5
Mila descendió del tren. Tenía la cara brillante y los ojos hinchados porque había pasado la noche en vela. Echó a andar bajo la marquesina de la estación. El edificio estaba compuesto por un magnífico cuerpo principal, construido en el siglo XIX, y por un centro comercial inmenso. Todo estaba limpio, en orden. Sin embargo, tras unos pocos minutos, Mila ya conocía todos sus rincones oscuros. Los lugares donde buscaría a sus niños desaparecidos, donde la vida se vende y se compra, anida o se esconde.
Pero no estaba allí por eso.
Pronto alguien se la llevaría de ese lugar. Cerca de la oficina de la policía ferroviaria la esperaban dos colegas. La mujer era maciza, de unos cuarenta años, de tez trigueña, pelo corto y caderas anchas, demasiado para aquel par de vaqueros. El hombre, de unos treinta y ocho años, era alto y robusto. A Mila le recordó a los grandullones del pueblo donde había crecido. En secundaria había tenido un par de novios así; los recordaba muy torpes.
El hombre le sonrió, mientras su colega se limitó a marcarla levantando una ceja. Mila se acercó para las presentaciones de costumbre. Sarah Rosa dijo solo su nombre y el grado. El otro, en cambio, le tendió la mano, recalcando: «Agente especial Klaus Boris». Luego se ofreció a llevarle la bolsa de lona:
—Deja, ya me ocupo yo.
—No, gracias, puedo sola —respondió Mila.
Pero él insistió:
—No es ningún problema.
El tono con que lo dijo y su obstinado modo de sonreír le hicieron comprender que el agente Boris debía de ser una suerte de donjuán, convencido de poder ejercitar su propia fascinación sobre toda hembra que se le pusiera a tiro. Mila estaba segura de que, en el mismo momento en que la había visto de lejos, él había decidido intentarlo.
Boris propuso tomar un café antes de irse, pero Sarah Rosa lo fulminó con la mirada.
—¿Qué pasa? ¿Qué he dicho? —se defendió él.
—No tenemos tiempo, ¿recuerdas? —repuso la mujer con decisión.
—Nuestra compañera ha hecho un largo viaje, y pensaba que…
—No es necesario —intervino Mila—. Estoy bien, gracias.
Mila no tenía intención de ponerse en contra de Sarah Rosa, que, sin embargo, no parecía apreciar su alianza.
Alcanzaron el coche en el aparcamiento y Boris se puso al volante. Rosa ocupó el asiento a su lado y Mila subió atrás con su bolsa de lona. Luego, se mezclaron con el tráfico, recorriendo la calle que discurría paralela al río.
Sarah Rosa parecía bastante molesta por haber tenido que escoltar a una colega. A Boris, en cambio, aquello no le desagradaba.
—¿Adónde vamos? —preguntó tímidamente Mila.
Boris la miró a través del espejo retrovisor:
—Al Departamento. El inspector jefe Roche quiere hablar contigo. Será él quien te dé las instrucciones.
—Nunca antes he trabajado en un caso de un asesino en serie —quiso precisar Mila.
—Tú no tienes que capturar ninguno —replicó Rosa con acritud—; de eso nos ocupamos nosotros. Tu objetivo tan solo es encontrar el nombre de la sexta niña. Espero que hayas podido estudiar el informe…
Mila hizo caso omiso de la nota de suficiencia en la voz de su colega, porque esa frase le trajo a la mente la noche que había pasado en blanco con aquellos papeles. Las fotos de los brazos sepultados, los descarnados datos médico-legales sobre la edad de las víctimas y la cronología de las muertes…
—¿Qué pasó en aquel bosque? —quiso saber.
—¡Es el caso más grande de los últimos tiempos! —dijo Boris, apartando por un instante la vista de la calzada, presa de la excitación—. Nunca antes se ha visto nada parecido. En mi opinión, hará saltar un montón de culos entre los altos cargos. Por eso Roche se lo está haciendo encima.
