11
—¡Que las lunas me caigan encima si vuelvo a hacer negocios con un enano! —gritó Ala Torcida cuando caminaba por la calle principal de Barter, sin preocuparle que la gente se volviera para mirarlo.
Eran muchos los que se detenían a mirar a aquel enojado hombretón que usaba botas propias de un soldado o de un bárbaro, si bien la envainada espada y el escudo indicaban al guerrero de cierta categoría…, y también a la sorprendente joven enana —cuya estatura apenas superaba la mitad de la del humano— que lo seguía y procuraba, aunque no sin esfuerzo, mantener su paso.
Aquello representaba un entretenimiento más en una población que ya ofrecía unos cuantos.
—No me importa lo que tú sientas —le dijo la muchacha al hombre, que andaba tieso sin volverse—. ¡Tienes que ayudarme a encontrar a Chane! Rogar Hebilla de Oro aseguró que lo harías.
—Es una empresa descabellada —replicó Ala Torcida, picado—. Primero, me engaña de mala manera, y luego me obliga a realizar una empresa descabellada. ¡Que los vientos tempestuosos me lleven si vuelvo a meterme en asuntos con…!
—No será un viaje difícil —lo interrumpió la joven, jadeante, porque apenas lograba seguirle el paso—. Al menos, eso creo yo. Tengo un mapa de donde Chane fue visto por última vez, ¿sabes?
El hombre se detuvo bruscamente. Al lado de Jilian, parecía una torre.
—¡Estás loca! —bufó—. Un enano solo, ¡y una chica, además!, en esas soledades. No sobrevivirías ni una hora. ¿Tienes idea de lo que hay por ahí fuera?
—No, la verdad. Nunca había salido de Thorbardin. Sin embargo, no puede ser algo tan malo… La gente sale a veces, ¿o no? ¡Pero mira!
—¿Qué pasa?
—¡Un gnomo! ¿Verdad que lo es? ¡La primera vez que veo uno! Son muy pequeños, ¿no?
—Un gnomo, sí —gruñó Ala Torcida—. El mundo está lleno de gnomos. Igual que está repleto de elfos, y por aquí abundan especialmente los enanos… ¿Qué quieres decir con eso de que es pequeño? Ése gnomo es casi tan alto como tú. —El hombre reanudó el camino en dirección a la Posada de los Cerdos Voladores, y agregó—: El mundo está lleno de muchas otras cosas bastante menos agradables. De goblins, por ejemplo. Además hay otros tipos de duendes, y trolls…
—Tengo una espada —contestó Jilian, tranquila.
—También hay ogros —continuó Ala Torcida—. Por fortuna, no tantos, pero los hay. Lo que tú debieras hacer es volver a casa y…
—¡Oh, fíjate! —exclamó la joven, señalando al cielo—. ¡Mira eso!
Cerca de ellos, un oscuro pájaro acababa de posarse en el hombro de un hechicero. Ahora le hablaba con el pico aplicado a su oreja, pero su voz era perfectamente audible para quienes estaban alrededor, aunque pocos entendían la lengua que empleaba.
El hechicero escuchaba con gran atención. Luego alzó su bastón y murmuró algo. En el extremo superior del bastón, un globo lechoso parecía formar remolinos de brillantes colores, y de él partía un fuerte zumbido, que sonaba como si lo produjesen las abejas. Inmediatamente corrieron hacia él otros magos, abriéndose camino a través de la multitud. Cuando los primeros llegaron junto a él, anunció:
—El presagio ha sido confirmado. Lo vieron desde la Torre de las Ordenes. Nuitari cruzó las órbitas de Solinari y Lunitari. Las dos lunas fueron eclipsadas, una detrás de otra.
Los excitados murmullos producidos a continuación no se limitaron a los magos que habían acudido, sino que se extendieron rápidamente entre la multitud.
—¿Qué significa ese tumulto? —preguntó Jilian a Ala Torcida—. ¿Hablan de las lunas? ¿Qué pasó?
—Que hubo un eclipse —contestó el hombre, sin dejar de avanzar hacia la Posada de los Cerdos Voladores.
Tres pasos más adelante, tropezó y cayó al suelo de narices. A su alrededor, todo fueron risas y bromas. Ala Torcida se incorporó malhumorado. Jilian se inclinaba sobre él, con la espada en ambas manos. Ala Torcida la miró.
—¿Me hiciste caer tú?
—¡Desde luego! —declaró ella, devolviendo la espada a su sitio.
Una vez arrodillado, el hombre se sacudió el polvo de encima. Sus ojos echaban chispas. En esa postura, se hallaban cara a cara.
—¿Por qué?
