28
En lo alto de una helada cuesta, donde los ululantes vientos barrían las nubes y arrastraban consigo la nieve de las cumbres, Sombra de la Cañada se arrodilló junto a un charco de hielo. La encapuchada cara que lo miraba tenía una expresión torva.
—Hace sólo pocos días, estuviste a un tiro de flecha del Ser Negro, Caminante. ¿No te fijaste en él?
—Vi algo —contestó Sombra de la Cañada—. La mujer guerrera sacó una cosa de debajo de su peto. Era algo pequeño y oscuro, creo. Como un amuleto.
—Era el Ser Negro —dijo el rostro—. Podrías haberlo matado entonces, o él a ti…
El mago movió la cabeza.
—Su magia no actuaría más para él que la mía para mí. No en presencia del Sometedor de Hechizos.
—Así que el enano todavía lleva la piedra —musitó la voz—. ¿Y ha visto adonde lo encamina?
—Ve el sendero de Rastreador y, en consecuencia, el que conduce al yelmo de Grallen. Y puede que pronto sepa dónde se halla, porque ahora ha llegado ya a la cara este del Fin del Cielo. Al otro lado del abismo se ve todo Dergoth.
—Todo Dergoth… y la mujer, Pantano Oscuro. El Ser Negro está con ella. Los tienes delante, mago. Te esperan.
—Así deberá ser, pues —graznó Sombra de la Cañada con aquella voz tan gélida como los ululantes vientos de la montaña—. Dime: ¿ya ha sido estudiado el enigma? ¿El augurio de las lunas?
—Suponemos que significa que habrá guerra —respondió la cara de hielo—. Una guerra como nunca antes la vivió Krynn.
—¿Cuándo?
—Pronto. Los preparativos preliminares ya están en marcha, como habrás observado.
—Pero… ¿será una guerra de las lunas? ¿De qué clase de conflicto se tratará?
—¿De las lunas, mago? ¿O de los dioses? Creemos que los presagios anuncian una guerra por el dominio. Hay quien habla de una contienda entre dioses, para determinar de una vez cuál de las tres alineaciones debe gobernar Krynn… Pero, desde luego, siempre hay también quien ve en todo eso un final definitivo… Aun así, los Túnicas Negras están muy contentos estos días, mientras que los Túnicas Blancas permanecen callados y ansiosos. Veremos qué sale de todo esto —agregó la figura aparecida en la superficie de hielo, y Sombra de la Cañada tuvo la sensación de que se encogía—. A la mayoría de nosotros no nos preocupa demasiado.
Pocos después, la superficie ya no reflejaba más que el frío cielo y el también frío y pensativo rostro del mago arrodillado junto a ella.
—No les preocupa demasiado —murmuró, y sus gélidas palabras se las llevó el viento—. ¿Cómo no les preocupa? ¡No sólo quedó eclipsada la luna blanca, sino también la roja!
Sombra de la Cañada pasó la reluciente punta de su bastón por el helado charco, y de nuevo cambió. Otras pruebas lo habían convencido de que no le mostraría nada referente a Chane Canto Rodado y sus compañeros. Al fin y al cabo sólo era magia. No podía penetrar en los dominios del Sometedor de Hechizos, pero en cambio le permitiría ver otras cosas en otros lugares.
Ante él emergió una escena: una llanura por la que marchaban goblins, y en el fondo destacaba el ciego cráneo del Monte de la Calavera, horrible monumento al poder inspirado en la luna negra, Nuitari.
—¡Chislev! —exclamó el brujo.
La escena aparecida en el cielo se corrió, extendiéndose a través de kilómetros, y enfocó de nuevo una estéril ladera. Allí había una figura inmóvil: una cosa de extrañas articulaciones que podía ser un caballo… o la interpretación que de un caballo hubiese hecho un tallista. Sí; evidentemente era una figura tallada, de madera, con articulaciones enganchadas como las de un juguete. Cuando el ojo de hielo se centró en la figura, ésta volvió su tallada cabeza y unos ojos pintados miraron al mago.
