19

En un retorcido sendero de la alta montaña, el grupo interrumpió la subida donde la rocalla cubría un centenar de metros de camino e incluso los picos cercanos.

—Se ha ido —dijo Chane—. Aquí lo dejé, pero ya no está.

—Tendrías que haberlo matado —opinó Ala Torcida—. Sepultar a un ogro no significa que vaya a morir. La tierra es su elemento natural. Probablemente pasó otro ogro que lo sacó. En adelante deberás proceder con gran cuidado, porque los ogros no olvidan una ofensa o una derrota. Y ése no te olvidará, Chane.

—Loam —murmuró el enano—. Su nombre es Loam.

—Y el de su compañero, Cleft —anunció Chess—. Aquél mismo día lo vi más arriba. Pero ignoraba que los ogros se ayudaran entre sí.

—Si se trata de ir contra cualesquiera otros, lo hacen —le aclaró el hombre—. Resultan malos enemigos.

Jilian se agarraba a Chane, muy abiertos los ojos, que no apartaba de la serrada montaña. Nunca había visto un ogro, pero sabía, de oídas, que eran unas criaturas horribles. Si a Chane lo perseguían los ogros, necesitaría toda la ayuda posible.

Ala Torcida escudriñó el cielo. De repente ansió que aparecieran Bobbin y su armatoste.

—Cuando te hace falta un gnomo, nunca lo encuentras —murmuró.

—¿Y para qué los quieres ahora? —preguntó Chane.

—Sería interesante tener una idea de lo que nos aguarda detrás de la próxima curva —dijo el humano—. Sigo opinando que podría servirnos de explorador, si estuviera más a nuestro alcance.

—Bobbin no controla bien su aparato —señaló el enano—. Generalmente, ese trasto va a donde le da la gana.

Ala Torcida dedicó un rato a tranquilizar a Geekay. Sujetó sus riendas con firmeza, lo rascó detrás de las orejas y le acarició la nariz. El caballo se había mostrado inquieto durante la última hora, y su amo no sabía si eso era debido a la reciente presencia de un ogro en aquel lugar, o a que desde lejos percibía el olor de los goblins. Aquél caballo compartía una característica con el elfo Garon Wendesthalas: ni uno ni otro soportaban a los goblins.

Pensando en el elfo, Ala Torcida se preguntó por dónde andaría. Lo más probable era que regresara a Qualinost.

Algo calmado Geekay, el hombre sacó uno de sus mapas y, después de consultarlo, lo guardó.

—Creo que debemos seguir adelante —dijo—. Tiene que haber un camino de cabras, algo más arriba, que conduce hacia el sur. Lo utilizaremos hasta encontrar algo mejor. Calculo que aún nos faltan tres días para llegar a lugar seguro.

Chane lo miró extrañado.

—¿A lugar seguro?

—Sí; a Thorbardin —contestó Ala Torcida—. Si aceleramos el paso y permanecemos en las alturas, no tardaremos más de tres días en encontrar una patrulla de las que vigilan las fronteras. Desde allí, vosotros poco tendréis que andar para volver a casa, y yo podré dirigirme a Barter y empezar a gastar el dinero de Rogar Hebilla de Oro.

—Es que yo no voy a Thorbardin —replicó Chane sin inmutarse—. Ya te dije que, antes, tenía otra cosa que hacer.

—En tal caso, acompañaré yo a Jilian —se avino Ala Torcida—. Yo ya habré cumplido con mi compromiso.

—¡Tú no harás nada de eso! —protestó Jilian—. Yo iré a donde vaya Chane, y tú tienes el deber de seguirnos.

—¡Escucha, Renacuajo! Yo me comprometí a escoltarte en tu busca de Chane Canto Rodado por estos andurriales y a devolverte sana y salva a casa. ¡Muy bien! Estuvimos en plenas tierras salvajes y, en efecto, encontramos a Chane. Pero ahora ha llegado el momento de regresar, ¡y basta!

Sombra de la Cañada escuchaba sentado en una roca cercana. Ante las declaraciones de Ala Torcida meneó despacio la cabeza, pero no dijo nada.

Jilian clavó unos ojos llameantes en el hombre.

—¡Contrajiste una deuda de servicio! ¿Intentas romper ahora tu promesa?