La jerga escabrosa de Boris fastidiaba a Sarah Rosa y, en realidad, también a Mila. Todavía no conocía al inspector jefe, pero ya tenía claro que sus hombres no tenían demasiada consideración hacia él. Sí, Boris era más directo, pero si se tomaba esas libertades delante de Rosa quería decir que también ella estaba de acuerdo, aunque no lo demostrara. «Eso no está bien», pensó Mila. Independientemente de los comentarios que pudiera oír, solo juzgaría a Roche por sus métodos.
Rosa repitió la pregunta y solo entonces Mila se dio cuenta de que estaba hablando con ella.
—¿Es tuya esa sangre?
Sarah Rosa se había vuelto en el asiento y le señalaba un punto en la pierna. Mila se miró el muslo. Tenía el pantalón manchado de sangre; la cicatriz se había abierto de nuevo. Se puso de inmediato una mano encima y sintió el impulso de justificarse.
—Me caí haciendo jogging —mintió.
—Bueno, intenta curarte esa herida. No queremos que tu sangre se mezcle con alguna prueba.
Mila advirtió una repentina incomodidad por ese reproche, también porque Boris la estaba mirando por el espejo. Esperó a que el momento pasara, pero Rosa no había terminado su lección.
—Una vez, un novato que tenía que vigilar la escena de un homicidio de trasfondo sexual meó en el lavabo de la víctima. Durante seis meses estuvimos buscando a un fantasma, creyendo que el asesino había olvidado tirar de la cadena.
Boris rio al oír eso. Mila, en cambio, intentó cambiar de tema:
—¿Por qué me habéis llamado? ¿No bastaba con echar un vistazo a las denuncias de desapariciones del último mes para identificar a la niña?
—Eso no debes preguntárnoslo a nosotros… —replicó Rosa con un tono desagradable.
«El trabajo sucio», pensó Mila. Era incluso demasiado obvio que la habían llamado para eso. Roche quería endilgarle el asunto a alguien externo al equipo, alguien que no estuviera demasiado cerca, para después culparlo en el caso de que el sexto cadáver quedara sin identificar.
Debby. Anneke. Sabine. Melissa. Caroline.
—¿Y las familias de las otras cinco? —quiso saber Mila.
—También van de camino al Departamento, para el examen de ADN.
Mila pensó en aquellos pobres padres, obligados a someterse a la lotería del ADN para tener la certeza de que la sangre de su sangre había sido bárbaramente asesinada y descuartizada. Pronto su existencia cambiaría para siempre.
—Y del monstruo, ¿qué se sabe? —preguntó, intentando distraerse de ese pensamiento.
—Nosotros no lo llamamos monstruo —señaló Boris—. Así lo despersonalizas. —Mientras lo decía, Boris intercambió una mirada de complicidad con Rosa—. Al doctor Gavila no le gusta.
—¿El doctor Gavila? —repitió Mila.
—Ya lo conocerás.
El malestar de Mila aumentó. Estaba claro que su escaso conocimiento del caso la ponía en desventaja frente a sus colegas, que, por eso mismo, podían tomarle el pelo a gusto. Pero tampoco esa vez dijo una sola palabra para defenderse.
Rosa, en cambio, no tenía intención alguna de dejarla en paz, y continuó con tono paternalista:
—Querida, no te sorprendas si no logras entender cómo están las cosas. Seguro que eres muy buena en tu trabajo, pero aquí la historia es distinta, porque los crímenes en serie se rigen por otras reglas, y eso también vale para las víctimas. No han hecho nada para convertirse en tales. Su única culpa, por lo común, es que sencillamente se encontraban en el lugar erróneo en el momento equivocado. O que para salir de casa ese día se han vestido de un color en particular en vez de otro. O, como en el caso que nos ocupa, tienen la culpa de ser niñas, caucásicas, y de tener entre siete y trece años… No te enfades, pero tú no puedes saber esas cosas. No es nada personal…
«Ya, como si eso fuera verdad», pensó Mila. Desde el momento exacto en que se habían conocido, Rosa había hecho de cada argumento una cuestión personal.
—Aprendo de prisa —respondió Mila.
Rosa se volvió para mirarla, rígida.
—¿Tienes hijos?
Por un instante, Mila se quedó descolocada.
—No, ¿por qué? ¿Qué tiene eso que ver?
