14

En lo alto de una ladera azotada por las mordientes ráfagas procedentes de las nieves eternas, Sombra de la Cañada hizo una pausa en su escalada para inspeccionar el extremo superior de su báculo, que había dejado de ser gredoso para transformarse nuevamente en una fría y perfecta piedra de turbulentas transparencias.

El mago se ciñó el cuello de su capa para protegerse de la baja temperatura y alzó un poco el bastón. Murmuró una palabra, y la piedra estalló en gélidos y brillantes resplandores. Sombra de la Cañada hizo un gesto afirmativo, la calmó con una palabra y echó un vistazo a lo que lo rodeaba. A cierta distancia descubrió una gran roca dentada que se apoyaba en un desigual peñasco, y que la nieve empujada por el viento cubría en buena parte. El hechicero alzó el bastón, señaló con él la piedra y musitó otras palabras. Un fuerte rayo de plateada luz partió de la gema y golpeó la roca, que se rompió en mil fragmentos, algunos de los cuales cayeron rodando pendiente abajo.

Satisfecho, Sombra de la Cañada prosiguió el ascenso hasta llegar a un alto lugar donde las manchas de hielo parecían blancos charcos en la piedra erosionada por el paso del tiempo.

Allí, el mago fijó la vista en un pequeño charco oculto por el hielo.

—Señor de la torre —dijo Sombra de la Cañada con una voz tan fría como los vendavales del invierno—, el descendiente de Grallen tiene el Sometedor de Hechizos y ha empezado a buscar el yelmo. ¿Se sabe algo del proscrito?

—El Ser Negro vive —contestó la imagen de hielo formada en el charco helado—. Aunque es evidente que resultó muerto hace largo tiempo, no cabe duda de que sigue vivo. Su magia es conocida de sobra. Otros buscadores la experimentaron en época bien reciente.

—¿Puedes decirme dónde está, pues, o debo continuar siguiendo al enano?

—Se halla en alguna parte del este —contestó la encapuchada figura—. Más cerca de ti de lo que tú estás de mí, pero, aunque se nota su magia, permanece escondido. Algo lo escuda e impide que lo descubramos. Si quieres dar con él, será preciso que vayas con el enano.

—¿Conoce el proscrito la busca que lleva a cabo ese enano?

—Creemos que sabe que ocurre algo —explicó la imagen aparecida en el hielo—. El Ser Negro juró actuar contra el reino de Thorbardin. Esto sí que nos consta, porque nos lo comunicaron los miembros de nuestra Orden de las montañas Khalkist. Dos murieron, y un tercero sufrió horribles quemaduras para traernos la información. Y dime, ¿conoce el enano su destino?

—Se propone ir a donde fue Grallen —respondió Sombra de la Cañada—. Ansia recuperar el yelmo de su antepasado, que es lo único que puede salvar a Thorbardin de la infiltración de sus enemigos. Posee un artilugio, una antigua piedra sagrada, gemela de la que su antecesor llevaba en su casco. Una piedra lo conducirá a la otra, y así llegará hasta el yelmo.

—Y si encuentra ese yelmo, ¿sabrá entonces en qué reside la debilidad de Thorbardin?

—Si Grallen vio la puerta secreta, la piedra del yelmo se la enseñará también al siguiente que lo lleve. Como se sospechaba, ambas piedras son piedras de los dioses, y su magia llega más allá que cualquier hechicería.

—En tal caso, el hilo no es frágil —dijo el charco helado—. Si el enano expresa una amenaza, el Ser Negro se enterará. Ve mejor ahora que cuando estaba vivo, antes de que lo mataran. Sigue al enano si deseas encontrar al Ser Negro, Sombra de la Cañada. Me figuro que el Ser Negro lo buscará a él. Sigue al enano hacia la destrozada Zhamen, si tu propósito es el de destruir de nuevo al mago proscrito. ¿Viste el presagio del eclipse de las lunas? —inquirió la débil voz después de una pausa.

—Lo vi. ¿Qué significa?

—Nadie lo sabe con certeza. Pero todo indica que se aproxima una gran negrura desde el norte. El mal tiene sus peones en marcha y los mueve a través del tablero. ¡Cuidado!

El charco se oscureció para aclararse luego, y no fue más que hielo. Sombra de la Cañada se estremeció, se ciñó más la capa de bisonte alrededor de los hombros y volvió a tocar la gélida superficie con el bastón. Ésta vez, la imagen aparecida fue la del valle de donde él procedía. Chane Canto Rodado y el kender permanecían al borde del extraño campo de hielo y miraban hacia el éste.

—En dirección a la destrozada Zhamen —susurró el mago—. El enano sigue la senda de Grallen, camino del lugar en que reposa el yelmo de su antepasado.

