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Incluso allí, en aquella fría, profunda y estrecha grieta abierta en la viva piedra de la montaña…, incluso allí, donde no podía seguir adelante, donde su dolorido cuerpo quedaba tan apretujado entre las serradas paredes de cortante roca que tenía la espalda en carne viva, sangrante…, incluso allí, adonde no llegaban las carreteras y los únicos senderos eran los formados por los pequeños seres que pasaban…

Incluso allí sabía que lo encontrarían. Al final aparecería uno de ellos, atraído por el olor de su sangre. Sí; aparecería entre los quebrados peñascos para hallarlo allí acorralado. Abundaban demasiado en las laderas inferiores, y estaban demasiado bien extendidos en su busca por las zonas altas para no descubrir dónde se había refugiado. Llegaría uno u otro. Dispuesto a darle muerte.

Los había visto recorrer el campo como una terrible jauría, y desde un saliente donde la gran piedra caída yacía en extraña posición a la sombra de los riscos situados más arriba, había observado cómo, de momento, perdían su pista. Ampliamente dispersados, buscaban casi como lo harían los lobos, con movimientos rastreadores, inclinando sus grandes y aplanadas narices para husmear el suelo y levantarlas luego para oliscar el aire, en tanto con las gruesas y lustrosas colas describían airosos arcos mientras daban vueltas y se introducían entre la maleza de la ladera de la montaña, cada vez más rala. Aquéllas fieras, de cuerpo alargado y flexible, inmensamente poderosas y, al mismo tiempo, tan gráciles como oscuros céfiros impelidos por el viento, avanzaban vertiente arriba en silenciosa armonía, sin que nada escapara a su atención. La luz del sol formaba en su negra piel, ondulada sobre la vigorosa musculatura, un maravilloso e iridiscente tapiz.

¿Cuántos serían? No habría podido decirlo. Nunca se los veía a todos a la vez. Calculó que sumarían unos treinta, pero eso poco importaba. Uno de esos felinos bastaría para matarlo.

El hambre anudaba su estómago al reanudar la subida en busca de un lugar donde tocar tierra. O de un arma. Sus manos ansiaban sujetar un arma. ¡La que fuese! Por fin había encontrado una piedra del tamaño de la palma de su mano, que tenía el borde cortante, y que sopesó. No era un arma, desde luego, sino sólo un afilado pedrusco. Pero para unas manos acostumbradas a sostener armas, valía más eso que nada.

Gateando por un laberinto de rocas medio sueltas, había utilizado la piedra para cortar una tira de cuero y la había atado al pedrusco de manera que formara un asa del tamaño de su mano. Pero al hacerlo dio un traspié, cayó contra una protuberancia y notó que ésta le acuchillaba el hombro. La sangre le resbaló caliente por el brazo, y relucientes gotas salpicaron la roca que tenía debajo. Él no se permitió más que una breve pausa; miró aquella sangre y, antes de seguir adelante, levantó una ceja a guisa de irónico saludo.

Encima del pétreo laberinto asomaban las escarpadas paredes de los grandes riscos, y entre éstos había descubierto la grieta donde esperaba todavía. Después de atravesar el laberinto, uno de los animales se había detenido a olfatear las gotas de su sangre. Al menos uno de ellos daría con él. La fiera que conocía su olor ya no lo olvidaría.

La grieta era una imponente y profunda raja abierta en el enhiesto picacho. En lo alto se divisaba el cielo, pero las paredes eran completamente lisas, sin ningún reborde donde agarrarse para trepar. La hendidura continuaba hacia adentro y hacia arriba, ensanchándose incluso en un punto donde un diminuto manantial brotaba de un resquicio en la arenisca para formar en el suelo un charco que enseguida era absorbido. El fugitivo se había parado un momento para apagar la sed que tanto lo torturaba, pero al seguir adelante tuvo la sensación de percibir casi el ardoroso aliento de la fiera. Más allá de la fuente, la grieta volvía a estrecharse entre empinadas paredes, hasta el extremo de que él no pudo continuar por ella. Al final se metió en una fisura en la que apenas cabía, sin atreverse a respirar, y la fría roca le hería la carne.

