25
—A Sabine le gustan los perros, ¿sabe?
Lo había dicho en presente, pensó Mila. Era normal: aquella madre aún no había ajustado cuentas con el dolor. Dentro de poco empezaría, y la mujer no encontraría descanso ni sueño durante bastantes días.
Pero aún no, era demasiado pronto.
En casos como ésos, a veces, quién sabe por qué, el dolor deja un espacio, una separación entre uno mismo y la noticia, una barrera elástica que se estira y vuelve a su lugar, sin permitir que las palabras «hemos encontrado el cuerpo de su hija» lleven a destino su mensaje. Las palabras rebotan contra ese extraño sentimiento de quietud. Una breve pausa de resignación antes del derrumbamiento.
Un par de horas antes, Chang había entregado a Mila un sobre con los resultados de la comparación del ADN. La niña sentada en el sofá de los Kobashi era Sabine.
La tercera secuestrada.
Y la tercera encontrada.
Ya era un esquema consolidado. Un modus operandi, como diría Goran. Aunque nadie había arriesgado una hipótesis sobre la identidad del cadáver, todos esperaban que fuera ella.
Mila dejó a sus compañeros interrogándose sobre la derrota sufrida en casa de Feldher y buscando, en aquella montaña de residuos, posibles huellas que recondujeran a Albert. Había pedido un coche del Departamento y ahora estaba en el cuarto de estar de la casa de los padres de Sabine, en una zona de campo poblada sobre todo por criadores de caballos y gente que había elegido vivir en contacto con la naturaleza. Había recorrido casi ciento cincuenta kilómetros para llegar allí. El sol estaba poniéndose y ella había podido disfrutar del paisaje de bosques atravesados por riachuelos que luego desembocaban en pequeños lagos de color ámbar. Pensaba que para los padres de Sabine, incluso a aquella hora tan insólita, el hecho de recibir su visita podía resultar tranquilizador, como un indicio de que alguien cuidaba de su pequeña. Y no se equivocaba.
La madre era menuda, delgada, con el rostro excavado por pequeñas arrugas que le imprimían fuerza.
Mila observaba las fotos que la mujer le había puesto entre las manos, la escuchaba contar los primeros y únicos siete años de vida de Sabine. El padre, en cambio, estaba de pie en un rincón de la habitación, apoyado contra la pared, con la mirada baja y las manos a la espalda: se mecía, concentrado solo en su respiración. Mila estaba convencida de que la mujer era la verdadera personalidad fuerte de la casa.
—Sabine nació prematura: ocho semanas antes de lo previsto. Entonces nos dijimos que había sucedido porque tenía unas ganas locas de venir al mundo. Y lo cierto es que algo había de verdad en ello… —Sonrió y el marido la miró, asintiendo—. Los médicos nos dijeron en seguida que no sobreviviría porque su corazón era demasiado débil. Pero, contra todo pronóstico, Sabine resistió. Era tan larga como mi mano y pesaba quinientos gramos, pero luchó con fuerza dentro de la incubadora. Y, semana tras semana, su corazón fue haciéndose cada vez más fuerte… Entonces, los médicos se vieron obligados a cambiar de idea, y nos dijeron que probablemente sobreviviría, pero que se pasaría la vida entre hospitales, medicinas e intervenciones quirúrgicas. En definitiva, que habríamos hecho mejor deseando que muriera… —Se tomó una pausa—. Y así lo hice. En un momento dado estaba tan convencida de que mi niña sufriría durante el resto de sus días que recé para que su corazón se detuviera. Pero Sabine también fue más fuerte que mis oraciones: se desarrolló como una niña normal, y, ocho meses después de su nacimiento, la trajimos a casa.
La mujer se interrumpió y, por un instante, su expresión cambió: se tornó malévola.
—¡Ese hijo de puta ha frustrado todos sus esfuerzos!
Sabine era la más pequeña de todas las víctimas de Albert. Había sido secuestrada en un tiovivo, un sábado por la tarde. Delante de la madre y el padre, y de las narices de todos los demás padres.
«Porque cada uno de los presentes solo miraba a su propio hijo —había dicho Sarah Rosa en la primera reunión en el Pensatorio. Y Mila recordó que también había añadido—: A la gente no le importa nada, esa es la realidad».
Mila, en cambio, no había ido a esa casa solo para consolar a los padres de Sabine, sino también para hacerles algunas preguntas. Sabía que tenía que aprovechar esos momentos antes de que el sufrimiento se desbordara de su refugio temporal y lo borrara todo, irremediablemente. También era consciente del hecho de que ambos cónyuges habían sido interrogados decenas de veces antes sobre las circunstancias en que había desaparecido la pequeña. Pero quien se había ocupado de ello quizá no poseía su experiencia en materia de niños desaparecidos.