—¿Quién eres tú? —preguntó Sombra de la Cañada.
—Soy Hobby —contestó el caballo de madera—. ¿Qué quieres?
—El yelmo de Grallen, el príncipe enano. ¿Sabes dónde se encuentra?
—Yo sólo sé lo que dispone Chislev —dijo Hobby.
—Pero yo pregunté por Chislev y saliste tú. Por consiguiente, tal es la voluntad de Chislev. ¿Dónde está el yelmo de Grallen, Hobby?
El caballo tallado se volvió, como si mirase con incertidumbre a su alrededor. De repente, sus articulaciones de madera adquirieron vida y el corcel se apartó de un salto para emprender un torpe y desmadejado galope que habría parecido lento de no ser por el borroso paisaje que quedaba atrás. Hobby corría, y la imagen del hielo lo seguía. Pasaban volando las colinas, y las salvajes estepas no eran más que maleza arrasada por el fuerte viento. El mago sólo pudo vislumbrar brevemente las devastadas tierras.
El caballo de madera corrió hasta detenerse en la cumbre de otra colina.
—Allí —dijo—. Hobby lo ha hallado.
El caballo de madera desvió la mirada, que la imagen del hielo siguió. Al pie de la colina había un montón de pedruscos. En un campo de rocalla que se extendía a lo largo de un yermo terreno de unos centenares de metros, asomaban aquí y allá grandes peñas. Sólo de cuando en cuando se veía que aquellos restos habían formado parte, antaño, de una estructura importante: un ángulo de edificio, una superficie triangular de piedra lisa…
Hobby entrecerró los ojos, y también la escena del charco de hielo se hizo más precisa. Entre la rocalla sobresalía algo puntiagudo e inclinado, cuya parte inferior quedaba enterrada entre la arena y los escombros.
Una ancha grieta corría desde la base cubierta hasta el punto destacado, y los pintados ojos de Hobby se fijaron en ella. En las sombras que había dentro de la fisura, algo resplandeció por espacio de un momento.
—Allí está el yelmo —señaló Hobby—. Chislev sabe dónde se halla todo. Chislev está en todas partes donde hay ojos para ver.
Muy despacio, la tallada cabeza caballar se volvió hacia la derecha y, en la superficie helada, el paisaje se deslizó hacia un lado para dar paso a otro: unas tierras quebradas; una amplia y fría zona pantanosa con montañas al fondo. Sólo a unos cuantos kilómetros de distancia, una cadena de gigantescos picos se alzaba sobre la escarpada pared de unos enormes farallones de varios centenares de metros de altura, que surgían de un nebuloso desfiladero. Y justamente encima de esos farallones, de cara a un estrecho saliente, había una maciza puerta cerrada.
La gran puerta septentrional del reino subterráneo de Thorbardin seguía intacta; los accesos habían permanecido cerrados durante siglos.
La imagen se desvaneció de súbito, y la cabeza de Hobby apareció nuevamente en el hielo.
—Hobby te ha mostrado lo que deseabas ver —dijo el caballo.
Sombra de la Cañada pasó su bastón por la fría superficie, que volvía a ser sólo hielo. Cuando el mago se puso de pie, el viento azotó los bordes de su capa de bisonte, sacudiendo además los dobladillos de la descolorida túnica roja que el mago llevaba debajo.
Muy lejos, al otro lado de la llanura, se elevaron pequeños penachos de humo allí donde se movían unos ejércitos. Sombra de la Cañada contempló la escena muy preocupado. Allá, unido de algún modo a la mujer que conducía a los invasores, estaba Caliban.
Caliban, el renegado hechicero de túnica negra al que, años atrás, habían acorralado Sombra de la Cañada y otros dos. Caliban, que prefirió luchar contra ellos en vez de aceptar las reglas de las Ordenes. Caliban, cuya magia destruyó a dos de los tres magos antes de morir él.