La sonrisa de triunfo que asomó al ancho y bonito rostro de Jilian fue suficiente para provocar suspiros de admiración en buen número de los jóvenes enanos allí reunidos.
—Porque actúas de modo grosero —declaró ella—. Y porque, si tenemos que discutir algo, es preciso que reduzcas el paso.
—No hay nada que discutir —replicó Ala Torcida—. Ya te dije que…
—Bien, pero no te queda otra opción. Por consiguiente, cuanto antes te avengas, mejor será para los dos.
El hombre murmuró reniegos en diversas lenguas, y al fin se puso de pie.
—¡Eres el renacuajo más obtuso que jamás haya…!
—Jilian —dijo ella, fríamente.
—¿Cómo?
—Mi nombre es Jilian, y no Renacuajo. Pero no necesitas disculparte. Puedes llamarme todo lo que te dé la gana, mientras me ayudes a encontrar a Chane Canto Rodado. ¡Lo prometiste!
—¡Yo no prometí nada de eso!
—¡Demaneraqueestasahi! —exclamó una voz detrás de Ala Torcida.
El humano se volvió hacia el gnomo, que se le acercaba agitando la mano.
—¡Termodinámica! Teoibramardesdeelotroladodelaplaza. Soloqueriadecirtequeestarelistodentrodeunahora.
Ala Torcida contempló sorprendido a la menuda criatura.
»¡Soyyo! —dijo el gnomo y, al observar la extrañeza reflejada en la cara de Ala Torcida, hizo una profunda respiración y habló más despacio—. ¡Bobbin! Ah, ya entiendo… Los humanos dicen que, visto un gnomo, los han visto a todos. Yo esperaba que estuvieras por encima de esa gente. Pero no importa. Un acuerdo es un acuerdo, ¿no? Bien… Detrás de esas chozas hay un prado abierto a todo el mundo. Espérame allí. Y trae tu caballo, desde luego. No te preocupes por la cuerda. Yo ya tengo.
Con estas palabras, el gnomo dio media vuelta y echó a correr en la dirección indicada.
Ala Torcida lo siguió con la mirada, atónito.
—¿Qué es todo ese lío? —inquirió Jilian.
—No tengo ni la más vaga idea.
Bastante desorientado y molesto, el hombre siguió hacia la posada, cuyos cerdos describían en ese momento alegres círculos en el aire. Había reducido el paso, pero no dejaba de vigilar a la enana y su espada.
El establecimiento estaba repleto, como de costumbre. En las temporadas de mucho movimiento comercial, Barter era un auténtico hervidero. No obstante, Garon Wendesthalas ocupaba solo una mesa. El elfo se levantó al verlos entrar y saludó con la mano a Ala Torcida.
—¿Qué? —preguntó cuando ya estaban cerca—. ¿Te pagó Rogar Hebilla de Oro sin necesidad de peleas?
—No quiero hablar de ello —respondió el hombre—. ¿Averiguaste algo referente a los goblins?
—No mucho, la verdad. Sólo oí rumores acerca de cosas extrañas. ¿Y tú, qué tal?
—Más o menos igual. Pero tengo un problema. Mañana debo partir de nuevo hacia el norte. Hebilla de Oro exige el pago de la deuda.
—¿Más bultos que transportar?
—No; esta vez hago de escolta —refunfuñó, a la vez que, de mala gana, señalaba con el pulgar a la chica que, situada detrás de él, le llegaba a la cadera—. Es Jilian Atizafuegos —añadió ceñudo—. Tengo que ayudarla a buscar a un enano perdido. Jilian, te presento a Garon Wendesthalas.
—¡Ay, madre mía! —exclamó la joven ante aquel ser tan alto y de aspecto melancólico—. Tú eres un elfo, ¿verdad? ¡Es un placer conocerte!
Tomaron sendas jarras de fresca cerveza mientras el humano y el elfo comentaban los rumores oídos. Ninguno tenía nada concreto que notificar. Las mismas historias se repetían en distintas versiones. Era evidente que algo muy ominoso sucedía muy al norte, pero nadie sabía con exactitud de qué se trataba.
Jilian intervino después de escuchar un rato.
—Todo eso me recuerda el sueño de Chane —dijo—. Una voz le decía, con insistencia, que se acercaban malos tiempos, y que su destino era el de proteger Thorbardin. Por eso busca él un yelmo.
Garon la miró a ella, y luego fijó la vista en Ala Torcida. El humano abrió las manos y meneó la cabeza.
—Ése es el motivo de que me toque volver al norte —rezongó. ¡Porque un enano soñó con un yelmo!
—No fue un sueño solo —lo corrigió Jilian—. ¡Chane llevaba años enteros soñando lo mismo! Pero fue sólo últimamente cuando esa voz le dijo lo que se esperaba de él. ¡Es su destino!
