3

Seis brazos. Cinco nombres.

Con ese enigma, el equipo dejó el claro del bosque y se trasladó a la unidad móvil dispuesta en la carretera estatal. La presencia de café recién hecho y bocadillos parecía desentonar con la situación, pero sirvió para proporcionar una apariencia de control. En todo caso, nadie en esa fría mañana de febrero tocaría el bufé.

Stern se sacó del bolsillo una cajita de caramelitos de menta. La agitó y dejó caer en una mano un par, que luego se metió directamente en la boca. Decía que lo ayudaban a pensar.

—¿Cómo es posible? —preguntó entonces, más para sí mismo que para los demás.

—Joder… —soltó Boris, pero lo dijo en voz tan baja que nadie lo oyó.

Rosa buscaba un punto en el interior de la caravana donde concentrar su atención. Goran se dio cuenta. La entendía, ella tenía una hija de la edad de aquellas niñas. En eso es en lo primero que piensas cuando te encuentras frente a un crimen perpetrado contra un menor. En tus hijos. Y te preguntas qué habría pasado si…, pero no consigues acabar la frase, porque solo pensarlo ya duele.

—Hará que nos las encontremos a pedazos —señaló el inspector jefe Roche.

—Entonces, ¿esa será nuestra tarea? ¿Recoger cadáveres? —inquirió Boris.

Él, que era un hombre de acción, no soportaba verse relegado al papel de sepulturero. Buscaba a un culpable. Y también los demás, que de hecho no tardaron en asentir a sus palabras.

Roche los tranquilizó.

—Lo prioritario siempre es el arresto del culpable, pero no podemos evitar la desgarradora búsqueda de los restos.

—Ha sido intencionado.

Todos miraron a Goran, en vilo frente a esa última frase.

—El labrador que olfatea el brazo y cava el hoyo: forma parte del «diseño». Nuestro hombre tenía controlados a los dos críos del perro: sabía que lo llevaban al bosque, por eso ha enclavado ahí su pequeño cementerio. Una idea simple. Ha completado su «obra» y nos la ha mostrado. Está todo aquí.

—¿Quiere decir que no lo cogeremos? —preguntó Boris, incapaz de creerlo y furioso por eso mismo.

—Vosotros sabéis mejor que yo cómo van estas cosas…

—Pero lo hará, ¿verdad? Matará de nuevo… —Esta vez era Rosa la que no quería resignarse—. Le ha salido bien y repetirá.

Quería que desmintieran sus palabras, pero Goran no tenía una respuesta. Y, aunque hubiera tenido una opinión, no habría sabido traducir en términos comprensivamente aceptables la crueldad de tener que dividirse entre el pensamiento de aquellas muertes terribles y el cínico deseo de que el asesino volviera a golpear. Porque —y eso lo sabían todos— la única posibilidad de atraparlo era que no se detuviera.

El inspector jefe Roche retomó la palabra:

—Si encontramos los cuerpos de esas niñas, al menos podremos dar a sus familias un funeral y una tumba sobre la que llorar.

Como siempre, Roche dio la vuelta a los términos de la cuestión, presentándola del modo más políticamente correcto. Era el ensayo general de lo que le diría a la prensa para endulzar la historia en beneficio de la propia imagen. Antes del luto, el dolor, para ganar tiempo. Luego, la investigación y los culpables.

Pero Goran sabía que la operación no saldría bien, y que los periodistas se abalanzarían sobre cada bocado, descarnando ávidamente el suceso y sazonándolo con los detalles más sórdidos. Y, sobre todo, que a partir de ese momento no les dejarían pasar ni una. Cada gesto, cada palabra adquiriría el valor de una promesa, de un empeño solemne. Roche estaba convencido de poder mantener controlados a los cronistas, dándoles cada vez un poco de lo que quisieran oír. Y Goran le permitió al inspector jefe su frágil ilusión de control.

—Me da que tendríamos que darle un nombre a ese tío…, antes de que lo haga la prensa —dijo Roche.

