27

Hacía horas que Solinari y Lunitari se habían puesto. Junto a un pequeño fuego encendido en el fondo de la cueva de la montaña, Chane Canto Rodado yacía en un tranquilo sueño por primera vez en varios días. De momento, la mancha colorada de su frente era tan débil que apenas se notaba. Más aún, la luz que se reflejaba en sus mejillas revelaba un color sano y rubicundo que Jilian atribuía a los dos días de reposo y buenos alimentos, si bien algunos sospechaban que la enana le había aplicado también otra clase de curas.

Sombra de la Cañada insistía en que, en su opinión, Chane no había corrido peligro pese a su enfermedad. Según él, la luna roja le había encargado una tarea que el enano debía cumplir.

Dicho esto, el mago había guardado silencio, sentado pensativo en un rincón, para echarse luego por encima la capa de bisonte y emprender el camino que le pareció.

Transcurrido un día, aún no había regresado.

Pero mientras Chane dormía cerca del fuego, con Jilian a su lado como siempre, el kender se fijó en algo que no necesitaba más reflexión. Llegaba cargado de ramitas para alimentar el fuego y se paró. Seguidamente llamó a Ala Torcida con un gesto y señaló el detalle descubierto.

Jilian se había dormido y daba suaves cabezadas hasta que quedó quieta, sin más movimiento que el de su respiración. Pero en las sombras formadas entre los dos enanos, sus manos permanecían estrechadas; la pequeña de Jilian en la más grande de Chane.

Ala Torcida sonrió.

—Sí —susurró—. Muy probablemente es eso lo que lo cura. Ciertos consuelos son más poderosos de lo que la gente cree.

«No para mí», pareció decir algo con tristeza, y Chess alzó la vista del nuevo trabajo comenzado, que consistía en cortar ramas de un largo y delgado árbol joven.

—Deja de lamentarte, Zas —le riñó el kender, malhumorado—. Nunca lo pasaste mejor que ahora. ¿Habías soñado alguna vez con viajar tanto?

«No —gimió la incorpórea voz—. Sólo con existir».

—Pues tampoco existías donde estabas, de manera que no veo la diferencia.

Ala Torcida miró al kender, curioso por ver qué hacía la diminuta persona.

Era la primera vez que Chestal Arbusto Inquieto permanecía concentrado en algo durante más de una hora. En efecto, Chess llevaba trabajando en el joven árbol casi todo el día. Cortadas todas las ramas y pelada la mayor parte de la corteza, quedaba una fina vara de más de seis metros de largo.

Finalizada la labor, el kender dejó la vara cerca del borde del saliente y dijo:

—Me hace falta algo de cuerda.

El hombre arqueó las cejas.

—¿Acaso piensas ir a pescar?

—Pues no —respondió Chess con aire distraído—. Pero necesito… ¡Ah perdón! —Y trotó hacia donde estaban los bultos apilados.

Regresó al cabo de un rato y anunció:

—Encontré unas correas. No son cuerdas, pero servirán.

Ala Torcida siguió con la vista al kender, que se había encaminado al borde del saliente, e inquirió con indulgencia:

—¿Puede saberse qué haces ahí?

—Un sistema de aprovisionamiento —replicó Chess—. Los gnomos no son los únicos capaces de inventar buenas cosas.

—Un sistema de aprovisionamiento —repitió Ala Torcida, preguntándose de qué se trataría.

Cuando lo entendió, no pudo contener una risita. ¡Pasas para Bobbin, claro! El gnomo había aparecido dos veces desde que estaban allí, en un desesperado intento de acercar lo suficiente su artefacto para que alguien pudiese agarrar la cuerda, siempre entre reniegos en su lengua. Asimismo murmuraba algo acerca de un «efecto de tierra», de «un giro de noventa grados» y de la «inconcebible inclinación de las montañas».

Ahora tenían pasas para él, y sidra, que por lo visto le encantaba, pero hasta el momento no habían podido enviarle las provisiones por medio de la cuerda, que como mucho se había bamboleado a cuatro o cinco metros del borde del saliente.

Probablemente, y se encontrase en un sitio o en otro, Bobbin estaba hambriento.

—Conque un sistema de aprovisionamiento —dijo Ala Torcida una vez más—. Puede funcionar bien.

—¿Que puede funcionar bien?

