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Feldher estaba esperándolos.

El parásito se había atrincherado en su capullo, encima de la colina de residuos.

Tenía armas de todo tipo, que había acumulado durante meses para prepararse para ese ajuste de cuentas. No había hecho mucho por esconderse, en realidad. Sabía bien que antes o después alguien iría a pedirle explicaciones.

Mila llegó con el resto del equipo, seguido por las unidades especiales, que se desplegaron alrededor de la propiedad.

Desde lo alto de su posición, Feldher podía controlar los caminos que conducían al antiguo vertedero. Además, había cortado los árboles que le impedían una vista perfecta. Pero no empezó a disparar en seguida: esperó a que estuvieran apostados para iniciar su tiro al blanco.

Acertó primero a su perro, Koch, el chucho roñoso que vagaba entre la chatarra. Lo dejó seco de un solo tiro en la cabeza. Quería demostrarles a aquellos hombres de allí afuera que iba en serio. Aunque quizá también lo hizo para ahorrarle al animal un final peor, pensó Mila.

Acurrucada detrás de uno de los vehículos blindados, la agente de policía observaba la escena. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde el día en que había estado en esa casa junto con Boris? Habían ido allí para preguntarle a Feldher sobre el orfanato religioso en que había crecido, y él, en cambio, escondía un secreto mucho peor que el de Ronald Dermis.

Había mentido sobre muchas cosas.

Cuando Boris le preguntó si había estado en la cárcel, él asintió. Pero no era verdad. Por eso no habían podido cotejar las huellas dejadas en casa de Yvonne Gress. Esa mentira, en cambio, le había servido para tener la certeza de que los dos agentes que tenía enfrente no sabían casi nada de él. Y Boris no se había dado cuenta de nada, porque generalmente uno no miente para dar una imagen negativa de sí mismo.

Feldher lo había hecho. Había sido astuto, consideró Mila.

Les había tomado las medidas y había jugado con ellos, seguro de que no tenían elementos para relacionarlo con la casa de Yvonne. Si hubiera sospechado lo contrario, probablemente no habrían salido vivos de aquella casa.

Con posterioridad, Mila se dejó engañar por su presencia en el funeral nocturno de Ronald. Creyó que se trataba de un gesto de piedad, cuando en realidad Feldher estaba controlando la situación.

—¡Malditos bastardos, venid a cogerme!

Los tiros secuenciales de una ametralladora desgarraron el aire, algunos yendo sordamente a impactar sobre los blindados, otros repicando sobre la chatarra.

—¡Hijos de puta! ¡No me cogeréis vivo!

Nadie le respondía, nadie trataba con él. Mila miró a su alrededor: no había ningún negociador con el megáfono listo para intentar persuadirlo de que dejara las armas. Feldher ya había firmado su condena de muerte. A ninguno de los hombres de allí afuera le interesaba salvarle la vida.

Solo esperaban un movimiento en falso para borrarlo de la faz de la Tierra.

Un par de francotiradores ya estaban apostados, listos para disparar en cuanto se asomara un poco de más. De momento, lo dejaron desahogarse. Así era más probable que cometiera un error.

—¡Ella era mía, bastardos! ¡Mía! ¡Solo le he dado lo que quería!

Estaba provocándolos. Y a juzgar por la tensión de los rostros que lo miraban, el intento estaba teniendo éxito.

—Debemos cogerlo vivo —dijo Goran en un momento dado—. Solo así podremos descubrir la relación que existe entre él y Albert.

—No creo que los de las unidades especiales estén muy de acuerdo con eso, doctor —repuso Stern.

—Entonces tenemos que hablar con Roche: debe dar la orden de traer a un negociador.

—Feldher no se dejará coger: ya lo ha previsto todo, incluido su fin —le hizo notar Sarah Rosa—. Buscará un golpe teatral para irse a lo grande.

No se equivocaba. Los artificieros llegados al lugar localizaron algunas variaciones en el terreno que rodeaba la casa. «Minas antipersona», le dijo uno de ellos a Roche cuando llegó para unirse a sus hombres.

—Con toda la inmundicia que hay ahí debajo, podría desencadenar el fin del mundo.

Consultaron con un geólogo, que confirmó que el vertedero que formaba la colina podía guardar en su interior bolsas de metano producidas por la descomposición de los residuos.

—Tenéis que alejaros de aquí en seguida: un incendio podría ser devastador.

Goran le insistió al inspector jefe para que al menos lo dejara intentar hablar con Feldher. Al final, Roche le concedió media hora.

El criminólogo pensaba utilizar el teléfono, pero Mila recordó que la línea estaba cortada por impago porque, cuando días antes ella y Boris habían intentado ponerse en contacto con Feldher, contestó una voz grabada. La compañía telefónica tardó siete minutos en restablecer el contacto. Disponían solo de veintitrés para convencer al hombre de que se rindiera. Pero cuando el teléfono empezó a sonar en la casa, Feldher le disparó al aparato.

Goran no se dio por vencido. Cogió un megáfono y se colocó tras el blindado más próximo a la casa.