Los fríos ojos de Sombra de la Cañada se pusieron tan desapacibles como una tormenta de invierno al recordar lo sucedido. Caliban había muerto, pero no a manos de él. Antes que admitir la derrota, se había matado. Y del modo más horrible, en presencia de Sombra de la Cañada: arrancándose el corazón con sus propias manos.
No obstante los kilómetros que ahora los separaban, el mago sintió una mirada sobre él y supo que unos ojos lo veían. La magia de Caliban continuaba en vigor, y actuaba…
Sombra de la Cañada levantó la vista al cielo.
—¡Escúchame, Gilean, puerta de las almas! —suplicó con una voz semejante al vendaval de las montañas—. ¡Escúchame, Sirrion, Señor del Fuego! ¡Escúchame, Chislev, cuyas criaturas talladas en madera ven lo que hay que ver! Zivilyn, Árbol del Mundo, y Shinare, gracias a cuyo color relució el hombre salvaje, ¡escuchadme! ¡Oídme todos los que buscáis el equilibrio en un mundo en lucha y ansiáis el orden en un planeta cuyo nombre es Caos! Hay dos cosas más que pido en esta vida: ver la muerte de quien murió antes y, primero, presenciar lo que vea Chane Canto Rodado cuando sostenga en sus manos al Sometedor de Hechizos y a Rastreador, y mire hacia Thorbardin…
Con un suspiro, el mago miró hacia el remoto lugar donde se levantaban los penachos de humo. Le constaba que el objeto extraído por Kolanda Pantano Oscuro de su peto era un amuleto. ¡Lo que quedaba de Caliban! El corazón del hechicero.
Sombra de la Cañada notó que lo miraban y experimentó una acumulación de magia. Volvió los ojos hacia el punto indicado por el caballo de madera y murmuró un encantamiento capaz de transportarlo.
Los vientos lo envolvieron en la ladera de la montaña y, de pronto, no hubo más que el viento.
* * *
En los últimos seis o siete kilómetros, con el horrible Monte de la Calavera delante, Kolanda Pantano Oscuro había abierto en abanico a sus tropas goblins, formando tres largas líneas. El objeto de ello era que barriesen toda la llanura en busca de alguna señal de que alguien hubiese pasado por allá. Mientras tanto, Kolanda esperaba la información. Los goblins registraron a fondo un frente de varios kilómetros. Era evidente que nadie había estado recientemente en la zona.
Pensativa, la mujer contempló el camino recorrido. Al oeste, la enorme masa del Fin del Cielo se alzaba sombría contra el cielo. Y al sur, apenas visible en la lejanía, surgía la maciza cordillera de Thorbardin, cuya gran Puerta Norte resultaba diminuta en comparación con los escarpados farallones que la sostenían. La Puerta Norte casi nunca era utilizada a causa de su casi total inaccesibilidad, incluso para los enanos que vivían más allá.
Los ojos de Kolanda, protegidos por la grotesca máscara cornuda que constituía la parte delantera de su yelmo, se posaron en la Puerta Norte durante un rato. Luego descendieron en busca de algo que ella sabía que estaba allí, pero que nunca había visto: aquello en que se basaba su carrera en los ejércitos de los Grandes Señores, aquello que le aseguraría el poder que tanto ansiaba cuando esos Grandes Señores iniciaran sus campañas. Era el camino secreto a Thorbardin.
El mando sobre Thorbardin sería la recompensa de Kolanda Pantano Oscuro…, siempre que siguiera gozando del favor del Gran Señor de Neraka. Sí; sería ella quien gobernara el derrotado y ocupado país de Thorbardin, y además recibiría la mayor parte de sus tesoros.
Kolanda no podía ver la escondida entrada. Nadie era capaz de verla, ahora. Pero estaba allí, y ella conocía el camino.