La profunda voz, firme y tranquila, asustó al hombre. Chane Canto Rodado no se había movido, pero estaba despierto. Sus ojos centelleaban a la luz del fuego e iban de Ala Torcida a la medio dormida Jilian.

—¿Te sientes mejor?

El humano se arrodilló para observar mejor al enano.

—Estoy bien, sí —contestó Chane, procurando no despertar a su compañera—. ¿Cuánto tiempo llevamos aquí? Creí que habíamos ido a… Pero no; debió de ser sólo un sueño…

—Un par de días —explicó Ala Torcida—. Tu estado era bastante malo. ¿Qué tal tienes el hombro?

Chane cambió de postura, hizo una mueca de dolor y se incorporó sin soltar la mano de Jilian.

—Un poco rígido todavía, pero nada de importancia. ¿Estamos todos aquí?

—El mago volvió a largarse. Me parece que nuestra compañía no le interesa en exceso. Chess prepara un palo con que poder proporcionar víveres al gnomo, cuando se presente de nuevo… Si es que lo hace.

Chane miró con dulzura a Jilian.

—¿Cuánto lleva sentada aquí? —preguntó, y con todo cuidado la acostó, aunque sin soltarle la mano.

Sólo al cabo de unos momentos la dejó para ponerse de pie.

—Desde que llegamos, sólo se ha separado de ti durante minutos sueltos. Pero si tú estás en condiciones, necesitamos hablar. ¿Adónde iremos desde aquí? Los goblins nos esperan en ese valle de enfrente.

—Quizá no fuese todo un sueño, pues —musitó Chane—. Soñé que los soldados nos aguardaban al otro lado de una llanura devastada, donde se alza la base de un picacho extraño… De un picacho que tiene la forma de una calavera gigante.

—Justamente se llama el Monte de la Calavera —dijo Ala Torcida—. ¿Lo viste?

—En el sueño dimos la vuelta a la montaña y nos detuvimos aquí mismo. El aire era límpido, y a los lejos veíamos la aguja de Zhamen. A unos quince o dieciséis kilómetros de distancia, en las llanuras de Dergoth. Resplandecía a la luz del sol; una alta torre fortificada que sobresalía solitaria detrás de donde se había reunido nuestro ejército… y el suyo. Aquí en la ladera de la montaña éramos catorce. Con nosotros estaban Derek y Carn y Hodar, y también el viejo Callan Rocasgrises…, el viejo Callan —dijo Chane con voz quebrada, aunque enseguida se rehízo—. Era el amigo más leal de mi padre y siempre estuvo a mi lado, tal como le había prometido al rey. También vi a unos hermanos daewar, Hasp y Hoven Atiza…, Atizafuegos —agregó después de contemplar nuevamente a la dormida Jilian—. Pertenecían a su familia. Me pregunto si ella sabe que, otrora, mi familia y la suya fueron… No; imposible que lo sepa, porque no había nacido. Ni siquiera el padre de su padre estaba en el mundo. Curioso, ¿no?

Ala Torcida se acuclilló junto al enano, pasmado.

—Estábamos aquí, sí —prosiguió el enano—. Después nos fuimos, cruzamos un puente de piedra y llegamos a las llanuras de Dergoth, donde esperaban nuestros ejércitos… y los de ellos. Y luchamos. ¿Teníamos razón nosotros? Ni siquiera lo pensé. Mi padre había marcado nuestro camino, y peleamos. Yo capitaneaba mis tropas. Aún me parece oír sus gritos cuando cargamos contra el enemigo. «¡Por Grallen!», voceaban. «¡Por Thorbardin!». ¿Te das cuenta, humano? En mi sueño, yo era Grallen y guerreaba en el campo de Zhamen. ¿Por qué me miras de esa forma?

—La mancha de tu frente brilla —señaló Ala Torcida.

—Ya brillaba antes —contestó Chane, levantando la vista hacia la luna roja llamada Lunitari—. Al menos, ahora sé exactamente por qué la llevo.

—Pero… es que centellea como si fuera cristal. Como el propio Sometedor de Hechizos.

—En mi sueño llevaba aquí su equivalente —indicó el enano y tocó el reluciente círculo que tenía entre las cejas—. Pero en el yelmo, incrustado encima del cubre-nariz. También decían que brillaba cuando yo…, cuando lo llevaba Grallen. Pero no era rojo, porque Rastreador es verde. La senda que yo sigo es aquella por donde fue Rastreador. Sabes que deseo conducirla sana y salva a casa —murmuró, refiriéndose a Jilian, aún dormida junto al fuego—. Pero nuestro mundo no será seguro para ella ni para nadie si no hago lo que Grallen se proponía. El secreto ya fue vendido.