Poco a poco, alzó la cabeza para procurar ver algo. Muy arriba brillaba el cielo, y su luminoso sendero era más ancho que la hendidura que lo tenía aprisionado por todos lados. Haciendo servir de superficies de apoyo las paredes de roca, se empujó hacia arriba unos cuantos centímetros, colocando los codos en la piedra que tenía delante mientras hacía fuerza con los pies en la de detrás. Su respiración era una nube de vapor suspendida en el quieto y frío aire que lo rodeaba, y que se condensaba sobre la gélida roca a cada uno de sus esfuerzos. Trepaba despacio, procurando mantener el equilibrio, y así avanzó treinta centímetros, luego sesenta, luego dos metros y pico. Se sirvió de los extendidos brazos hasta que sus manos palparon la mayor anchura que la chimenea adquiría más arriba. Cuando ya no pudo subir más y los brazos perdieron la capacidad de apalancado, miró hacia abajo. Se hallaba a unos tres metros y medio de altura sobre el fondo de la grieta y no podía seguir adelante.

Todavía estaba al alcance de los felinos. Cualquiera de las bestias, cuyos hombros le llegaban a las orejas, era capaz del salto necesario. Con un angustioso peso en el pecho y su aliento formando pequeñas nubes en las sombras de la oscura piedra, el hombrecillo continuó allí agarrado en espera de lo que sucediera.

—¡Venga ya, salta! —musitó. Conoces mi olor y sabes dónde me encuentro, de manera que la decisión es tuya… ¡Salta ya y acabemos de una vez! Estoy cansado…

Hasta él llegó entonces el eco de unas quedas pisadas sobre la piedra. La bestia se acercaba por la grieta. Ahora ya se percibía su respiración, acompañada del profundo ronquido del animal dispuesto a arrojarse sobre su presa.

Las sombras se corrieron en la hendidura, y el hombrecillo miró hacia arriba. Allí en lo alto, donde las paredes se abrían de cara al cielo, acababa de moverse algo. Una cara, diminuta y lejana, lo observaba con interés. Luego se retiró. Alguien estaba encima de la escarpadura, entre las piedras. Alguien lo suficientemente curioso para mirar abajo y ver lo que allí sucedía. Pero al hombrecillo poco le importaba quién fuera, en sus circunstancias. Lo único que le preocupaba era que él estaba apretujado allí dentro, y que el felino se aproximaba… Y que en un lugar muy lejano lo aguardaba Jilian, a cuyo lado había prometido regresar.

No le costó imaginarse su rostro en la fría niebla de su aliento. Sólo ella, entre todos, había creído y tenido fe en él. Jilian conocía sus sueños y, aunque también otros estaban enterados, nadie más le hacía caso.

Rogar Hebilla de Oro podía creer en los sueños, pero no veía en ellos ningún presagio. Después de escucharlo y reflexionar durante un rato, había meneado la cabeza.

«¿Quién sabe lo que significa un sueño? Yo también los tuve, Chane, pero eran sólo eso: ¡sueños!».

Pero aún había sido peor contarle a Slag Atizafuegos lo que pensaba hacer. El viejo no le tenía afecto, precisamente, porque le hacía muy poca gracia que un huérfano carente de medios pasara el tiempo con su hija. Hablarle al padre de sus premoniciones había sido cosa de Jilian, con la esperanza de que Atizafuegos lo equipase para la empresa. No era mucho lo que Chane necesitaba. Sólo ropa de abrigo, armas y provisiones, así como un par de mercenarios que lo acompañaran.

«Thorbardin está en peligro —le había dicho Chane—. Lo sé, porque una voz me reveló en sueños que debo encontrar la clave para impedirlo».

«¡Bah, sueños! —fue la gruñona respuesta de Atizafuegos, acompañada de una mirada fulgurante—. ¡Eres más tonto que un murciélago!».