—¡Procuro cumplirla! Sólo te dije lo que debíamos hacer —respondió él, irritado.

—En tal caso tendrás que esperar un poco más, porque Chane tiene que hallar el yelmo de Grallen. ¡Es su destino!

Ala Torcida miró a la joven enana, y luego al barbudo Chane, situado detrás de ella. «¡Son bien iguales los dos! —pensó—. Cada cual más terco que el otro». Y de cara a Sombra de la Cañada, que seguía acomodado en su roca, le pidió:

—¡Habla tú con ellos!

—¿De qué? —preguntó el mago en voz tan baja que era poco más que un susurro—. La chica tiene razón. A Chane le aguarda su destino. Y, como ya te dije anteriormente, no te queda otra opción.

—¡Y yo te respondí que yo tomaba mis propias decisiones! —gruñó Ala Torcida—. Al este de esta cordillera hay un valle rebosante de enemigos. ¡Tiene uno que estar loco para meterse allí!

Jilian retrocedió un paso y tomó una mano de Chane entre las suyas.

—¡Bien! —declaró—. Te descargo de tu obligación. Continuaremos sin ti, y tú ya no nos debes nada. ¡Adiós!

El caballo sacudió la cabeza, se soltó de Ala Torcida y dio unos trancos camino arriba hasta dejar atrás a los indignados enanos. Allí se detuvo para mirar hacia lo alto y a los lejos, a la vez que soltaba un resoplido y piafaba con fuerza.

—¿También tú? —exclamó el hombre, señalando con un acusador dedo a Chane—. ¡Sólo conseguirás que os maten a todos! ¿Y total por qué? ¡Por un sueño!

—El sueño era real —replicó el enano, sereno—. Grallen me encargó que fuese en busca de su yelmo. Thorbardin está en peligro, y ese yelmo posee la virtud de proteger el reino. Pero ya oíste a Jilian: eres libre de ir a donde te plazca. No te necesitamos.

—¿Y adonde pensáis ir desde aquí?

—A donde fue Grallen. Yo poseo el Sometedor de Hechizos, que me indica el camino.

Ala Torcida aspiró profundamente y soltó el aire en un suspiro.

—¡Allá vosotros, pues!

Recobró las riendas de Geekay y echó a andar sin mirar atrás, aunque oyó que lo seguían.

Un trecho más allá, el sendero torcía hacia la derecha para rodear una de las estribaciones de la cordillera, y después se desviaba, ascendiendo de nuevo. En la curva, un atajo partía desde allí en dirección sur. ¡El camino de cabras! Ala Torcida lo enfiló pese a la reluctancia de su montura y avanzó unos cien metros antes de volverse a mirar cómo los demás tomaban por la empinada senda. A aquella distancia se los veía muy pequeños. Dos enanos, un mago y un kender. Fue éste el único que se molestó en volver la cabeza para ver alejarse a Ala Torcida y agitó débilmente la mano.

—¡Locos! —murmuró el hombre—. ¡Están todos locos!

Apoyó el pie en el estribo y montó. Lo esperaban tres días de tierras salvajes, hasta alcanzar la relativa seguridad del reino de los enanos y, por fin, la carretera que debía conducirlo de regreso a Barter, donde descansaría un poco, correría alguna juerguecilla y gastaría el dinero ganado a Rogar Hebilla de Oro con su apuesta…

Ala Torcida se volvió en la silla para mirar otra vez atrás. En la lejanía, Chane Canto Rodado y Jilian Atizafuegos desaparecían detrás de un montículo de rocalla. El mago los seguía con paso pesado. Delante de todos correteaba el kender, evidentemente en busca de todo aquello que los kenders buscaban siempre.

—¡Por todas las lunas! —murmuró Ala Torcida—. Debo de estar tan loco como ellos.

Pero lo cierto es que dio media vuelta, espoleó a su caballo y corrió a reunirse con los demás.

Desmontó cuando estuvo nuevamente junto a ellos, cerca de la cresta de la cordillera, y señaló con un exigente dedo a Sombra de la Cañada.

—Hay algo que quiero saber —dijo—. ¿Qué interés tienes tú en todo esto? ¿Por qué vas con ellos?

—Tengo mis propias razones —contestó el mago.