—¿Vendido?

—Según el sueño, sí. Un humano averiguó el camino escondido y cambió sus conocimientos por más poder. Una voz me lo reveló en sueños. Era como si el Sometedor de Hechizos me hablase… aquí, en la frente.

—Si viste a Grallen —reflexionó el hombre mientras se frotaba los bigotes—, entonces sabes por qué estaba en el Fin del Cielo. Yo me lo he preguntado en más de una ocasión. Rogar Hebilla de Oro y otros me contaron la historia. Pero todos decían que Grallen y su ejército se habían dirigido hacia el norte, desde la Puerta Norte, atravesando las llanuras de Dergoth para enfrentarse a Fistandantilus en la batalla final. ¿Qué hacía aquí, pues, tan al oeste?

—Verás… Su ejército se encaminó al norte y aguardó al archimago en las llanuras. Pero yo… Grallen, quiero decir…, y un reducido grupo de fuerzas fueron primero al oeste, con objeto de reunir bajo Melden Escudo de Cobre a los tiradores de Excavador de Carbón y a los guardias fronterizos. Grallen había sido enterado por los espías del rey de que un numeroso ejército de Enanos de las Colinas se preparaba para irse de la Abanasinia meridional. Era preciso detenerlo, ya que, en caso contrario, el ejército de Enanos de las Montañas que estaba en Dergoth quedaría atrapado entre dos enemigos. La cosa es que Fistandantilus estaba allí, en Waykeep, y se unió a la batalla para pronunciar hechizos de fuego y hielo. Aquéllos que vinieron por ese camino fueron todo lo que quedó del combate.

—Y en Thorbardin no se enteró nadie, dado que no hubo quien regresara después de Zhamen —murmuró Ala Torcida—. ¿Qué más viste en tu sueño?

El enano entrecerró los ojos.

—Otra batalla, de más envergadura, que ocurría en las llanuras, en dirección a la vieja fortaleza que se alzaba allí. Lo sabía, Ala Torcida. Lo sabía… Pero… ¿lo sabía entonces? ¿Sabía él que era la última batalla? Callan Rocasgrises acaudillaba el asalto general. Me pregunto si en Thorbardin hay alguien que esté enterado de ello. Y Derek Hammerthane llevaba el banderín real. También se nos unieron…, se les unieron otros, quiero decir. Entre ellos había varios humanos que lucharon valientemente al lado de Grallen y de los demás. Y yo…, Grallen, mejor dicho…, conquistó la torre en mi sueño y, después, hizo frente al viejo hechicero en su guarida. Quería arrancarle un juramento a Fistandantilus… o matarlo. Pero el príncipe tenía prisa, y se descuidó. Ansiaba terminar la lucha y volver a Thorbardin por algo que le había revelado la gema incrustada encima de su cubre-nariz. Su preocupación lo hizo subestimar al mago.

Chane descansó unos segundos con los ojos cerrados del todo.

»Lo vi en mi sueño. El hechicero estaba furioso. Su mirada…, no hay forma de describir su mirada. No eran los ojos de un ser vivo. Eran… la expresión de la maldad. Entonces, ese hechicero sonrió y desató su magia final. Y Grallen… y todos y todo… desaparecieron.

La voz del enano se había debilitado, de modo que sus últimas palabras apenas fueron audibles. Cuando abrió los ojos, una lágrima asomó a uno de ellos y le resbaló por la mejilla. Chane soltó un bufido, meneó la cabeza y se enjugó la lágrima con el dorso de la mano.

—Ahí acabó todo, como ya sabes. Todos murieron.

El enano lanzó un pesado suspiro y miró a su alrededor como si despertara en aquel momento. El kender había acudido a escuchar y sostenía un extremo de la larga vara, a la que había puesto lazos de cuero. Chane se dio cuenta de que, probablemente, era la primera vez que había visto sin habla a Chess.

—Pero has dicho que viste el Monte de la Calavera —insistió Ala Torcida—. Grallen no pudo haberlo visto.

