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—Te conviene decir cómo fueron las cosas realmente.
Tres expertos en interrogatorios del ejército se habían turnado ininterrumpidamente para exprimir a Boris. El policía conocía todas las técnicas para conseguir una confesión, pero ellos confiaban en agotarlo con sus preguntas. No le dieron tregua, pensando que la falta de sueño actuaría mejor que cualquier otra estrategia.
—Te he dicho que no sé nada.
Mila observaba a su compañero desde el otro lado del falso espejo. Estaba sola en la pequeña sala. Junto a ella había una videocámara digital que grababa las imágenes del interrogatorio y las emitía por un circuito cerrado de televisión, evitando así a los peces gordos del Departamento —Roche incluido— tener que asistir directamente al sacrificio de uno de sus mejores hombres. De este modo, podían hacerlo sentados cómodamente en sus propios despachos.
En cambio, Mila había preferido estar presente. Porque aún no lograba creerse aquella terrible acusación.
«Fue Boris quien encontró a Rebecca Springher, él solo».
Stern le había contado que, en una sala de interrogatorios parecida a aquella que tenía delante, Benjamin Gorka le había dado involuntariamente a Boris ciertas indicaciones sobre un viejo almacén donde había un pozo.
Según la versión oficial, que había mantenido hasta entonces, el agente especial había llegado solo al lugar y había encontrado a la chica muerta.
«Se había cortado las venas con uno de los abrelatas que Gorka le había dejado junto a las provisiones. Pero lo que más rabia nos dio fue otra cosa… Según el médico forense, se había suicidado apenas un par de horas antes de que Boris la encontrara», le había dicho.
Un par de horas.
Sin embargo, Mila había examinado el informe, y en aquella época, el médico forense, tras analizar los restos de comida presentes en el estómago de la chica y la interrupción de los procesos digestivos como consecuencia de la muerte, estableció que no era posible señalar con absoluta certeza el momento del deceso. Por tanto, en realidad, el fallecimiento también podría haber ocurrido después de las dos fatídicas horas.
Ahora, dicha incertidumbre había sido anulada definitivamente.
La acusación se basaba en que Boris había llegado cuando Rebecca Springher todavía estaba viva. Que frente a esa situación se le había presentado un dilema: salvarla y convertirse en un héroe, o bien llevar a la práctica el mayor deseo de todo asesino.
El asesinato perfecto. Aquel que quedará para siempre impune porque carece de una motivación.
Probar, por una vez, la embriaguez del control sobre la vida y la muerte de un semejante. Tener la certeza de salir impune porque la culpa será atribuida a otro. Esas consideraciones habían tentado a Boris, según opinaban ahora sus acusadores.
En su declaración frente al tribunal que juzgó a Benjamin Gorka, el doctor Gavila afirmó que «el instinto de matar está en cada uno de nosotros. Pero, gracias al cielo, también estamos dotados de un dispositivo que nos permite tenerlo bajo control, inhibirlo. Siempre existe, sin embargo, un punto de inflexión».
Boris había alcanzado ese punto cuando se encontró frente a aquella pobre chica indefensa. En el fondo, solo era una prostituta.
Pero Mila no se lo tragaba.
Sin embargo, lo que al principio solamente era una hipótesis de investigación fue avalada después por el hallazgo, en el transcurso de un registro en casa de Boris, de un fetiche. El souvenir con el que el joven agente especial habría revivido esa empresa pasado el tiempo: las braguitas de encaje de la chica, sustraídas del depósito judicial después del cierre del caso.
—No tienes alternativa, Boris. Estaremos aquí toda la noche si es necesario. Y también mañana, y pasado mañana —escupió el agente que lo interrogaba. También eso servía para aniquilar moralmente al interrogado.
La puerta de la salita se abrió y Mila vio entrar a Terence Mosca. Llevaba una llamativa mancha de grasa en el cuello de la chaqueta, producto de un almuerzo a base de cualquier asquerosidad de comida rápida.
—¿Cómo va? —preguntó el capitán, con las manos metidas en los bolsillos como siempre.
Mila le contestó sin mirarlo:
—Todavía nada.
—Cederá. —Parecía muy seguro de sí mismo.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Antes o después, todos ceden. También él lo sabe. Quizá necesitaremos un poco más de tiempo, pero al final elegirá el mal menor.
—¿Por qué ha hecho que lo arrestaran delante de todo el mundo?
—Para no darle la oportunidad de reaccionar.
Mila no olvidaría fácilmente los ojos brillantes de Stern mientras le ponía las esposas al que consideraba como un tercer hijo. Cuando tuvo conocimiento de los resultados del registro en el piso de Boris, el viejo agente especial se ofreció a realizar él mismo la detención. Y no quiso atender a razones cuando Roche trató de disuadirlo.
