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—Tuvimos un problema de sobrecarga de energía en la instalación —dijo el jefe de seguridad de Cabo Alto cuando Sarah Rosa le pidió que le explicara el apagón de tres horas en las grabaciones de las cámaras de vigilancia ocurrido una semana antes, cuando se suponía que Albert había llevado a la niña a casa de los Kobashi.
—¿Y algo así no los alarmó?
—No, señora…
—Comprendo —asintió, y no añadió nada más, desplazando sin embargo la mirada a los galones de capitán que el hombre lucía en el uniforme; un grado, por lo demás, tan falso como su función.
Los guardias, que en realidad habrían tenido que garantizar la seguridad de los vecinos, solo eran culturistas con un uniforme. Su único adiestramiento consistía en un curso de tres meses impartido por policías jubilados cerca de la sede de la sociedad que los contrataría. Su dotación constaba de un auricular unido a un walkie-talkie y de un espray de pimienta. Así que para Albert no había sido difícil engatusarlos. Además, en la barrera perimétrica se había hallado una brecha de un metro y medio, bien escondida por el seto que cubría todo el muro circundante. Ese capricho estético había acabado frustrando la única medida de seguridad real de Cabo Alto.
Ahora se trataba de entender por qué Albert había elegido justamente aquel sitio y aquella familia.
El temor de encontrarse frente a un nuevo Alexander Bermann empujó a Roche a autorizar todo tipo de investigación, y en el caso de Kobashi y su mujer, también la más invasora.
Boris fue el encargado de exprimir al dentista.
Probablemente el hombre no tenía ni idea del trato especial que se le reservaría durante las siguientes horas. Sufrir el interrogatorio de un profesional no es para nada comparable a cuanto ocurre normalmente en las comisarías de policía de medio mundo, donde todo se basa en el agotamiento del sospechoso durante horas y horas de presión psicológica y vigilia forzada, contestando una y otra vez a las mismas preguntas.
Boris casi nunca trataba de hacer caer en contradicción a las personas que interrogaba, porque sabía que el estrés a menudo produce efectos negativos en la declaración, que se debilita así ante los ataques de un buen abogado en el tribunal. Tampoco le interesaban las medias admisiones, ni los intentos de negociación que ofrecían los sospechosos cuando se veían contra las cuerdas.
No. El agente especial Klaus Boris trataba de conseguir solo la plena confesión.
Mila lo vio en la cocina del Estudio mientras se preparaba para entrar en escena, porque en el fondo se trataba de eso: una representación en la que a menudo las partes se invierten. Valiéndose de la falsedad, Boris penetraría en las defensas de Kobashi. Llevaba la camisa arremangada, una botellita de agua en una mano, y andaba adelante y atrás para calentar las piernas: a diferencia de Kobashi, en efecto, Boris no se sentaría, dominándolo con su corpulencia durante todo el tiempo.
Mientras tanto, Stern lo ponía al día rápidamente sobre cuanto había descubierto acerca del sospechoso:
—El dentista evade parte de los impuestos. Tiene una cuenta off-shore en la que ingresa los beneficios en negro de la consulta y los premios de los torneos de golf en los que participa como semiprofesional prácticamente todos los fines de semana… La señora Kobashi, en cambio, prefiere otro tipo de pasatiempo: cada miércoles por la tarde se encuentra con un conocido abogado en un hotel del centro. Sobra añadir que el abogado juega al golf todos los fines de semana con el marido…
Esas informaciones constituirían el gancho del interrogatorio. Boris las degustaría, usándolas en el momento oportuno para hacer derrumbarse al dentista.
La habitación para los interrogatorios había sido preparada mucho tiempo antes en el Estudio junto a los dormitorios. Era estrecha, casi sofocante, sin ventanas y con una única puerta que Boris cerraría con llave en cuanto hubiera entrado junto al sospechoso. Luego se metería la llave en el bolsillo, como hacía siempre: un simple gesto que establecería la posición de fuerza.
La luz de neón era potente, y la lámpara emitía un molesto zumbido; ese sonido también formaba parte de los instrumentos de presión de Boris. Él mitigaría su efecto con unos tapones de algodón.
Un falso espejo separaba la habitación de otra salita, con una entrada independiente, para el resto del equipo que asistiría al interrogatorio. Era muy importante que el interrogado estuviera siempre colocado de perfil con respecto del espejo y nunca de frente, puesto que tenía que sentirse observado sin poder corresponder a aquella mirada invisible.
