17

Aquélla noche, el enano y el kender durmieron en el campamento de los humanos. A pesar de la concesión de Lanudo Cueto de Hierro, un Enano de las Montañas era mejor recibido entre humanos que entre los seres de las colinas. Ambos compartieron con los demás lo que quedaba en sus bolsas: medio kilo de cecina de felino, restos del ganso y un pan. Los humanos, por su parte, les ofrecieron algo de las provisiones que habían llevado consigo en su retirada del ataque de los merodeadores goblins.

Resultó un campamento triste y mustio, igual que el de los enanos. En todas partes había heridos e imperaba la tristeza.

Chane pasó un rato conversando aparte con el jefe de los hombres, Camber Meld. Finalmente se enroscó, dispuesto a dormir, aunque preguntándose cómo iba a seguir el camino de Grallen, el antiguo guerrero, si conducía a un nido de goblins armados hasta los dientes y de sanguinarios ogros.

Chestal Arbusto Inquieto, muy despierto aún y excitado por las nuevas aventuras que se le presentaban, vagó por los dos campamentos antes de trepar a una colina y sentarse en la cumbre para observar el deslizamiento de las lunas por el cielo.

A lo lejos veía los disimulados fuegos de los campos de refugiados, donde dormía Chane Canto Rodado. El kender se llevó una mano al costado y notó que le faltaba la bolsa. ¡La había dejado en el campamento con sus demás cosas! Y, si bien tenía consigo la jupak, no disponía de guijarros. Inmediatamente se puso a buscar algunos, y con ellos se sintió mucho más seguro.

De todas maneras reinaba una quietud extraña. De Zas no se percibía ni un gemido. Chess se dio cuenta, entonces, al contemplar los apartados fuegos, de lo lejos que estaba del Sometedor de Hechizos.

—¡Caracoles! —murmuró y, hablando despacio y de manera clara, dijo—: Escucha, Zas. Creo que deberíamos tratar sobre esto. Estoy seguro de que podríamos encontrar un modo civilizado de… ¿Me prestas atención, Zas? ¿Por qué actúas ahora de semejante forma? No hay motivo para que desaparezcas de repente… ¡Zas! ¿Dónde te has metido, Zas?

Nadie le contestó. No había ni rastro de la presencia del hechizo.

»¿Te escondes de mí, Zas?

El kender lo buscó por todos los rincones, pese a constarle que no aparecería por ninguna parte.

»Mira —continuó—, si te has cansado de seguirme, por mí no lo hagas. No hay problema. Nunca supe por qué tenías que pegarte a mí como una lapa. Si prefieres ir por tu cuenta, yo no me opondré —añadió después de una pausa en espera de que Zas dijera algo—. En realidad, creo que sería lo más acertado que podrías hacer. Lárgate de una vez; cuanto más lejos, mejor, y consuma tu destino, sea el que sea. Crees que conseguirías un gran golpe con ello, ¿no? ¡Zas! —gritó ceñudo el kender, al no obtener respuesta—. ¡Sé que andas por aquí cerca! ¿Dónde estás?

Nada. Chess se sentó en una piedra, muy pensativo. Era posible que el hechizo empleara una nueva táctica. Quizás intentase convencerlo de que se había ido, para luego conducirlo con sus mañas hasta donde él pudiera estallar. Por otra parte, quizá ya se hallara lo suficientemente lejos para eso.

Al mismo tiempo cabía la posibilidad de que Zas no estuviese allí. Pero en tal caso… ¿dónde se encontraba? Había permanecido pegado a él desde que lo había descubierto en el antiguo campo de batalla. ¿Cómo se habría soltado ahora? Salvo que…

El kender hizo chasquear los dedos y rio. Había dejado sus bártulos en el campamento de los humanos. A lo mejor, el hechizo no se agarraba a él, sino a su bolsa. Eso explicaría los horribles lamentos de Zas en lo alto de la montaña. Si, en efecto, estaba pegado a su bolsa y el Sometedor de Hechizos había estado en ella…, ¡eso tenía que haberle disgustado mucho!

