo conozco. ¡Ah, hablas de Chane! Lo tienes a unos pocos kilómetros de aquí…, en esa dirección, más o menos. Está en un campamento con un montón de refugiados procedentes del Valle del Respiro. Apuesto algo a que no lo reconocerías, con el traje que lleva ahora. ¿Sabe que vienes? No me lo dijo.

Ala Torcida se unió a ellos y miró fijamente a Chess.

—Un kender —murmuró y, echando hacia atrás la cabeza, le gritó al gnomo—: ¿Qué peligros hallaste? ¡Explícate!

—¡Pregúntaselo al kender! —respondió Bobbin—. Los conoce mejor que yo. Oye, me figuro que no tendrás ahí abajo una rueda dentada del número once, ¿verdad? Porque necesito equilibrar el aparato, para ver si… ¡Ay, cielos! Ya empezamos de nuevo.

Con una sacudida, el ingenio se torció hacia un lado, bajó el morro y pareció querer embestir a los que estaban en tierra. Ala Torcida, Jilian y Chess se echaron inmediatamente al suelo, boca abajo. Las ruedas metálicas del aparato pasaron por encima de ellos, casi rozándolos. Bobbin consiguió dominar el armatoste a bien poca altura y salió disparado hacia la base de un árbol que se alzaba a unos cien metros de distancia. En el último instante, el artilugio volvió a subir y prácticamente afeitó de ramas la copa al elevarse camino de nuevas lejanías. La brisa se encargó de transmitir a los que habían quedado atrás una retahíla de furibundas palabras del gnomo.

Los tres se levantaron y siguieron con la vista al armatoste.

—¿Qué demonios gritaba? —inquirió Jilian—. ¿Qué expresiones eran ésas?

—¡Gnomenclatura! —suspiró el humano y se volvió hacia el asombrado kender—. Mi nombre es Ala Torcida —dijo—. Estoy a cargo de esta expedición…, o por lo menos es lo que yo trato de creer. Y me imagino que, si algo hemos de averiguar, será a través de ti.

* * *

Los refugiados del Valle del Respiro se habían trasladado más al oeste, hacia las profundidades del valle de Waykeep. Allí montaron corrales para el ganado y unas cuantas chozas para los enfermos y los heridos. Grupos de exploradores recorrían la zona, seguidos de colectores que aprovechaban todo cuanto los campos y bosques les ofrecían para resistir el invierno. Y, pese a que nada indicaba que los atacantes todavía les fueran detrás, de cara al este mantenían una firme guardia.

Por su parte, y aunque ansiaba continuar su camino, Chane Canto Rodado había postergado su busca durante el tiempo preciso para construir una resistente fragua y empezar la producción de herramientas que los refugiados pudiesen necesitar. Rastreadores de ambos campamentos examinaban con todo cuidado los restos de antiguos artefactos creados por gnomos, para recuperar metal que luego, sometido a los efectos del fuego, sería transformado en instrumentos y armas y reemplazaría las cosas dejadas atrás al ser asaltados por los goblins.

Chane estaba ocupado en dar forma a un útil yunque y en enseñar a unos jóvenes Enanos de las Colinas la manera de preparar hojas de armas, cuando súbitamente cesó el zumbido de la conversación que lo rodeaba. Alzó él la vista y quedó atónito.

Jilian Atizafuegos estaba delante de él. Jilian, a la que creía a salvo en el distrito Daewar de Thorbardin. Pero la tenía a escasos metros de distancia, en plena naturaleza, vestida con ropas de viaje y armada con una gran espada que llevaba colgada del hombro. Aun así, era sin duda alguna la misma Jilian Atizafuegos que con tanta frecuencia llenaba sus sueños. El sol de la mañana jugaba con sus cabellos y se reflejaba en sus relucientes ojos, y Chane no pudo hacer más que contemplarla admirado.

—¿Qué haces ataviado de semejante forma? —preguntó la joven—. Ésas ropas… ¡Nunca había visto nada parecido! Y tienes las mejillas más coloradas que antes. Además se te ve mayor. ¿Y qué es eso?

Jilian señaló la frente de Chane.

Éste buscó palabras con que responder, pero no las encontró.

—¿La mancha que lleva? —intervino el risueño kender—. Se la dio la luna roja. Tiene algo que ver con el cristal que posee. Con el Sometedor de Hechizos.

Nuevamente, Chane intentó hablar.

—Ji…, Jilian…

—Ya te dije que se sorprendería —parloteó Chess.

—Más que sorprendido, yo lo veo mudo de asombro —dijo entonces un hombre alto, que llevaba espada y escudo de cuero.

—¿D… de veras eres… Jilian?

—¡Claro que lo soy! —contestó la joven, extrañada—. ¡Te encuentro muy raro, Chane! ¿De dónde sacaste esa prenda?

—Despellejó a un gatito —rio el kender—. Fue su primer paso hacia la riqueza y la fama.

Por fin brotaron las palabras en los labios del enano, tan amontonadas que parecían empujarse unas a otras. Con una energía que asustó e hizo retroceder un paso a todos los presentes, exclamó:

—Pero… ¿qué haces tú aquí, Jilian?