—¿Y si, en cambio, Boris no tuviera nada que ver?
Mosca interpuso su enorme corpachón entre ella y el cristal y sacó las manos de los bolsillos.
—En veinticinco años de carrera no he arrestado nunca a un solo inocente.
A Mila se le escapó una sonrisa irónica.
—Dios mío, entonces es usted el mejor policía del mundo.
—Los jurados siempre han concluido mis casos con una sentencia condenatoria. Y no porque yo sea bueno en mi trabajo. ¿Quiere saber el verdadero motivo?
—No veo el momento.
—El mundo da asco, agente Vasquez.
—¿Ese conocimiento le viene de alguna experiencia en particular? Porque siento mucha curiosidad por saberlo…
Mosca no respondió a su provocación; le gustaba esa clase de sarcasmo.
—Lo que está ocurriendo en estos días, lo que nos está haciendo descubrir su… ¿Cómo lo han llamado?
—Albert.
—Bueno, lo que ese maníaco ha llevado a cabo con tanta maestría puede compararse con un pequeño apocalipsis… Sabe qué es el apocalipsis, ¿verdad, agente Vasquez? Según la Biblia, es el fin de los tiempos, en el que se muestran los pecados de los hombres para poder juzgarlos. El bastardo de Albert nos está haciendo asistir a tantos horrores que a estas horas el mundo entero, y no solo esta nación, tendría que pararse por lo menos un momento a reflexionar… En cambio, ¿sabe qué está sucediendo?
Mosca no acababa, así que Mila se lo preguntó:
—¿Qué sucede?
—Nada. Absolutamente nada. ¡La gente continúa matando ahí fuera, robando, arrollando al prójimo como si no pasara nada! ¿Cree que los asesinos se han detenido o que los ladrones están haciendo examen de conciencia? Le pondré un ejemplo concreto: esta misma mañana, dos policías judiciales han llamado a la puerta de un condenado que había salido hace poco de la cárcel por buena conducta. Estaban allí porque ese señor había olvidado presentarse en la comisaría de la zona para su firma habitual. ¿Y sabe qué ha hecho ese tipo? Ha empezado a disparar. Así, sin motivo alguno. Ha herido gravemente a uno de los policías y ahora está atrincherado en esa maldita casa, disparando sobre todo aquel que intente acercarse. ¿Por qué, según usted?
—No lo sé —se vio obligada a admitir Mila.
—Ni yo tampoco. ¡Pero ahora uno de los nuestros está luchando entre la vida y la muerte en una cama de hospital, y mañana yo tendré que inventarme una justificación para una pobre viuda que me preguntará por qué su marido ha muerto de un modo tan absurdo! —Luego añadió tranquilamente—: El mundo da asco, agente Vasquez. Y Klaus Boris es culpable. Fin de la historia. Si yo fuera usted, lo creería.
Terence Mosca le dio la espalda, se metió una mano en el bolsillo y salió dando un portazo.
—Yo no sé nada, y eso son estupideces —estaba diciendo Boris con calma. Después del arrebato inicial, había empezado a dosificar sus fuerzas para las difíciles horas que le esperaban.
Mila estaba cansada de aquella escena. Cansada de tener que volver siempre a revisar su opinión sobre la gente. Ese era el mismo Boris que le había hecho la corte cuando llegó. El mismo que le había llevado cruasanes calientes y café, y que le había regalado la parka cuando tenía frío. Del otro lado del espejo todavía estaba el colega con el que había solucionado gran parte de los misterios de Albert. El grandullón simpático y un poco torpe, que era capaz de emocionarse cuando hablaba de sus compañeros.
El equipo de Goran Gavila se había roto en mil pedazos. Con él también se había desbaratado la investigación, y se había hecho añicos la esperanza de salvar a la pequeña Sandra, que ahora, en alguna parte, estaba agotando las pocas energías que todavía la mantenían con vida. Al final no moriría a manos de un asesino en serie de nombre inventado, sino por el egoísmo y los pecados de otros hombres y otras mujeres.
Ese era el mejor final que Albert pudiera imaginar.
Mientras pensaba en todo eso, Mila vio el rostro de Goran reflejado en el cristal que tenía delante. Estaba a su espalda, pero no miraba hacia la sala de interrogatorios. En el reflejo, buscaba sus ojos.
Mila se volvió. Se miraron largo rato en silencio. Los unía el mismo desaliento, la misma aflicción. Fue natural acercarse a él, cerrar los ojos y buscar sus labios. Hundir los suyos propios en su boca, y ser correspondida.