—Porque cuando encuentres a los padres de la sexta niña tendrás que explicarles la «razón» por la que su preciosa hija ha sido tratada de ese modo. No obstante, tú no tendrás idea de los sacrificios que han tenido que hacer para criarla y educarla, de las noches que han pasado en vela cuando tenía fiebre, de los ahorros puestos aparte para darle unos estudios y asegurarle un futuro, de las horas pasadas con ella jugando o haciendo los deberes. —El tono de Rosa iba alterándose cada vez más—. ¡Y tampoco sabrás por qué tres de esas niñas llevaban esmalte brillante en las uñas, o que una de ellas tenía una vieja cicatriz en el codo porque se cayó de la bicicleta a los cinco años, o que eran todas pequeñas y bonitas y tenían los sueños y los deseos propios de esa edad inocente, que ahora ha sido violada para siempre! Tú esas cosas no puedes saberlas porque nunca has sido madre…
—Hollie —fue la seca respuesta de Mila.
—¿Cómo? —contestó Sarah Rosa sin entender.
—La marca de la laca de uñas es Hollie. Es esmalte brillante, polvo de coral. Lo regalaban hace un mes con una revista para adolescentes. Por eso tres de ellas lo llevaban: tuvo mucho éxito… Además, una de las víctimas llevaba un brazalete de la suerte.
—No hemos encontrado ningún brazalete —repuso Boris, que empezaba a interesarse por el tema.
Mila extrajo del informe una de las fotos.
—Es la número dos, Anneke. La piel cercana a la muñeca es más clara, señal de que llevaba algo ahí. Quizá se lo quitara el asesino, quizá lo perdiera cuando fue secuestrada, o durante una pelea. Eran todas diestras excepto una, la tercera: tenía manchas de tinta en el perfil del índice, por lo que deduzco que era zurda.
Boris estaba impresionado; Rosa, aturdida. Mila estaba lanzada.
—Una última cosa: la número seis, la que sigue sin identificar, conocía a la que desapareció en primer lugar, Debby.
—¿Y tú cómo coño lo sabes? —preguntó Rosa.
Mila sacó del informe las fotos de los brazos uno y seis.
—Hay un puntito rojo en las yemas de ambos índices. Eran «hermanas de sangre».
El Departamento de Ciencias de la Conducta de la policía federal se ocupaba sobre todo de los crímenes violentos. Roche estaba al mando desde hacía ocho años y había sido capaz de revolucionar el estilo y los métodos empleados. Había sido él, de hecho, el que había abierto las puertas a los civiles como el doctor Gavila, que, por sus estudios e investigaciones, era unánimemente considerado el más innovador de todos los criminólogos en circulación.
En la unidad de investigación, Stern era el agente de información; era el más viejo y el de mayor grado. Su cometido era recabar las noticias que luego servirían para construir los perfiles, y trazar los paralelismos con otros casos. Él era la «memoria» del grupo.
Sarah Rosa era la agente con funciones logísticas y la experta en informática. Pasaba gran parte del tiempo poniéndose al día sobre las nuevas tecnologías y recibiendo adiestramientos específicos sobre la planificación de las operaciones de la policía.
Por último estaba Boris, el agente examinador. Su tarea consistía en interrogar a las personas implicadas en los casos, además de hacer confesar al eventual culpable. Estaba especializado en múltiples técnicas para alcanzar ese objetivo, y habitualmente lo conseguía.
Roche impartía las órdenes, pero no conducía materialmente al equipo: eran las intuiciones del doctor Gavila las que dirigían las investigaciones. El inspector jefe era sobre todo un político, y sus elecciones eran a menudo dictadas por razones de carrera. Le gustaba aparecer en los medios y apropiarse del mérito en las investigaciones que acababan bien. En las que no obtenía éxito, en cambio, cargaba las responsabilidades en todo el grupo o, como a él le gustaba decir, «el equipo de Roche». Una fórmula que le había hecho ganarse la antipatía y a menudo el desprecio de sus subordinados.
En la sala de juntas del piso más alto del edificio que albergaba la sede del Departamento, en el centro de la ciudad, estaban todos reunidos.
Mila se dirigió a la última fila. En el baño se había curado de nuevo la herida de la pierna, cerrándola con dos capas de tiritas. Después se había cambiado los vaqueros por otro par igual.