Iba ya a alejarse del charco, cuando se detuvo. Una nueva visión se había formado en él, sin que la hubiese invocado. Una negrura semejante a la tinta formaba confusos remolinos, para fundirse en el centro en lo que resultó un rostro. O, mejor dicho, no un rostro, sino únicamente los fantasmales contornos de uno visto antes por Sombra de la Cañada, largos años atrás.

Y una voz seca como el polvo —una voz que parecía consumida por el odio y la edad— surgió sibilante de la imagen.

«Me busca, ¿no es eso? —dijo—. El endeble Túnica Roja intentará de nuevo lo que creía haber hecho antes, ¿eh? ¡Ja, ja! Le pregunta al hielo si yo sé que hay un obstáculo en mi camino. Un obstáculo muy débil, si acaso. Un enano. ¡Sólo un enano! ¿Se pregunta él si yo lo sabía antes? No importa. ¡Ahora lo sé!».

La voz se desvaneció con una risita burlona, y el hielo recobró su transparencia. Un buen rato después que la visión hubo desaparecido, Sombra de la Cañada continuaba arrodillado junto al hielo, tembloroso e inseguro.

—Caliban —musitó—. ¡Caliban!

* * *

Visto desde el sur, el valle era un largo y profundo corte entre imponentes montañas. De varios kilómetros de ancho y muchos más de largo, suficientemente hondo para que el follaje del otoño animara todavía sus bosques, se abría paso hacia el norte. Aquél valle era más recto que casi todos los demás explorados por Ala Torcida, y le interesaba porque, mientras que sus lados se veían coronados por escarpados riscos, el acceso desde el sur era una larga y suave pendiente.

El valle parecía ofrecerse como camino, y eso irritó a Ala Torcida. Había visto los grandes felinos que habitaban la zona, y le constaba que era una trampa. El hombre se preguntó si alguien había conseguido salir con vida de allí.

Ala Torcida se puso de mal humor a medida que transcurrían las horas. Estaba harto de esperar a un gnomo chiflado que volaba en un artefacto y que, probablemente, nunca regresaría. Renegaba de la suerte que lo había conducido a semejante sitio tan escabroso, en busca de algo imposible: ¡encontrar a un enano perdido en casi veinte mil kilómetros cuadrados de territorio apenas conocido!

Al hombre no le servía de nada que Jilian Atizafuegos hubiera decidido llenar las ociosas horas con su constante parloteo. Por lo menos había oído ya una docena de veces el sueño de Chane Canto Rodado, y otra media docena sus quejas sobre la perfidia y la tacañería de su propio padre, Slag Atizafuegos. Asimismo estaba harto de las habladurías —que en general no le interesaban— referentes a la enemistad entre las familias Tornaestaño y Tocahierros, que había mantenido durante meses en gran alboroto a los vecinos del pozo del quinto nivel de Daewar; o al por qué la hermana Silicia Orebrand no se hablaba con ningún miembro de la sociedad llamada Silverfest… Jilian no callaba. Decía, por ejemplo, que los enanos de Daergar tenían unas maneras muy toscas y parecían creerse los amos de la Calzada Decimocuarta, o comentaba el escándalo producido al acusar Furth Socavador a los vigilantes del Laberinto del Éste de haber sobornado al ejecutor del Consejo de los Thanes.

—¡Pero qué diantre! —estalló al fin Ala Torcida—. ¿Es que todo el mundo está reñido en Thorbardin? Oyéndote hablar, uno diría que las intrigas y las hostilidades sobrepasan cinco veces el número de habitantes.

Jilian parpadeó sorprendida.

—¡Oh, no! ¡En absoluto! —protestó. Thorbardin es el lugar más ideal que uno pueda imaginar. ¡Lo digo en serio! Si te cuento esos chismes, es porque es lo que prefiere oír la mayoría de la gente. Pero claro, allí casi todos…, al menos, casi todos los que yo conozco…, son enanos. ¿Sobre qué os gusta conversar a los humanos?

—En ocasiones preferimos el silencio —le soltó él.

Durante un buen rato, Ala Torcida se salió con la suya. La joven permanecía sentada mirando en otra dirección, muy recta su robusta espalda. Había procurado entretenerlo, pero ahora actuaba como si hiciera caso omiso de él, cosa que el hombre prefería.

Sin embargo, Jilian preguntó pronto:

—¿Te importa que te diga algo más?

—Sabía que no duraría la tranquilidad —gruñó Ala Torcida—. ¿Qué es?

La enana señaló al cielo.

—El gnomo vuelve.

En efecto, Ala Torcida vio el desigual vuelo del aparato de Bobbin, que se acercaba a poca altura sobre los bosques que cubrían el suelo del valle.

—¡Ya era hora! —exclamó.