Los grandes ojos de la muchacha parpadearon.

—Vine en tu busca, Chane. Me enteré de lo que había hecho mi padre, y temí que te vieses en dificultades.

El enano permaneció un largo momento con la boca abierta, y luego la cerró de golpe. Seguidamente dio la vuelta a la fragua y se acercó a Jilian con paso firme, señalándole la nariz con un tembloroso dedo.

—¡Nunca había oído tal estupidez! Por todos los… ¿No te das cuenta de lo peligrosas que son estas tierras del exterior? Podrías haber resultado herida, o… o… Jilian, ¡por el amor de Reorx! No tienes nada que hacer fuera de Thorbardin, y menos aún en este lugar salvaje.

A la chica le vibró la voz, y sus ojos volvieron a pestañear rápidamente cuando respondió:

—Tú estás aquí, ¿no?

—Eso es distinto. Yo puedo cuidar de mí mismo.

Jilian guardó un instante de silencio, en el que la expresión de su cara cambió del desconcierto a una ardiente indignación. Echó hacia atrás los hombros y apoyó las manos en las caderas.

—¿Ah, sí? ¡Pues yo también!

Chane miró al kender.

—¿Dónde la encontraste?

Chess indicó al hombre del escudo.

—Iba con él.

El enano se volvió hacia el humano y lo increpó, martillo en mano:

—¿Tú la trajiste? ¿Con qué derecho…?

—¡No me amenaces con eso! —le advirtió Ala Torcida, cuyos dedos rodearon la empuñadura de su espada.

—Estoy aquí por mi propia voluntad, Chane Canto Rodado —declaró Jilian, enfadada—. Creí que te alegrarías de verme.

El enano olvidó al hombre.

—¡Y me alegro! —admitió—. Pero éste no es sitio para ti, Jilian. En Thorbardin estabas segura.

—También me siento segura aquí. Te tengo a ti, ¿no? Además te traigo algo. Creí que te haría falta.

—¿Qué?

—Esto.

Jilian extrajo una daga de su túnica y se la entregó con la empuñadura hacia delante.

Chane sostuvo el arma y la hizo girar en sus manos. Casi no la veía porque una súbita y embarazosa humedad le veló los ojos. Era su cuchillo de níquel, por el que tanto cariño sentía y que había perdido a manos de los tipos que lo habían atacado a la salida del reino de Thorbardin.

—¿Hiciste todo ese camino para traerme la daga…?

—Pues sí. Siempre decías que era muy importante para ti.

Chestal Arbusto Inquieto se acercó a mirar la decorada daga.

—¡Qué bonita! —dijo.

—Aparta tus manos de ella —le advirtió Chane—. Es mía.

—No lo dudo —contestó el kender con aire de inocencia—. Además no la necesito. Tengo otras dos, hechas con dientes de felino. ¿Para qué habría de querer otra daga?

Chane se dio cuenta, entonces, de que el grupo había aumentado de número. Lanudo Cueto de Hierro y Camber Meld estaban también allí, junto con otra gente de los campos de refugiados. Asimismo había un caballo.

—Hablando de dagas —dijo el kender—, supongo que te harías cargo de mi bolsa mientras yo me hallaba ausente, porque creo que es lo que persigue Zas.

—En efecto, ese ser anduvo por aquí desde que te marchaste —confirmó Chane, distraído—. Por lo visto es tu bolsa lo que le interesa.

—Pues me pienso librar de ella —anunció Chess.

Muy cerca, algo sin voz pareció susurrar:

«¡Por favor, hazlo!».

Varios de los presentes saltaron del susto, y otros miraron a su alrededor, extrañados.

—¿Qué fue eso? —inquirió Jilian Atizafuegos.

—Era Zas —contestó Chess—. Resulta fantasmal, ¿no?

—Es un hechizo no realizado —explicó Chane—. El kender lo atrajo en algún lugar.

—El encantamiento ansia realizarse —añadió Chess—, pero no lo consigue por estar demasiado cerca de Chane, que posee el Sometedor de Hechizos.

—Pues cuando lleguemos a un sitio inofensivo, arrojas lejos tu dichosa bolsa, y con eso habrá acabado la historia —recomendó el enano.

«¡Que sea pronto, por favor!», sonó la muda voz del hechizo.

—¡Muy bien! —estuvo de acuerdo el kender—, pero tendrás que esperar a que haya confeccionado una nueva bolsa donde meter todas mis cosas. Poseo algunas muy interesantes, y no quiero exponerme a perder ninguna.

Hubo un momento de silencio, que luego se vio interrumpido por lo que parecía un débil y amargo gemido de frustración.

—No sé qué diablos significa todo esto —intervino Ala Torcida—, pero desde luego quisiera hablar muy en serio con alguien.

—Podrás hacerlo —dijo una voz diferente, fría como la escarcha invernal—. Ésta vez sabías adonde te dirigías, hombre de los sitios lejanos. No es que tengas más elección que cualquier otro.

Nadie lo había visto llegar. Sin embargo, estaba entre ellos, alto y delgado, apoyándose en su báculo. Por debajo de su capa de bisonte, el borde de su descolorida túnica roja lo delataba.