Tanto la mesa como las paredes estaban pintadas de blanco: la monocromía servía para no ofrecerle ningún punto sobre el que concentrar la atención para reflexionar sobre las respuestas. Su silla tenía una pata más corta, y cojearía todo el tiempo para fastidiarlo.
Mila entró en la sala contigua mientras Sarah Rosa preparaba el VSA (Voice Stress Analysis), un aparato que permitiría medir las variaciones de su voz. Pequeños temblores, asociados a las contracciones musculares, determinan oscilaciones a una frecuencia de entre diez y doce hercios. Cuando una persona miente, la cantidad de sangre en las cuerdas vocales disminuye a causa de la tensión, lo que, por consiguiente, reduce la vibración. Un ordenador analizaría las variaciones en las palabras de Kobashi y desvelaría sus mentiras.
Pero la técnica más importante que el agente especial Klaus Boris usaría, en la que prácticamente era un maestro, era la observación del comportamiento.
Kobashi fue conducido a la sala de los interrogatorios después de haber sido cortésmente invitado, aunque sin previo aviso, a dar explicaciones. Los agentes que debían encargarse de escoltarlo hasta allí desde el hotel en que residía con su familia le ordenaron que se sentara solo en el asiento posterior del coche e hicieron un recorrido más amplio para llevarlo al Estudio y aumentar así su incertidumbre.
Puesto que solo debía de tratarse de una conversación informal, Kobashi no había solicitado la presencia de un abogado. Temía que dicha solicitud lo expusiera a sospechas de culpabilidad. Y eso era lo que Boris esperaba precisamente.
En la sala, el dentista tenía mal aspecto. Mila lo observó. Vestía pantalones de color amarillo, veraniegos. Probablemente eran parte de uno de los trajes de golf que se había llevado de vacaciones a los trópicos y que ahora constituían su único vestuario. Llevaba un jersey fucsia de cachemir por cuyo cuello se entreveía un polo blanco.
Le comunicaron que al cabo de poco rato llegaría un investigador para hacerle algunas preguntas, a lo que Kobashi asintió, poniendo las manos sobre el regazo en una postura defensiva.
Mientras tanto, Boris lo observaba desde el otro lado del espejo, concediéndose una larga espera para estudiarlo bien.
Kobashi reparó en que encima de la mesa había una carpeta con su nombre. Boris la había colocado allí. El dentista no la tocaría, del mismo modo que nunca volvería la mirada en dirección al espejo, aun sabiendo muy bien que estaba siendo observado.
En realidad, la carpeta estaba vacía.
—Parece la sala de espera de un dentista, ¿no? —ironizó Sarah Rosa, mirando al desventurado del otro lado del cristal.
Luego Boris anunció:
—Bien, empecemos.
Instantes después, cruzó el umbral de la sala de interrogatorios. Saludó a Kobashi, cerró con llave la puerta y se disculpó por el retraso. Dejó claro una vez más que las preguntas que le haría eran solamente para pedirle algunas explicaciones, y finalmente cogió la carpeta de encima de la mesa, la abrió y fingió leer algo.
—Doctor Kobashi, usted tiene cuarenta y tres años, ¿verdad?
—Exacto.
—¿Cuánto tiempo hace que ejerce la profesión de dentista?
—Soy cirujano ortodoncista —especificó—. En cualquier caso, hace quince años que ejerzo.
Boris se tomó algún tiempo para examinar sus papeles invisibles.
—¿Puedo preguntarle cuánto ganó el año pasado?
El hombre dio un leve respingo. Boris había asestado su primer golpe: mediante la referencia a los beneficios aludía a los impuestos.
Como había previsto, el dentista mintió descaradamente sobre su situación económica, y Mila no pudo dejar de notar lo ingenuo que había sido al hacerlo. Esa conversación versaba sobre un homicidio, y las informaciones fiscales que surgieran no tendrían relevancia alguna ni podrían ser transmitidas al Departamento de Impuestos.
El hombre también mintió sobre otros detalles, creyendo poder dirigir cómodamente las respuestas. Y Boris lo dejó hacer durante un rato.