Aquélla especie de cometa se elevó al aproximarse a la pendiente, y las corrientes de aire se la llevaron hasta que sólo fue un diminuto punto en las alturas. Luego, un ala se ladeó y el artilugio comenzó a describir los amplios círculos que ellos ya habían visto antes. Parecía ser que, una vez arriba, el único modo de bajar que tenía el gnomo consistía en ese tedioso procedimiento.

El ingenio siguió dando vueltas, descendiendo, y por último aterrizó como pudo a escasa distancia, pero en un sitio muy poco adecuado. Había ido a posarse unos centenares de metros más arriba, justamente encima de un dentado peñasco, allí donde se iniciaba la pared occidental del valle.

—¿Qué cuerno hace? —refunfuñó Ala Torcida—. ¿Por qué no viene aquí?

—Probablemente lo intentó —dijo Jilian—, pero creo que ese aparato no funciona muy bien.

—Lo milagroso es que funcione —señaló el hombre.

Por espacio de un momento, el artefacto permaneció suspendido donde estaba, pero de repente volvió a elevarse y a describir los dichosos círculos. Ahora, el gnomo parecía haber corregido su sistema de navegación, y cuando descendió de nuevo lo hizo encima mismo de Ala Torcida y Jilian.

Bobbin se asomó con cara de enojo. Miró a uno y otro y, finalmente, anunció:

—Soy yo… ¡Aquí estoy!

—¡Eso ya lo sé! —replicó el hombre—. ¡Dime si encontraste algo!

—¡Huy, el valle es muy grande, y en él hay muchas cosas! Varios kilómetros más al norte vi un círculo de piedras con algo en medio que parece un enorme inflector termodinámico, aunque estoy seguro de que no es eso. Encima se ve algo semejante a una pequeña estatua rota, y alrededor hay pavimento. Además hay una cabaña, aunque quien viva allí no estaba en casa, y un retorcido camino negro que parte desde allí en dos direcciones. Luego descubrí un río y suficientes árboles para hacer creer a una ninfa que está en el paraíso, así como varios prados muy bonitos y propios para aterrizar en ellos, de haber podido. Ah, y también hay un campo de hielo lleno de bultos, y restos de una vieja muralla, más antigua de lo que se puede calcular desde el aire, pero me figuro que ya era antigua antes de que cualquiera de las personas que conozco fuera lo bastante vieja para saber lo que eso significa.

—¿Y respecto de los felinos? —preguntó Ala Torcida.

—¿Respecto de qué?

—¡De los felinos! ¿No fuiste en busca de eso? ¡Felinos, repito!

—No; no había felinos. Un kender sí, pero no felinos. Y lo que igualmente vi fue un personaje que llevaba un traje de conejo, hecho de piel de felino, si es que uno puede dar crédito a lo que explica un kender. ¿Y para qué te interesan los felinos?

—A mí, para nada. Sólo quería saber si viste alguno de esos animales.

—Pues no. Había algún que otro bisonte y un par de alces, pero…

—¿Y qué hay de Chane Canto Rodado? —intervino Jilian—. ¿No lo viste?

—¿Va vestido de conejo?

La enana le gritó algo al gnomo, pero el ingenio de éste volvió a elevarse de súbito, en dirección a los lejanos picachos del oeste.

Jilian suspiró y, seguidamente, cargó con su fardo y su espada.

—Es inútil —dijo—. Tendremos que comprobarlo nosotros mismos. ¿Estás a punto?

—¡Eh, un momento, Renacuajo! —replicó Ala Torcida—. Aquí mando yo, ¿recuerdas? Ya decidiré adonde y cuándo vamos.

—¡Pues toma la decisión de una vez! —contestó ella y tomó el camino del valle.

* * *

Aquél anochecer acamparon en un calvero muy adentrado en la espesura, donde un riachuelo saltarín fluía gélido desde las montañas hacia el oeste y un extraño sendero de grava negra serpenteaba sin objetivo aparente en dirección al norte, a través de un bosque cada vez más denso.

A última hora, Ala Torcida salió a explorar el terreno, pero no halló nada alarmante, excepto que todo el valle estaba sumido en un raro silencio.

—Es extraño —le comentó a Jilian a su regreso—. Diríase que este lugar estuvo habitado, pero ahora no vive nadie en él. Me parece abandonado recientemente. Otra vez tuve la misma sensación cuando pasé por una aldea de los parwind, en los llanos. Al menos había sido una de sus aldeas. Las tiendas estaban plegadas, y no quedaba nadie. Aquél sitio me produjo la misma impresión que éste. Es como si la zona hubiese estado acostumbrada a constituir un hogar para unas gentes, y ahora no sabe qué hacer consigo misma.

Jilian observó al hombre, y luego se encogió de hombros.

—Los humanos sois una raza muy especial —dijo al fin, antes de dedicarse a preparar la cena.

Una revoloteante sombra cruzó entonces la luz crepuscular que envolvía el claro, y una aguda y estridente voz gritó desde arriba:

—¡Tengo hambre! ¿No podéis enviarme algo de cena?