Goran estaba de acuerdo, pero no por el mismo motivo que el inspector jefe. Como todos los criminólogos que trabajaban para la policía, el doctor Gavila tenía sus propios métodos. Ante todo había que atribuirle al criminal unos rasgos, de modo que se transformara de una figura indefinida en algo humano. Porque, frente a un mal tan feroz y gratuito, se tiende siempre a olvidar que el autor, como la víctima, es un ser humano, con una existencia a menudo normal, un trabajo y quizá también una familia. Como argumento de su tesis, el doctor Gavila les hacía notar a sus alumnos de la facultad que casi siempre que se detenía a un asesino en serie sus vecinos y parientes eran los primeros sorprendidos. «Los llamamos “monstruos” porque los sentimos lejos de nosotros, porque los queremos “distintos” —decía Goran en sus seminarios—. En cambio, se nos parecen en todo. No obstante, preferimos desechar la idea de que alguien como nosotros sea capaz de hacer algo así. Y eso, para exculpar en parte nuestra naturaleza. Los antropólogos lo definen como “despersonalización del culpable”, y a menudo constituye el mayor obstáculo para la identificación de un asesino en serie. Porque un hombre tiene puntos débiles y puede ser capturado. Un monstruo, no».

Por ese motivo, en sus clases Goran siempre tenía colgada de la pared la foto en blanco y negro de un niño. Un pequeño, gordito e indefenso cachorro de hombre. Sus estudiantes la veían a diario y acababan por cogerle afecto a la imagen. Cuando —más o menos hacia la mitad del semestre— alguien encontraba el coraje de preguntarle quién era, él lo desafiaba a adivinarlo. Las respuestas eran de lo más variadas y fantasiosas. Y él se divertía frente a sus expresiones cuando les desvelaba que aquel niño era Adolf Hitler.

En la posguerra, el líder del nazismo se convirtió en un monstruo, en el imaginario colectivo, y durante años las naciones que salieron vencedoras del conflicto se opusieron a una visión diferente. Por eso nadie conocía las fotos de infancia del Führer. Un monstruo no podía haber sido un niño, no podía haber tenido sentimientos diferentes del odio y una existencia parecida a la de sus coetáneos, que luego se convertirían en sus víctimas. «Para muchos, humanizar a Hitler significa “explicarlo” de algún modo —decía entonces Goran a la clase—. Pero la sociedad pretende que el mal extremo no pueda ser explicado, y no pueda ser comprendido. Intentarlo quiere decir buscarle también una justificación».

En la caravana de la unidad móvil, Boris propuso para el artífice del cementerio de brazos el nombre de «Albert», en recuerdo de un viejo caso. La idea fue acogida con una sonrisa de los presentes. Y la decisión fue tomada.

Desde ese momento, los miembros del equipo se referirían al asesino con ese nombre. Y, día tras día, Albert empezaría a adquirir una fisonomía. Una nariz, dos ojos, un rostro, una vida propia. Cada uno le atribuiría su propia visión, y ya solo lo verían como una sombra huidiza.

—Albert, ¿eh?

Al término de la reunión, Roche aún estaba sopesando el valor mediático del nombre. Lo repetía entre dientes, buscando su sabor. Podía funcionar.

Pero había algo más que atormentaba al inspector jefe. Se lo confió a Goran:

—Si quieres saber la verdad, estoy de acuerdo con Boris. ¡Dios santo! ¡No puedo obligar a mis hombres a recoger cadáveres mientras un psicópata nos obliga a quedar como verdaderos imbéciles!

Goran sabía que, cuando Roche hablaba de «sus» hombres, en realidad se refería sobre todo a sí mismo. Él era quien tenía miedo de no poder colgarse ninguna medalla. Y siempre era él quien temía que alguien invocara la ineficacia de la policía federal por no haber logrado detener al culpable.

Además, aún estaba la cuestión del brazo número seis.

—He pensado no difundir por el momento la noticia de la existencia de una sexta víctima.

Goran estaba desconcertado.

—Pero, entonces, ¿cómo conseguiremos saber quién es?

—Ya he pensado en eso, no te preocupes…

 

En toda su carrera, Mila Vasquez había resuelto ochenta y nueve casos de desapariciones. Le habían concedido tres medallas y muchas condecoraciones. Se la consideraba una experta en su campo, y a menudo la llamaban para consultorías, también en el extranjero.