«Me consta que estoy en lo cierto —había insistido Chane—. No sé con exactitud qué voy a encontrar, pero lo sabré cuando lo halle».

Atizafuegos se había reído de él de manera cruel y despectiva.

«¿De modo que vienes a mí en busca de dinero? ¡Pues ya puedes esperar a que se te oxiden los bigotes! ¡Ni una sola moneda de cobre recibirás de mí, Chane Canto Rodado! Y ahora sal de mi casa… ¡y no vuelvas a acercarte a mi hija! ¡Ella merece algo mejor que un individuo como tú!».

Luego, sin embargo, el viejo Atizafuegos pareció cambiar de opinión. Chane creyó que Jilian había logrado convencerlo, y también la joven confió en eso…

Pero ahora se oía más cerca a la fiera, que vaciló unos instantes para olfatear el aire. Chane se apuntaló como mejor pudo, aunque entre los bigotes le corrían helados goterones de sudor.

«Jilian todavía debe de creer en la buena voluntad de su padre —pensó—. ¿Cómo iba a imaginarse que sus esbirros me conducirían hasta el borde del erial para arrojarse entonces sobre mí?».

Lo habían tundido y aporreado con evidente diversión, para despojarlo seguidamente de sus armas, su dinero, sus botas y la ropa. Le arrebataron todo aquello que Atizafuegos le había proporcionado, y además todo lo que él ya poseía antes.

«No te atrevas a volver a Thorbardin —dijeron los indeseables—. Nuestro amo no quiere verte más».

Borraron luego el camino para cerciorarse de que Chane no sabría regresar y, como si fuera poco, aún lo persiguieron día tras día, hasta que la agotada y hambrienta víctima hubo dejado atrás el reino de Thorbardin y se halló en las tierras escabrosas.

El hambre lo había debilitado al máximo, y los brazos le temblaban. El horripilante ronquido del enorme felino sonaba ya muy cerca…, allá donde el abismo formaba el último recodo. Chane respiró profundamente y exclamó jadeante:

—¡Ven acá, maldita bestia! Ven, minino…, ¡sucio carnívoro! ¡Salta sobre mí y acabemos de una vez!

Apareció por fin el felino a unos nueve o diez metros de distancia, un lustroso y acechante depredador negro como la noche. Los dorados ojos lo descubrieron, y el animal hizo una pausa, aplanadas las orejas sobre la endrina cabeza, tan ancha como el cuerpo…

Abrió la fiera la tremenda boca para mostrar unos colmillos del tamaño de puñales, y el gutural ronquido redujo su volumen al mismo tiempo que la cola del felino se agitaba… Y entonces atacó.

Dos grandes saltos y otro final, con las garras delanteras dispuestas a apoderarse de su presa.

En el último instante, Chane se dejó caer. Una pesada pata, del ancho de su propia mano, le rozó la cabeza. Unas garras como agujas le abrieron surcos desde el nacimiento del pelo hasta las cejas. Desde abajo, el hombrecillo oyó el sordo golpe producido por el felino al quedar suspendido entre las oblicuas paredes de la grieta donde él había estado momentos antes.

Chane resbaló, rodó un trozo por el rocoso suelo, se puso de pie como pudo y, agarrando con ambas manos la inquieta cola de la bestia, la utilizó para ganar altura. Apoyado a la vez en la piedra, logró trepar hasta subirse a lomos de la fiera esquivando sus peligrosas patas traseras. Chane avanzó con las manos llenas de pelos negros. El rugido del animal se convirtió en un aullido de rabia. Alzó éste la cabeza y la volvió. Sus espantosos dientes centellearon cuando el hombrecillo asió desesperado la cabeza del felino y se arrojó sobre sus hombros, dispuesto a luchar por su vida hasta el último segundo. El animal soltó un alarido, y Chane oyó crujido de huesos.

Por espacio de unos momentos pendió entre las patas que habían dejado de moverse, y notó en su cara el ardoroso aliento de la fiera cuando los pulmones de ésta se vaciaban. El felino no volvió a respirar. Tenía roto el cuello.