Era esa información la que le había proporcionado el grado provisional de comandante.
Deseaba poder divisar la disimulada puerta. Sería maravilloso ver la senda por la que conduciría sus fuerzas a la conquista del reino de los enanos del Ansalon occidental.
«Ahí está —pensó, esforzando la vista—. ¡Ahí mismo, y desconocida para los que están dentro!».
Pero existía alguien que representaba una amenaza: un enano capaz de trastornar sus planes. Había que destruirlo. Mas… ¿dónde se encontraba? Todavía no allí, desde luego. Más atrás, sin duda, pero acercándose. La pregunta era: ¿dónde? Las llanuras eran vastas, sin ningún detalle significativo, excepto la fortaleza de Zhamen, ahora en ruinas, y cuyo nombre actual era el Monte de la Calavera. El enano tendría que dirigirse al Monte de la Calavera, porque… ¿dónde, si no, podría hallar lo que tanto buscaba?
Los ojos escondidos detrás de la fea máscara recorrieron las pendientes del Fin del Cielo. ¿Estaría allí el enano? Pero… ¿dónde?
Había llegado el momento de preguntárselo a Caliban. Kolanda dio media vuelta para llamar a uno de sus jefes goblins. Ninguno se hallaba cerca, y los únicos goblins a su alcance eran estúpidos y brutos: una docena de sucios goblins de las ciénagas, que únicamente servían para cargar con bultos y lanzas, así como para registrar el campo después de una batalla, para liquidar a los heridos. A poca distancia había dos ogros acurrucados; sólo dos de los cuatro que habían emprendido el camino hacia el sur con las fuerzas. Los otros dos habían desaparecido hacía una semana, si no más.
Kolanda se aproximó a la pareja y señaló con el dedo al primero.
—Tú, ve en busca de los jefes y diles que vengan —le ordenó.
La voluminosa criatura la miró con sus crueles y juntos ojos, unos ojos que quedaban por encima de los suyos pese a que el ogro permanecía en cuclillas. El ser bostezó, con lo que dejó ver unos monumentales dientes amarillos, y desvió la vista.
La Comandante levantó su máscara, se acercó más y bramó:
—¿No me has oído? ¡Haz lo que te mando!
Los dos ogros se miraron con una risa burlona, y aquel al que Kolanda se había dirigido escupió al suelo.
—No me da la gana —gruñó. Hazlo tú misma.
Con creciente ira en los ojos, Kolanda Pantano Oscuro desenvainó la espada y golpeó la cara del ogro con la parte plana del arma.
—¡Obedece en el acto! —rugió.
La mueca de burla desapareció del enorme y malicioso rostro. El monstruo se puso de pie y se frotó la mejilla con una mano que mediría cuarenta y cinco centímetros de ancho. Frente a la mujer, parecía una torre.
—¡Insignificante hembra! —la insultó—. Fuiste demasiado lejos. Puede que te aplaste aquí mismo.
Kolanda se llevó una mano al cuello y extrajo una tira de cuero de debajo del peto de su barnizada armadura.
De la delgada correa pendía una cosa negra y deforme, semejante a una pera marchita.
—¡Caliban! —dijo.
Del extraño objeto saltó inmediatamente un chorro de calor, una tangible fuerza que hizo chisporrotear el aire que lo rodeaba y que golpeó en el pecho al ogro, que se vio arrojado una docena de metros hacia atrás. El gigante se tambaleó, rodó luego por el suelo y quedó finalmente con los miembros extendidos. Un repugnante humo partió en volutas de su cintura, y unos ojos muertos miraron al cielo.
Kolanda se guardó el objeto y señaló al segundo ogro.
—Ya oíste mi orden —dijo—. ¡Cúmplela tú!
El monstruo se levantó con un profundo rezongo en su pecho. Miró con fiereza a la mujer, contempló brevemente el humeante cuerpo de su compañero y, aunque con una tremenda expresión de odio, obedeció. Cuando el ogro se hubo ido, la Comandante llamó a unos cuantos goblins de los pantanos.