La operación de esa mañana, en la que Pablo y Elisa habían sido liberados al mismo tiempo, había sido definida como un clamoroso éxito. Mila no había dicho nada, pero le fastidiaba. Hubiera querido admitir todos sus errores. Haberse introducido en la casa marrón sin esperar a los refuerzos. Haber infravalorado el escenario y las posibles trampas. Haberse puesto en peligro a sí misma y a los rehenes al permitir que el sospechoso la desarmara y la apuntara con una pistola en la nuca. En fin, no haber impedido el suicidio del profesor de música.

Pero todo eso fue omitido por sus superiores, que enfatizaron en cambio sus méritos mientras se hacían inmortalizar por la prensa con las fotos de costumbre.

Mila nunca aparecía en aquellas instantáneas. La razón oficial era que prefería salvaguardar el propio anonimato para las futuras investigaciones. Pero la verdad era que odiaba ser fotografiada. Ni siquiera soportaba ver su imagen reflejada en el espejo. No porque no fuera guapa, que no lo era: a sus treinta y dos años, horas y horas de gimnasio habían erradicado tenazmente todo rasgo de feminidad. Cada curva, cada suavidad. Como si ser mujer fuera un mal que aniquilar. Aunque a menudo vestía ropa masculina, tampoco era masculina. Sencillamente no tenía nada que hiciera pensar en una identidad sexual. Y era así como ella quería aparecer. Su ropa era anónima. Vaqueros no demasiado ceñidos, zapatillas de deporte bien rodadas, chaqueta de piel… Era ropa, y punto. Su función era mantenerla caliente y cubrirla. No perdía tiempo en elegirla, simplemente la compraba. Quizá parecía toda igual, pero no le importaba. Así deseaba ser.

Invisible entre los invisibles.

Quizá también por eso podía compartir el vestuario de la comisaría del distrito con los agentes varones.

Hacía diez minutos que Mila miraba su armario abierto, mientras recorría los acontecimientos de la jornada. Tenía algo que hacer, pero en ese momento su mente estaba en otro lugar. Luego, una punzada lacerante en el muslo la hizo volver en sí. La herida se había abierto, trató de taponar la sangre con una gasa y esparadrapo, pero resultó inútil. Los bordes de piel alrededor del tajo eran demasiado cortos y no logró hacer un buen trabajo con la aguja y el hilo. Quizá esa vez debería haber consultado a un médico, pero no le apetecía ir a un hospital: demasiadas preguntas. Decidió que se haría una nueva sutura y un vendaje más apretado, con la esperanza de que la hemorragia cesara. Pero, en todo caso, tendría que tomar un antibiótico para evitar que hubiera infección. Le pediría una receta falsa a un tipo que de vez en cuando le pasaba noticias sobre los nuevos sin techo que llegaban a la estación de tren…

Estaciones.

«Es extraño —pensó Mila—. Mientras que para el resto del mundo son solo un lugar de paso, para algunos son un final. Se detienen allí y no vuelven a partir nunca más. Las estaciones son una especie de antiinfierno, donde las almas que se han perdido se amontonan a la espera de que alguien vaya a buscarlas».

Cada día desaparecía una media de entre veinte y veinticinco individuos. Mila conocía bien la estadística. De repente, esas personas dejaban de dar noticias de sí mismas. Se desvanecían sin avisar, sin equipaje. Así, como si se hubieran disuelto en el vacío.

Mila sabía que, en la mayoría de los casos, se trataba de inadaptados, de gente que vivía de la droga, de fichados, siempre listos para mancharse con algún crimen, individuos que entraban y salían de la cárcel continuamente. Pero después estaban también los que —y esa era una extraña minoría—, llegados a un cierto punto de sus vidas, decidían desaparecer para siempre. Como la madre de familia que se iba a hacer la compra al supermercado y nunca volvía a casa, o el hijo o el hermano que subían a un tren sin llegar nunca a su destino.

Mila pensaba que cada uno de nosotros tiene un camino; un camino que lleva a casa, a las personas más queridas, a lo que estamos mayormente ligados. Generalmente el camino siempre es ese, se aprende cuando somos pequeños, y cada uno lo sigue durante toda la vida. Pero a veces ocurre que ese camino se quiebra. A veces empieza de nuevo en otro lugar. O, después de haber dibujado un tortuoso recorrido, vuelve al punto en el que se ha quebrado. O bien queda como suspendido.