Exhausto a causa del hambre y de los esfuerzos realizados, Chane montó de nuevo en la bestia y permaneció allí el rato suficiente para que los músculos dejasen de temblarle; luego se incorporó con cuidado y apoyó los pies en las dos paredes de roca a la vez que procuraba soltar el cuerpo de la fiera de la sujeción de la piedra. Cuando lo consiguió, arrastró el cadáver hacia donde el espacio era un poco más ancho, lo hizo rodar hasta ponerlo boca arriba, sacó la cortante piedra que se había guardado antes y comenzó a preparar y despellejar el cuerpo.

Estaba ya casi listo, cuando una voz dijo detrás de él:

—Llévate el filete. Es la mejor parte de un felino.

Chane se volvió, agachado todavía. La persona situada a pocos metros de distancia era, aproximadamente, de su misma estatura, aunque de constitución más menuda. No llevaba barba, pero su gran melena había sido recogida a un lado mediante nudos de cuero y enrollada alrededor del cuello como una especie de esclavina de piel. Se apoyaba de manera despreocupada en un cayado con una horquilla en su extremo, y contemplaba la bestia desollada con aire socarrón.

—No creo haber visto nunca a nadie que se tomara tanto trabajo para aprontar su cena. ¡Estás hecho un asco! Todo lleno de sangre, y temo que en parte sea tuya…

El recién llegado lo observaba imperturbable, casi con descaro, y Chane le devolvió la mirada.

—Un kender —gruñó—. ¡Un condenado kender!

—En efecto, lo soy —contestó el desconocido, fingiendo sorpresa—. Y tú eres un enano. Creo que cada cual es algo. Mi nombre es Chestal Arbusto Inquieto, pero puedes llamarme Chess, si lo prefieres. ¿Por qué condujiste a la bestia a este lugar?

—Porque no se me ocurrió mejor modo de matarla. Además estoy hambriento.

—Pues yo también —declaró el kender, con una risita—. ¿Te fijaste en ese pequeño cañón que queda más atrás, donde hay un manantial? Si tú traes la carne, yo encenderé el fuego. ¡Y no olvides los filetes y la culata! Son lo mejor de todo el animal, como ya debes de saber.

* * *

A la luz del fuego, el recogido rincón donde brotaba el agua en medio de las escarpaduras adquirió un calor casi hogareño. Llena la barriga de felino asado y de té de salvia, así como de un queso muy duro que el kender había sacado de su bolsillo —queso encontrado en alguna parte, según él—, el enano sujetó con estacas la piel de la bestia y empezó a arrancarle la carne con ayuda de la afilada piedra. El kender lo presenciaba con curiosidad. Durante a cena no había dejado de charlar de modo amistoso, por lo visto sin importarle que el compañero apenas respondiera, salvo con algún gruñido de vez en cuando. Chestal Arbusto Inquieto no se dejaba desanimar por eso. Le gustaba escuchar el sonido de su propia voz, y no parecían agotársele las nuevas ideas y opiniones con que divertirse y asombrarse a sí mismo.

Pero, dado que el enano se dedicaba por completo a la extendida piel, rascándola cuidadosamente para preparar el curtido, el kender acabó por callar… casi del todo. Permanecía sentado junto al fuego, siguiendo la operación con viva curiosidad, y sólo de vez en cuando murmuraba algo.

—No así… El color no es perfecto… No, no… Es demasiado grande… Bueno, puede servir para ocasiones especiales, pero no para cada día…

El enano acabó por volverse hacia él y preguntó:

—¿Qué diantre musitas?

—Quisiera saber qué piensas hacer con esa piel —explicó el menudo kender—. Ya he desechado la idea de que pretendas convertirla en una tienda o una alfombra, y no me imagino a un enano enarbolando una bandera de piel negra… Como no sea que proyectes dedicarte a la taxidermia…, pero los enanos no soléis practicar ese arte, que yo sepa. Si fueras un gnomo, entonces…

—Necesito una chaqueta —contestó ceñudo el enano, volviendo a su ocupación.