—No. Nunca lo vio. Fue como si la montaña se… derritiera para transformarse en algo horroroso. Grallen no la vio, Ala Torcida, pero yo sí. En mi sueño. La piedra incrustada en el yelmo de Grallen, Rastreador, sí que la vio, y yo vi lo descubierto por Rastreador. Grallen tuvo que quitarse el yelmo… o lo perdería en la torre. Pero yo sé dónde está ahora, y por qué la línea verde tiene un aspecto tan raro, como si se doblara sobre sí misma. Mira, la aguja de Zhamen —señaló desde el borde del saliente, aunque no en dirección al lejano Monte de la Calavera, sino más hacia el sur—. Fue arrancada totalmente de la torre, con trozos de la parte superior de ésta. El yelmo de Grallen… y Rastreador… se hallan donde cayeron los escombros.

* * *

El sol de la mañana acariciaba los picos del Fin del Cielo cuando reapareció el artefacto de Bobbin cayendo desde gran altura en una serie de cabriolas y volteretas, como un pájaro herido por un ave de rapiña. Cuando el ingenio se acercó, Chane y sus compañeros lo miraron con interés. El armatoste parecía contar con algo nuevo, desde la última visita. Porque de la lona sobresalía un delgado mástil.

Encima de la garganta, a poca distancia de la cueva, el artilugio se niveló y los estabilizadores oscilaron. Suspendido en el aire entre nieblas ascendientes, el gnomo se asomó para gritar:

—¡Preparad mis provisiones! ¡He resuelto el problema!

—¿Qué significa eso de que has resuelto el problema? —contestó Chess—. ¡Yo sí que he trabajado todo el día para resolver el tuyo!

—¡Date prisa!

Bobbin tiró de las cuerdas de control, sin hacer caso del kender, y aproximó su invento al saliente de roca. Como ya había hecho antes, el aparato empezó a ladearse hasta quedar colocado junto a la parte alta de la pendiente. Cada vez estaba más cerca, y el delgado mástil comenzó a extenderse desde su lado inferior en dirección a la cueva. Chess y los demás vieron qué era: la soga de Bobbin, que, algo rígida, serpenteaba formando ángulo hacia la plataforma.

—¡Corre! —insistió el gnomo—. ¡Y no olvides la sidra!

El kender brincaba junto al borde con los ojos brillantes de emoción.

—¡Fijaos! Bobbin ha puesto rígida la cuerda. Viene sola hacia nosotros.

El gnomo manejó los mandos y continuó soltando soga mientras hacía todo lo posible para mantener su invento cerca de los amigos.

—¿Cómo lo hiciste? —preguntó Chess—. ¡Es increíble! Las pasas y la sidra están aquí, todo bien atado. Sólo hace falta colgarlo y… ¡Ay!

La cuerda, que se hallaba ya a cosa de un metro y medio de la roca, se aflojó de repente y quedó balanceándose en el aire, con el gancho a unos cuantos metros de la roca.

—¡Qué desastre! —exclamó el gnomo—. ¡Se ha derretido!

—¿Derretido?

—Sí. Utilicé el resto del agua que tenía para empapar bien la soga. Luego pasé toda la noche a más de tres mil metros de altura, para que se helara. Pensaba que eso serviría.

—No te preocupes —dijo Chess—. Simplemente procura permanecer quieto.

Henchido de orgullo, el kender sacó su vara de repuesto: unos seis metros de delgado tronco, con lazos en sus extremos. Sujetó el paquete de pasas y sidra a la ligadura de la punta más estrecha y lo alzó hacia el bamboleante gancho. Asomado a su cesto de mimbre, Bobbin presenciaba la maniobra preocupado.

—Eso no funcionará —objetó—. No puedes levantar tanta carga sin un contrapeso.

Chess se afirmó bien y no ahorró esfuerzo para alargar la vara todo lo posible. Pero el peso de las provisiones parecía doblarse a cada palmo.

—Creo que necesitaré ayuda —reconoció.

Los demás se habían reunido a su alrededor, mirándolo con una mezcla de diversión e incredulidad.

—Ni con eso te bastará —indicó Ala Torcida—. La vara no es suficientemente larga.

—Pues tendrá que bastar —jadeó el kender, que empezaba a tambalearse—. No se me ocurre nada más.

Con sus últimas fuerzas, Chess volvió a subir las provisiones a la plataforma de roca. Trasladó el paquete unos seis metros hacia la izquierda y regresó a toda prisa. Levantó entonces el otro extremo del palo y lo apoyó en su hombro.