De repente, Chestal Arbusto Inquieto se dio cuenta de que había dado con la solución para su problema. Si Zas estaba realmente pegado a su bolsa, todo cuanto necesitaba hacer era confeccionar una nueva y marcharse dejando la vieja. ¡Entonces se libraría de una vez para siempre del maldito encantamiento! Enseguida se puso a pensar en el material preciso.

—¡Hola! —exclamó súbitamente una voz—. ¿Erestu?

El kender se puso en pie de un salto y miró a su alrededor.

»¡Estoy aquí arriba! —dijo la voz más despacio—. Soy Bobbin. ¿Tienes uvas pasas, por casualidad?

El artefacto de amplias alas flotaba a la vaga luz de las dos lunas. Chess agitó la mano, y el gnomo manejó los mandos de forma que el aparato descendió todavía más.

—No tengo pasas —contestó el kender—. Lo siento. ¿Qué haces ahí?

—Exploro el terreno —le informó Bobbin—. Soy algo así como el explorador jefe de la compañía de Ala Torcida, ya que no cuento con otra ocupación mejor. Busco peligros. ¿Sabes tú de alguno?

—No en este momento —admitió Chess—. No hace mucho, tropezamos con un ogro, y eso es terriblemente expuesto. Y, por lo que oigo decir, los peligros abundan detrás de aquellos picachos, en el Valle del Respiro. El lugar esta ocupado por goblins y ogros. Ésa gente que ves junto a los fuegos, son refugiados. ¿Por qué no hablas con alguien?

—Ya lo intenté —replicó Bobbin—, pero mi ingenio necesita un ajuste de sus equivalencias aerodinámicas, cosa que haré si alguna vez consigo volver a tomar tierra. Desde primeras horas del atardecer trato de acercarme al campamento, pero el aparato siempre cambia de dirección. Creo que tendrás que darme tú la información. ¿Goblins y ogros, dices? ¿Y de veras viste a uno de los ogros? ¿Cuál es el otro aspecto de la historia?

—Lo ignoro. No me detuve a charlar.

—¿Dónde está el ogro ahora?

—Arriba, en la montaña, sepultado bajo toneladas de rocalla. Chane Canto Rodado lo enterró.

—¿Chane Canto Rodado? No es la primera vez que oigo ese nombre.

—Y no me extraña. Ya sabes que es famoso. Yo soy su ayudante —agregó el kender con orgullosa sonrisa—. Tú también puedes ayudar, si haces correr la voz. Basta con que expliques a todo el mundo que Chane Canto Rodado es un famoso guerrero.

—Supongo que puedo hacerlo —respondió el gnomo—. ¿Dónde está ahora?

—En el campamento, con esa gente. Pero en estos momentos descansa. Eso de sepultar ogros es una tarea muy cansada.

—Ala Torcida desea enterarse de todo lo que pasa. Me pregunto si… —y después de un breve silencio, Bobbin dijo—: Si tú me ayudaras, quizá conseguiríamos compensar la desviación de este cacharro.

—¿Qué debo hacer? —inquirió el kender con recelo.

—Te echaré una soga. Tú la recoges, y tal vez puedas remolcarme hasta donde está esa gente.

En el acto, una serpenteante cuerda salió de la parte inferior del artilugio. Chess se echó la jupak a la espalda y agarró la soga con ambas manos.

—¿Y ahora qué? —gritó.

—Simplemente, empieza a andar, y yo procuraré seguirte.

Así lo hizo Chess y, durante una docena de pasos, el aparato se mantuvo obediente. Pero, entonces, una corriente le hizo perder velocidad y se torció hacia un lado. El kender dio un fuerte tirón y logró devolverle el curso debido.