Mila conocía el juego de Boris. Se lo había visto hacer a algunos colegas de su antigua escuela, aunque el agente especial lo practicaba a niveles indudablemente superiores.
Cuando un individuo miente, tiene que efectuar una labor psicológica para compensar una serie de tensiones. Para hacer más creíbles sus respuestas, está obligado a extraer informaciones verdaderas, ya sedimentadas en su memoria, y a recurrir a mecanismos de elaboración lógica para configurar la mentira que está contando.
Eso requiere un esfuerzo enorme, además de un notable uso de la imaginación.
Cada vez que se cuenta una mentira, hace falta recordar todos los hechos con los que esta se sostiene en pie. Cuando las mentiras son muchas, el juego se hace complejo. Es un poco como el malabarista que intenta hacer girar los platos sobre los palos en el circo. Cada vez que añade uno, el ejercicio se complica, y él se ve obligado a correr de un lado a otro sin parar.
Es justo entonces cuando más se debilita y se expone.
En el caso de que Kobashi se hubiera valido de la propia fantasía, Boris lo habría comprendido en seguida. El incremento de la ansiedad genera microacciones anómalas, como arquear la espalda, frotarse las manos o friccionarse las sienes o las muñecas. A menudo eso va acompañado de alteraciones fisiológicas como un aumento de la sudoración, agudización de la tonalidad de la voz y movimientos oculares incontrolados.
Pero un especialista bien adiestrado como Boris también sabía que eso solo son indicios de mentiras, y tienen que ser tratados como tales. Para llegar a la prueba de que el sujeto está mintiendo es necesario llevarlo a admitir sus propias responsabilidades.
Cuando Boris creyó que Kobashi se sentía bastante seguro de sí mismo, pasó al contraataque insinuando en las preguntas elementos que tenían que ver con Albert y la desaparición de las seis niñas.
Dos horas después, Kobashi estaba siendo atacado por una retahíla de preguntas cada vez más íntimas e insistentes. Boris había estrechado el círculo a su alrededor, reduciendo así su espacio de defensa. El dentista ya ni siquiera pensaba en llamar a un abogado, solo quería salir de allí cuanto antes. Por el modo en que se había derrumbado psicológicamente, habría dicho cualquier cosa con tal de recobrar la libertad. Quizá hasta habría admitido ser Albert.
Solo que no sería la verdad.
Cuando Boris se dio cuenta, salió de la habitación con la excusa de ir por un vaso de agua y se reunió con Goran y los demás en la sala de detrás del espejo.
—No tiene nada que ver —dijo—. Y no sabe nada.
Goran asintió.
Sarah Rosa había vuelto hacía poco con los resultados de los análisis de los ordenadores y los informes del uso de los móviles de la familia Kobashi, que no revelaban nada. Tampoco había elementos de interés entre sus amistades y conocidos.
—Entonces, se trata ciertamente de la casa —concluyó el criminólogo.
¿Quizá la vivienda de los Kobashi había sido el escenario —como en el caso del orfanato— de algo terrible que nunca había salido a la luz?
Pero también esa teoría era débil.
—La casa fue la última construida en la única parcela que quedaba libre en el complejo. La terminaron hace unos tres meses, y los Kobashi han sido los primeros y únicos propietarios —dijo Stern.
Goran, en cambio, no se daba por vencido:
—Esa casa esconde un secreto.
Stern lo entendió de inmediato y preguntó:
—¿Por dónde empezamos?
Goran pensó un instante, luego ordenó:
—Comenzad cavando en el jardín.
En un primer momento trajeron perros rastreadores de cadáveres, capaces de olfatear restos humanos a grandes profundidades. Luego llegó el turno de los radares especiales para sondear el subsuelo, pero sobre las pantallas verdes no apareció nada sospechoso.
Mila observaba trabajar a los hombres, así como la sucesión de aquellos intentos: todavía estaba a la espera de que Chang le dijera la identidad de la niña hallada en la casa para la comparación con el ADN de los padres de las víctimas.
Empezaron a cavar hacia las tres de la tarde. Las pequeñas excavadoras removieron la tierra del jardín, destruyendo la sabia arquitectura de exteriores que tanto trabajo y dinero debía de haber costado. Ahora todo había sido extirpado y acumulado sin respeto sobre los camiones.
El ruido de los motores diésel rompía la quietud de Cabo Alto. Y por si no bastara, las vibraciones producidas por las excavadoras hacían disparar continuamente la alarma del Maserati de Kobashi.