—En tal caso, ¿por qué te empeñas en interferir? —preguntó el elfo.
—No es que me empeñe, sino que… ¡es posible que Chane necesite ayuda! Los guardias que lo acompañaban volvieron atrás, y yo me enteré de que le habían robado todo lo que llevaba encima para abandonarlo luego en el desierto. Sin embargo, creo que lo encontraremos, y que estará bien. Rogar Hebilla de Oro dice que Ala Torcida es una persona de muchos recursos…, aunque sea humana.
—¿Una persona de recursos? ¡Bah! —bufó Ala Torcida, sombrío—. Tengo mis recursos, sí, pero aquel viejo canalla ya se ocupó de reducirlos al máximo.
Alguien dio un empujón a Ala Torcida y luego le tiró de la manga. El hombre se volvió para encontrarse con el gnomo, que parecía malhumorado.
—Pensaba que habías ido en busca de tu caballo —se quejó el pequeño individuo, con palabras lentas y entrecortadas—. Mi vehículo volador ya espera, y pronto nos quedaremos sin luz. ¡Ven de una vez! ¡Es tarde!
—No sé de qué me hablas —dijo Ala Torcida.
—¿Qué es lo que te corresponde hacer? —intervino Jilian.
Ala Torcida se encogió de hombros.
—Lo ignoro. Nadie me lo dijo.
—Tienes que tirar de mi aparato volador con tu caballo —explicó el gnomo—. ¿Acaso puede haber algo más simple? ¡Despabílate! No hay mucho tiempo que perder.
—Voy a ver qué pasa —anunció el elfo—. ¿Dónde dejaste tu montura?
Sin posibilidad de elegir, Ala Torcida fue conducido desde la Posada de los Cerdos Voladores hasta la cuadra donde aguardaba el animal, y seguidamente tuvo que cruzar un prado donde, bajo los últimos rayos del sol, relucía un objeto maravilloso.
La primera vez que habían visto el ingenio del gnomo, se parecía vagamente a una sombrilla plana y doblada. Ahora ya no estaba doblado, ni tenía el aspecto de una sombrilla. Más que nada, diríase que era una enorme gaviota de alas extendidas, que se había sentado sobre unas delgadas ruedas. Las grandes y delicadas alas de tela blanca medían unos nueve metros cada una, y en medio quedaba aquel artefacto semejante a un cesto, cuya puntiaguda nariz era ahora un armazón cuadrado de finas barras metálicas. La tela cubría cuatro lados de los seis que tenía el cesto, y las partes delantera y trasera permanecían abiertas.
El gnomo correteó delante de ellos y, cuando llegaron la enana, el humano y el elfo, estaba ocupado atando al morro del aparato el extremo de una larga y delgada soga. Alrededor del prado, aunque manteniendo una prudente distancia, había gente de distintas razas, llena de curiosidad por ver qué sucedería.
—¡Por el brillo de las estrellas! —exclamó Jilian mientras observaba el ingenio por todos lados—. ¿Verdad que resulta bonito? ¿Qué es, en realidad?
—¡Mi aparato volador! —contestó el gnomo—. Apártate, por favor. Tú coloca tu caballo delante y monta en él. Ya estoy casi a punto.
—¿Qué vas a hacer? —inquirió Jilian.
—¡Elevarme por los aires! —replicó el gnomo, picado, y después de un suspiro de impaciencia agregó—: ¡Por eso traje hasta aquí mi invento! Para que el público vea cómo vuelo. Alguien puede querer comprarlo, y entonces construiré más aparatos. Pienso hacer negocio con ellos.
—Nosotros ya sabemos para qué no servirá ese trasto —le susurró Ala Torcida al elfo—. ¡Para volar!
Sin embargo, condujo a su caballo a donde le había indicado el gnomo, y subió a él.
—¡No te asustes, corcel mío! —murmuró el hombre—. Ése armatoste se desmontará apenas dados diez pasos, y entonces podremos dedicarnos a aquello para lo que vinimos.
El gnomo avanzó hacia él, hizo un lazo con su cuerda y la alzó.
—Toma, sujeta esto a cualquier parte, pero de manera suelta. Dame el otro extremo. Lo dejaré ir cuando quiera desprenderme.
Obediente, aunque con una sonrisa irónica, Ala Torcida pasó la cuerda por la perilla de su silla de montar y tiró de ella hasta que apareció el extremo libre, que entregó al gnomo.
—Oye, por simple curiosidad… —le preguntó al gnomo—. ¿Por qué te echaron de tu colonia?
El gnomo alzó la vista.
—Porque estoy loco. Y allí no toleran la locura; ya lo sabes.