Tomó asiento y dejó la bolsa en el suelo. En seguida reconoció al inspector jefe Roche en un hombre larguirucho. Discutía animadamente con un tipo de aspecto modesto que irradiaba una extraña aura a su alrededor; una luz gris. Mila estaba segura de que fuera de aquella habitación, en el mundo real, ese hombre se desvanecería como un fantasma, pero allí dentro su presencia tenía un sentido. Seguramente era el doctor Gavila, del que Boris y Rosa le habían hablado en el coche.
Sin embargo, ese hombre tenía algo que hacía olvidar de inmediato su ropa ajada y su melena despeinada: sus ojos, grandísimos y atentos.
Mientras seguía hablando con Roche, se acercó a ella, pillándola desprevenida. Entonces Mila apartó la mirada, torpe, y al poco él hizo lo mismo y fue a sentarse un poco más lejos. Desde ese momento la ignoró por completo y, minutos después, la reunión empezó oficialmente.
Roche subió al entarimado y tomó la palabra con un gesto solemne de la mano, como si estuviera hablándole a toda una platea, y no a un auditorio de cinco personas.
—Acabo de estar con los de la científica: nuestro Albert no ha dejado ningún indicio a sus espaldas. Ha sido verdaderamente cuidadoso. Ni un rastro, ni una huella en el pequeño cementerio de brazos. Nos ha dejado solo seis niñas que encontrar, seis cuerpos… Y un nombre.
Luego el inspector cedió la palabra a Goran, que, en cambio, no se reunió con él sobre la tarima, sino que se mantuvo en su sitio, con los brazos cruzados y las piernas estiradas bajo el asiento de delante.
—Desde el principio, nuestro Albert sabía bien cómo se desarrollarían los acontecimientos. Ha previsto hasta el más mínimo detalle. Él es quien controla el tiovivo. Y, además, el seis es ya un número completo en la cábala de un asesino en serie.
—666, el número del diablo —intervino Mila.
Todos se volvieron para mirarla con expresiones de reprobación.
—No recurramos a ese tipo de banalidades —repuso Goran, y ella sintió que se hundía—. Cuando hablamos de un número completo nos referimos al hecho de que el sujeto ya ha completado una o más series.
Mila entornó imperceptiblemente los ojos y Goran intuyó que no lo había entendido, así que se explicó mejor:
—Definimos como asesino en serie a alguien que ha matado al menos tres veces de un modo similar.
—Dos cadáveres hacen solo a un pluriasesino —añadió Boris.
—Por eso dos víctimas son dos series.
—¿Es una especie de convención? —preguntó Mila.
—No. Quiere decir que si matas por tercera vez ya no te detienes nunca —intervino Rosa, zanjando el asunto.
—Los frenos inhibidores se relajan, el sentido de culpa se apacigua y ya matas de forma mecánica —concluyó Goran, y volvió a dirigirse a todo el mundo—: Pero ¿por qué aún no sabemos nada del cadáver número seis?
—Ahora sabemos una cosa —intervino Roche—. Por cuanto me ha sido referido, nuestra diligente colega nos ha provisto de un indicio que creo importante. Ha relacionado la víctima sin identificar con Debby Gordon, la número uno. —Roche lo dijo como si la idea de Mila fuera, en realidad, mérito suyo—. Por favor, agente: diga en qué consiste su intuición investigativa.
Mila se encontró de nuevo en el centro de la atención. Bajó la cabeza sobre sus apuntes, intentando asignarles un orden a sus pensamientos antes de enfrentarse al discurso. Roche, mientras tanto, le hacía gestos para que se pusiera en pie.
Mila se levantó.
—Debby Gordon y la niña número seis se conocían. Naturalmente, aún es solo una suposición, pero eso explicaría el hecho de que las dos presenten una señal idéntica en el índice…
—¿De qué se trata exactamente? —preguntó Goran, curioso.
—Bueno…, es ese ritual de pincharse la punta de un dedo con un imperdible y mezclar la sangre uniendo las yemas: una versión juvenil del pacto de sangre. Generalmente se hace para consagrar una amistad.