Después del jardín, las búsquedas se desplazaron hacia el interior de la casa. Contactaron con una empresa especializada para levantar las pesadas losas de mármol del salón. Los muros interiores fueron auscultados en busca de vacíos, luego abiertos a golpe de pico. También los muebles padecieron una suerte infeliz: desmontados y seccionados, hasta que estuvieron para tirar. Las excavaciones también se continuaron en el sótano y en la zona de los cimientos.
Había sido Roche quien había autorizado aquella destrucción. El Departamento no podía permitirse fracasar otra vez, ni siquiera a costa de padecer una demanda millonaria por daños. Pero los Kobashi no tenían intención alguna de volver a vivir allí. Cuanto les había pertenecido estaba irremediablemente contaminado por el horror. Venderían la propiedad a un precio inferior al de la compra, ya que su vida dorada nunca volvería a ser la misma con el recuerdo de lo ocurrido.
Hacia las seis de la tarde, el nerviosismo de los presentes en la escena del crimen era palpable.
—¿Alguien quiere parar esa maldita alarma? —gritó Roche señalando el Maserati de Kobashi.
—No logramos encontrar los mandos a distancia de los coches —le contestó Boris.
—¡Llamad al dentista y que os los dé! ¿Es posible que tenga que decíroslo yo todo?
Giraban en el vacío. En lugar de unirlos, la tensión los enfrentaba unos con otros, frustrándolos por la incapacidad de resolver el enigma que Albert había ideado para ellos.
—¿Por qué ha vestido a la niña como una muñeca?
El interrogante hacía volverse loco a Goran. Mila nunca lo había visto así. Había algo personal en el desafío que había asumido; algo de lo que ni siquiera el propio criminólogo se había dado cuenta, y que minaba irremediablemente su capacidad de razonar con claridad.
Mila se mantenía a distancia, enervada por la espera. ¿Qué sentido tenía el comportamiento de Albert?
En los pocos días que había estado en estrecho contacto con el equipo y con los métodos del doctor Gavila, había aprendido muchas cosas. Por ejemplo, que un asesino en serie es un sujeto que mata a intervalos de tiempo variables —de pocas horas a meses y hasta años—, con una compulsión que lo obliga a repetir el comportamiento y que no es capaz de detener. Por eso en su background faltan motivos como la cólera o la venganza. El asesino en serie actúa para repetir una motivación particular, que es la sola necesidad o el placer de matar.
Pero Albert desmentía claramente esa definición.
Había secuestrado a las niñas y las había asesinado de inmediato, una tras otra, para luego mantener con vida solo a una. ¿Por qué? No obtenía placer del asesinato en cuanto a tal, sino que le servía como instrumento para llamar la atención. Pero no sobre sí mismo, sino sobre otros. Alexander Bermann, un pedófilo. Ronald Dermis, uno igual que él a punto de poner manos a la obra.
Gracias a él, ambos habían sido detenidos. En el fondo, había hecho un servicio a la sociedad. Paradójicamente se podía decir que su mal tenía el bien como fin.
Pero ¿quién era Albert realmente?
Un hombre cualquiera —porque de eso se trataba, no de un monstruo ni de una sombra— que en ese preciso instante se movía por el mundo como si nada ocurriera. Hacía la compra, daba una vuelta por la calle, se encontraba con otras personas —tenderos, paseantes, vecinos— que no imaginaban ni de lejos quién era en realidad.
Caminaba entre ellos, y era invisible.
Detrás de aquella fachada, en resumidas cuentas, estaba la verdad. Y la verdad estaba hecha de violencia. Con ella, los asesinos en serie experimentan una sensación de poder que soluciona al menos temporalmente su complejo de inferioridad. La violencia perpetrada permite alcanzar un doble resultado: conseguir el placer y sentirse poderosos. Sin necesidad de mantener relaciones con nadie. El máximo resultado con el mínimo derroche de ansiedad relacional.
«Es como si esos individuos solo existieran por la muerte de los otros», pensó Mila.
A media noche, la alarma del coche de Kobashi todavía recalcaba el paso infructuoso del tiempo, recordándole inexorablemente a todo el mundo que los esfuerzos hechos hasta entonces casi habían resultado inútiles.