Bobbin regresó a toda prisa junto a su aparato con el extremo suelto de la soga y trepó al cesto situado entre las alas.
«Conque loco… —se dijo el hombre—. Debiera haberlo supuesto».
—¡Adelante! —gritó el gnomo—. Corre todo cuanto puedas y, tan pronto como yo esté en el aire, me desengancharé. Sólo te necesito hasta ese momento.
—Loco… —musitó Ala Torcida—. ¡Cielos!
Y miró al gnomo metido en su ingenio de tela y metal.
—¡Ahora! —bramó Bobbin—. ¡Ahora!
Ala Torcida soltó un reniego al mismo tiempo que agarraba las riendas y espoleaba a su caballo. El animal se encabritó, tensó la cuerda y salió disparado a galope tendido. Detrás de él, el hombre oyó un aullido, pero no se molestó en volverse. La soga zumbaba en la perilla, y su extremo se soltó con un chasquido. Ala Torcida prestó atención a los esperados ruidos del siniestro, pero de pronto tuvo que agacharse cuando algo enorme y blanco pasó con intenso susurro a poca altura por encima de su cabeza. Con una nueva maldición, el humano apartó su caballo, tiró de las riendas y contempló boquiabierto cómo el artefacto de Bobbin cobraba velocidad. Pareció retroceder entonces un poco, pero enseguida alzó la nariz y se elevó definitivamente. Alrededor de todo el prado hubo vítores, aplausos y voces de sorpresa.
El aparato ascendía cada vez más, reluciente bajo los ya oblicuos rayos de sol. A cierta distancia inclinó un ala, torció airosamente hacia la izquierda, viró y describió un círculo por encima del pueblo. Ahora, ya muy alto, el ingenio parecía diminuto. Hacía rizos, se elevaba, bajaba en picado y daba vueltas cual un águila gigante que se dejara llevar por las corrientes de aire de una cordillera. Siempre boquiabierto de asombro, Ala Torcida regresó a donde esperaban los demás, y desmontó. Jilian Atizafuegos daba saltos y palmoteaba de ilusión ante las evoluciones del bonito aparato en las alturas. Garon Wendesthalas, en cambio, permanecía ceñudo y pensativo.
—No acierto a creerlo —dijo Ala Torcida con un meneo de cabeza—. ¡Ése artefacto funciona realmente! ¡Y vuela!
—A mí no me sorprende —comentó el elfo—. Oí lo que Bobbin te contaba acerca de su locura.
—¿Y qué tiene que ver una cosa con otra?
—¡Pues ése es el secreto, precisamente! Bobbin está loco de veras. Es un gnomo loco. Por eso, lo que inventa funciona.
—No obstante, lo echaron de la comunidad.
—¡Claro! Tenían que hacerlo. ¿Te imaginas lo que sucedería si un monstruoso ingenio funcionara a la perfección, en medio de todas las demás cosas inútiles ideadas por los gnomos? ¡Sería deprimente! Podría significar el fin de una colonia.
Ala Torcida reflexionó, sin apartar la vista del aparato.
—Ya te entiendo —dijo por último.
Durante un rato, el artilugio hizo piruetas por encima de Barter. Luego inició el descenso en dirección al prado. Reducida la velocidad de vuelo, llegó a unos tres metros del suelo, pero de repente volvió a subir, cada vez más aprisa.
El gnomo efectuó un segundo intento de aterrizaje, y un tercero, mas era inútil. Siempre ascendía de nuevo. En su cuarto paso sobre el prado, cuando Bobbin parecía suspendido en el aire vespertino, Ala Torcida puso las manos en forma de bocina y gritó:
—¡Ya has demostrado tu habilidad, Bobbin! ¡Ahora baja de una vez!
—¡Nopuedo! —contestó el gnomo, desesperado, y su voz se debilitó cuando el invento volvió a ganar altura—. ¡Subeysube, ynopuedohacerlobajar!
—Podrá estar loco —le comentó Ala Torcida al elfo—, pero sigue siendo un gnomo.
Al anochecer, después de renunciar a ver aterrizar al gnomo, los tres retornaron a la población. Jilian se alojaba en el campamento de Rogar Hebilla de Oro, y Ala Torcida dormiría en el altillo de la cuadra.
—¿Pensáis partir mañana? —preguntó Garon.
—Eso parece —respondió el humano—. A cumplir una misión absurda.
—Os acompañaré durante una parte del camino —ofreció el elfo—. Aquí no tengo nada más que averiguar, y ya vendí mi mercancía.
—Me alegra que vengas —dijo Ala Torcida—. ¿Te impulsa algún motivo concreto?
—Pueden aparecer más goblins —gruñó el elfo.