También Mila lo había hecho con su amiga Graciela, aunque ellas usaron un clavo oxidado porque el imperdible les pareció una cosa de niñas. Ese recuerdo volvió a su mente de pronto. Graciela había sido su compañera de juegos. Cada una conocía los secretos de la otra y, una vez, habían compartido incluso a un chico sin que él lo supiera. Le habían dejado creer que era él el listillo que conseguía estar con ambas amigas sin que ellas se dieran cuenta. ¿Qué habría sido de Graciela? Hacía años que no sabía nada de ella. Habían perdido el contacto demasiado pronto, para no reencontrarse nunca más. Sin embargo, se habían prometido amistad eterna. ¿Por qué había sido tan fácil olvidarse de ella?
—Si eso es así, la niña número seis debería tener la misma edad que Debby.
—El análisis de los cuerpos de Barr efectuado sobre el sexto miembro avala esa tesis: la víctima tenía doce años —intervino Boris, que no veía la hora de ganar puntos a ojos de Mila.
—Debby Gordon iba a un colegio exclusivo. No es plausible que su hermana de sangre fuera una compañera de la escuela porque no falta ningún estudiante más.
—Por tanto, debió de conocerla fuera del ámbito escolar —terció Boris de nuevo.
Mila asintió.
—Debby estaba en ese colegio desde hacía ocho meses. Debía de sentirse muy sola tan lejos de casa. Juraría que tenía dificultades para relacionarse con sus compañeras. Supongo entonces que conoció a su hermana de sangre en otras circunstancias.
—Quiero que vaya a echar un vistazo a la habitación de la chica en el colegio —intervino Roche—, a ver si se nos ha escapado algo.
—También querría hablar con los padres de Debby, si es posible.
—Claro, haga lo que crea conveniente.
Antes de que el inspector jefe pasara a otra cosa, llamaron a la puerta. Tres golpes rápidos. Justo después entró un tipo bajo con una bata blanca al que nadie había invitado a pasar. Tenía el cabello hirsuto y unos ojos almendrados muy singulares.
—Ah, Chang —lo saludó Roche.
Era el médico forense que se ocupaba del caso. Mila descubrió casi en seguida que no era oriental, sino que, por alguna misteriosa razón genética, había heredado esos rasgos. Se llamaba Leonard Vross, pero todo el mundo lo llamaba Chang.
El hombrecillo se quedó de pie al lado de Roche. Llevaba consigo una carpeta que abrió de inmediato, aunque no necesitó leer su contenido, puesto que lo conocía de memoria. Probablemente, tener aquellas hojas delante le daba seguridad.
—Querría que escucharais con atención lo que ha descubierto el doctor Chang —dijo el inspector jefe—, aunque sé que para algunos de vosotros será difícil comprender ciertos detalles.
Se refería a ella, Mila estaba más que segura.
Chang se puso un par de gafitas que llevaba en el bolsillo de la bata y tomó la palabra aclarándose la voz:
—El estado de conservación de los restos, a pesar de haber estado sepultados, era óptimo.
Eso confirmaba la tesis según la cual no había pasado mucho tiempo entre la creación del cementerio de brazos y su recuperación. Luego, el patólogo se extendió sobre algunos detalles, pero cuando finalmente tuvo que ilustrar cómo habían muerto las seis niñas, Chang no se anduvo por las ramas.
—Las mató cortándoles el brazo.
Las lesiones tienen un lenguaje propio, y con él se comunican. Mila lo sabía bien. Cuando el médico forense levantó la carpeta abierta mostrando la imagen ampliada de uno de los brazos, la agente reparó de inmediato en el halo rojizo alrededor del corte y en la fractura del hueso. La infiltración de la sangre en los tejidos es la primera señal que se busca para establecer si la lesión ha sido o no letal. Si ha sido infligida en un cadáver, no hay actividad de bombeo cardíaco y, por tanto, la sangre permanece estancada en los vasos seccionados, sin fijarse en los tejidos circundantes. Si, en cambio, el golpe es infligido cuando la víctima todavía está viva, la presión sanguínea de las arterias y los capilares sigue propagándose porque el corazón empuja la sangre a los tejidos perjudicados, en la desgraciada empresa de cicatrizarlos. En las niñas, ese mecanismo salvavidas solo se detuvo cuando el brazo fue seccionado.