A veces, en cambio, se pierde en la oscuridad.

Mila sabía que más de la mitad de aquellos que desaparecen vuelven atrás y cuentan una historia. Algunos, en cambio, no tienen nada que contar, y retoman la misma existencia de antes. Otros son menos afortunados y de ellos solo queda un cuerpo mudo. Pero luego están aquellos de los que nunca se sabrá nada más.

Entre éstos siempre hay un niño.

Muchos padres darían su vida por saber qué ha pasado, en qué se han equivocado. Qué distracción ha dado inicio a ese drama de silencio. Qué fin ha tenido su cachorro. Quién se lo ha arrebatado, y por qué. Hay quien interroga a Dios para saber por qué pecado ha sido castigado; quien se atormenta durante el resto de sus días en busca de respuestas, o se deja morir mientras persigue esas preguntas. «Hazme saber al menos si está muerto», dicen. Algunos llegan a desearlo porque ya solo quieren llorar. Su único deseo no es resignarse, sino dejar de esperar. Porque la esperanza mata más lentamente.

Sin embargo, Mila no creía en la historia de la «verdad liberadora». Lo había aprendido en su propia piel la primera vez que había encontrado a alguien. Y lo había experimentado de nuevo esa misma tarde, después de haber acompañado a casa a Pablo y a Elisa.

Para el niño hubo gritos de alegría en todo el barrio, cláxones festivos y caravanas de coches.

Para Elisa, no: había pasado demasiado tiempo.

Después de haberla salvado, Mila la había conducido a un centro especializado donde los asistentes sociales se habían ocupado de ella. Le habían dado algo de comer y ropa limpia. Quién sabe por qué esas prendas siempre resultaban una o dos tallas más grandes, pensó Mila. Quizá porque los individuos a los que iban destinadas se habían consumido durante aquellos años de olvido y habían sido encontrados antes de que se desvanecieran por completo.

Elisa guardó silencio todo el tiempo. Se dejó cuidar, aceptando todo lo que le hicieron. Después, Mila le anunció que la llevaría a casa. Tampoco entonces ella dijo nada.

Mientras miraba su armario, la joven policía no podía dejar de volver a ver las caras de los padres de Elisa Gomes cuando se presentó con ella en su puerta. Estaban desprevenidos, y también algo molestos. Quizá pensaban que les devolverían a una niña de diez años, no a aquella chica ya crecida con la que no tenían nada en común.

Elisa había sido una chiquilla inteligente y muy precoz. Había empezado pronto a hablar. La primera palabra que había dicho fue «May», el nombre de su osito de peluche. Su madre, sin embargo, también recordaría la última: «mañana», que completaba la frase «nos vemos mañana», pronunciada en la puerta de su casa antes de ir a dormir a casa de una amiga. Pero ese día nunca había llegado. El mañana de Elisa Gomes aún no había llegado, porque su «ayer» era un larguísimo día que no parecía acabar.

En ese día prolongado en el tiempo, para sus padres, Elisa seguía viviendo como una niña de diez años, con su camita llena de muñecas y los regalos de Navidad que se amontonaban junto a la chimenea. Ella seguiría siendo siempre como la recordaban, inmortalizada en una foto de su memoria como prisionera de un hechizo.

Y, aunque Mila la había encontrado, ellos continuarían esperando a la niña que habían perdido. Sin hallar nunca la paz.

Tras un abrazo salpicado de lágrimas y una emoción incluso demasiado breve, la señora Gomes las había hecho entrar en casa y les había ofrecido té y pastas. Se había comportado con su hija como si se tratara de una huésped, quizá con la secreta esperanza de que volvería a marcharse al final de esa visita, dejándolos a ella y a su marido con su ya confortable sentimiento de carencia.

Mila siempre comparaba la tristeza con esos viejos armarios de los que querrías deshacerte pero que, al final, se quedan en su sitio y después de un tiempo desprenden un olor característico, que impregna toda la habitación. Con el tiempo te acostumbras, y terminas tú también perteneciendo a su olor.

Elisa había vuelto, por lo que sus padres tendrían que abandonar el luto y devolver toda la compasión de la que habían sido objeto en esos años. Ya no tendrían motivo para seguir estando tristes. ¿Con qué ánimo podían contar al resto del mundo esa nueva infelicidad de tener a una extraña vagando por la casa?