—¡Feldher, soy el doctor Goran Gavila!

—¡Que te den por culo! —Y siguió un disparo.

—Escúcheme: yo lo desprecio, como lo desprecian todos los que están aquí ahora conmigo.

Mila comprendió que Goran no quería engañar a Feldher haciéndole creer cosas que no eran ciertas porque no serviría de nada. Ese hombre ya había decidido su propia suerte. Por eso el criminólogo puso en seguida las cartas sobre la mesa.

—¡Pedazo de mierda, no quiero escucharte! —Otro disparo, esta vez a pocos centímetros de donde estaba Goran.

Aunque estaba bien protegido, el médico se sobresaltó.

—¡Pero creo que lo hará, porque le conviene escuchar lo que tengo que decirle!

¿Qué tipo de ofrecimiento podía hacerle en el punto en que estaban? Mila perdió el sentido de la estrategia de Goran.

—Usted nos es útil, Feldher, porque probablemente conoce al hombre que mantiene prisionera a la sexta niña. Nosotros lo llamamos Albert, pero estoy seguro de que usted sabe cuál es su verdadero nombre.

—¡Me importa una mierda!

—¡Yo creo que sí le importa, porque esa información tiene un valor en este momento!

La recompensa.

Entonces, ¡ese era el juego de Goran! Los diez millones ofrecidos por la Fundación Rockford a quienquiera que diese noticias útiles para el rescate de la niña número seis.

Alguien podría haberse preguntado también qué ventajas podría obtener de esa suma un hombre seguro de ser condenado a cadena perpetua. Mila lo entendió. El criminólogo quería hacer relampaguear en la mente de Feldher la idea de librarse de todo, de poder «burlarse del sistema». Eso que lo había perseguido durante toda la vida, convirtiéndolo en lo que ahora era. Un miserable, un fracasado. Con ese dinero podría pagarse la defensa de un gran abogado, que alegaría enfermedad mental, una opción procesal generalmente reservada a los acusados ricos porque era difícil de demostrar sin los medios económicos adecuados. Feldher podría esperarse una condena inferior —quizá solo una veintena de años— que pagar, no en la cárcel, sino entre los pacientes de un hospital judicial. Luego, una vez que hubiera salido, disfrutaría de su riqueza durante el resto de su vida. De hombre libre.

Y Goran acertó. Porque Feldher siempre había deseado ser algo más. Por eso había entrado en la casa de Yvonne Gress. Para saber, al menos una vez, qué se sentía viviendo como los privilegiados, en un sitio de ricos, con una mujer hermosa, unos hijos guapos y un montón de cosas bonitas.

Ahora tenía la posibilidad de conseguir un doble resultado: adjudicarse el dinero y salir impune.

Saldría de aquella casa por su propio pie, desfilando sonriente por delante de más de cien agentes que lo querían muerto. Pero, sobre todo, saldría como un hombre rico. En cierto modo, hasta como un héroe.

Feldher no profirió ningún insulto y no disparó ningún tiro en señal de respuesta: lo estaba pensando.

El criminólogo aprovechó el silencio para alimentar ulteriormente sus expectativas.

—Nadie puede quitarle lo que se ha ganado. Y aunque no me gusta admitirlo, muchos se lo tendrán que agradecer. Por tanto, ahora tire las armas, salga afuera y deje que lo detengan…

«Una vez más, el mal con el fin de hacer el bien», reflexionó Mila. Goran estaba usando la misma técnica que Albert.

Transcurrieron algunos segundos que se le hicieron interminables. Pero sabía que, cuantos más pasaran, más esperanzas había de lograr su plan. De detrás del blindado que la protegía, vio a uno de los hombres de las unidades especiales que alargaba una vara con un espejo en un extremo para comprobar la posición de Feldher en la casa.

Poco después, lo vio en el reflejo.

De él solo se veían el hombro y la nuca. Vestía una chaqueta de camuflaje y un sombrero de caza. Luego también entrevió por un instante su perfil, el mentón con la barba sin afeitar.

Fue cuestión de décimas de segundo. Feldher levantó el fusil, quizá para disparar o en señal de rendición, y el silbido ahogado pasó rápidamente sobre sus cabezas.

Antes de que Mila pudiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, el primer proyectil ya había alcanzado a Feldher en el cuello. Luego también llegó el segundo, desde otra dirección.

—¡No! —gritó Goran—. ¡Quietos! ¡No disparéis!

Mila vio a los tiradores escogidos de las unidades especiales salir de sus resguardos para apuntar mejor.

Los dos agujeros de bala que Feldher tenía en el cuello rociaban chorros de sangre al ritmo del latido de la carótida. El hombre se arrastró sobre una pierna, con la boca abierta. Con una mano intentaba desesperadamente taponarse las heridas, mientras que con la otra trataba de mantener levantado el fusil para responder al fuego.

Goran, sin pensar en el peligro que corría, salió al descubierto en un desgraciado intento de detener el tiempo.

En ese instante, un tercer tiro más preciso que los otros impactó en la nuca del blanco.

El parásito había sido abatido.