—La lesión se produjo en la zona media de los bíceps braquiales —continuó Chang—. El hueso no está astillado, la fractura es limpia. Debió de emplear una sierra de precisión: no hemos encontrado limaduras de hierro en los márgenes de la herida. La sección uniforme de los vasos sanguíneos y de los tendones nos dice que la amputación fue realizada con una pericia casi quirúrgica. La muerte sobrevino por desangramiento. —Y añadió—: Fue una muerte horrible.
Al oír esa frase, Mila tuvo el impulso de bajar los ojos en señal de respeto, pero se dio cuenta en seguida de que habría sido la única.
Chang continuó:
—Diría que las mató en seguida: no tenía interés en mantenerlas con vida más allá de lo necesario, y no titubeó. El tipo de muerte es idéntica para todas las víctimas. Excepto para una…
Sus palabras quedaron suspendidas en el aire durante un instante, para luego caer sobre los presentes como una ducha helada.
—¿Qué significa eso? —preguntó Goran.
Con un dedo, Chang se empujó hacia arriba las gafas, que se le habían deslizado hasta la punta de la nariz; después miró al criminólogo:
—Que para una de ellas aún fue peor.
En la habitación se hizo un silencio absoluto.
—Los exámenes toxicológicos han revelado restos de un cóctel de fármacos en la sangre y en los tejidos. En concreto: antiarrítmicos como la disopiramida, inhibidores de la ECA y atenolol, que es un betabloqueante…
—Redujo su ritmo cardíaco, bajándole a la vez la presión —añadió Goran Gavila, que lo había comprendido todo.
—¿Por qué? —preguntó Stern, que, en cambio, no lo tenía nada claro.
A los labios de Chang asomó una mueca, parecida a una amarga sonrisa.
—Ralentizó el desangramiento para que muriera lentamente… Quiso «disfrutar del espectáculo».
—¿De qué niña se trata? —preguntó Roche, aunque ya todos conocían la respuesta.
—De la número seis.
Esta vez, Mila no tenía la necesidad de ser una profesional de los asesinatos en serie para comprender lo que había pasado. En la práctica, el médico forense acababa de afirmar que el asesino había modificado su modus operandi, lo que significaba que había adquirido seguridad en lo que hacía. Estaba experimentando un nuevo juego, y le gustaba.
—Ha cambiado porque estaba contento con el resultado. Le iba cada vez mejor —concluyó Goran—. Por lo que parece, le ha cogido el gusto.
Mila notó una extraña sensación. Eran aquellas cosquillas en la nuca que advertía siempre que estaba acercándose a la solución de uno de sus casos de desaparición. Algo difícil de explicar. Luego, la mente se abría, revelándole una verdad insospechada. Generalmente aquella percepción duraba más, pero esta vez desapareció antes de que pudiera agarrarla. Fue una frase de Chang la que la alejó.
—Una cosa más… —El médico forense se dirigió directamente a Mila: aunque no la conocía, ella era el único rostro extraño en aquella sala, y ya debía de estar al corriente de las razones de su presencia—. Ahí fuera están los padres de las niñas desaparecidas.
Desde la ventana de la comisaría de la policía de tráfico, apartada entre las montañas, Alexander Bermann pudo gozar de una vista completa del aparcamiento. Su coche estaba al fondo, estacionado en batería. Desde ese punto de observación le parecía muy lejano.
El sol, ya alto, hacía resplandecer las carrocerías de los vehículos. Después de la tormenta de aquella noche nunca se habría imaginado un día como ese. Parecía que se hubiera adelantado la primavera, y casi hacía calor. De la ventana abierta llegaba una débil brisa que traía una sensación de paz. Alexander se sentía extrañamente contento.
Cuando lo habían detenido al alba en el control de carretera, no se turbó, ni le entró el pánico. En cambio, había permanecido en el interior del vehículo, con aquella fastidiosa sensación de humedad entre las piernas.
Desde el asiento del conductor tuvo una óptima visión de los agentes junto al coche patrulla. Uno tenía en la mano la carpeta con su documentación, y le dictaba al otro los datos, que luego este repetía por radio.
«Dentro de poco vendrán aquí y me harán abrir el maletero», pensó.