—Un mago —musitó Ala Torcida.

—Acertaste —indicó el kender con una de sus risitas.

—Sombra de la Cañada —gruñó Chane Canto Rodado.

Un reflejo hizo protegerse al hombre con su escudo, y por encima del mellado borde se encaró con el hechicero:

—¿Qué quieres decir con eso de que no tengo elección? ¡Yo tomo mis propias decisiones, mago!

—Las lunas presagiaron algo —jadeó Sombra de la Cañada—. Uno tiene una misión que cumplir, impuesta por Lunitari. Otros han sido elegidos para acompañarlo, y una magia más allá de toda magia obliga al trato.

El mago recorrió con la vista a quienes lo miraban, y la posó especialmente en el kender, en Jilian y de nuevo en Ala Torcida. Por último alzó los ojos a las remotas alturas. Muy lejos, delante de una escarpada montaña, el aparato volador de Bobbin describía grandes círculos.

—Un grupo original —murmuró el mago—. Realmente original.

* * *

Durante el atardecer hasta bien entrada la oscuridad celebraron consejos. Intercambiaron noticias e historias, y discutieron diversos planes. Camber Meld y Lanudo Cueto de Hierro refirieron de nuevo lo ocurrido en el Valle del Respiro, más allá de los picos del Murallón del Éste. Había allí un ejército de goblins, como dijeron, y ogros entre ellos. Los ojos de Camber Meld se humedecieron al describir el súbito y salvaje ataque contra el pueblo de Harvest, habitado por humanos: la matanza, la fuga de los supervivientes no preparados para la lucha, la sangre y los incendios… La voz de Lanudo Cueto de Hierro fue un gélido graznido cuando, por su parte, explicó lo sucedido en la aldea de los Enanos de las Colinas, llamada Herdlinger, si bien éstos estaban en condiciones algo mejores para la batalla. No en vano habían visto el humo que cubría Harvest. Pero, excepto la duración del combate, más largo que el otro, Herdlinger había acabado por caer igualmente.

Chane habló de la persecución de los refugiados por los ogros, y Chestal Arbusto Inquieto contó con regocijo la victoria del enano de las montañas sobre el ogro sepultado bajo la rocalla, sin olvidar tampoco lo visto en el Valle del Respiro desde el aire. Camber Meld y Lanudo Cueto de Hierro intercambiaron miradas de preocupación. Nada quedaba de los lugares que ellos y su gente habían considerado su hogar. Nunca volverían allí.

—¿Cuántos eran los goblins? —quiso saber Ala Torcida—. Habláis de un ejército, pero… ¿era muy numeroso?

Camber Meld se encogió de hombros.

—¿Sumarían doscientos? ¿Quinientos, quizá? No podemos decirlo con exactitud.

—Cerca de ochocientos —intervino una fría voz desde fuera del círculo, y todos se volvieron—. Los vi desde la montaña. Serían unos ochocientos goblins, y entre ellos había, por lo menos, una docena de ogros. Ah, y un jefe humano.

—¿Dónde estabas, para ver todo eso? —inquirió Chane con el entrecejo fruncido.

El mago levantó su báculo.

—Cuando me aparto de ti… y de esa maldita piedra que llevas, dispongo de unos ojos mucho mejores que los míos.

—Chane posee el Sometedor de Hechizos —le explicó Chess a Jilian—. La magia no funciona cuando esa piedra anda cerca.

—¿De modo que tienen un jefe humano? —preguntó Ala Torcida, inclinándose hacia Sombra de la Cañada—. ¿Qué puedes explicarme de él?

—Pantano Oscuro —contestó el hechicero casi en un susurro—. Comandante de los goblins.

—¿Qué puedes contarnos de él? —insistió Ala Torcida.

—No es él, sino ella. Kolanda Pantano Oscuro. Es todo cuanto el espejo de hielo supo decirme. Ah, y otra cosa: lo que significa el presagio de las lunas. Alguien, no sé quién, se propone ocupar y conservar el solitario mundo existente entre Thorbardin y Pax Tharkas.

—¿Entonces vendrán aquí los goblins? —exclamó Lanudo Cueto de Hierro, de cara a Camber Meld y mirando luego a los demás—. ¡Mi pueblo, nuestro pueblo, no querrá huir más! Pero… ¿cómo lucharemos cuando lleguen? ¡Disponemos de tan pocas armas!

Chane Canto Rodado se levantó. Tenía el aspecto de haber llegado a una difícil decisión.

—Aquí hay armas —dijo—. Yo os enseñaré dónde están. O, si no, él puede hacerlo —añadió a la vez que señalaba con la cabeza a Chestal Arbusto Inquieto—. Tendréis que arrancarlas del hielo, pero servirán. Ésta es una de ellas —indicó, mostrando a los allí reunidos la espada que pendía de su hombro—. Hay muchas más. Pero os pido una cosa, por vuestro honor…

—¿Y qué es? —inquirió Camber Meld.

—Que deberéis tratar con delicadeza y respeto a quienes encontréis con las armas. ¡Ya han luchado bastante!