Después de una hora de formalidades, Mila se despidió de ellos, y le pareció descubrir en la mirada de la madre de Elisa una invocación de ayuda. «Y ahora, ¿qué hago?», gritaba muda aquella mujer en la angustia de tener que enfrentarse a la nueva realidad.

También Mila tenía una verdad que afrontar: la de que Elisa Gomes había sido encontrada por pura casualidad. Si su captor, después de todos esos años, no hubiera sentido la necesidad de aumentar la «familia» secuestrando también a Pablito, nadie hubiese sabido nunca cómo habrían acabado las cosas. Y Elisa hubiera permanecido encerrada en ese mundo creado solo para ella y para la obsesión de su carcelero; primero, como hija; después, como esposa fiel.

Mila cerró el armario con esos pensamientos. «Olvídalo —se dijo—. Esa es la única medicina».

La comisaría del distrito se estaba vaciando, y ella tenía ganas de volver a casa. Se daría una ducha, abriría una botella de oporto y asaría castañas en la cocina. Después se pondría a contemplar el árbol frente a la ventana del salón. Y, quizá, con un poco de suerte, se dormiría temprano en el sofá.

Pero mientras se disponía a premiarse con esa velada solitaria, uno de sus colegas se asomó al vestuario.

El sargento Morexu quería verla.

 

Una brillante capa de humedad revestía las calles en esa tarde de febrero. Goran bajó del taxi. No tenía coche, no tenía carnet, dejaba que algún otro se ocupara de llevarlo a donde tuviera que ir. No es que no hubiera intentado conducir, porque sabía hacerlo, pero para alguien que tenía la costumbre de perderse en las profundidades de sus propios pensamientos no era aconsejable ponerse al volante. Así que Goran había renunciado a ello.

Tras pagar al conductor, la primera cosa que hizo después de plantar sus zapatos del cuarenta y cuatro en la acera fue extraer de la chaqueta el tercer cigarrillo del día. Lo encendió, le dio dos caladas y lo tiró. Era una costumbre consolidada desde que había decidido dejarlo; una especie de compromiso consigo mismo para engañar la necesidad de nicotina.

Mientras estaba allí de pie, se encontró con su imagen reflejada en un escaparate. Se contempló durante unos instantes. La barba incipiente que le enmarcaba el rostro cada vez más cansado; las gafas y los cabellos despeinados. Era consciente de que no cuidaba mucho de sí mismo, pero quien solía ocuparse de ello había renunciado a ese papel hacía tiempo.

Lo que más llamaba la atención de Goran —todos lo decían— eran sus largos y misteriosos silencios.

Y sus ojos, muy grandes y atentos.

Ya era casi la hora de cenar. Subió lentamente la escalera de su casa, entró en su apartamento y se detuvo a escuchar. Pasaron unos segundos y, cuando se habituó a ese nuevo silencio, reconoció el sonido familiar y acogedor de la voz de Tommy, que jugaba en su habitación. Fue hasta allí pero se quedó observándolo desde la puerta, sin atreverse a interrumpirlo.

Tommy tenía nueve años y carecía de preocupaciones. Tenía los cabellos castaños y le gustaba el color rojo, el baloncesto y los helados, también en invierno. Su amigo del alma se llamaba Bastian, y con él organizaba fantásticos «safaris» en el jardín de la escuela. Ambos estaban en los boy scouts, y ese verano irían juntos de acampada; últimamente no hablaban de otra cosa.

Tommy se parecía increíblemente a su madre, pero poseía un rasgo de su padre.

Dos ojos grandísimos y atentos.

Cuando se dio cuenta de la presencia de Goran, se volvió y le sonrió.

—Es tarde —lo regañó.

—Lo sé. Lo siento —se defendió Goran—. ¿Hace mucho rato que se ha ido la señora Runa?

—Su hijo ha venido a buscarla hace media hora.

Goran se molestó. La señora Runa era su ama de llaves desde hacía ya unos cuantos años, por lo que tenía que saber que no le gustaba que Tommy se quedara solo en casa. Y ese era uno de los pequeños inconvenientes que a veces parecían convertir en imposible la empresa de seguir adelante con la propia existencia a pesar de todo. Goran no podía con todo; era como si la única persona que poseía ese misterioso poder hubiera olvidado dejarle el manual con las fórmulas mágicas antes de irse.

