22

La noche cubría por completo el valle; una noche de pálidas lunas crecientes sobre la capa de sucio humo que envolvía las copas de los árboles. Docenas de hogueras ardían a desiguales intervalos a lo largo del sinuoso río que alimentaba el valle desde el sur. En los prados, cerca de las líneas de árboles que marcaban los campos de pastoreo y los quemados rastrojos, otros fuegos indicaban un perímetro. Y, en medio del acre sudario de humo, predominaba el hedor de los goblins.

Montado en su caballo, Ala Torcida se colocó a un lado del reducido grupo como primera advertencia y primera defensa, en el caso de que fuesen descubiertos. Avanzaba sin hacer ruido, manteniéndose a la sombra siempre que era posible.

Chane Canto Rodado iba con su martillo a punto, sin perder de vista la débil neblina verde que señalaba el viejo sendero de Grallen.

Chestal Arbusto Inquieto era una menuda y rápida sombra, que a veces estaba entre los demás y a veces no, aunque nunca se alejaba demasiado. La extraordinaria excitación y curiosidad del kender constituían una constante preocupación para el resto, pero nadie podía hacer nada para contenerlo. Un kender sería siempre un kender.

De tener la estatura de un goblin, Ala Torcida podría haberle cortado la cabeza de un tajo al aparecer Chess de repente a su lado, entre las sombras, y decir:

—Yo…

La espada que pasó como un relámpago por encima de la cabeza del kender habría cercenado el cuello de un goblin.

—¡Diantre! —exclamó Chess—. ¿Te asusté? ¡Lo siento!

—¡Baja la voz! —susurró el hombre—. ¿Qué haces aquí?

—Formo parte del grupo, ¿no lo recuerdas? —contestó el kender, ahora también en un murmullo—. Sólo quería anunciarte que los goblins se mueven entre los fuegos. Hace un minuto vi a un puñado de ellos, allí enfrente.

—¿Un puñado?

—Cinco. Tienen una oveja muerta.

—Preferiría que permanecieras junto a los enanos —dijo Ala Torcida con voz sibilante, mas no obtuvo respuesta.

Chess había vuelto a desaparecer en busca de sus propias aventuras. Pero al menos, como pensó el humano, era capaz de moverse en silencio cuando lo consideraba necesario.

Habían penetrado casi dos kilómetros en el valle cuando Ala Torcida divisó movimiento cerca del extremo de un seto vivo, a unos cien metros de distancia.

Hizo una señal con la mano a sus compañeros y buscó la protección de la fronda. La pestilencia de los goblins y del humo lo llenaba todo, y el cielo era como una tela a la deriva, con resplandores ígneos. Sólo en raros momentos se distinguían detrás las lunas.

Agachado en su silla, el hombre miró hacia atrás y comprobó que los demás no eran visibles. Habían entendido la señal y buscado refugio entre unos árboles, al borde de un campo.

Primero no apreció nada, pero después notó movimiento delante de él. Negras figuras aparecieron en una loma de poca altura, en dirección a donde se hallaba el grupo de Chane. Ala Torcida contó tres siluetas de cabeza grande y redonda, con cascos semejantes a cuencos invertidos. Entre ellos destacaba el centelleo de las armas.

Las sombras se aproximaron despacio, sin hacer más ruido que el quedo entrechocar del metal. El hombre desmontó y alzó unos centímetros su escudo, para vigilar por encima del borde, con la espada a punto. Los goblins estaban tan cerca, que Ala Torcida oyó sus guturales voces.

—… no mucho más lejos. No os acerquéis demasiado. Quiero rodearlos, no provocar un choque…

Unos pasos más, y se detuvieron. El hombre vio la diminuta llama de una lámpara cubierta, con la que se disponían a encender una paja.

¡Tenían antorchas! Ala Torcida comprendió entonces lo que hacían aquellos goblins. Formaban parte de un cerco que preparaba hachones.

En alguna parte silbó entonces una jupak, y uno de los goblins se puso repentinamente rígido, produjo un gorgoteo y se desplomó. El humano no vaciló ni un instante. Siempre agachado, se precipitó sobre los otros dos como una sombra más oscura, apretando los dientes para ahogar el grito de guerra que pugnaba por salir de su garganta, y su espada pareció cantar suavemente cuando se clavó entre el yelmo y el peto del goblin más cercano.