Del subsuelo no emergían novedades. La casa había sido prácticamente destripada, pero las paredes no habían desvelado ningún secreto.
Mientras Mila estaba sentaba en la acera de delante de la casa, Boris se le acercó con un teléfono móvil entre las manos.
—Estoy tratando de telefonear, pero no hay cobertura…
Mila también comprobó su aparato.
—Quizá por eso Chang aún no me ha llamado para darme el resultado del examen del ADN.
Boris señaló a su alrededor.
—Bueno, es un consuelo saber que también a los ricos les falta algo, ¿no?
Sonrió, se metió el teléfono en el bolsillo y se sentó junto a ella. Mila aún no le había dado las gracias por haberle regalado la parka, así que aprovechó para hacerlo entonces.
—De nada —respondió él.
En ese momento repararon en que los guardias privados de Cabo Alto se disponían alrededor de la parcela para formar un cordón de seguridad.
—¿Qué sucede?
—Está llegando la prensa —anunció Boris—. Roche ha decidido autorizar la filmación de la casa: unos pocos minutos para los telediarios para demostrar que estamos haciendo todo lo posible.
Mila observó cómo los policías ficticios se colocaban en posición; estaban ridículos en sus uniformes azules y naranjas, confeccionados a medida para evidenciar el torso musculoso, la expresión de dureza en el rostro y el auricular del walkie-talkie que, se suponía, debía otorgarles un aspecto profesional.
«¡Albert os ha burlado haciendo un agujero en la pared y averiando vuestras cámaras de seguridad con un simple cortocircuito, idiotas!», pensó.
—Después de tantas horas sin respuestas, Roche estará echando espuma por la boca…
—Ese siempre encuentra el modo de salir bien parado de todo, no te preocupes.
Boris cogió el papel de fumar y una bolsa de tabaco y empezó a liarse un cigarrillo en silencio. Mila tenía la evidente sensación de que quería preguntarle algo, pero no de un modo directo. Si se quedaba en silencio, no lo ayudaría. Así que decidió echarle una mano:
—¿Cómo has pasado las veinticuatro horas de libertad que os ha concedido Roche?
Boris fue evasivo:
—He dormido y he pensado en el caso. A veces va bien aclararse las ideas… Me he enterado de que anoche saliste con Gavila.
«¡Ya está, por fin lo ha dicho!». Pero Mila se equivocaba al pensar que la referencia de Boris estuviera motivada por los celos. Eran otras sus intenciones, y lo entendió por lo que dijo después:
—Creo que él ha sufrido mucho.
Estaba hablando de la mujer de Goran. Y lo hacía con un tono tan afligido que hacía pensar que, fuera lo que fuese lo que le había ocurrido a aquella pareja, había acabado implicando también al equipo.
—En realidad, no sé nada —dijo ella—. Él no me habló de eso. Solo un detalle al final de la noche.
—Entonces quizá sea mejor que lo sepas ahora…
Antes de continuar, Boris encendió el cigarrillo, dio una profunda calada y exhaló el humo. Estaba buscando las palabras.
—La mujer del doctor Gavila era una mujer magnífica, además de guapa y también amable. Perdí la cuenta de las veces que fuimos todos a comer a su casa. Formaba parte de nosotros, era como si también ella tuviera un papel en el equipo. Cuando teníamos un caso difícil entre manos, aquellas cenas eran el único alivio después de un día entre sangre y cadáveres. Un ritual de reconciliación con la vida, no sé si me explico…
—¿Y qué pasó?
—Sucedió hace año y medio. Sin ningún aviso, sin una señal, un buen día se fue.
—¿Lo abandonó?
—No solo a Gavila, sino también a Tommy, su único hijo. Es un niño muy dulce, desde entonces vive con su padre.
Mila había intuido que el criminólogo cargaba con la tristeza de una separación, pero nunca habría imaginado que fuera tanta. «¿Cómo puede una madre abandonar a su hijo?», se preguntó.
—¿Por qué se fue?
—Nadie lo ha entendido nunca. Quizá había otro hombre, quizá se había cansado de aquella vida, quién puede saberlo… Ni siquiera le dejó una nota. Hizo las maletas y se marchó. Punto.
—Yo no lo habría resistido, sin conocer el motivo.