—El hecho —empezó diciendo la agente— es que ustedes son los únicos que podrían haber visto o notado algo. Todas las demás veces, el secuestrador ha actuado en lugares aislados, o cuando estaba solo con sus víctimas. Pero en este caso corrió un riesgo. Y también es posible que hubiera algo que no hubiese funcionado.
—¿Quiere que se lo cuente todo desde el principio?
—Sí, por favor.
La mujer reunió las ideas y luego empezó:
—Aquella era una tarde especial para nosotros. Debe saber que, cuando mi hija cumplió tres años, decidimos dejar el trabajo en la ciudad para trasladarnos aquí. Nos atraía la naturaleza y la posibilidad de criar a Sabine lejos del ruido y la contaminación.
—Ha dicho que la tarde en que su hija fue secuestrada era especial para ustedes…
—En efecto. —La mujer buscó la mirada del marido, después prosiguió—: Nos había tocado la lotería; una buena suma. No es que fuéramos ricos de repente, pero sí teníamos lo suficiente para garantizarles a Sabine y a sus hijos un futuro decoroso… En realidad, yo nunca juego, pero una mañana compré un boleto y sucedió.
La mujer se concedió una sonrisa forzada.
—Apuesto a que siempre se ha preguntado qué cara tendría un ganador de la lotería.
Mila asintió.
—Bueno, ahora ya lo sabe.
—Y fueron al parque de atracciones para celebrarlo, ¿no es así?
—Sí.
—Me gustaría que reconstruyera para mí los momentos exactos en los que Sabine estuvo sobre aquel tiovivo.
—Elegimos juntos el caballito azul. Durante las primeras dos vueltas, su padre se quedó con ella. Luego Sabine insistió en dar sola la tercera. Era muy testaruda, así que la contentamos.
—Entiendo, con los niños ya se sabe —dijo Mila para absolverla preventivamente de cualquier sentido de culpa.
La mujer levantó los ojos, la miró y luego dijo, segura:
—Sobre la tarima del tiovivo había otros padres, cada uno junto a su propio hijo. Yo tenía los ojos clavados en la mía. Le juro que no perdí un solo instante de aquella vuelta. Excepto durante los momentos en que Sabine se encontraba en el lado opuesto al nuestro.
«La hizo desaparecer como en un truco de magia», había dicho Stern en el Pensatorio refiriéndose al caballito que había regresado sin ella.
—Nuestra hipótesis es que el secuestrador ya se encontraba sobre el tiovivo: un padre entre muchos otros —explicó Mila—. De ahí hemos deducido que tiene el aspecto de un hombre común: logró pasar por un padre de familia, escapando en seguida con la niña y confundiéndose entre la multitud. Quizá Sabine lloró o protestó, pero nadie le prestó atención porque, a los ojos de los demás, solo parecía una niña con una rabieta.
Probablemente la idea de que Albert se hubiera hecho pasar por el padre de Sabine dolía más que todo el resto.
—Le aseguro, agente Vasquez, que si hubiera habido un hombre extraño sobre aquel tiovivo, yo me hubiera dado cuenta. Una madre tiene un sexto sentido para esas cosas.
Lo dijo con tal convicción que Mila no se atrevió a contradecirla.
Albert había conseguido camuflarse a la perfección.
Veinticinco agentes de policía, encerrados en una habitación durante diez días, examinaron cuidadosamente centenares de fotos hechas en el parque de atracciones aquella tarde. También habían sido visionadas las filmaciones caseras realizadas con las videocámaras de las familias. Nada. Ninguna foto había inmortalizado a Sabine con su secuestrador, ni siquiera de pasada. No aparecían en ningún fotograma, tampoco como sombras desenfocadas al fondo.
Mila no tenía más preguntas que hacer, así que se despidió. Antes de irse, la madre de Sabine insistió para que se llevara una foto de su hija.
—Así no la olvidará —dijo sin saber que Mila, en todo caso, nunca lo haría, y que dentro de unas horas imprimiría sobre su propio cuerpo un tributo a aquella muerte bajo la forma de una nueva cicatriz.
—Lo cogerán, ¿verdad?
La pregunta del padre de Sabine no la sorprendió, sino que más bien la esperaba. Todos lo preguntaban: «¿Encontrarán a mi hija? ¿Capturarán al asesino?».
Y ella le dio la respuesta que daba siempre en esos casos:
—Haremos todo lo posible.
La madre de Sabine había deseado que su hija muriera. Y su petición había sido atendida con siete años de retraso. Mila no pudo evitar pensarlo mientras conducía para volver al Estudio. Los bosques que le habían alegrado el viaje a la ida ahora eran dedos oscuros que se encaramaban hacia el cielo movidos por el viento.