Debería aclarar las cosas con la señora Runa y quizá ser un poco duro con ella. Le diría que por las tardes se quedara siempre, hasta que él llegara. Tommy percibió algo de esos pensamientos y se entristeció. Por eso Goran trató de distraerlo en seguida, preguntándole:

—¿Tienes hambre?

—Me he comido una manzana y una barrita de cereales, y me he bebido un vaso de agua.

Goran sacudió la cabeza, divertido.

—Como cena, no es mucho.

—Era mi merienda. Pero ahora me gustaría algo más…

—¿Espaguetis?

Tommy aplaudió la propuesta. Goran le acarició la cabeza.

Prepararon juntos la pasta y pusieron la mesa, como en un aceptado ménage, donde cada uno tenía sus tareas y las llevaba a cabo sin consultar al otro. Su hijo aprendía de prisa, y Goran estaba orgulloso.

Los últimos meses no habían sido fáciles para ninguno de los dos.

Su vida amenazaba con deshilacharse, y él intentaba mantener juntos los cabos, volver a anudarlos con paciencia. Superaba la ausencia con el orden: comidas regulares, horarios precisos, costumbres consolidadas. Desde ese punto de vista, nada había cambiado respecto a antes. Todo se repetía del mismo modo, y eso le proporcionaba seguridad a Tommy.

Al final habían aprendido juntos, el uno del otro, a convivir con ese vacío, sin por eso negar la realidad. Es más, cuando uno de los dos tenía ganas de hablar de ello, se hablaba.

Lo único que nunca hacían era llamar a ese vacío por su nombre. Porque ese nombre había desaparecido de su vocabulario. Usaban otras maneras, otras expresiones. Era extraño. El hombre que se preocupaba de bautizar a cada asesino en serie que encontraba no sabía cómo llamar a aquella que durante un tiempo había sido su mujer, y había permitido al hijo «despersonalizar» a su madre. Era casi como un personaje de los cuentos que él le leía todas las noches.

Tommy era el único contrapeso que todavía lo mantenía atado al mundo. De otro modo, tardaría un instante en resbalar hacia el abismo que exploraba a diario allí fuera.

Después de cenar, Goran se retiró a su estudio, y Tommy lo siguió. Lo hacían todas las noches. Él se sentaba en su sillón desvencijado y su hijo se tumbaba boca abajo sobre la alfombra, retomando sus diálogos imaginarios.

Goran observó su biblioteca. Los libros de criminología, antropología criminal y medicina legal quedaban muy bien en las estanterías: algunos, con el lomo de damasco y grabados en oro; otros, más simples, encuadernados sin cumplidos. Allí dentro estaban las respuestas, pero lo difícil —como decía siempre a sus alumnos— era encontrar las preguntas. Aquellos textos estaban llenos de fotos angustiantes: cuerpos heridos, llagados, atormentados, quemados, destrozados, todo rigurosamente sellado en brillantes páginas, anotado en precisas leyendas. La vida humana reducida a frío objeto de estudio.

Por eso, hasta hacía poco, Goran no permitía que Tommy entrase en esa especie de sagrario. Temía que su curiosidad actuara y que al abrir uno de aquellos libros descubriera lo violenta que podía ser la existencia. Una vez, sin embargo, Tommy había transgredido la orden. Lo encontró tumbado, como ahora, intentando hojear uno de aquellos volúmenes. Goran aún lo recordaba. Se había detenido sobre la imagen de una mujer joven sacada de un río, en invierno; estaba desnuda, la piel violeta, los ojos inmóviles.

No obstante, Tommy no parecía para nada afectado y, en vez de regañarlo, Goran se sentó junto a él con las piernas cruzadas: «¿Sabes qué es?».

Tommy esperó un buen rato, impasible. Después respondió, nombrando diligentemente todo lo que veía: las manos agarrotadas, los cabellos llenos de escarcha, la mirada perdida en quién sabía qué pensamientos. Al final empezó a fantasear sobre lo que hacía para vivir, sobre sus amigos y sobre el lugar donde vivía. Y entonces Goran se dio cuenta de que Tommy lo había captado todo de aquella foto, excepto una cosa: la muerte.