Sin detenerse, Ala Torcida arremetió contra el otro, y su hoja chocó contra el metal. A la irregular luz vio los brillantes ojos, llenos de sorpresa, y cómo la boca del goblin se abría para dar la alarma. Entonces golpeó al enemigo con el borde del escudo y lo hizo caer. Antes de que la lámpara pudiese tocar el suelo, el hombre la cogió para taparla. Miró luego rápidamente a su alrededor, se puso de pie y avisó a los compañeros con un gesto.

Los amigos no tardaron ni un minuto en llegar.

—Saben que estamos aquí —dijo Chane.

—Lo saben, sí. Permaneced bien juntos y seguidme. ¡Cruzaremos a toda prisa aquel campo!

Echaron a correr sin poder confiar más que en su buena suerte hasta alcanzar el próximo cobijo. El grupo reptó a través de un estrecho terreno de rastrojos donde empezaban a descomponerse unos cuerpos muertos que no supieron distinguir, y desde allí bajaron a un barranco que sin duda arrastraría aguas estacionales al río.

—¡Dirígenos! —le susurró Ala Torcida a Chane—. ¡Necesitamos distanciarnos de aquí lo antes posible!

El enano se puso a la cabeza, silencioso, y todos aceleraron el paso por el desfiladero, siempre encogidos.

El humano miró hacia atrás por donde el barranco se hacía más profundo. En el lugar que habían dejado poco antes, las antorchas se encendían en parejas o grupos de tres: un amplio círculo de luces que los habría bañado en rojo fuego de haber continuado ellos allí.

Alcanzó a los demás y, al pasar por su lado, los contó. Faltaba el kender. Chane cubrió ahora la retaguardia y Ala Torcida guió, buscando el camino mejor y más discreto a través de la vaguada.

—¿Cómo saben que estamos aquí? —murmuró Jilian.

—Peor que eso, conocen el punto exacto y pueden encontrarnos de nuevo —señaló Ala Torcida—. Ésta quebrada da una vuelta más adelante. Allí podría haber una emboscada. Uno de nosotros tendría que explorar el terreno.

—Yo iré —se ofreció Jilian, pero entonces se acercó corriendo un ser menudo. Era el kender.

Chess indicó la senda por la que había llegado.

—Ahí delante esperan unos goblins —susurró—. Creo que saben que estamos aquí.

A relativa distancia sonaron unas voces guturales.

—Han encontrado los cadáveres —dijo el humano—. Si antes no tenían la certeza…, que probablemente la tenían…, ahora están bien seguros. ¿Cuantos goblins hay?

—Lo ignoro. Un montón —contestó el kender con un encogimiento de hombros.

—¡Aguardad aquí! —ordenó Ala Torcida, y Chane se aproximó para ver qué sucedía—. Han preparado una emboscada —explicó el hombre—. Nos descubrieron, y ahora nos acorralan.

El enano miró al mago, que había callado durante la mayor parte de la caminata.

—¿Se te ocurre algo?

—Poco puedo fiarme aquí de la magia —respondió Sombra de la Cañada con voz rasposa—, mientras tú lleves tu cristal.

—¿Ni siquiera te saldría un pequeño hechizo? —sugirió Chess—. Algo inocente, como hacer surgir de la nada cincuenta o sesenta guerreros bien armados que nos respalden, o…

—Hacernos invisibles —propuso Chane—. ¿Lo conseguirías?

—¿Un hechizo de invisibilidad? Fácilmente, de no ser por tu Sometedor de Hechizos. No sé qué pasaría.

—Antes mandaste al enano que introdujese el Sometedor de Hechizos en un agujero de la roca —recordó Ala Torcida—. ¿Y si lo probaras? Yo vi que, en ese momento, tu bastón relucía.

—Voy a vigilar otra vez a esos goblins —dijo el kender—. Ya me notificaréis la decisión tomada.

Y desapareció antes de que nadie pudiese impedírselo.

—Quizá no surta efecto el encantamiento —advirtió Sombra de la Cañada—. El poder del Sometedor de Hechizos es…

—Lo intentaremos —resolvió Chane y fue a gatas al borde del barranco, exploró la zona por espacio de unos segundos y murmuró:

—Aquí hay algo… como la madriguera de un animal. Es… ¡huy!

—¿Qué ocurre? —preguntó Jilian.

—Algo me ha mordido, y luego ha corrido brazo arriba y por mi cabeza. Pero ya se ha ido. Éste agujero es…, caramba…, tan largo como mi brazo. Meteré dentro al Sometedor de Hechizos. Tú realiza la prueba, mago. ¡Es nuestra única posibilidad!