—Si atases unas varas a la piel, podrías convertirla en una máquina voladora, y, si le hicieses agujeros, te serviría para cribar grava para…

—¡Cállate! —protestó Chane.

—… para construir una rampa… ¿Qué decías?

—¡Que no hables más, por favor! Intento trabajar.

—Ya lo veo. Oye, ¿por qué no te coses tú mismo la chaqueta? Desde luego creo que te hace falta. Quizá te saldrían también unas botas. La mayoría de los enanos que conozco prefieren botas de piel de toro con suelas de hierro, pero cualquier calzado sería mejor que esos harapos con que te envuelves los pies. Nunca había visto un enano peor vestido que tú. Hay goblins mejor ataviados. ¿Acaso perdiste tus ropas en alguna parte?

—Me las robaron…

—¿Y no llevas un martillo o un hacha, o algo por el estilo? Los enanos sois muy tacaños con respecto a herramientas y armas. Me parece que tienes una historia interesante que contar… ¿Qué hay de tu nombre?

—¿De mi nombre?

—¿Lo recuerdas?

—¡Toma, pues claro que lo recuerdo!

—¿Cuál es?

—Chane Canto Rodado.

El hombrecillo se dedicó de nuevo a su piel, entre gruñidos. Cuando por fin la consideró suficientemente limpia, añadió leña al fuego y comenzó la dura tarea de arrancar los dos dientes más largos del animal. Eran los incisivos superiores, y como tales tenían unos bordes muy afilados. En cambio —cosa poco propia de unos incisivos— terminaban en punta y, además, al contrario que en otras criaturas, aunque fuesen tan grandes como ese felino, medían casi veinticinco centímetros de largo.

Chane les dedicó un buen rato, retorciéndolos con sus forzudas manos hasta que, finalmente, quedaron sueltos y los pudo arrancar. A continuación, el enano los llevó al fuego y sometió las raíces de los enormes dientes a la acción de las llamas mientras cortaba madera dura para formar unos asideros y, con algo más flexible, hacía correas con que atarlo todo.

—Casi todos los enanos prefieren las dagas de metal —comentó el kender—. A muy pocos les interesa el marfil.

—Es lo mejor que tengo a mano en este momento —replicó Chane, molesto—. Tendrá que servirme hasta que encuentre algo más conveniente.

—Pues no es difícil de buscar —insistió Chess—. La gente siempre olvida cosas por ahí…

—¿No tienes adonde ir? —preguntó Chane.

El kender se apoyó en una roca con las manos detrás de la cabeza.

—Creo que voy a echarle una ojeada a ese valle de ahí abajo…, al sitio de donde te ahuyentaron los gatos salvajes. Se llama Waykeep o algo parecido.

—¿El valle?

—Sí, o parte de él. Nadie parece saber mucho acerca de ese lugar, y es raro que alguien llegue hasta allí.

Chane contempló la gran piel, sujeta a unas estacas para que se curtiera, y adaptó un asa a uno de los colmillos semejantes a puñales.

—Ya veo por qué —dijo.

—En realidad me dirigía a Pax Tharkas, pero me desvié —admitió el kender—. En estas montañas hay muchas cosas que ver, y muchas otras que no se ven. ¿Te fijaste que ese valle de donde procedían las fieras desaparece misteriosamente de la vista cuando tú intentas mirarlo? ¡Algo muy enigmático, si me lo preguntas!

«Y aunque no te lo pregunte», pensó Chane.

—Hace unos meses mantuve una interesante conversación con un Enano de las Colinas. Había perdido un amuleto y yo lo ayudé a recuperarlo, y cuando le enseñé mi mapa dijo que el espacio en blanco entre la cordillera que se alza al oeste y el Valle del Respiro tiene que ser el valle de Waykeep. Él no sabía nada sobre eso, excepto que no aparece en los mapas y que nadie se adentra en semejante lugar. Especialmente lo rehuyen los magos. Por ese motivo me desvié y no sigo el camino de Pax Tharkas. Tú no pareces un Enano de las Colinas. Tienes un aspecto un poco diferente. ¿Eres un Enano de las Montañas?