—Traed a los esclavos —mandó—. ¡Montad aquí mi pabellón!
De nuevo sola, Kolanda volvió a sacar el oscuro objeto, que mientras tanto había formado entre sus senos una enojada cabeza. Ella la alzó para mirarla con asco.
«¿Por qué me ha despertado Kolanda? —preguntó aquella cosa que sonó como un seco y feo susurro en su oído—. ¿Acaso me necesita para tratar con los ogros?».
—No era preciso que lo mataras —le reprochó la mujer—. Podría haber resultado útil.
«Ella me critica —musitó el objeto—. ¿Qué quiere?».
—Que me digas dónde está mi presa.
«¡Ah, conque me necesita…! ¡Ja, ja! —cacareó la marchita y vieja voz—. Ella necesita a Caliban. Muy bien. Caliban está despierto. Pero ella conoce el precio».
Con un estremecimiento de repulsión, Kolanda cayó de rodillas y sostuvo aquella cosa arrugada delante de su cara. Bajó luego la cabeza y dijo:
—Caliban vivirá para siempre. El poder de Caliban llega más allá de la muerte. Caliban no volverá a morir nunca. Caliban me ofreció su ayuda…
La voz de Kolanda se apagó en un sordo susurro.
«¡Ja, ja! —graznó el oscuro ser—. Ella tiene que decirlo todo».
—Caliban me ofreció su ayuda —continuó la mujer—, y yo la acepté. Cerré el trato con la sangre de mi propio hermano. Así, pues, Caliban es dueño de mi alma.
La voz rio entre dientes junto a la oreja de Kolanda.
«¡Muy bien! Ella siempre lo recuerda, como es su deber. ¿Qué me pide ahora?».
—No puedo ver a mi presa, Caliban. A ver si descubres tú dónde está el grupo, y me lo dices.
«Ella desea saber dónde se encuentra la gente. ¡Bésame, Kolanda!», jadeó la voz.
Aunque con un espeluzno, la mujer se llevó aquello a los labios y lo besó. A continuación se lo apoyó en la frente y volvió a mirar en dirección al Fin del Cielo. En efecto, allí descubrió al enano con sus compañeros. Se hallaban a kilómetros de distancia, pero a ella le pareció tenerlos muy cerca. La magia de Caliban aumentó de tamaño la escena, y Kolanda pudo contar a los componentes del grupo: dos enanos, un varón y una hembra; un ágil y barbudo humano vestido de soldado o de guardabosque; un caballo cargado de bultos, y un kender. Por cierto que había algo raro respecto de ese kender, como si alguien caminara a su lado… Pero no se veía a nadie. Descendían todos por un empinado sendero hacia el desfiladero que daba a las llanuras. Delante de ellos, un arqueado puente de piedra salvaba el abismo.
—Están cerca de la puerta perdida —susurró Kolanda—. Pero falta uno. ¿Por dónde anda el mago?
Levantó entonces los ojos y lo vio. Se hallaba solo en lo alto de la ladera del Fin del Cielo: un encapotado mago perteneciente a los Túnicas Rojas. El corazón de Caliban se calentó pegado a su piel.
«¡Sombra de la Cañada!», graznó la rasposa voz.
De pronto se produjo un sonido chisporroteante, un tintineo en el aire, un amontonamiento de fuerzas que pugnaban por liberarse. La figura de la montaña alzó su bastón y desapareció.
Perpleja, Kolanda Pantano Oscuro apartó el arrugado objeto de su frente y lo miró.
—¿Qué pasa? —inquirió. ¿Por qué estás tan…? ¡Ah, ya entiendo! Fue uno de ellos, ¿no? ¿Uno de los que te mataron?
La fantasmal voz dejó de reír. Ahora, sus murmullos revelaban un odio mortal.