Una gruesa gota de lluvia cayó en el polvo, a los pies de Sombra de la Cañada. A continuación siguieron varias más. A lo lejos retumbó un trueno, y la lobreguez fue en aumento.

—Lo probaré —decidió el hechicero. Alzó su bastón, con lo que su propio cristal resplandeció débilmente, y pronunció unas duras palabras en una lengua que no significaba nada para los demás.

Durante un largo momento no sucedió nada. Pero, cuando Ala Torcida se volvió, lanzó una exclamación de asombro. A su lado, Jilian había empezado a refulgir. De ella emanaba una luz rosada, que formaba un halo a su alrededor. También los demás brillaban. Hasta el caballo tenía una fina pátina gris que se reflejaba en las paredes del barranco. El hombre se miró las manos. Él resplandecía igualmente, aunque en un distinto color amarillo dorado. Incluso el mago estaba iluminado o, mejor dicho, despedía un fulgor. Sombra de la Cañada había adquirido un profundo tono rojo rubí, como si la luz procediese de su interior y llevara el color de su sangre.

Quebrada abajo sonaron unas voces, y algo pequeño y de un verde brillante apareció disparado hacia ellos.

—¿A esto lo llamáis ser invisible? —protestó furioso, con un grito—. ¡Caramba! ¡Si parecéis lámparas con patas! Los goblins no tardarán ni un minuto en llegar. Os los dejo. Yo voy a ver si encuentro otros.

Como una menuda antorcha verde, el kender trepó pared arriba y echó a correr a campo traviesa. Mas también procedentes de esa dirección se oyeron chillidos de persecución.

La escasa lluvia comenzada poco antes había cesado, pero ahora volvió de repente: un fuerte aguacero empujado por el viento. En el cielo danzaron los relámpagos y estalló el trueno.

—Esto ya me parece mejor —le dijo Ala Torcida al mago—. Venid; hemos de salir de este barranco. Yo me haré cargo del caballo. ¿Dónde está Chane? ¡Chane!

—Aquí, a tu lado —respondió el enano—. ¡Adelante, Jilian! Yo voy detrás de ti.

El único que no resplandecía era Chane. En ningún momento había soltado su Sometedor de Hechizos.

La lluvia se hizo más intensa; una cegadora cortina que empezaba a llenar la vaguada cuando ellos escalaron la empinada orilla. A través de la tormenta, Chane y los demás percibieron las voces de los goblins que se acercaban por el barranco y, a continuación, el ruido de su chapoteo en el agua y el lodo.

Espesos nubarrones cubrían la persistente capa de humo, con lo que tapaban las dos pálidas lunas. El chubasco extinguió los fuegos de los goblins y, en cosa de unos instantes, la única luz que había en el valle era el brillante resplandor de los héroes.

—Yo preferiría que hubieses hecho antes el segundo encantamiento y, en cambio, te hubieras saltado el primero —gruñó el hombre, de cara al mago.

—Mi hechizo falló en parte —se excusó Sombra de la Cañada— porque el Sometedor de Hechizos es demasiado poderoso.

—Me refiero a la lluvia —dijo Ala Torcida, jadeante—. Si podemos conseguir una cierta distancia, el chaparrón nos ayudará.

—Ésa lluvia no la produje yo —confesó el hechicero.

—¿Quieres decir que vino por sí sola? —refunfuñó Chane, que no era más que una sombra en medio de sus centelleantes compañeros—. No lo creo.

Sombra de la Cañada meneó la cabeza.

—No vino por sí sola, en efecto. Fue cosa de magia, pero… no mía.

—Por ambos lados del barranco se acercan goblins —indicó Ala Torcida—. Cuando se encuentren, saldrán juntos de él. Y, de la manera que resplandecemos nosotros, nos descubrirán pese a la lluvia. ¡Corramos!

Tomó las riendas de Geekay y, después de precipitarse hacia adelante, volvió a pararse a escuchar.

—Oigo algo —susurró.

También los demás aguzaron el oído. El agua caía sin cesar, y los truenos retumbaban de un modo escalofriante, pero a través de la tempestad llegaba, entre gritos y chapoteos, la amenaza de los goblins que coincidían en la quebrada. Durante un rato no percibieron nada más, hasta que al fin lo oyeron.

Debajo de los otros ruidos, más profundo y apenas audible, crecía un estruendo procedente de su derecha y de tierras más altas.

—¿Qué es eso? —murmuró Jilian.

Ala Torcida lo adivinó y arqueó una ceja. ¡Una súbita riada! Masas de agua que cubrían las tierras bajas del curso superior del afluente, y que pronto inundarían el barranco en dirección al río que más abajo surcaba el valle.