—¡No! —exclamó Ala Torcida.

—¡Espera! —gritó Chane.

—¡Nopuedeshacereso! —chilló Bobbin.

Pero ya era tarde. Con un tremendo tirón, Chess había alzado el bulto en un intento de sujetarlo él mismo al gancho que pendía del aparato, con el resultado de que el paquete, la vara y el kender desaparecieron del saliente. Jilian gritó.

Sin pérdida de tiempo, Ala Torcida desenvainó su espada, hincó la hoja en una profunda grieta de la roca y se descolgó pared abajo. Chane Canto Rodado saltó encima de él y descendió a lo largo del hombre hasta quedar colgado de su tobillo y agarrar la mano libre de Chess cuando ésta iba a perder su asimiento a una rama.

—¡Lo tengo! —chilló Chane—. ¡Súbenos!

Ala Torcida trató de hacerlo, pero no lo consiguió. La espada los aguantaba a todos: a él, al enano, al kender, y también la vara y el paquete pendían sobre el desfiladero lleno de bruma, pero ni el máximo impulso muscular podría alzarlos.

—Pensaba que el loco era yo —voceó Bobbin desde su aparato volador.

Jilian, por su parte, apoyó firmemente los pies contra el suelo y se cogió con ambas manos al antebrazo del humano. Sus uñas se clavaban en la piel del hombre al tirar.

—¡Suéltame! —protestó él—. ¿No comprendes que todavía lo haces todo más difícil?

—¡Que alguien traiga una cuerda! —pidió Chane, detrás.

—¡Yo la tengo! —dijo Bobbin—. ¡A mí de nada me sirve, ahora que se ha derretido!

Jilian se retiró a gatas de la plataforma y salió corriendo para volver poco después con el caballo de Ala Torcida y un trozo de soga encontrado en las alforjas. Con gran rapidez, la muchacha sujetó la cuerda a la silla, llevó su extremo libre al borde de la roca y se asomó al vacío para atarla al brazo del humano.

Al tirar Jilian del ronzal, el animal se plantó y se echó hacia atrás. Gracias a ello apareció la cabeza de Ala Torcida, y el hombre pudo ser arrastrado hasta tenerlo a salvo. Detrás fue levantado Chane y, por último, el kender. Éste se agarraba firmemente con una mano a la del enano, pero con la otra mantenía sujeto el lazo de su vara.

—¡Extraordinario! —gritó Bobbin, que contemplaba el espectáculo desde el límite del efecto de tierra.

Cuando finalmente la vara y los paquetes estuvieron a buen recaudo, Chane soltó el tobillo del humano y la mano de Chess. Luego se puso de pie, se quitó el polvo de encima y le arrebató la vara al kender.

—¡Fuera de aquí! —gruñó.

Enojado, el enano dio la vuelta al palo y, rápidamente, empujó su otro extremo hacia el gancho colgado del artefacto para suspender el lazo de cuero.

Chestal Arbusto Inquieto, que lo miraba, meneó la cabeza.

—Eso no servirá —refunfuñó.

—¿Por qué no?

—Porque, entonces, yo perdería mi vara de recambio.

—¿Y para qué la quieres?

—¡Para proporcionarle pasas y sidra al gnomo!

—Pero si él tiene la vara, también tendrá las provisiones. ¿Entendido? —replicó Chane.

—¡Ah…! —dijo el kender, considerando la lógica del enano—. ¡Claro!

Utilizando el paquete como contrapeso, Chane alargó la vara y, con gran exactitud, colocó el lazo en el gancho de Bobbin. El gnomo empezó a cobrar la soga, y el paquete resbaló del saliente y cayó. El pesado envoltorio se balanceaba en el aire, con lo que el artefacto bailó también. Momentos después, sus palas reaccionaron ante las variables corrientes y el ingenio se alejó por encima del abismo, sin cesar de dar vueltas cada vez a mayor altura mientras la excitada voz del gnomo se perdía en la distancia.

—¡Siempre serás bien recibido! —chilló Chess, presenciando cómo el extraño armatoste con el palo, la vara de repuesto y el paquete de las pasas y la sidra eran ya sólo un pequeño punto en el cielo.

—Por lo menos, ahora tiene provisiones —dijo Jilian—. Debía de estar muy hambriento.