—Lo extraño es que nunca nos ha pedido que la busquemos. —El tono de Boris cambió y miró a su alrededor antes de proseguir, comprobando que Goran no estuviera por allí—. Además, hay algo que Gavila no sabe y no debe saber…
Mila asintió, dándole a entender que podía confiar en ella.
—Bueno… Pocos meses después, Stern y yo la localizamos. Vivía en una localidad de la costa. No fuimos directamente a verla, sino que nos hicimos los encontradizos por la calle con la esperanza de que se acercara para hablarnos.
—Y ella…
—Se sorprendió al vernos. Pero luego nos saludó con un gesto, bajó la mirada y continuó su camino.
Siguió un silencio que Mila no fue capaz de interpretar. Boris lanzó lejos la colilla, despreocupándose de la mirada de uno de los guardias privados que en seguida fue a recogerla del césped.
—¿Por qué me lo has contado, Boris?
—Porque el doctor Gavila es mi amigo. Y también tú lo eres, aunque haga menos tiempo que te conozco.
Boris debía de haber entendido algo que ni ella ni Goran habían identificado todavía. Algo que los concernía. Solo estaba tratando de protegerlos a ambos.
—Cuando su mujer se fue, Gavila lo pasó muy mal. Tenía que superarlo, sobre todo por su hijo. Con nosotros no cambió nada. Parecía el mismo de siempre: preciso, puntual, eficiente. Aunque empezó a descuidar su manera de vestir. Era algo sin importancia, no tenía que alarmarnos, pero luego llegó el «caso Wilson Pickett»…
—¿Como el cantante?
—Sí, lo llamamos así. —Era evidente que Boris ya se había arrepentido de haber empezado a contarlo, así que se limitó a añadir—: Fue mal. Hubo errores, y alguien amenazó con disolver el equipo y despedir al doctor Gavila. Fue Roche quien nos defendió y presionó para que nos quedáramos en nuestros puestos.
Mila estaba a punto de preguntar qué había pasado, segura de que al final Boris se lo contaría, cuando la alarma del Maserati de Kobashi volvió a sonar.
—¡Joder, ese ruido te perfora el cerebro!
En ese momento, Mila desplazó casualmente la mirada hacia la casa y, en un instante, catalogó una serie de imágenes que llamaron su atención: en las caras de los guardias privados aparecía la misma expresión de molestia y todos se habían llevado la mano al auricular del walkie-talkie, como si hubiera habido una repentina e insoportable interferencia.
Mila miró de nuevo el Maserati. Luego se sacó del bolsillo el móvil: seguía sin haber cobertura. Y tuvo una idea.
—Hay un sitio donde aún no hemos buscado… —le dijo a Boris.
—¿Qué sitio?
Ella señaló hacia arriba.
—En el aire.
Menos de media hora después, en el frío de la noche, los expertos del equipo electrónico ya habían empezado a sondear el área. Cada uno de ellos llevaba unos auriculares y tenía entre las manos una pequeña antena parabólica que apuntaba hacia arriba. Iban dando vueltas —lentos y silenciosos como fantasmas—, tratando de captar eventuales señales de radio o frecuencias sospechosas, en caso de que el aire escondiera algún mensaje.
El mensaje, efectivamente, estaba ahí.
Era aquello lo que interfería con la alarma del Maserati de Kobashi, inhibía la cobertura de los teléfonos y se había manifestado en los walkie talkies de los guardias privados bajo la forma de un silbido insoportable.
Cuando los hombres del equipo electrónico lo localizaron, también dijeron que era bastante débil.
Poco después, la transmisión fue trasladada a un receptor.
Se reunieron alrededor del aparato para escuchar lo que la oscuridad tenía que decirles.
No eran palabras, sino sonidos.
Estaban sumergidos en un mar de chirridos en el que de vez en cuando se ahogaban, para luego volver a emerger.
Pero había una armonía en aquella sucesión de notas exactas, breves y luego prolongadas.
—Tres puntos, tres rayas y otra vez tres puntos —tradujo Goran a beneficio de los presentes.
En la lengua del código de radio más famoso del mundo, aquellos sonidos elementales tenían un sentido unívoco.
S.O.S.
—¿De dónde proviene? —preguntó el criminólogo.
El técnico observó por un instante el espectro de la señal que se descomponía para luego volver al monitor. Después levantó la mirada hacia la calle e indicó:
—De la casa de enfrente.