Los niños no ven la muerte porque su vida dura un día, desde que se despiertan hasta que se van a dormir.

En esa ocasión, Goran comprendió que, por mucho que se esforzara, nunca podría proteger a su hijo de los males del mundo. Como, años después, no había podido evitarle aquello que le había hecho su madre.

 

El sargento Morexu no era como los demás superiores de Mila. No le importaba nada la gloria, ni las fotos de los periódicos. Por eso la agente de policía se esperaba una reprimenda por cómo había conducido la operación en casa del profesor de música.

Morexu era una persona apresurada tanto en los modos como en el humor. No conseguía mantener una emoción más de unos pocos segundos. Así, en un momento dado estaba airado o contrariado, y justo después, sonriente e increíblemente amable. Para no perder tiempo, entonces, juntaba los gestos. Por ejemplo, si tenía que consolarte, te ponía una mano sobre el hombro y mientras tanto te acompañaba a la puerta. O hablaba por teléfono mientras con el auricular se rascaba las sienes.

Pero esa vez no tenía prisa.

Dejó a Mila de pie frente a su escritorio, sin invitarla a sentarse. Después se la quedó mirando fijamente, con las piernas estiradas bajo la mesa y los brazos cruzados.

—No sé si te das cuenta de lo que ha pasado hoy…

—Lo sé, me he equivocado —dijo ella, adelantándose.

—Al contrario, has salvado tres vidas.

Esa afirmación la paralizó durante un larguísimo instante.

—¿Tres?

Morexu se echó hacia delante en el sillón y posó los ojos sobre un papel que tenía frente a sí.

—Han encontrado una nota en casa del profesor de música. Parece que tenía intenciones de secuestrar a otra…

El sargento le tendió a Mila la fotocopia de la página de una agenda. Debajo del día y el mes, había un nombre.

—¿Priscilla? —preguntó ella.

—Priscilla —repitió Morexu.

—¿Y quién es?

—Una chica afortunada.

Y el sargento no dijo nada más. Porque no sabía más. No había un apellido, unas señas, una foto. Nada. Solo ese nombre: Priscilla.

—Por tanto, deja de cargar con esa cruz —continuó Morexu, y, antes de que Mila pudiera replicar, añadió—: Hoy te he visto en la rueda de prensa: parecía que no te importara nada.

—Es que, de hecho, no me importa.

—¡Joder, Vasquez! Pero ¿no te das cuenta de lo agradecidas que deben de estar las personas a las que has salvado? ¡Eso, por no hablar de sus familias!

«Porque ellos no han visto la mirada de la madre de Elisa Gomes», hubiera querido decir Mila. En cambio, se limitó a asentir. Morexu la miró al tiempo que sacudía la cabeza.

—Desde que estás aquí, no he oído una sola queja sobre ti.

—¿Y eso es bueno o malo?

—Si no lo sabes, entonces tienes un problema, chiquilla… Por eso creo que te vendrá bien un poco de trabajo en equipo.

Pero Mila no estaba de acuerdo.

—¿Por qué? Hago mi trabajo, y es lo único que me interesa. Estoy acostumbrada a hacerlo así. Tendría que adaptar mis métodos a los de otra persona. ¿Cómo le explico que…?

—Ve a hacer las maletas —la interrumpió Morexu, poniendo así fin a sus quejas.

—¿A qué viene tanta prisa?

—Sales esta misma noche.

—¿Es una especie de castigo?

—No es un castigo, pero tampoco unas vacaciones: quieren el consejo de una experta. Y tú eres muy popular.

La agente de policía se puso seria.

—¿De qué se trata?

—El caso de las cinco niñas secuestradas.

Mila había oído hablar de ello en los noticiarios de la televisión.

—¿Por qué yo? —preguntó.

—Porque parece que hay una sexta, pero aún no saben quién es…

Habría querido más explicaciones, pero Morexu evidentemente había decidido que la conversación se había acabado. Volvía a tener prisa, y se limitó a darle un sobre con el que le señaló la puerta.

—Aquí dentro está también el billete de tren.

Mila lo cogió y se dirigió a la salida. Pero antes de dejar la habitación, se volvió de nuevo hacia el sargento:

—Priscilla, ¿eh?

—Sí…