El agente que le había hecho detenerse había sido muy cortés. Le había preguntado por el aguacero y había demostrado compasión diciéndole que no lo envidiaba por tener que conducir toda la noche con ese tiempo.
—Usted no es de por aquí —había afirmado tras leer la matrícula.
—No, en efecto —había contestado él—. Vengo de fuera.
La conversación había acabado ahí. Por un instante, incluso pensó en contárselo todo, pero luego cambió de idea. Aún no había llegado el momento. Después, el agente se había alejado hacia su compañero. Alexander Bermann no sabía lo que sucedería, pero por primera vez había aflojado la presión sobre el volante. Así, la sangre volvió a circular por sus manos, que recobraron su color.
Y se dio cuenta de que se había puesto a pensar en sus mariposas. Tan frágiles, tan ajenas a su encanto… Él, en cambio, había detenido el tiempo para ellas, haciéndolas conscientes de los secretos de su atractivo. Los demás se limitaban a consumir su belleza; él las cuidaba. En el fondo, ¿de qué podían acusarlo?
Cuando vio que el policía se acercaba de nuevo a su ventanilla, sus pensamientos se desvanecieron de repente y la tensión, que había disminuido momentáneamente, aumentó de nuevo. Habían invertido demasiado tiempo, pensó. Mientras se aproximaba, el agente llevaba una mano apoyada en la cadera, a la altura del cinturón. Alexander sabía qué era aquel gesto: significaba que estaba listo para desenfundar su revólver. Cuando estuvo finalmente cerca, lo oyó pronunciar una frase que no esperaba:
—Debe usted seguirnos a comisaría, señor Bermann. Entre sus documentos falta el permiso de circulación.
«Qué extraño —había pensado él—. Estaba seguro de haberlo puesto ahí». Pero después lo comprendió: se lo había robado el hombre del pasamontañas mientras él estaba inconsciente. Y ahora estaba allí, en aquella pequeña sala de espera, disfrutando del calor inmerecido de aquella brisa. Lo habían confinado a ese lugar después de haberle incautado el coche, ignorantes de que la amenaza de una sanción administrativa era la última de sus preocupaciones. Ellos se habían retirado a sus despachos para decidir cosas que para él ya no tenían importancia alguna. Reflexionó sobre esa curiosa condición: cómo cambian las prioridades para un hombre que no tiene nada que perder. Porque lo que más le preocupaba en ese momento era que no acabara la caricia de aquella brisa.
Alexander Bermann mantenía los ojos fijos en el aparcamiento y en el ir y venir de los agentes. Su coche estaba allí, a la vista de todos, con su secreto encerrado en el maletero. Y nadie se daba cuenta de nada.
Mientras reflexionaba sobre la singularidad de la situación, vio a una patrulla de agentes que volvían de la pausa para el café de media mañana. Tres hombres y dos mujeres con uniforme. Probablemente uno de ellos estaba contando una anécdota, pues caminaba gesticulando. Cuando acabó, los demás se rieron. Él no había oído una sola palabra de su historia, pero el sonido de las risotadas tuvo un efecto contagioso y de pronto se encontró sonriendo. Duró poco. El grupo pasó cerca de su coche. Uno de ellos, el más alto, se detuvo de repente, dejando que los demás prosiguieran solos. Se había dado cuenta de algo.
Alexander percibió en seguida la expresión que había adoptado su rostro.
«El olor —pensó—. Debe de haber notado el olor».
Sin decir nada a sus compañeros, el agente empezó a mirar a su alrededor. Olfateaba el aire como si todavía buscara la débil estela que por un instante había puesto en alerta sus sentidos. Cuando la encontró, se volvió hacia el coche que estaba a su lado. Dio algunos pasos en esa dirección y se detuvo frente al maletero cerrado.
Al ver la escena, Alexander dejó escapar un suspiro de alivio. Estaba agradecido. Agradecido por la coincidencia que lo había conducido allí, por la brisa que había recibido a modo de obsequio, y por el hecho de que no tendría que ser él quien abriera ese maldito maletero.
La caricia del viento cesó. Alexander Bermann se levantó de su sitio frente a la ventana y se sacó del bolsillo el teléfono móvil.
Había llegado el momento de hacer una llamada.