—¡Una crecida! —dijo.

—¡Y los goblins están en la quebrada! —añadió Jilian.

—Y llevan armadura —señaló Chane.

Ala Torcida soltó las riendas y corrió a asomarse al barranco. Los otros fueron detrás de él. Iluminado por su propio fulgor, pudo distinguir cabezas que se movían, y un par de veloces dardos pasaron a pocos metros de donde él se hallaba. Una piedra arrojada contra un goblin hizo caer a éste de espaldas al oscuro desfiladero que acababa de abandonar. El sordo ruido se había convertido ahora en un furioso rugido y estaba cada vez más cerca. Una saeta de bronce chocó contra el escudo del hombre, que esquivó otra y emitió un terrible grito de guerra al atacar por su parte a las oscuras figuras que trepaban por las paredes del barranco. Su espada, que despedía un dorado resplandor, se movió con tremenda agilidad de un lado a otro, golpeando aquí y allá armaduras y tizonas hasta quedar manchada de sangre de goblins.

Dos criaturas cayeron delante de Ala Torcida, y otras cuatro ocuparon sus puestos. Todos los diabólicos seres procuraban escapar del barranco inundado. El humano rechazó, con su espada, el ataque de dos de ellos; su propio escudo recibió un nuevo corte y, a su lado, Chane Canto Rodado, siempre enfundado en su traje de piel de felino, perforó con su martillo el yelmo de un goblin.

Junto a Chane, Jilian era una borrosa mancha rosada en la oscuridad, una rodante peonza con una afilada y mortal hoja.

El fragor de la quebrada adquirió un sonido estrepitoso, y una pared de espuma barrió toda la vaguada, chispeante a la luz de los relucientes luchadores. Pasado ese muro de agua, no pareció quedar nada con que pelear.

¿Cuántos goblins había habido en la quebrada? Ala Torcida se lo preguntó en silencio. No tenían manera de saberlo. Todos habían desaparecido, ahogados y arrastrados hacia el río principal.

En la orilla se movió de pronto una sombra, y otra, más oscura todavía, se arrojó sobre ella. Chane alzó su martillo, y un último goblin fue a parar al torrente. Pero el enano se tambaleó entonces, y Jilian llegó a tiempo de impedir que se desplomara. La muchacha miró a Ala Torcida y lo llamó con un gesto. El hombre acudió en el acto y se arrodilló junto a Chane, que apretaba los dientes echado en el suelo. Gracias a su propia luminosidad, quienes lo asistían descubrieron la saeta de bronce que tenía clavada en el hombro. Jilian quiso arrancársela, pero una reluciente mano roja se lo impidió.

—Deja que lo haga yo —dijo Sombra de la Cañada—. Sé cómo proceder.

Con la propia daga de níquel del enano, el mago extrajo la saeta y, seguidamente, retiró el traje de piel para cortar la prenda de hilo que Chane llevaba debajo y se puso a examinar la herida. Con los pulgares apoyados a ambos lados de la herida, empujó sus labios hacia dentro.

—Pásame una llama —le pidió al humano.

Ala Torcida buscó su chisquero en la bolsa. Era un ingenioso mecanismo que tiempo atrás había obtenido de los Enanos de las Colinas. Pero, por mucho que revolvió el contenido, no lo halló.

—No está —dijo.

—Es igual —contestó Sombra de la Cañada—. Jilian, ¿ves cómo sostengo los labios de la herida? ¿Sabrás hacerlo tú?

La joven ocupó el lugar del mago, que extrajo un pequeño objeto de plata, con tapadera, de la bolsa que llevaba colgada del cinturón.

—Fósforo —musitó el humano.

Había tenido una idea, pero no era el momento de considerarla.

Sombra de la Cañada esparció un poco de pasta de aquella diminuta caja sobre el saetazo que Chane tenía en el hombro y, a continuación, tomó otra sustancia más oscura y le dijo a Jilian:

—Suelta ahora la herida y apártate.

Retiró la muchacha las manos, y Sombra de la Cañada añadió esta segunda pasta a la primera con la hoja de un cuchillo. De repente se produjo un llameante brillo en el hombro del enano, y Chane gimió.

La luz se apagó tan pronto como se había encendido. Y una bocanada de blanco humo se alzó para ser dispersada enseguida por la insistente lluvia.

—Vendadlo —gruñó Ala Torcida—. Es preciso que reanudemos el camino. Nos queda mucho que andar a través del valle.