Había programado el navegador GPS para que la llevara de vuelta por el recorrido más corto. Luego ajustó el display en la modalidad nocturna. Aquella luz azul resultaba relajante.
La radio del coche solo recibía estaciones de onda media, y, después de un vano peregrinar por las frecuencias, logró sintonizar una que emitía viejos clásicos. Mila tenía la foto de Sabine en el asiento de al lado. Gracias al cielo, a los suyos se les había ahorrado la dolorosa praxis del reconocimiento del cadáver, con los restos descompuestos y ya presas de la fauna cadavérica. Bendijo las conquistas hechas en el campo de la extracción del ADN.
La breve conversación le había dejado un sentimiento de imperfección. Algo no había ido bien, algo que no había funcionado, y que la había bloqueado. Era solo una impresión. Un buen día, la mujer había comprado un boleto de lotería y le había tocado. Luego, su hija había sido víctima de un asesino en serie.
Dos acontecimientos muy improbables en una sola vida.
Lo más terrible de todo, sin embargo, era que ambos acontecimientos estaban conectados.
Si no hubieran ganado la lotería, nunca hubieran ido a celebrarlo al parque de atracciones. Y Sabine no habría sido secuestrada y brutalmente asesinada. El pago definitivo de aquel golpe de suerte había sido la muerte.
«No es verdad —se repitió—. Él ha elegido a las familias, no a las niñas. La habría secuestrado de todos modos».
Pero, en cualquier caso, ese pensamiento la molestaba, y no veía la hora de llegar al Estudio para relajarse y librarse de él.
La carretera se incrustaba entre las colinas. De vez en cuando, aparecían los carteles de los criaderos de caballos. Estaban separados unos de otros por distancias similares, y para llegar hasta ellos era necesario tomar caminos secundarios que a menudo discurrían por el medio de la nada durante kilómetros. En todo el viaje Mila solo se había cruzado con un par de coches que circulaban en sentido contrario y con una cosechadora con las luces encendidas para señalar a los demás vehículos su lenta velocidad.
En la radio sonó un viejo éxito de Wilson Pickett, You can’t stand alone.
Tardó algunos segundos en relacionar al artista con el nombre del caso que Boris señaló cuando hablaron de Goran y su mujer.
«Fue mal. Hubo errores, y alguien amenazó con disolver el equipo y despedir al doctor Gavila. Fue Roche quien nos defendió y presionó para que nos quedáramos en nuestros puestos», le había explicado.
¿Qué había ocurrido? ¿Tenía que ver con las fotos de la chica guapa que había entrevisto en el Estudio? ¿Sus nuevos compañeros no habían estado en el piso desde entonces?
En todo caso, eran preguntas a las que no podría dar una respuesta ella sola, y las desechó. Hizo girar el botón del climatizador un poco: afuera había una temperatura de menos tres grados, pero en el coche se estaba bien. Se había quitado la parka antes de iniciar el viaje y había esperado a que el coche se calentara gradualmente. Ese paso del frío intenso al calor al final le había calmado los nervios.
Se dejó seducir agradablemente por el cansancio, que, poco a poco, estaba apoderándose de ella. En definitiva, ese viaje en coche le estaba gustando. En un rincón del parabrisas, el cielo que todos aquellos días había estado cubierto por un grueso manto de nubes se abrió de repente, como si alguien hubiera descosido un borde, revelando un montón de estrellas esparcidas y dejando filtrar la luz de la luna.
En ese momento, en la soledad de aquellos bosques, Mila se sintió privilegiada, como si aquel espectáculo inesperado fuera solo para ella. Mientras la carretera se curvaba, la franja de luz se desplazó por el cristal del parabrisas. La siguió con la mirada. Pero cuando sus ojos se posaron por un instante sobre el retrovisor, vio un reflejo.
La luz de la luna se había reflejado sobre la carrocería del coche que estaba siguiéndola con los faros apagados.
El cielo se cerró por encima de ella. Y se hizo de nuevo la oscuridad. Mila trató de conservar la calma. Una vez más, alguien estaba copiando sus pasos, como había ocurrido en la plaza empedrada del motel. Pero si la primera vez había aceptado que pudiera ser fruto de su fantasía, ahora estaba absolutamente convencida de su realidad. «Tengo que mantener la calma y pensar». Si hubiera acelerado, habría revelado su estado de alarma. Y además no conocía la habilidad como conductor de su perseguidor: en aquellas carreteras inaccesibles y desconocidas para ella, una huida podría revelarse fatal. No había casas a la vista, y la primera población distaba al menos unos treinta kilómetros. Además, la aventura nocturna en el orfanato, con Ronald Dermis y su droga en el té, había significado una dura prueba para su ánimo. Hasta entonces no lo había admitido, más bien les decía a todos que se sentía bien y que no había sufrido shock alguno. Pero ahora ya no estaba tan segura de poder enfrentarse a otra situación de peligro. Los tendones de los brazos se le agarrotaban, la tensión nerviosa subía. Sentía cómo se le aceleraba el corazón y no sabía cómo pararlo. El pánico se estaba adueñando de ella.