—No va mal la cosa —reconoció el gnomo desde arriba—. Sigue caminando con la cuerda bien sujeta, y… ¡Ay, una contracorriente! Procura mantenerte firme…

Chess se agarró con toda su energía cuando la nariz del aparato apuntó al cielo, pero de pronto se dio cuenta de que sus pies ya no tocaban el suelo. Miró hacia abajo y quedó horrorizado. La colina en que había estado sentado se hundía, se hundía como el resto del mundo. Amplios paisajes bañados por las lunas se extendían debajo de él, reducidos a bosques, ríos, caminos y riscos en miniatura. El avión volaba cada vez más alto, desbocado, y con vientos de altitud bajo sus alas.

—¡Debieras mirar abajo! —jadeó el kender—. ¡Qué maravilla de vista!

El gnomo luchaba con sus controles entre murmullos y reniegos.

—¡Correas de distribución! —exclamó, irritado—. El zag y el zig han vuelto a invertirse. Creía que lo tenía todo bien asegurado. —Bobbin se asomó entonces a su cesto y, con ojos entrecerrados, preguntó: ¿Sigues ahí?

—Eso supongo —replicó Chess—. ¡Menudo problema, en caso contrario!

—Pues en vez de estar ahí con la boca abierta, ¡sube a echarme una mano! Puedes pasarme las herramientas.

—¿Y cómo subo? —quiso saber Chess.

—¡Un momento! Cuando tenga las manos libres, te izaré. ¡No te vayas!

—No hay cuidado —contestó el kender, con sarcasmo.

Instantes después, Chess notó que la cuerda subía hacia el ingenio del gnomo. Sonaron arriba los dientes de la cabria, y las grandes y ahora oscuras alas parecieron cerrarse sobre el kender cual nubes de tormenta. El cuerpo de Chestal Arbusto Inquieto giraba en redondo mientras era alzado, y de pronto se vio ante una superficie de mimbre.

—Entra —le ordenó Bobbin—. Luego dame aquella herramienta. Necesito reajustar el morro.

Chess trepó al cesto, buscó y encontró una extraña herramienta y se dedicó de nuevo a contemplar el paisaje.

—¿Adónde vamos?

—No lo sé —gruñó el gnomo—. ¿Cómo puedo saberlo? Nunca sé dónde estaré dentro de un minuto. Me paso todo el tiempo intentando salir de donde no quería meterme, para volver a donde no tendría que haber ido a parar en primer lugar. ¡Pásame ese tensor de discos!

Transcurrió una hora, y luego otra, mientras el gnomo manejaba sus controles y el kender no cesaba de entregarle herramientas raras.

Gigantescas cadenas de montañas reptaban debajo de ellos, asomaban riscos y farallones, imponentes cuestas iluminadas por las lunas y oscuros cañones. De pronto surgieron a ambos lados de ellos unos elevados picos que luego dieron paso a un paisaje que caía hacia un lejano valle donde ardían varios fuegos y el humo se extendía cual niebla sobre el suelo.

—¡Apuesto algo a que es allí donde están los goblins! —dijo Chess—. Debe de ser el Valle del Respiro.

El gnomo se detuvo a mirar un momento.

—¿Hay peligro allí?

—Por lo que oí decir, sí.

—En tal caso, será mejor que se lo comunique a Ala Torcida. ¡Oye tú, Chess! Sujeta esas dos cuerdas. Agárrate bien a ellas y no las dejes escapar. Creo que ahora podré dar la vuelta.

Bobbin tiró de dos cuerdas y aflojó varias otras. El ingenio ladeó un ala e inició un amplio círculo que abarcaba muchos kilómetros de valle.

—¿No hay manera de bajar un poco para tener mejor vista? —preguntó el kender.

—¿Qué diantre quieres ver?

—Lo que sea. ¡Acerquémonos!

En su excitación, Chestal Arbusto Inquieto dejó de tirar debidamente de las cuerdas, y el morro del aparato se inclinó hacia abajo. En el acto se vieron cayendo en picado, y la tierra estaba cada vez más cerca.

—¡Dame las cuerdas a mí! —chilló Bobbin, arrebatándoselas al kender.

El aparato recobró el equilibrio y voló en línea recta por encima de las desnudas copas de los árboles en dirección a una cortina de humo que tenían delante.

—Esto ya me gusta más —señaló Chess, asomándose todo lo posible al cesto.