«Ella tiene que sostenerme en alto —jadeó—. Necesito encontrarlo de nuevo. ¡Le daré muerte!».
Kolanda se apresuró a devolver esa cosa negra que era Caliban al peto de su armadura y esbozó una cruel sonrisa en su rostro que podría haber sido hermoso.
—Yo no te debo ningún favor, hechicero —dijo—. Nuestras cuentas están saldadas. ¡Vuelve a dormir!
Caliban se agitó un poco entre los pechos de la mujer, y luego se quedó quieto.
Ella se estremeció de repugnancia, como siempre. Años atrás, Kolanda había establecido un pacto con el consumido corazón del viejo y renegado hechicero, acorralado por magos de las diferentes Ordenes. Caliban era un Túnica Negra que había sobrepasado los límites de lo permitido, y por ello había pagado el precio. Pero Caliban era también un hechicero que, en el momento de su muerte, había sido capaz de arrancarse el corazón con sus propias manos y de disponer que su espíritu siguiera en él.
Esto era Caliban, y tal era el pacto entre ambos. Mientras Kolanda viviera, tendría que conservar y utilizar el objeto que la poseía.
Habían llevado ya a los esclavos para que montasen el pabellón. Casi todos eran Enanos de las Colinas, aunque entre ellos había algunas otras criaturas: un par de miserables aghar y un elfo con grilletes a quien habían mutilado hasta dejarlo prácticamente irreconocible, así como varios humanos. Kolanda los observó con la nariz arrugada. ¡Qué pocos eran! Pero pronto serían más. Un día tendría todos los esclavos que quisiera, para emplearlos a su capricho.
Era algo que había aprendido de Caliban o que, quizá, siempre había sabido: la gente sólo tenía un valor si era propiedad de uno.
La mujer echó otra mirada a los esclavos. Entre ellos se encontraba el solitario elfo, agarrado a un carro de forraje y con la vista fija en ella. Pese a tener las piernas inservibles por haberle cortado los tendones, lograba mantenerse derecho y ahora la miraba con unos ojos totalmente carentes de expresión. Quienes lo conducían lo aguijoneaban y propinaban latigazos, pero él hacía caso omiso de ellos. «Debiera matarlo», pensó Kolanda. Pero era el elfo que había tendido una emboscada a su grupo de exploradores y había aniquilado a la mitad de su escolta, y ella prefería hacerlo vivir y sufrir todo lo posible, como castigo.
Entre las heridas del elfo había algunas recientes. Le habían azotado la cara, y le faltaba una oreja. Según parecía, a consecuencia de un mordisco.
La Comandante buscó con la mirada a Thog, uno de sus jefecillos goblins, y lo llamó con un gesto.
—Han vuelto a pegar al elfo —dijo en tono acusador—. ¡Y yo lo quiero vivo!
—Intentó escapar —gruñó Thog—. Aunque a gatas, le rompió la crisma a uno de los nuestros con una piedra.
—Muy bien. Lo que me interesa es que no muera. Aún no estoy dispuesta a soltarlo.
Apenas se hubo marchado el jefecillo, Kolanda volvió a sacar de su pecho el marchito corazón del hechicero y dijo:
—¡Caliban!
El ser despertó en el acto.
—Explícame dónde se encuentra ahora el mago —le ordenó la mujer—. Después, sin embargo, haremos las cosas a mi manera. Y nada de humillaciones rituales, ¿entendido? No olvides que soy lo que te mantiene con vida.
«Ella es arrogante —susurró el objeto—. Pero por esta vez acepto. Sólo por esta vez».
Kolanda apretó el viejo corazón contra su frente y miró a lo lejos.
Más tarde, cuando los esclavos hubieron terminado de montar el pabellón, Kolanda exigió de nuevo la presencia de Thog.
—Ordénales desmontar otra vez el pabellón y que se lo lleven todo —dijo—. Y reúne a tus tropas. ¡Nos vamos!