«Debo mantener la calma, mantener la calma y razonar». Apagó la radio para concentrarse mejor. Comprendió que el acosador se valía de la referencia ofrecida por sus luces de posición para conducir con los faros apagados. Entonces miró por un instante la pantalla del navegador GPS. Lo despegó del salpicadero y se lo colocó sobre las piernas.
Luego alargó el brazo hacia el interruptor de las luces y las apagó.
Aceleró de golpe. Delante solamente tenía un muro de oscuridad. Sin saber por dónde circulaba, únicamente confiaba en el trayecto indicado por el navegador. Curva a la derecha de cuarenta grados. Obedeció y vio el cursor sobre la pantalla dibujar el recorrido. Una recta. La enfiló con un ligero derrape. Mantenía las manos bien firmes sobre el volante, porque sin orientación bastaría la más mínima variación para enviarla fuera de la carretera. Curva a la izquierda, sesenta grados. Esta vez tuvo que cambiar de marcha de repente para no perder el control y evitar salirse por el arcén. Otra recta, más larga que la anterior. ¿Cuánto tiempo podría resistir sin encender las luces? ¿Había conseguido engañar a quien la perseguía?
Aprovechando la recta que tenía enfrente, miró por el retrovisor durante un instante.
Los faros del coche que iba tras ella se habían encendido.
Su acosador se había mostrado por fin, y no cejaba en su empeño. Las luces de su coche también proyectaban su haz sobre ella y más allá, sobre la carretera que tenía enfrente. Mila viró a tiempo para tomar la curva y, a la vez, encendió los faros. Aceleró y recorrió algo más de trescientos metros a toda velocidad.
Luego frenó de golpe en medio de la carretera y miró de nuevo por el retrovisor.
El repiqueteo del motor junto al tambor que le retumbaba en el pecho fueron los únicos ruidos que oyó. El otro coche se había detenido antes de la curva. Mila podía ver el haz blanco de los faros que se alargaba sobre el asfalto. El rugido del tubo de escape la hizo pensar en una fiera salvaje lista para dar el último salto e hincarle el diente a su presa.
«Ven, estoy esperándote».
Cogió su revólver y pasó un proyectil al cañón. No sabía de dónde provenía ese ánimo que solo un poco antes parecía no tener. La desesperación la empujaba a un duelo absurdo en medio de la nada.
Pero su perseguidor no aceptó la invitación. Los faros más allá de la curva desaparecieron y dejaron sitio a dos débiles reflejos rojos.
El coche había dado media vuelta.
Mila no se movió. Luego volvió a respirar con normalidad.
Por un instante bajó la mirada hacia el asiento, casi queriendo encontrar consuelo en la sonrisa de Sabine.
Solo entonces se percató de que en aquella foto había algo que estaba mal.
Era poco más de medianoche cuando llegó al Estudio. Todavía estaba nerviosa, y durante el resto del trayecto no había hecho más que pensar en la foto de Sabine, mirando al mismo tiempo alrededor, a la espera de que quienquiera que la hubiera seguido apareciera de un momento a otro por un camino lateral o la acechara desde detrás de alguna curva.
Subió con rapidez la escalera que llevaba al piso. Quería hablar con Goran en seguida y contarle al equipo lo que había pasado. Quizá fuera Albert quien la seguía. Es más, estaba segura de que se trataba de él. Pero ¿por qué precisamente a ella? Y luego estaba aquella historia de Sabine, pero también podía tratarse de un error suyo…
Al llegar al piso, abrió la pesada puerta acorazada con las llaves que Stern le había dejado, superó la garita y se encontró inmersa en el más completo silencio. El gemido de sus zapatos de goma sobre el suelo de linóleo era el único sonido en aquellas habitaciones, que revisó rápidamente. Primero la sala común, donde en el borde de un cenicero reparó en un cigarrillo que se había consumido dejando una larga tira de ceniza gris. En la mesa de la cocina se veían los restos de una cena —el tenedor apoyado a un lado del plato, una porción de flan apenas tocada—, como si alguien se hubiera visto obligado a interrumpir de repente su comida. Las luces estaban todas encendidas, también las del Pensatorio. Mila aceleró el paso hacia los dormitorios: indudablemente algo había pasado. La cama de Stern estaba deshecha, sobre su almohada había una cajita de caramelos de menta.
El timbre de su teléfono le anunció la llegada de un SMS. Lo leyó.
Vamos a casa Gress. Krepp quiere mostrarnos algo. Alcánzanos. Boris.