—Ésa explicación no me basta —replicó el hombre—. Si he de enfrentarme a un peligro con alguien, necesito conocer sus motivos para arrostrar tal situación.

Chane se atusó los bigotes.

—Me parece una pregunta justa —intervino, estudiando con interés a Sombra de la Cañada—. ¿Qué te hace unirte a nosotros?

El hechicero suspiró y se apoyó pesadamente en su bastón.

—Mucho tiempo atrás —comenzó despacio— hubo un mago renegado. Un hechicero de los Túnicas Negras que había renegado de su Orden. Tres de nosotros fuimos en su busca. Uno de cada Orden. Queríamos… hablar con él.

—¿Hablar con él? —Jilian levantó una ceja, escéptica—. ¿Qué significa eso?

—Un mago renegado no puede ser tolerado —declaró Sombra de la Cañada—. Tiene que ser persuadido para que reingrese en una de las Órdenes… o debe ser eliminado. Nosotros tratamos de convencerlo. Lo intentamos, sí. Y, de los tres que fuimos, sólo yo volví. Los poderes de Caliban eran superiores a lo que habíamos creído. —Sombra de la Cañada hizo una pausa y prosiguió—: El propio Caliban murió en el encuentro. Sin embargo, vive de alguna manera. Y yo me he impuesto el deber de completar lo que en su momento consideré acabado. Caliban vive y está de parte de quienes se oponen a la búsqueda que realiza Chane Canto Rodado. ¡Quiero dar con Caliban!

Ala Torcida miró al mago con ojos entrecerrados.

—¿Para matarlo?

—Si puedo, sí.

* * *

El sol aún acariciaba los picachos cuando el grupo descendió por un serpenteante paso y pudo contemplar el Valle del Respiro. A lo lejos, el humo flotaba todavía sobre dos aldeas incendiadas. Ya no era el humo de la destrucción, sino el de los fuegos delatores de que allí descansaba un ejército después de ocupar lo que antes había sido un pacífico valle.

Chane se adelantó y alzó una mano para indicar a la columna que se detuviera. Miró a los lejos, y su otra mano se cerró alrededor del pulsante cristal que llevaba en su bolsa. Permaneció un rato así, mientras el viento de la alta montaña le agitaba la barba. Por fin se volvió, y los demás lo rodearon.

—La senda de Grallen conduce hacia el este —dijo—. Sin interrupción, a través del valle, y luego sube por las montañas que hay al otro lado. Yo había esperado que no quedase tan lejos…

—Hacia el Monte de la Calavera, tal como yo suponía —intervino Ala Torcida.

Chane no pudo ocultar su asombro.

—¿Sabes adonde fue Grallen?

—Se lo oí contar a Rogar Hebilla de Oro y a otros. Grallen murió en Shaman, o cerca de allí. Ahora lo llaman el Monte de la Calavera. Eso se halla aproximadamente al nordeste. Señálame por dónde va tu camino verde.

El enano apuntó en dirección éste.

—Eso no nos aclara mucho la cosa —suspiró el hombre—. Hay otro sendero más cómodo, a través de las montañas, pero está más al norte. Lo que tú señalas, esa cima más alta que las demás, se llama Fin del Cielo. En mi mapa no hay marcado ningún camino hacia allá.

—Yo sólo puedo ver lo que la piedra me indica —admitió Chane—. Tendremos que cruzar el valle y mirarlo desde enfrente.

—¡Muy fácil de decir! —rezongó Ala Torcida—. Simplemente, atravesar toda la hondonada… Al fin y al cabo, no hay más problema que la existencia de varios centenares de goblins y unos cuantos ogros entre un lado y otro. ¿Has tenido en cuenta ese pequeño inconveniente?

—Nosotros contamos con el elemento de la sorpresa —se defendió Chane, aunque sin mucha convicción.

—¡Eso está muy bien! —exclamó Chess—. Nos acercaremos con disimulo para cogerlos desprevenidos.

—Me parecen muchos goblins para atacarlos nosotros —opinó Jilian—. ¿No sería mejor dar un rodeo?

—Eso, si supiéramos qué extensión ocupan —indicó Ala Torcida, que añadió de cara al mago—: ¿No dispones tú de poderes para ayudarnos?