Llovía agua sucia sobre la ciudad. Inundaba las calles, anegaba las alcantarillas, era absorbida por las cañerías que luego la expulsaban sin parar. El taxi los llevó a un pequeño hotel cerca de la estación. La fachada estaba ennegrecida por la contaminación y las persianas siempre cerradas, porque quien se detenía allí no tenía tiempo de abrirlas.
Había un constante ir y venir de gente. Y las camas se rehacían continuamente. En los pasillos, camareros insomnes empujaban chirriantes carritos llenos de ropa y pastillas de jabón. Las bandejas con el desayuno llegaban a todas horas. Había gente que solo se detenía allí para darse una ducha y cambiarse de ropa. Y quien iba a hacer el amor.
El portero les entregó la llave de la habitación 23.
Subieron en el ascensor sin decirse una palabra, cogidos de la mano. Pero no como amantes, sino como dos personas que tienen miedo de perderse.
En la habitación, muebles desparejados, ambientador en espray y olor de nicotina rancia. Se besaron de nuevo, pero esta vez con más intensidad, como si quisieran deshacerse de algunos pensamientos antes que de la ropa.
Él apoyó una mano en uno de sus pequeños pechos. Ella cerró los ojos.
La luz del cartel de un restaurante chino se filtraba en la estancia brillante por la lluvia, y recortaba sus sombras en la oscuridad.
Goran empezó a desnudarla.
Mila lo dejó hacer, esperando su reacción.
Primero descubrió su vientre plano, luego subió besándola hacia el torso.
La primera cicatriz apareció a la altura de la cadera.
Le quitó el jersey con una gracia infinita.
Y también vio las demás.
Pero sus ojos no se detuvieron. La tarea correspondía a los labios.
Con gran sorpresa para Mila, él empezó a recorrer aquellos viejos cortes sobre su piel con besos lentos. Como si de alguna manera quisiera curárselos.
Cuando le quitó los vaqueros, repitió la operación en las piernas. Allí donde la sangre todavía estaba fresca, o apenas coagulada, donde la hoja de afeitar se había hundido recientemente, abriendo la carne viva.
Mila pudo experimentar de nuevo todo el sufrimiento que había sentido cada vez que había infligido aquel castigo a su alma a través de su cuerpo. Pero, junto a ese viejo dolor, ahora había algo dulce.
Como el cosquilleo de una herida que se cierra, que es al mismo tiempo punzante y agradable.
Luego le tocó a ella desvestirlo; lo hizo como cuando se le quitan los pétalos a una flor. También él llevaba sobre la piel las señales del sufrimiento. Un torso demasiado delgado, excavado lentamente por la desesperación, los huesos salidos donde la carne se había consumido por la tristeza.
Hicieron el amor con un ímpetu extraño, lleno de rabia, de cólera, pero también de urgencia. Como si cada uno hubiera querido con ese acto verterse por completo en el cuerpo del otro. Y por un instante incluso lograron olvidar.
Cuando todo acabó, se quedaron uno junto al otro —separados pero todavía unidos—, siguiendo el ritmo de sus propias respiraciones. Entonces la pregunta llegó disfrazada de silencio. Sin embargo, Mila pudo verla mientras aleteaba sobre ellos como un pájaro negro.
Concernía a los orígenes del mal, de su mal.
Ese que primero se imprimía sobre la carne y luego trataba de esconder con la ropa.
Y, fatalmente, el interrogante también se entrelazaba con la suerte de una niña, Sandra. Mientras ellos intercambiaban ese sentimiento, ella —en alguna parte, cerca o lejos— se estaba muriendo.
Adelantándose a sus palabras, Mila se lo explicó:
—Mi trabajo consiste en hallar a personas desaparecidas. Sobre todo niños. Algunos de ellos están fuera incluso años enteros, y luego no recuerdan nada. No sé si eso es bueno o malo, pero quizá sea el aspecto de mi profesión que me proporciona más problemas…
—¿Por qué? —preguntó Goran, partícipe.
—Porque cuando me cuelo en la oscuridad para sacar a alguien fuera, siempre es necesario encontrar un motivo, una razón fuerte que me conduzca de nuevo hacia la luz. Es una especie de cable de seguridad para volver atrás. Porque, si hay algo que he aprendido, es que la oscuridad te llama, te seduce con su vértigo. Y es difícil resistirse a la tentación… Cuando ya estoy fuera junto a la persona que he salvado, me doy cuenta de que no estamos solos. Siempre hay algo que ha venido con nosotros de dentro del agujero negro, pegado a los zapatos. Y es difícil desembarazarte de ello.
Goran se volvió para mirarla a los ojos.
—¿Por qué me estás contando todo esto?
—Porque es de la oscuridad de donde vengo. Y es a la oscuridad donde tengo que regresar de vez en cuando.