De nuevo estaba allí el gnomo en su estrafalario artilugio. Ala Torcida dirigió la mirada al aparato suspendido sobre el pequeño vivaque y meneó la cabeza. Ya había visto algún gnomo de cuando en cuando, pero nunca a uno que estuviera chiflado. Con las manos en forma de bocina, voceó:

—¡Quiero que me des noticias referentes al valle!

—¿Referentes a qué?

—¡A todo lo que pueda resultarme de utilidad! Por ejemplo, necesito saber hasta dónde llega en sentido norte, si existen peligros y dónde desemboca.

—¡Huy! Es muy extenso. No he visto todo el valle.

—Conviene que lo explores en busca de peligros, pues.

—Lo haré, si me lo pides con amabilidad. ¿Qué clase de peligros te interesan?

—Cualesquiera que descubras. Principalmente, los felinos.

—¡No los hay, caramba! Ya te lo dije, pero supongo que no lo recuerdas. En una ladera vi a un mago, pero queda a kilómetros y kilómetros de distancia. También me fijé en un kender acompañado de un enano vestido de manera rara. Al este de donde vosotros estáis, o quizás al norte… No estoy seguro. Y más allá distinguí un grupo de gente que procedía del siguiente valle. Iba en desorden, todos sus componentes parecían haber luchado contra alguien y llevaban a sus heridos. Les vi a todos en muy mal estado. Yo…

Pero el artefacto alzó la nariz y salió disparado hacia el cielo. A los que quedaban abajo les llegó la exasperada voz del gnomo:

—¡Guardadme algo de cena…!

* * *

Ensangrentado, apaleado, despojado de sus ropas y sujeto con estacas al frío suelo, Garon Wendesthalas apenas se daba cuenta de quiénes tenía encima. Los goblins lo habían torturado durante horas, mientras la figura que lucía una armadura esmaltada, evidentemente su jefe, lo presenciaba impávida. Y los tormentos continuaban con gran regocijo de sus martirizadores, que sólo interrumpían su diversión cuando estaban a punto de romperle un hueso o de hacerle perder una peligrosa cantidad de sangre. El jefe exigía información de él. ¿Tenía noticias de un enano de las montañas que se hallaba cerca y cuyas facciones revelaban una semejanza con los de los hylar? ¿Y dónde estaba la muchacha enana que había sido vista en su compañía? ¿Y el humano que los acompañaba? ¿Quién era y dónde se encontraba?

Pero el elfo no había pronunciado ni una sola palabra. Ni siquiera se permitía fijar su atención en los sufrimientos que le infligían. Por el contrario, dejaba que su mente, distante y apartada, saborease recuerdos de otros tiempos felices…, remotos e inalcanzables. Había conseguido apartarse tanto, que apenas tenía conciencia de los goblins que lo rodeaban. Sin embargo, ahora sabía quién los capitaneaba. Era una mujer humana, Kolanda Pantano Oscuro. Los goblins la llamaban «Comandante». Garon notaba, asimismo, que alguien o algo estaba con ella, aunque no había visto a nadie. Desde lejos habla percibido jirones de su conversación… La voz de la mujer sonaba impaciente y quejumbrosa; la del otro ser, como unas arrugadas cáscaras vacías, y en ella había una odiosa mezcla de veneno y burla. Y, como pudo enterarse, su nombre era Caliban.

Garon se cerró a todas las demás impresiones y recorrió con la mente las conocidas selvas de Qualinesti, bebió la refrescante agua de un arroyo, escuchó los cantos de los elfos en un claro cercano…

—De éste no averiguaremos nada —dijo Kolanda Pantano Oscuro, llamando a uno de sus goblins armados—. Ya hemos perdido bastante tiempo. El elfo no hablará.

—¿Lo mato, pues? —preguntó la criatura, expectante.

—No. Lo llevaremos con nosotros. Es fuerte y será un esclavo útil.

—¿Un elfo? —gruñó el goblin—. Sólo causará problemas. Tratará de huir y…

Kolanda lo miró furiosa.

—¿Acaso he pedido tu opinión, Thog?

El goblin retrocedió rápidamente y bajó la cabeza, sumiso.

—Perdona, Comandante.

—Reúne a tu patrulla, Thog. O lo que queda de ella. Regresamos al Valle del Respiro, que ahora debe de estar en buenas condiciones. Tenemos cosas que hacer. Trae al elfo, pero antes córtale los tendones de las piernas. Así no escapará. Cuando nos encontremos de nuevo, ponle al cuidado de una de las carretas.

La mujer dio media vuelta, impasible y llena de enojo. Ningún elfo sería nunca un esclavo que valiera la pena, pero éste viviría lo suficiente para servirla. Había matado casi a la mitad de su patrulla antes de ser reducido.