—No aquí. No en presencia del Sometedor de Hechizos. Aquí sólo cuento con mis ojos.

—¿De modo que tu magia no actúa en absoluto? —inquirió el humano.

—Quizás actuara, o quizá no. Y, aunque funcionase, no sería muy segura.

—Una cierta invisibilidad no nos vendría nada mal —comentó el kender—. Vi mucha invisibilidad en Hylo, cuando el pájaro llegó de… Bueno, en realidad no lo vi. Lo que hice fue no verlo. Eso es lo que produce la invisibilidad.

—¡Ojalá tuviéramos aquí al gnomo! —dijo Ala Torcida—. Me pregunto dónde estará.

—¡Aquiií! —contestó una voz desde arriba. El hombre comprobó, pasmado, que el artefacto se hallaba a menos de tres metros de altura—. ¡Soy yo! —gritó el gnomo—. ¡Bobbin! ¿Te acuerdas de mí?

—¿A ti qué te parece? ¿Dónde diablos anduviste metido?

—No lo sé con certeza. Creo que volé por el noroeste. ¿Adónde vais?

—A cruzar ese valle —contestó Ala Torcida—. ¡Quisiera que nos guiases!

—Con mucho gusto, si es lo que deseáis. Pero no considero buena idea atravesarlo. Está lleno de gente muy agresiva. ¡Mirad!

Y Bobbin arrojó algo por encima del borde del cesto. Chocó contra una piedra, y Chane lo recogió. Era una saeta de bronce.

»Alguien la disparó contra el aparato —se quejó el gnomo—. Podría haberme costado una rueda, si todavía las tuviera.

Ala Torcida parpadeó y, entonces, se dio cuenta de que el ingenio volador ya no contaba con sus delicadas ruedas de metal plateado.

—¿Qué hiciste con ellas?

—Cuando estaba en el noroeste, encontré a unos individuos…, creo que eran elfos…, que tenían pasas. Cambié mis ruedas por un buen saco de pasas. Al fin y al cabo, ¿qué me importan a mí las ruedas?

—Fíjate en esto.

Chane le pasó la saeta a Ala Torcida.

El humano examinó el objeto con detención. Era una saeta delgada de casi medio metro de largo, con la punta ahusada, y que en lugar de plumas llevaba unas finas láminas de madera en el astil. Las saetas eran los proyectiles favoritos de los goblins, que frecuentemente las disparaban con ballestas cortas y rígidas.

Ala Torcida pareció vacilar, pero luego dijo:

—Esto no fue vaciado en molde de arena. Tiene el aspecto de haber sido forjado, o torneado.

Y, a su vez, le dio la saeta a Sombra de la Cañada.

—No es obra de los goblins —decidió éste.

—En cualquier caso, fue un goblin quien me la disparó —chilló Bobbin desde arriba.

—Me gustaría ver unas cuantas saetas más —dijo Chane—. Si pudiera compararlas, sabría si fue hecha en la fragua o afilada con una fresadora.

Chestal Arbusto Inquieto produjo un chasquido con los dedos y abrió su voluminosa bolsa.

—¿Como éstas? —preguntó, al mismo tiempo que sacaba de ella otras dos saetas de los goblins.

—¿Cómo las obtuviste?

—La otra noche, cuando volaba con Bobbin, nos las lanzaron. Había olvidado que las tenía —comentó, hundiendo más la mano en la bolsa para sacar, una tras otra, varias cosas—. La verdad es que guardo aquí objetos muy interesantes. Debiera mirarlos más a menudo.

—Hecha en un torno —declaró Chane Canto Rodado después de comparar las saetas—. Desde luego, no es obra de goblins. Me pregunto de quiénes proceden.

—Pues sin duda de quienes tenían mucha prisa en producir las armas —dijo Ala Torcida.

—¿Pudo tratarse de equipar a un ejército? —señaló Chane.

—¿Cómo? ¿Crees que los que no son goblins estarían dispuestos a equipar a los goblins? ¡Qué absurdo! —se burló el hombre.

Chane meneó la cabeza.

—No resulta más absurda la idea de que sea un ser humano, una mujer humana, la que mande el ejército goblin.

—Hablando de mujeres —dijo Ala Torcida, mirando a su alrededor—, ¿dónde está Jilian?