El humo formaba una espesa capa oscura, iluminada en su cara inferior por las llamas de numerosos fuegos: casas incendiadas, graneros, chozas de las que sólo quedaba el esqueleto, y humeantes pajares… Un pueblo entero ardía y, a lo lejos, de otro no había ya más que cenizas y rescoldos. Cuando el aparato volador pasó por encima de los fuegos, Chess vio docenas de goblins ocupándose de ellos y acarreando cosas que arrojar a las llamas. Unas cuantas caras de enorme boca miraron hacia arriba al descubrir el artilugio y lo siguieron con la vista a través de la capa de humo. Algo golpeó de repente la armazón y se alejó luego. El cesto sufrió una sacudida, y el kender indicó al gnomo que a través del mimbre asomaba una flecha de bronce, a pocos centímetros de su propio muslo.

—¿No te parece que ya hemos visto bastante? —le preguntó a Bobbin.

Una saeta encendida surcó entonces los aires delante mismo de ellos. Menos mal que el gnomo hizo virar su avión hacia la derecha.

—Si esa gente pega fuego a mis alas…

—No son gente, sino goblins.

Otra flecha pasó con fuerte silbido por su lado. Sin vacilar ni un momento, Chess se descolgó la jupak, extrajo un guijarro de su túnica y se volvió en el cesto para disparar la piedra. Debajo y detrás de ellos, un goblin aulló de dolor.

Bobbin echó una mirada a la jupak y dijo:

—¡Ojalá se me hubiese ocurrido montar algo semejante en mi aparato!

—No es más que una jupak —contestó Chess con un encogimiento de hombros.

Habían dejado atrás la aldea incendiada y se aproximaban ya al segundo poblado, del que prácticamente no quedaban más que relucientes chispas saltando de los montones de ceniza.

—¡Fíjate! —exclamó de súbito Chess, cuyo dedo señalaba hacia delante—. ¡Ogros!

—¿Dónde?

Bobbin se inclinó para verlos, y el artefacto se bamboleó y rozó las copas de los árboles. El kender se agarró desesperado al cesto mientras el gnomo hacía violentas maniobras para dominar su invento. Cuando por fin lo hubo logrado, Bobbin balbuceó:

—Lo siento…

Chess meneó la cabeza.

—Tengo una idea… Tú te encargas de la navegación, y yo contemplaré el paisaje.

—¿Cuántos ogros viste?

—Creo que eran tres. ¿Puedes dar media vuelta y pasar de nuevo por encima de ellos? ¡Entonces los contaré!

—¡Da igual! —respondió el gnomo—. En ciertas circunstancias, una estimación aproximada resulta tan aceptable como un dato cuantitativo. Intentaré… —El morro del artilugio se alzó, y el Valle del Respiro se hundió detrás de ellos cuando el aparato tomó rumbo al cielo. Bobbin tiró de todas las cuerdas de sus controles y musitó—: No sé por qué este trasto actúa así… Sólo trataba de ascender de modo razonable… Debe de ser un problema del ángulo de los estabilizadores horizontales…

Cuando finalmente consiguió nivelar de nuevo el aparato, ya volvían a estar cerca de los picachos, avanzando más o menos hacia el oeste.

—¿Considerarías un serio peligro lo que vimos? —preguntó el gnomo.

—¡Y tanto! —asintió Chess, resplandeciente.

—En tal caso se lo tengo que explicar a Ala Torcida. Sabes que quedé en hacerlo.

—Oye, ¿te parece que podrías soltarme por el camino?

—Lo procuraré.

Bobbin manipuló las cuerdas, con lo que el ingenio se deslizó por encima de las cumbres bañadas por las lunas y después descendió en dirección a los campos de refugiados situados a unos kilómetros de las vertientes.

—Creo que será posible… —agregó.

Una contracorriente golpeó el morro de cometa del aparato volador, que se torció hacia un lado y, de súbito, volvió a subir cada vez más aprisa.

—¡Oh, no! —jadeó el gnomo—. ¡Un fallo del acoplamiento!