—Soy de Thorbardin —contestó Chane, prestando escasa atención al parlanchín kender.

Cuanto más hablaba aquella criatura, más atontado se sentía el enano. Era como intentar escuchar el sonido de veinte o treinta yunques a la vez.

—¿Es por eso que tu barba crece hacia atrás? —inquirió Chess con evidente intriga—. ¿Todos los enanos de Thorbardin tienen los bigotes hacia atrás, como tú?

—No todos, pero yo sí. Crecen como quieren —respondió Chane, al mismo tiempo que levantaba la vista, pensativo—. ¿Qué clase de mapas llevas?

—¡Huy, de muchas clases! —dijo el kender, abriendo las manos—. Mapas grandes y pequeños, algunos dibujados sobre lino, otros sobre pergamino… Incluso tengo uno dibujado sobre… ¡Ah, no, pero ya no lo tengo! Me lo comí —añadió con una mirada a los restos de su cena.

—¿Mapas de qué? —gruñó Chane.

El kender pestañeó.

—De lugares. Para eso están los mapas. Son dibujos de lugares. Yo hago muchos. De distintos sitios. Si algún día regreso a Hylo… Porque yo soy de allí. ¿No te lo había dicho?

—Ya no lo recuerdo —contestó el enano, cada vez más ceñudo—. ¿De qué sitios son esos mapas?

—Puedo mostrar a cualquiera dónde estuve —declaró el kender entre nuevos parpadeos—. ¿Qué lugares te interesan?

—No lo sé con exactitud —suspiró Chane—. Sólo lo vi en sueños, pero me consta que queda fuera de Thorbardin… Más allá de la Puerta Norte.

El kender hizo girar su voluminosa bolsa de cuero hasta dejarla descansando sobre su regazo, y empezó a rebuscar en ella. Aquélla bolsa parecía tener una capacidad sin fin, y el enano quedó boquiabierto ante la cantidad de tesoros que las activas manos de Chess sacaban a la luz. Relucientes chucherías de todo tipo, pequeñas piedras, trozos de bramante, un viejo caparazón de tortuga, varios objetos metálicos, un cubo de madera, un maltratado nido de pájaros (que el kender contempló brevemente, para arrojarlo después a un lado), una cuchara rota, un pedazo de tela… Los tesoros no tenían fin.

Por fin, Chess extrajo un grueso fajo de dibujos, y sus ojos relucieron.

—¡Ah! —exclamó—. ¡Los mapas! —Y se puso a hojearlos…

»Si el lugar que deseas conocer se halla más allá de la Puerta Norte, queda al este de donde nos encontramos nosotros —explicó antes de alzar la cabeza, mirar a Chane e indicar con el dedo—: ¡Al este se va por ahí!

—¿Qué señalan los mapas en esa dirección? —quiso saber el enano, estrechando los ojos para distinguir lo que decían aquellos dibujos.

Chess puso cara de sorpresa.

—¡Nada! —respondió—. Pensaba que ya te lo había explicado. Lo primero que hay al este de aquí, es el valle de Waykeep, que no figura en los mapas. Quizá pueda marcarlo yo, si voy allí.

—¡Pues yo no quiero ir a ese valle! —replicó el enano con un bufido.

—Si te propones avanzar hacia el éste, llegarás a él —aclaró Chess en un tono más amistoso, antes de introducir la mano en su bolsa de cuero y sacar de ella otra de sus resplandecientes cuentas—. ¿Qué te parece esto? —agregó, levantando la pieza para contemplarla con asombro.

—¿Que qué me parece? ¿Qué es eso?

—Es el amuleto de aquel Enano de las Colinas. El que yo le ayudé a recuperar. Debió de volver a perderlo. Allí lo encontré la primera vez, por cierto. Debajo de la sabana del troll… ¿Tú qué sabes?